El poeta anda distraído por la calle. Observa como pulula la gente. Va a paso lento con el dejo de su sombra, comprendiendo la amargura de ellos. Precavidamente esquiva a estos otros argentinos. A la mayoría los adivina tristes, menos a unos pocos quienes están como estresados. Ya da un poco de codo para abrirse espacio entre la multitud. Eso roza a señoras y hombres de todos los colores de piel. Los unos van con sombreros mientras que otros desfilan con abrigos. Entre tanto, Julio examina sus rostros para sentirles la nostalgia y se percata de que ellos por dentro están fríos. La depresión del país los tiene así de achacados. Cada quien sabe el silencio que debe guardar o si no hasta puede ser encarcelado, por nada, porque libera la lengua de verdad. Tras las amenazas; pues los llorones se quedan callados, no hacen ninguna gritería.
Más con suerte, Julio los rebasa ahora con galanura. Los deja por allá en medio de ese desorden. Mejor, él pasa a la otra esquina. Con genialidad, logra adelantarse en el tiempo. A su voluntad, camina por una calzada cualquiera con el cigarrillo de siempre en la boca. Pasea a lo surrealista; creyendo en lo imposible, saludando a cronopios y famas. Hace así lo que desea por la ciudad. Casualmente acaba de encontrarse con Daniel, un viejo amigo. Por lo fraternales, optan por estrechar sus manos. Se saludan en bien. En el otro acto, cruzan unas cuantas palabras como simbólicas de vez que resuelven ingresar a tienda Vinola. Entre chistes, cruzan el portal, van hasta la barra. Por allí, se sientan sobre las butacas y con prestancia piden al joven de turno dos mates.
Durante la espera, hablan sobre las experiencias de lo fantástico. Julio comienza por su parte a relatar una historia. Rememora el día cuando vio a una enana morada, saludándolo desde el columpio que había al frente de su casa. A su parecer la creyó cariñosa. Ante tal sorpresa, él asegura haber salido de la habitación donde estaba para dirigirse rápidamente a la calle. Así que recorrió el pasillo principal y luego abrió la puerta del recibimiento con el propósito de conocerla a ella. Por cierto, sus ganas por apreciarla eran fuertes. No obstante, cuando reparó la vista a lo lejos, ya no la encontró a ella. En vez, distinguió a un hombre de cara misteriosa, vestido todo de negro. Debido a este desarreglo, volvió al encierro suyo en donde permanecía, para pensar mejor las cosas.
Entre tanto, ellos los literatos, recuperan ahora la noción del presente. Acaba de llegar el muchacho con las bebidas. Estos amigos, serenos las reciben, se las toman en compañía. Y mientras el zureo de la tarde apacigua, Daniel entona su voz en vez como dice:
-Poeta, yo sólo tengo una anécdota curiosa. Esta me sucedió en Belgrano. Era eso del medio día. Hacía sol con brisa. Avanzaba el día sábado con lentitud. Así lo descubría sobre lo letárgico. Para lo personal, sentía pereza hasta en los nervios. Yacía recostado contra un escaño de madera. La verdad no hacía nada. Iba sin aspiraciones por ciudad capital. Sufría hasta de maluquera. A escasas, oía el canto de los canarios, salvando los vacíos de aquella agonía, tan mía. Nomás a rutina, observaba a los vecinos de siempre, entre sus hijos con las mismas rutinas, yendo de prisa a sus apartamentos para escuchar la radio. Menos mal, por avatares del destino, se acercó a mí, Haroldo Conti. Pasaba de anónimo por el barrio, más al descubrirme a solas, vino hasta donde estaba yo. De inmediato, dejó un libro suyo en mis manos, luego cogió por un callejón, yendo rápido hasta cuando se desapareció. Y claro, desde aquel suceso, gracias a él, sé de ficción.
-Pero que genial, Daniel. Lo trascendental pasa definitivamente cuando uno menos se lo espera, eso sí que es cierto-Sentencia, Julio Cortázar.
Tras esto pasado, los dos amigos desahogan sus voces. Han confesado sus infidencias inexplicables. Más se hallan ahí en simpatía. Aún reunidos experimentan un rato agradable, sueltan una que otra carcajada, dejan correr viejos rumores, la pasan bien.
Ahora, al acabarse los mates, cada quien se levanta de la silla, pagan frescos la cuenta al joven y con normalidad se van del lugar. Caminan ya juntos lo largo de varias cuadras.
En el teatro Moderno, se despiden con gentileza, se separan, se distancian el uno del otro hombre. Al tanto, Julio sigue su rumbo por el andén hasta la plaza de Mayo. Una vez llega allá, ve maullar a un montón de gatos. Estos se pasean por los arbustos, brincan con mucho arrebato. Algunos entre ellos, se recuestan sobre el prado azulado. El poeta, por cierto los vislumbra junto al crepúsculo. La mayoría son rojos y los demás son negros. Unos faroles iluminan sus cuerpos peludos. El maestro, entre la misma magia, se les arrima con cautela y acaricia a uno de estos mininos con los dedos. Este bate la cola a la vez que otro de ellos se encarama por su espalda. El Julio, queda entonces encantado como un niño, les dice puras inocencias de ternura.
Y por gracia de la divinidad, Aurora aparece acompañada por un loro. Ella a lo pronto va hasta donde este enamorado suyo. Corre para siempre protegerlo. Ahora lo saluda y lo remansa con sus manos. De nuevo, lo seduce al ritmo de cada rozar de pieles. Más por fin, ellos vuelven a ser novios, juntan sus labios, se lloran con dicha y mientras tanto los gatos empiezan a volar por los buenos aires.