KATABASIS
I
Permanece erguido de frente al corredor, aun después de que corran la puerta de su celda. Escucha la cerradura tronar cuando giran las llaves. Oye la risa del guardia mientras éste se aleja. Oye su propio corazón anunciar a latidos lo que su rostro disimula con tanta destreza.
Está asustado, pero no lo demuestra. No puede.
Al otro extremo del corredor, una hilera de celdas y sus inquilinos le devuelven la mirada. Predomina la curiosidad en los ojos que lo estudian de lejos. Por ahora solo la curiosidad. Él tiene dieciocho años, bajo peso y estatura. Debe inspirar lástima a algunos, a otros parecerá un animalillo fácil de domesticar. Y quizás lo sea.
En este sitio, todavía no sabe nada de sí mismo. No se conoce, igual que si hubiera nacido en el preciso instante que lo recluyeron. Solo sabe una cosa: no quiere ni que lo oigan o reparen en él. Anhela constituir una mancha difusa en el campo visual de todos y cada uno allí, desde los guardias hasta el reo más insignificante.
Brinda la espalda a ese mundo exterior, lleno de murmullos, risas y amenazas a la espera de concretarse. Encara el interior de la celda: una habitación pequeña sin ventanas, con el váter en una esquina, y en la otra una mesita y su silla. La litera a su izquierda luce enorme, asfixiada entre aquellas cuatro paredes; en la sección superior está tendido su compañero de celda, calvo y entrado en años, quien con ambas manos detrás de la cabeza, le pregunta en tono casual:
—¿Cuánto te echaron, chama?
—Nueve meses —replica él y enseguida toma asiento en la cama inferior de la litera, sin dignarse a entrar en la típica conversación, breve pero crucial, que da paso al intercambio de confianza entre dos hombres. No dirá su nombre a menos que alguien demande saberlo, ni mucho menos contará los motivos de su encarcelamiento a nadie indigno de conocerlos.
Su compañero de celda no parece molesto por la respuesta seca a su interrogante. Al contrario, las arrugas en su ceño, todas impuestas por la edad, permanecen sin fruncir; sus manos conservan la firmeza; inclusive su semblante carece de las cicatrices que deja el estrés, vencido tras un angustioso batallar. Su serenidad deslumbra al joven, quien siente la envidia chorrear a lo largo y ancho de su cuerpo.
—Bueno, yo tú me voy preparando —dice el viejo mientras él saca un cigarro y lo prende—. Que los jovencitos como tú aquí tienen que pasar un rito de iniciación.
—¿Qué rito es ese? —fingiendo desinterés, el joven se aproxima a la reja y apoya un codo entre los barrotes. Da una cachada al cigarro. Una larga cachada. Intuye que no le gustará la respuesta.
—Mira, ¿tú ves a ese negro en la celda de al frente? —Su cabeza gira en la dirección que le indican: allí vislumbra una masa oscura y corpulenta, dentro de la camiseta blanca y los pantalones color crema que parecen a punto de reventar. De espaldas, el gigante extiende los brazos hacia arriba; el gesto hace que sus músculos despunten, similares a una hueste que al unísono, adopta posición de combate.
—Le dicen el pisa flores —añade el viejo. Él lo oye, pero no quita los ojos del monstruo, quien ahora se ha movido y de perfil, muestra el ancho de su brazo, de la misma longitud y constitución que el muslo de un futbolista.
La voz del viejo arremete como un trueno contra los oídos del muchacho:
—Porque a todo chama que entra aquí, el tipo le coge las nalgas.
Él mantiene su pose impasible mientras acerca las manos a los barrotes y los aprieta para que sus temblores pasen desapercibidos. Pero el cigarro, preso entre sus labios, lamenta un tratamiento de electroshock. De inmediato, el joven saca al delator cigarrillo de su boca y lo tira al suelo, donde le aniquila con una pisada.
—¿Se lo hace a todos? —pregunta.
—No, nada más a los que tienen pinta de niñatos —el viejo produce una risita de colegia—. Así como tú.
—¿Y nadie se le resiste?
—Bueno, hasta ahora sé de once chamacos a los que el tipo le fue arriba. Dos se resistieron. Lástima que ninguno te pueda hacer el cuento. Al resto se los templó; perdón, desfloró, esa es la palabrita que le gusta usar al muy hijoeputa.
—¿Por qué a los más jóvenes?
—Sabrá Dios —el viejo deja escapar un bufido—. Le gustarán las nalgas más tiernas, o a lo mejor sabe que una carne así tan fresca, que nunca ha probado el tanque, le hará menos resistencia; aunque, la verdad, a ese doce plantas ni con una bazuca se le tumba.
El joven libera los barrotes y se gira hacia su compañero, no sin antes encajar las manos inquietas en los bolsillos. Libra una batalla silenciosa con su propio rostro, en pos de evitar el surgimiento de una expresión o mueca que revele sus cavilaciones.
—¿Tú crees que se tire pa’ mí? —pregunta.
El viejo levanta la cabeza, lo mira de arriba abajo durante varios segundos y luego dice, con la frialdad de un juez en el momento de dictar sentencia:
—Flaco, bajito y con cara de bebé: qué pareja van a hacer.
El joven creyó oír el retumbar del martillo contra la base tras recibir la condena.
—A mí él no me toca —rebate a toda velocidad, en un tono tan revestido de virilidad que, una vez lo deja salir, comprende la carcajada del viejo.
—Ya, entonces ve llamando a tus viejos pa’ que te organicen el velorio. Chama, o usted es sordo, o no me oyó cuando le dije qué le pasa a los que se hacen los duros con ese negro.
—¿Entonces qué? ¿Tengo que dejar que me cojan el culo si quiero salir vivo de aquí?’
—No sé, a lo mejor tienes suerte y nada más te pide que le chupes el rabo —El semblante sombrío del joven desvanece la mueca burlona de su compañero, quien añade: —Mira, no serás el primero ni el último que se gana la vida en el tanque con las nalgas; más duros que tú los he visto ponerse en cuatro.
—¿Tú lo has hecho?
En una fracción de segundo, las facciones indignadas del muchacho brincan hacia la cara del viejo.
—Respeto, socio —le advierte el veterano.
—Lo mismo te digo —y con un cabeceo, el muchacho señala en dirección al negro —. Ese a mí no me coge ni un grano de arroz de mi bandeja, ¿oíste?
Sin añadir más, toma asiento en su cama. Lleva ambas manos al rostro y enseguida siente las palmas bañárseles de sudor. Entonces sin él quererlo, su cabeza se ladea, lo suficiente para ver de soslayo al negro en la celda. Allá sigue, lejano y al mismo tiempo cerca, muy cerca.
II
‘’…certifico que el paciente presenta lesiones severas en ambas piernas, resultantes en fracturas de las rodillas y un tobillo. Además, muestra un fuerte trauma craneal, pérdida de catorce piezas bucales y hematomas a lo largo y ancho de su torso, en especial el abdomen y la parte baja de la espalda. Tras sometérsele a una cirugía de urgencia, el paciente ha recuperado un bajo porcentaje de las funciones físico motoras, y aun con fisioterapia, se hace difícil garantizar que podrá desplazarse a máxima capacidad. La gravedad de los golpes recibidos en la cabeza afectará de por vida su habla y raciocinio. Por consiguiente, recomendamos que dicho paciente sea transferido de inmediato a una instalación de mínima seguridad, si fuese posible, un centro psiquiátrico.
Queda de usted, atentamente:
Doctor Tomás Cabrero.’’
III
Han transcurrido cuatro días desde su ingreso a la cárcel. Aún sigue vivo y lo celebra devorando el contenido de su bandeja. Ocupa él solo una de las mesas del comedor. El resto de los reos le pasan de lado sin prestarle mucha atención; incluido el notorio ‘’pisa flores’’, la leyenda urbana del tanque. Hasta el momento, ni tan siquiera una mirada furtiva le ha ofrecido el gigante.
En las noventa y seis horas que lleva en este nuevo mundo, el joven ha dedicado más de la mitad a practicar un estudio, visual y auditivo, del negro devoto a quebrantar la virginidad de todo prisionero cuya edad sea inferior a los veinte años. Ese de hecho, fue su primer hallazgo. La confirmación de los rumores. Ha visto al tipo con dos o tres amantes, todos jóvenes y cabizbajos cuando andan junto a él que, posesivo, aunque sin restarle ternura, les envuelve los hombros con uno de los robles que debería apodarse ‘’brazo’’.
Una vez, durante la hora de recreo en el patio, el joven se atrevió a pasar cerca del ‘’pisa flores’’, y mientras lo hacía, notó que el aire ganaba peso e intensidad, a un extremo febril, como si una nube de vapor rodeara la imponente silueta del negro. Su piel oscura siempre brillaba merced del sudor, incluso en los días más frescos.
Después del almuerzo, a los reos se les conceden quince minutos de descanso antes de ser transportados de regreso a las celdas. Cuando el joven entra a la suya, ve a su compañero sentado en la taza del baño. El viejo anda metido de a lleno en la lectura de un libro; de vez en cuando exhibe una mueca de contrición y deja escapar un leve mugido.
—No sale nada, ¿eh? —dice el muchacho.
—Sale demasiado, chico —la voz del veterano acarrea una mezcla de debilidad y asqueo—. Yo no sé quién cojones me mandó a tomarme el café ese que zumbaron por la mañana.
—Yo me lo tomé, y no ando así —señala el muchacho, y se acuesta en la sección inferior de la litera. Coge la sábana y la coloca sobre su cuerpo, hasta cubrirle el cuello. Por debajo de la misma, acerca dos dedos a los pequeños hoyos que ha practicado en la tela, de forma tal que si se tapa completo, le permitirán observar el exterior sin que nadie lo note.
—Sí, pero tú no tienes ni veinte años —replica el viejo—. A mi edad uno tiene el estómago de un bebé; cualquier cosita y nos vamos en mierda… Oye, ¿vas a tirarte?
—Un rato nada más.
—¿Y a taparte con sábana y to’ con este calor? ¿Tú tienes fiebre o algo, chico?
El joven ni responde, ya la sábana lo cubre de pies a cabeza y él mira a través de los hoyos en la tela blanquecina. Desde afuera, los otros reos solo ven a un tipo recogido en su colcha, a lo mejor presa de una gripe o de un ataque de locura. Pero él, en cambio, mira en una sola dirección. La celda al otro extremo de la suya, en la cual acaba de entrar el ‘’pisa flores’’.
Oculto en su búnker, el joven no quita los ojos del negro. Está esperando que haga algo. Algo que si llegara a ocurrir, él intuye que pondrá fin a su ritmo cardíaco supersónico, a los temblores en sus manos y a la respiración entrecortada que no ha sido capaz de subyugar a su propia voluntad. El hastío lo empalaga y quiere que llegue la señal que espera.
Escucha al viejo gemir, luego el tronido de sus intestinos y el grotesco chapoteo de las consecuencias del café malo impactar contra el mármol del váter. Parpadea un par de veces cuando la peste roza sus fosas nasales. Después, al devolver la vista a su máscara improvisada, el joven se estremece. Es el momento.
Ha visto la señal.
Al otro extremo del corredor, desde su celda, el negro lo está mirando…
IV
‘’…confirmamos que el paciente ingresado hace cuatro días con las lesiones previamente citadas, en la madrugada del día de hoy sufrió una hemorragia interna de gran magnitud que fue imposible de resolver en el quirófano. Su hora de muerte se fijó a las 3 y 15 de la madrugada, y establecemos como causa principal del deceso una severa hemorragia craneal, producto de los traumas sufridos durante el ataque en el centro penitenciario, que a pesar de haber sido operados anteriormente, llevaron la condición del paciente a un estado crítico. Anexamos al presente informe el que enviamos anteriormente (notificando la estabilidad del paciente tras las primeras cirugías), para que los encargados de sancionar al ofensor determinen qué medidas deben aplicársele.
Atentamente.
Doctor Tomás Cabrero.
V
Ha estado esperando esto: que el ‘’pisa flores’’ le dirija la mirada. Una sola le basta. Entonces queda convencido. Enfrentado a la perspectiva de que el negro pronto intentará hacerlo una víctima más de su rito de iniciación, el joven adquiere la inmediata certeza. Ya sabe quién es y quien será de ahora en adelante.
Sus manos temblorosas le despojan de la sábana cuando los guardias abren las rejas para la hora de recreo. Y su cuerpo se desplaza a la izquierda, hacia los baños al fondo del corredor. Un característico olor a humedad llena la habitación vacía cuando el joven entra en ella y se dirige a una de las duchas. ‘’Esa no funciona desde hace años’’; le dijeron cuando el primer día intentó colocarse debajo y abrir en vano la pila. La tubería que lleva el agua está rota, pero a pesar del desuso, el metal luce aun sólido, excepto una sección donde el óxido ha corroído a tal extremo que exhibe una tonalidad naranja oscuro. Si alguien ejerciera la fuerza suficiente en ese punto débil lograría separar un buen trozo de tubería. No muy grande, quizás del tamaño de un bate.
El joven se quita la camiseta y con ella envuelve sus manos. Después, aferra la tubería por la sección defectuosa y comienza a jalar para sí mismo. Lo intenta cinco, diez, quince veces. Puede notar el metal ceder ligeramente, aunque no como él anticipara. Necesita zafar el hierro y el cabrón no afloja. Quiere gritar, maldecir su suerte, pero hace acápite de paciencia y lo sigue intentando. De nuevo, y de nuevo y de repente, a menos de cinco minutos de concluir el horario de recreo, el muchacho cae de pronto al suelo tras escuchar el hierro crujir. Un fragmento de tubería, preso en sus manos, le ha hecho compañía en su desplome.
Al verlo salir de las duchas, medio mojado y con las manos detrás de la espalda, varios presos incurren en susurros; otros retroceden cuando los deja atrás y vislumbran lo que lleva consigo. Sin embargo, nadie profiere exclamaciones o habla alto. No mientras no sean ellos a quienes se dirige. El joven camina recto, hacia una celda en específico. Afuera de la misma, un gigante, de espaldas a él, propina una cariñosa nalgada a una de sus florecillas.
El joven, aun temblando, su corazón latiendo a millón y la respiración a toda máquina, llega hasta el negro. Entonces echa las manos al frente y aprieta los dedos entorno al hierro antes de decir, en tono amistoso:
— ¿Qué hay, pisa flores?
NOTA:
KATABASIS. Palabra griega que se traduce como “descenso al infierno”
David Martínez Balsa. La Habana, 1991.
Contador de profesión, graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, y miembro de la Asociación Hermanos Saíz y de la UNEAC. Ganador del Premio David de Cuento 2017, el Premio Regino E. Boti de Literatura para niños y jóvenes 2021, el Premio Calendario 2022 en Narrativa y el Premio Internacional de Cuento Palíndromus 2023, finalista del Premio Eliseo Diego 2023 y mención en el Premio Internacional Fantoches 2023, además de ser finalista y recibir menciones en otros premios literarios nacionales e internacionales. Ha publicado los libros: Minutos de silencio (Ediciones Unión, 2019); Katabasis (Editorial Primigenios, 2021); Deambulantes (Editorial Primigenios, 2022); Escenarios (Iliada Ediciones, 2022); Triple C (Casa Editora Abril, 2023); Faunas (Editorial Laia, 2023); Visita al cuarto oscuro (Iliada Ediciones, 2023) y El Indio de las nueve vidas (Editorial Primigenios, 2023).