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Juana la Loca

El tiempo y el espacio son dos magnitudes físicas que contienen al bar de Quiroga, el mejor de este, mi pueblo, Calabazar de Sagua. Aunque mucha gente diga que es un lugar oscuro y de mala muerte.

Siempre he tenido confianza porque sé que dentro de él se esconde el poder de lo posible y que algunas tardes están hechas con nitroglicerina, pero no soy yo quien decide y eso me salva.

El bar de Quiroga es el único lugar desde donde se puede ver el mundo. El único donde un vaso de té puede ahuyentar los ruidos del barrio. El único en que las mujeres ricas que bailan esconden luces en el fondo de sus vaginas.

Quiroga, como todos, me dice Hemingway porque escribo en su bar y porque no diferencia entre poetas y narradores; pero ni él mismo sabe que lo que hace a este lugar tan especial es que junto a las mesas se mueven solo para mí las hembras más hembras de la historia.

La tarde es el mejor horario para escribir. Cuando termino los poemas se los doy a Quiroga, porque artista que se respete tiene un albacea y también —me apena decirlo— porque las aguas de mayo pueden destruir toda mi obra.

Quiroga mira las poesías sin escuchar los suspiros que salen del papel, sin respirar los perfumes ricos de las cunetas, ciego ante la ternura del cuerpo de las putas.

—Todavía a esto le falta —me dice.

—Algún día voy a pagar todos los té que te debo —le digo a modo de despedida.

Un ritual de tantas veces que da vértigo. Tantas veces sepultado el deseo de tomarme el té cargado con bastante ron.

A nosotros, los escritores con cierta madurez, nada nos asombra; pero cualquier otra persona, con menos experiencia, hoy se hubiese caído de espaldas al ver a una de las bailarinas del bar acercarse a mi mesa. Lo más llamativo es que tiene el pelo azul, hechizadora y absolutamente azul, cayéndole sobre los hombros.

No me quedan dudas de que está loca. Tiene que estar muy mal de la cabeza para tener el pelo de ese color y sentarse conmigo en el bar de Quiroga.

—Estoy en medio de una crisis existencial —le digo a modo de presentación, listo para el disparo directo que nunca falla: el poemazo.

Me responde enseñando los dientes.

Bala equivocada, porque ella no se parece a las otras bailarinas, a las que con solo cerrar los ojos poseo bien suave para tener un orgasmo escondido como el de las mariposas. Tampoco es de esas que me abrazan la piel y por las que después tengo que buscar el perdón de Quiroga en cada sorbo del té que me refresca la garganta.

¿Qué espera, acaso que le cuente por qué estoy viviendo una crisis existencial?

—¿Cómo te llamas? —le pregunto, aunque sé muy bien que su nombre es Juana. Casi todas las locas en un momento de su vida se nombran Juana.

Juana la Loca permanece muy quieta y el pelo parece un ojo que me ha hipnotizado. Ahora es un mar donde nadan estrellas, y yo en la superficie que me ofusca por la ausencia de arena.

—Mi problema es Alberto, El Enano —le digo.

Alberto San Pedro. Apellido de santo, santo chiquito. Algunas noches sueño que lo llevo a patadas desde el Puente de las Flores hasta el edificio nuevo de La Palma.

Al aclarar, la primera cara que veo en la calle, lógicamente, es la de Alberto.

San Pedro mide uno sesenta y siempre anda acompañado de Pipe y Papo. A sus espaldas la gente lo llama El Enano; en cambio, a la pareja que mide uno noventa nadie le pone nombretes.

Le cuento a la loca que El Enano es el dueño de todos los negocios del barrio y que allí no pasa ni una guasasa sin que él lo sepa y le cobre el vuelo.

Según Chachi, Alberto le tiene echado el ojo a mi cuarto para un vallín de gallos finos. Yo sé que lo que le incomoda es que en el pasado tuve un romance con ella; un poco antes de que Juan Carlos el Viruta, que era músico de Alejandro y sus Ónix, dejara de ser mi rival artístico en el barrio.

Chachi es la mujer que descoca a Alberto, lo hala, lo sostiene… Para no cansar a la loca del pelo azul, le digo que en este barrio de Calabazar de Sagua, donde llevo treinta años luchando, lo que le estorba a él soy yo.

En el tiempo en que conocí a Chachi, ella era una chiquilla delgaducha y yo hubiera podido darle a Alberto San Pedro las manos de patadas que se me antojaran.

Pero el tiempo es eso, tiempo, y diez años más tarde ella era lo mejor del barrio, con un pasado jineteril de altura, y yo me la estaba acostando a poemazos limpios.

Chachi siempre ha tenido unas fantasías eróticas extrañas, que se deshacen cuando uno no cree en ellas. ¿Pero quién se le resiste? Aquí, donde están de moda las construcciones de obras sociales y antes de que alguna personalidad importante lo hiciera, las inaugurábamos nosotros —le hago un guiño a la loca—. Me queda el dolor de no haberla complacido en lo de la azotea del edificio nuevo de La Palma: vértigo ¿se entiende?

Honestamente, lo que no podía imaginar era que El Enano, que ya andaba metido en venta de viandas y otros negocios menores, un año y pico después me la iba a quitar.

Cuando Chachi empezó con San Pedro, algunas noches ella se dejaba caer por mi covacha, disculpándose con que lo único que quería era heredarlo; una fantasía increíble, porque ese enano tiene más salud que un toro. Yo sabía que ella también andaba con Juan Carlos, el hijo del Pelú.

Después de la visita que le hizo la pareja de Pipe y Papo, Juan Carlos perdió sus dotes musicales, se ganó el apodo de Viruta y yo empecé a cerrar la puerta por dentro con una cadena y un candado.

A diferencia de Chachi, la Tiqui me hizo creer que detestaba al enano tanto como yo. Me había acercado a ella con el pretexto de que tenía sensibilidad artística y todas las condiciones para ser la futura Dulce María Loynaz de la poesía cubana. En verdad, lo que sí tiene es un par de nalgas épicas y el de la sensibilidad era yo que necesitaba una mujer que inspirase mis poemas.

Para no engañar a la loca del pelo azul, según pasaban los días los temas artísticos se iban espaciando y teníamos más sexo.

Hacer el amor con la Tiqui era distinto. No puedo culparla de que le faltara dinamita y el extra de los campeones si a mí me faltaba el empuje, la facultad del doblete o la tripleta. Por si fuera poco había un gusanito en la mente que no me dejaba tranquilo, ¿qué podría pasar si el cabrón del enano también se encaprichaba con ella?

Nosotros los de la vanguardia artística siempre tenemos una carta escondida debajo de la manga. Cerrando los ojos, empecé a imaginarme que la Tiqui era Chachi; entonces mis noches fueron poesías y amor y piel y besos y magia. Lo difícil fue enfrentarme al presentimiento de que con el día algo malo tenía que pasar. Solo así puedo explicarme que una mañana Alberto y la pareja me abrieran el cuartico, y digo abrir para no asustar a la loca del pelo azul, pues Pipe y Papo echaron abajo la puerta.

La Tiqui estaba durmiendo conmigo, boca abajo, las nalgas al aire. Tiqui que chillaba con un jadeo sensual que todo lo prometía, Tiqui levantándose y su piel brillante, Tiqui recostada y cubriéndose los senos soberbios para dejar al descubierto lo demás. Todo demasiado lento, demasiado teatral, y Alberto San Pedro que sin vista volvía la vista hacia mí, con desgano.

—Oye, quiero que hagas un libro sobre todo lo bueno que yo he hecho por este barrio.

Como en una película. Enano de mierda. ¿Quién coño cree que es, Al Capone?

Decidí entonces ganarle por medio de esa sabiduría antiquísima que tenemos nosotros los escritores.

—Un libro lleva presupuesto —le dije.

—Claro que sí, Hemingway, nadie va a decirme después que el trabajo se cayó por tacañerías mías —dijo, otra vez mirando descaradamente a la Tiqui.

—Voy a sacar bien la cuenta y después le doy el número.

—Claro, Hemingway, después. Ahora nos vamos para que la señora pueda vestirse.

Antes de salir, Pipe quitó la puerta de en medio, con tan mala suerte que el tirón arrancó medio costado del cuarto.

No me dio tiempo a explicarle al enano que soy poeta y no narrador. El desgraciado no tenía idea de lo que son los planes editoriales, las fechas topes, las evaluaciones negativas…

—¿Cómo van a publicarme esa novela, si todavía no he podido sacar ni un libro de poesía? —le pregunté a la Tiqui.

—¡Eres un maricón! —fue su respuesta.

Esa tarde le entregué a Quiroga un poema titulado “El gran escape”, sobre un escritor que se fuga para una provincia de Oriente con el dinero que le timó a un mafioso de barrio.

Pensé que veía por última vez mi casa o lo que quedaba del cuarto, un cobertizo casi sin techo y un rayo de sol que entraba a empujones. Estuve allí tanto tiempo que, cuando el sol fue bajando, la luz se fundía con las paredes y mostraba todo azul, como el pelo de Juana la Loca.

La Tiqui estaba dentro. La miré y me di cuenta de que la había visto muchas veces, pero que nunca nos habíamos mirado fijo tanto tiempo.

—Eso lo trajo Alberto —dijo, bajando la vista.

La loca enseña otra vez los dientes; es su expresión de que entiende todo.

Una presilladora, tres lapiceros y un puñado de hojas.

¡Adiós dinero! ¡Adiós Oriente!

—Dice que mañana viene Pipe, para los detalles.

Y yo tuve la certeza de que en mi cuarto y en mi cama habían pasado cosas que no eran solo una presilladora y unas hojas.

—¡Vete de aquí ahora mismo! —le dije a la Tiqui y ya no nos miramos nunca más.

Me gustan las tardes porque te inmunizan contra las noches, contra el dolor y el miedo.

Esa noche no le puse cadena y candado a la puerta.

Esa noche no fue como las otras, por el ritmo desigual que el hombre le pone al tiempo. Chachi.

—He buscado a Dios y aquí lo encuentro —susurró ella.

Bienaventurados los poetas, que convierten las ideas más lúgubres en un vals murmurado.

Bienaventurados los poetas, que cubren lo horrible con la piel de lo bello.

Bienaventurados los poetas, que sufren aunque muy pronto serán recompensados.

Malaventurados los que aman, porque no se imaginan lo que les espera.

Malaventurados los que creen, porque no podrán deshacer las fantasías eróticas.

Malaventurado el enano San Pedro, que no tiene vértigo.

Azul suave, azul intenso.

—Las apuestas en el barrio están nueve a uno a que no pasa de mañana que me cambien el nombre por el de Picadillo —le digo a la loca del pelo azul, que sonríe, porque casi sabe.

Esta vez no le leo a Quiroga; pero pongo encima de la mesa, para él, mi primera creación de narrativa.

No dejo que Juana la Loca me acompañe hasta la puerta del bar, porque el tiempo y el espacio contienen a este lugar. Si el espacio es el mismo, y solo el tiempo en que ocurrirá un hecho es el que decide, la espera es aburrida. Más si ella supone que será esta noche y ya conoce cuál va a ser el desenlace.

Horas, días, tal vez seremos trasplantados a otro siglo… pero ni siquiera la libertad vale sin las tardes en lo de Quiroga.

—Leí lo que dejaste aquí la otra vez —me dice Quiroga al verme—, ¡ahora sí la pegaste, Hemingway!

Azul suave, azul violento. No se oye nada del mundo afuera.

—Está muy bien escrito —prosigue—. Pero dime una cosa, Hemingway: si todavía no había pasado, ¿cómo carajo tú sabías que esa noche El Enano iba a tirarse desnudo desde la azotea del edificio de La Palma?

Inútilmente, busco con la vista a la loca. El aire que desplazan las bailarinas me besa los ojos.

—Dame un vaso de té bien cargado de ron —le digo a Quiroga. Como noto que vacila, agrego—: Para redondear la deuda, sabes.

Y le pongo en la mano un billete nuevecito de veinte pesos.

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