No vestía el mono deportivo, pero era él. Lo reconocí tan pronto estuvo frente a mí. Cómo olvidar su nariz aguileña, la barba no muy tupida y cana, o aquel índice largo, huesudo, afilado. Era él y estaba en su silla de ruedas. Todo de oliva —charreteras de ribetes dorados, gorra de plato, medallas y botones pulidísimos, botines de piel. Sonriendo.
Me había visto en el tumulto de personas que buscaba un lugar a lo largo de la acera de la avenida Paseo, la antigua Plaza Cívica sería el escenario de una revista militar. Y el anciano salió a mi encuentro. Sin embargo no advertí que las palabrotas, quejidos o los duros comentarios que escuché cerca de mí estallaron a su paso entre el tumulto —al parecer no deseaba perderme de vista y como si lo llevara el diablo decidió darme alcance—. El viejo era muy hábil conduciendo el sillón de ruedas, pero había demasiadas personas entre él y yo.
Y sentí un fuerte golpe.
En mi pierna izquierda.
Luego escuché el saludo:
—¡Buenos días, chiquito! Te vi de lejos. No sabes cuánto me alegra verte.
Estaba junto a mí, sonreía mientras me veía agacharme y levantar la pata de mi pantalón. Sonreía y con la cabeza hacía un leve gesto de negación.
—Chiquito, hoy es nuestro día. ¿No crees que sea una gran dicha? Hace poco más de tres meses y medio cumplí ochenta primaveras. Me gustaría compartirlo contigo. Pero te aclaro que compartiré nada más que la dicha, los años me los quedo. Quita esa cara, no tienes nada en el pie, si alguien sabe de problemas en la pierna izquierda ése soy yo.
Luego de darme unas suaves palmadas en la espalda me hincó con el índice: “Quiero llevarte a la tribuna, vamos”.
No solo parecía emocionado, el anciano realmente lo estaba. Si algún detalle lo delataba era el brillo de sus ojos —casi siempre cansados—, o la sonrisa que dejaba al descubierto la perfecta dentadura postiza, o el continuo mirar a los alrededores, o sus comentarios en voz alta para que yo lo escuchara: “Ha sido una dicha a volverte a ver. ¿No es una verdadera dicha cumplir ochenta primaveras? Toda una vida.”
Y sentí un fuerte dolor en las costillas. Me volví hacia el anciano, me había golpeado con el codo para avisarme que comenzaría la parada militar.
Nos miramos.
Sonrió.
Con su índice largo y afilado señaló a la avenida.
En aquella mañana de diciembre —además de los mambises a caballo, el millar de pioneros, los militares que marchaban formados en pelotones o los que desfilaban en jeeps o tripulando los blindados de la artillería terrestre y la defensa antiaérea—, en la antigua Plaza Cívica se reunieron políticos, artistas, ministros, una enorme delegación de invitados extranjeros y el Presidente Provisional. En la acera opuesta a la tribuna la banda de música del ejército ejecutaría el Himno Nacional y las marchas que acompañarían el paso marcial del desfile. A lo largo de la avenida el público estaría de cara a la revista militar.
Desde mediados de años, justo cuando supe que las Fuerzas Armadas organizarían una parada militar, decidí ir a la Plaza. No quería perderme el desfile. Salvo en la TV o la prensa, en mi vida nunca vi alguna, tampoco mi kodama, Orlando L y las dos Raizas. Y acordamos vernos a las 8:30 a.m. frente a la Biblioteca Nacional. La parada militar comenzaría a las 10:00 a.m., pero fue al anciano del sillón de ruedas a quien primero vi.
—Quiero llevarte a la tribuna —dijo después de hincarme con el índice—. Por cierto, tengo algo para ti.
El anciano tomó el bolso que colgaba del manubrio de la silla. Apenas demoró en encontrar lo que buscaba.
—Toma —no era simplemente un hermoso bolígrafo. Era una Parker.
—No, quédatelo.
Frunció el ceño y con el bolígrafo me apuntó a la cabeza. Sin bajar el brazo, con la mano libre impulsó la silla de ruedas y volvió a golpearme.
—¿Quieres hacerme el favor de tomarlo, por favor?
El anciano recordaba el encuentro que tuvimos en una calle de El Vedado. Nos vimos solo una vez, un domingo, en el verano. A las siete de la noche de aquel 13 de agosto iba de regreso a mi casa cuando se atravesó en mi camino para pedirme un bolígrafo. Contrario a mi deseo le di mi Parker. Sin estrenar. Cuatro meses después quería hacerme un regalo.
—No estás en deuda conmigo, era tu cumpleaños.
Di un paso atrás. Estaba convencido de que me embestiría con el sillón. Y lo hizo. Pero logré esquivarlo.
—Tómalo, chiquito. Te servirá de mucho. Todo el mundo tiene un plan y no he olvidado el tuyo. ¿Trabajaste en él? Tenía lagunas.
El anciano me apuntaba a la sien con el bolígrafo y decidí aceptarlo. Una Parker nueva. Tuvo el cuidado de buscar el mismo modelo que le regalé —ya no tendría que justificar la pérdida a mi kodama si algún día me preguntaba—. Y lo probé en el ticket que me dieron tras pagar el ómnibus. Tinta negra. Buen punto. Justo en el momento en que iba a agradecerle dijo: “Vamos, no te quedes atrás”.
El anciano impulsaba el sillón y quienes se cruzaban en su camino debían detenerse o apurar el paso para evitar la embestida. Mientras avanzábamos sentía sobre mí las duras miradas. Escuchaba los comentarios, maldiciones, quejidos, pero el anciano nunca miró atrás para saber a quién atropelló y disculparse. Solo se volvió cuando faltaban unos pocos metros para ganar la rampa de asfalto que conducía a la tribuna:
—Tendrás que subirme.
—¿Nos dejarán?
—Me decepcionas.
Tomé el manubrio.
Miré a los lados y hacia la pendiente. Al final de la rampa se alzaba la gran estatua del Apóstol. Debía subir la pendiente para luego ganar los escalones que conducían hacia el punto más alto de la colina, porque allí estaba la entrada a la tribuna, disponible solo para el Presidente Provisional, ministros, artistas, políticos, militares y los invitados extranjeros. El cuerpo de seguridad estaría cuidando los alrededores de la colina.
—¿Qué esperas? —dijo.
El militar apostado justo al inicio de la rampa hizo un saludo. Y el saludo me tomó por sorpresa. Se veía tenso, sudaba, tenía las mandíbulas contraídas, apenas pestañaba —estuve un año sirviendo en el ejército y sabía que aquella rígida pose respondía no solo a la cortesía militar—. ¿Al igual que yo se había confundido? ¿Aquel militar creía que el anciano de la silla de ruedas era el viejo Jefe de Estado y Gobierno? Lo miré. Me miró. Seguía rígido, con la mano derecha junto a la visera de su gorra en la posición de saludo.
Miré al anciano. Supuse que, ante la indecisión del militar de impedirnos el acceso, una parte del cuerpo de seguridad vendría hasta nosotros para obligarnos a abandonar los alrededores de la tribuna. Sin embargo la rampa continuó despejada.
—¿Qué esperas, chiquito? —golpeó en las barandas del sillón.
El militar, todavía saludando, nos miraba.
Quise alertarlo de su error, pero el anciano volvió a golpear en las barandas de la silla de ruedas:
—Decídete de una vez… Si lo olvidaste, hoy es el desfile. Debo estar allá arriba. Pero en tus ojitos veo que no te sentirás cómodo en la tribuna. Es una pena. No te preocupes, respetaré tu decisión. ¿Te parece bien irnos a la avenida?
Regresaríamos a la intersección de Paseo y la avenida Independencia.
Me volví mientras nos alejábamos. El militar de la posta usaba su walkie-talkie. Supuse que quizá la policía o los agentes de seguridad vestidos de civil nos saldrían al paso. Tomé el manubrio. Debíamos apurarnos. Aunque era en verdad difícil que un anciano vestido con un traje de gala color oliva y en una silla de ruedas pasara inadvertido. Lo convidé a no perder tiempo y ganar un puesto en la avenida antes de que comenzara el desfile. Miré a los alrededores, nadie parecía estar pendiente a nosotros.
Justo en la intersección encontramos un sitio.
—¡Salto, dicha eterna! —dijo al levantarse.
Se alisó los pliegues de su traje. A la par que acomodaba la gorra se volvió hacia a la estatua del Apóstol y sonrió. Miré la hora. Eran las 9:00 a.m. y les había prometido a mis amigos encontrarnos a las 8:00 a.m. frente a la Biblioteca Nacional. Aunque la biblioteca estaba en la acera opuesta casi frente a nosotros llegar allí suponía un largo rodeo. No dejaban cruzar la avenida. Tenía que despedirme y salir al encuentro con mi kodama, Orlando L y las dos Raizas.
Decidí hacerlo.
—¿Qué pasa? ¿Estás cansado?
Me tomó por la muñeca.
Suavemente, pero sintiendo en mi brazo la fuerza del suyo, me convidó a sentarme en su sillón de ruedas. Quise explicarle y con un gesto me brindó nuevamente el sillón.
—Te enseñaré algo, si pude hacerlo fue gracias a ti —se alisó la barba.
Hizo una muequita con los labios.
Carraspeó.
Con su índice afilado apuntó al sillón.
No tenía sentido cambiar de planes, era demasiado tarde y había demasiadas personas. No encontraría a mis amigos. Acepté sentarme en su silla de ruedas.
Quedamos mirándonos.
Yo intentaba sostener la mirada, pero sus ojitos cansados todavía eran penetrantes. Muy penetrantes. Todavía.
—¿Qué pasa? —dijo—. ¿Qué miras?
—Usted quería enseñarme algo. ¿Lo olvidó?
Sus ojitos se volvieron más agudos. Dos barrenas de duro tungsteno. Con su índice afilado quitó de su traje una pelusilla y la sopló.
—Supuse que sabías de qué te hablaba.
Con la uña me hincó un par de veces en el pecho, luego apuntó su índice hacia el sillón. Del espaldar colgaba el bolso.
—Alcánzamelo —dijo—. Apúrate, chiquito, el desfile está por comenzar.
Mientras me inclinaba para tomar el bolso miré al anciano. Me observaba cruzado de brazos. Tan pronto tuve el bolso en mis manos se llevó el índice al rostro y se dio un par de golpecitos en el párpado, entonces me apuntó con su dedo afilado y movió los labios.
Estaba convencido de que aquel movimiento de labios no era uno de los tantos gestos que inconscientemente hacía sino una llamada de alerta. Supuse que debía tener cuidado con lo que el anciano guardaba en el bolso, aunque no alcanzaba a escuchar lo que decía, al parecer sus labios me advertían que no debía registrar en sus pertenencias. Tenía el brazo extendido, la mano abierta. Y le di el bolso.
—Puro recelo. ¿Existe acaso un patrimonio mayor que las ideas? Préstame un bolígrafo.
Del bolso sacó un cuaderno de notas.
Le di la Parker y comenzó a escribir.
Anotaba, luego se detenía y me observaba. Lo hizo varias veces. Sus ojitos cansados, duros y recelosos no dejaban de escrutarme el rostro cada vez que llegaba al final de una página.
El anciano contrajo el rostro y dejó de escribir. Al parecer no se había recuperado de la intervención quirúrgica. Se palpó el vientre —tuvo el cuidado de ponerse de espaldas a mí—. Debía dolerle. Y me levanté. Por unos segundos dudé si debía preguntarle, pero lo cierto era que si estábamos los dos en la antigua Plaza Cívica a la espera del inicio de la revista militar algún detalle nos debió acercar. Recordé entonces aquel domingo de agosto que pasamos juntos: era el día de su cumpleaños, el anciano necesitaba un bolígrafo y terminé regalándole una Parker sin estrenar. Pasado poco más de tres meses y medio nos volvíamos a ver, su saludo fue efusivo y quería que yo aceptara un bolígrafo del mismo modelo, nuevo —de tinta negra al igual que el otro—. Tal vez el sencillo intercambio bastaba para preguntarle. Y le puse una mano en el brazo. Se volvió. Antes de que pudiera preguntarle sonrió.
El viejo se sentó en el sillón de ruedas.
—Sabes que tengo en planes reencarnar en un escritor. He adelantado bastante. Algo hice y todo ha sido gracias a ti.
Abrió su cuaderno de notas. Su índice señalaba un largo párrafo.
—Puedes leerlo. Hazlo… si lo deseas, por supuesto —me acercó su bloc:
Vivió, en el espacio de un pálpito, los momentos capitales de su vida; volvió a ver a los héroes que le habían revelado la fuerza y la abundancia de sus lejanos antepasados de África, haciéndole creer en las posibles germinaciones del porvenir. Se sintió viejo de siglos incontables. Un cansancio cósmico, de planeta cargado de piedras, caía sobre sus hombros descarnados por tantos golpes, sudores y rebeldías. Ti Noel había gastado su herencia y, a pesar de haber llegado a la última miseria, dejaba la misma herencia recibida. Era un
—Sigue leyendo… si lo deseas, por supuesto. ¿Ves por qué debo ser receloso con mi patrimonio? —se levantó, del bolso sacó unos prismáticos, miraba a los alrededores—. La literatura es tremendamente bella.
Se volvió hacia mí, usaba los prismáticos y trataba de enfocarme. Pero desistió.
Con la uña del índice dio unos golpecitos sobre las páginas del bloc. Entonces seguí la lectura:
cuerpo de carne transcurrida. Y comprendía, ahora, que el hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le está otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. Es imponerse tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía estableci-
Lo miré al terminar la página. Con un gesto indicó que podía pasar a la siguiente.
—Crear es pelear. ¿No te parece, chiquito?
El anciano se llevó las manos a la cintura. Estaba erguido, la barbilla levantada. Miraba la gran estatua del Apóstol.
—¿Qué piensas de la literatura? —dijo mientras miraba a la estatua—. Podríamos estar creando algo mucho más grande que nosotros mismos. ¿No crees que crear es vencer? Anda, sigue… solo si lo deseas.
-da, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre solo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo
—¿Qué opinas? —dijo.
Me miraba a los ojos.
Dos barrenas de duro tungsteno.
Yo no podía sostener aquella embestida.
—Las influencias pesan demasiado —dije—, o tal vez solo un poco. Sé que al principio es muy difícil encontrar un estilo. ¿Pensaste en un título? ¿Qué te parece El Reino de este Mundo?
Frunció el ceño y extendió el brazo.
Le devolví el cuaderno.
—Creí que eras un tipo más listo —me dio la espalda.
—Para qué negar las influencias… Deberíamos preocuparnos más por el proceso de creación y no por el resultado, lo demás queda en manos del tiempo.
—Qué bueno saber que lo sabes. Al parecer has pensado en hacerte de un gran plan. ¿Acaso lo tienes?
—No lo llamaría un gran plan pero le he dado vueltas a un par de ideas.
Como no deseaba incomodarlo, y al parecer al anciano le gustaba las frases que tuvieran cierto tufillo literario, a boca de jarro le dije: Pensar es crear y crear es resistir.
Pero el anciano frunció el ceño.
Y sentí un fuerte dolor en las costillas.
Me había golpeado con el codo para avisarme que comenzaría la parada militar.
Nos miramos. Sonrió. Con su índice largo y afilado señaló a la avenida. Y se escucharon los primeros acordes del Himno Nacional.
Después de que una estudiante y el Presidente Provisional leyeran dos breves discursos se inició el desfile, el conductor de la gala tomó el micrófono para describir lo que acontecería frente a la tribuna. Al compás de la banda de música del ejército, en la avenida y en dirección al mar se fueron sucediendo la caballería de mambises; el yate con el que un grupo armado viajó desde el puerto mexicano de Tuxpan a Cuba bajo el mando del viejo Presidente, y que desembarcó en 1956 frente a una tupida cenefa de mangles en Las Coloradas —a la embarcación la rodeaban tres mil pioneros—; tras el yate y los pioneros desfilaron, marchando, varios pelotones de las academias militares.
El anciano me tomó por la muñeca: “¿No es bello? Toma los prismáticos y observa. ¿Acaso no es algo tremendamente grande?”
Con los prismáticos escudriñé en los rostros de los mambises, busqué en la cubierta del yate al timonel que trajo al grupo armado desde México, a las muchachas uniformadas —¿las habrían escogido?, se veían tremendamente bellas dentro de sus ajustados uniformes.
—¿Has pensado qué es la literatura? —dijo.
—Soy demasiado tonto para definir.
Se levantó y me arrebató los prismáticos.
—Ya te dije que la literatura podía convertirse en algo mucho más grande que nosotros mismos.
Mientras se alisaba la barba me miró con sus ojos de duro tungsteno.
—¿No te parece que podría llegar a serlo? —se volvió hacia el desfile.
Varios pelotones de las diferentes tropas del ejército marchaban armados y portando sus estandartes.
—La literatura es muy bella también, recuérdalo. Es mi gran plan… ¿Ya te dije que quiero reencarnar en un escritor? Hay que emplearse a fondo, lo sé y lo sabes, debes tomar en cuenta las escaramuzas, hacerte de un patrimonio.
El anciano me enfocó con los prismáticos pero no alcanzaba a verme, y dejó de usarlos: “Hay que pelear duro y vencer, porque también importa el resultado. Crear es pelear, crear es vencer.”
El anciano apuntó a la avenida con su índice afilado. Los carros de combate habían iniciado la marcha y pronto cruzarían frente a nosotros.
—Escaramuzas, chiquito, escaramuzas nada más —con los prismáticos miraba la caravana—. La elipsis, encontrar las palabras justas, un lenguaje correcto. La poética tiene que estar anclada en la realidad. También hay que ser constante… y verosímil. ¿No es algo grande y bello? Eso quiero —dejó de observar la caravana de jeeps y blindados—. La literatura, como una viuda, pasa… La deseo, chiquito —y me dio un codazo.
La avenida vibraba bajo el peso de los blindados. Tanques, obuses, carros anfibios y grandes lanzacohetes. Era una enorme y ruidosa fila de máquinas de guerra. La tripulación de cada vehículo saludaba a los que estaban reunidos en la tribuna. Tras el armamento terrestre de las tropas de la Marina una cuadrilla de aviones de combate sobrevoló la antigua Plaza Cívica. Pasaron. Y detrás, el estruendo de las turbinas surcó la Plaza. Y detrás, quedaron unas finas estelas blancas: la interminable huella de su vuelo.
Tras diluirse el estruendo de la cuadrilla de aviones el locutor tomó los micrófonos y la banda de música ejecutó una nueva marcha. La revista militar estaba por concluir. Cuando el locutor se disponía a introducir la parte final del acto, el público reunido a un costado de los jardines de la Biblioteca Nacional comenzó a moverse. Los policías que mantenían el orden en aquel tramo de la avenida trataron de impedir que las personas bajaran al pavimento. El anciano escrutaba con los prismáticos el tumulto que empezaba a dividirse. Algo emergía del interior de la biblioteca. Desde nuestro sitio era imposible saber qué ocurría, pero por la reacción de los policías, el cuerpo de seguridad y el locutor, lo que estaba sucediendo en la Biblioteca Nacional no formaba parte del libreto de la ceremonia.
El tumulto continuó dividiéndose y un estrecho canal se abrió desde la entrada de la biblioteca hasta la avenida Paseo. Los policías y el cuerpo de seguridad desenfundaron sus armas. Todas las pistolas apuntaban a la boca del canal en espera de aquello que avanzaba hacia la avenida. Solo supimos de qué se trataba cuando del interior del canal emergió aquello que nos mantenía en ascuas.
—¿Qué carajo es eso? —dijo el anciano.
Un ataúd abandonaba la Biblioteca Nacional.
La madera no brillaba a pesar de los intensos rayos del sol del mediodía y supuse que era un viejo ataúd. Los policías y agentes de seguridad le apuntaban y a la vez se miraban. Atónitos. Acompañado del ruido sordo del roce de las tablas contra el asfalto, el ataúd siguió deslizándose hacia las carrileras interiores de la avenida Paseo como si hubiera perdido el rumbo. Avanzaba despacio y chocaría contra la garita del policía de tráfico. Solo lo separaba un par de metros para que quedara varado en mitad de la avenida cuando corrigió el rumbo. Torció a la derecha. En aquel mediodía de diciembre, por la senda interior y dejando un fino rastro, el ataúd pasaría frente a la antigua Plaza Cívica.
El ataúd seguía el mismo recorrido que habían hecho los mambises, el yate rodeado de pioneros, los pelotones de cadetes y soldados, los tanques, obuses, carros anfibios y grandes lanzacohetes. Si no cambiaba de rumbo el viejo ataúd terminaría frente al litoral.
Me volví hacia el anciano. Con los prismáticos miraba a la avenida.
Se palpó el vientre.
Contraía el rostro y sudaba.
Respiraba con dificultad.
El ataúd dejó atrás la garita del policía de tráfico. Tan pronto comenzó a cruzar la intersección de la avenida Independencia y Paseo se escuchó un chirrido. Una de las tablas se desprendió y el rastro que dejaba el ataúd se hizo mayor.
—¿Has visto lo mismo que yo? —se sentó en su sillón de ruedas—. ¿Acaso crees que esto también sea un hallazgo literario?
—Creo que es el mismo ataúd de la vez anterior. ¿No lo recuerda?
—Eres un muchacho muy listo. Podría serlo. Un ataúd, como un fantasma, recorre la isla… ¿Tú crees que ese ataúd también sea literatura? Si en verdad lo es, por favor, dime por qué a la literatura la rondan los muertos.
Me preocupaba lo que pudiera sucederle al anciano. Podía subirle la tensión o sufrir un descenso. Y me volví hacia él cuando en voz alta dijo: “Se le zafó otra tabla a la caja”.
El anciano tenía le rostro lívido. Sudaba. Vi un ligero temblor en sus labios. Por un momento su voz se escuchó débil. Apenas audible. Pero yo estaba a su lado. Pude escucharlo, incluso leí sus labios. Se palpaba el vientre. Contraía el rostro y a la vez decía: “Tengo miedo, mucho miedo”.
A pesar del lento avance del ataúd las tablas cedían y terminaban esparcidas sobre el asfalto. La tapa se fue rodando y también cayó. Y pudo saberse qué había en el ataúd.
Fueron las piernas las primeras partes del cuerpo en quedar a la vista. Eran largas, flacas. El pellejo era muy blanco.
Le pedí los prismáticos al anciano. Cuando logré enfocar el ataúd ya pasaba frente a nosotros. Las pocas tablas que mantenían el cadáver a medio cubrir se desprendieron. Era un hombre delgado al que habían sepultado sin ropas. Sin embargo, los que prepararon el cadáver no olvidaron taparle el sexo, al que cubrieron con una hoja. Era de parra y estaba marchita. Una ráfaga la arrastró y el cuerpo amortajado, con sus bracitos en cruz sobre el pecho, la piel blanquísima y los espejuelos, quedó completamente al desnudo. El muerto se deslizaba sonriente.
Tan pronto el cuerpo quedó a la intemperie toda la piel comenzó a oscurecerse. El cadáver avanzaba lentamente pero se oscurecía a un ritmo mayor que su deriva. Sus piernas se tornaron rígidas —y no con la rigidez de la muerte, porque el muerto, más que un cadáver, parecía tomar el sol—. Desde la planta del pie a la cabeza a la piel la fue ganando una rugosidad carmelita. Pétrea. Vi entonces emerger un hilo de agua entre las piernas, también alrededor del cuerpo. Una vez el agua terminó de cercarlo batió en un furioso oleaje contra el muerto. De la hendidura del pecho brotó un nuevo hilo de agua que encontró cauce sobre el vientre, en su curso se arremolinó entre los vellos del sexo, en una cascada se iría mezclando con las olas que rompían en los límites del cuerpo. Con la humedad del manantial nacieron los árboles y la hierba a lo largo de los brazos. Fue entonces cuando sentí un suspiro. Había sido el anciano.
—Después de los árboles y la hierba vendrán las flores —dijo—. Si en ese muerto aparece una flor puedes estar convencido de que con esa imagen solo se puede hacer una literatura de baja estofa.
Me volví a la avenida. Con los prismáticos busqué lo que había sido simplemente un cadáver. Y de los ojos, rajando los cristales de los espejuelos, reventaron los bulbos de unas flores silvestres.
Desde la avenida llegaba a nosotros el rugido del pequeño mar que batía contra el arrecife formado alrededor del cuerpo, también el sonido de las ráfagas enredadas en el follaje de los árboles que crecieron sobre los brazos, el vientre y las piernas. El cadáver estaba tendido bajo el cielo como suelen estar tendidas, al sol, las islas.
El anciano carraspeó.
Lo vi levantarse.
Con un rápido movimiento me arrebató los prismáticos:
—¿Crees que en mi próxima reencarnación podría ser un continente?
Miraba a través de los prismáticos la isla que se deslizaba sobre el asfalto. El anciano se mesaba las pelusas grises de la barba, ponía una mano en la cintura y luego volvía a alborotarse y rascar la barba.
—¿Crees que lo seré?
—¿Ya olvidaste tu gran plan? ¿O tenía lagunas?
Dejó de mirar a la avenida y me enfocó con los prismáticos. Como no alcanzaba a verme los cambió de posición, pegó entonces los grandes lentes del objetivo a sus ojos y con los pequeños comenzó a rastrear para tenerme, ante sí, de cuerpo entero. Extendió su mano. Tras los prismáticos yo debería ser no más que un homúnculo aparentemente a varios metros de distancia, pero me vería de pies a cabeza y justo eso era cuanto él necesitaba. Tenía el entrecejo fruncido. Sonrió cuando logró ubicarme dentro de los lentecillos del ocular.
—Este aparato es una maravilla —con su brazo extendido comenzó a tantear, una vez que tocó mi cuerpo me hincó con su índice afilado—. Primero reencarnaré en un escritor, luego en un continente. ¿No te parece un gran plan?
La isla continuaba con su aparente deriva bajo la mirada y las armas de los policías y el cuerpo de seguridad. Seguiría su rumbo y pasaría frente a la tribuna, en la que permanecía el Presidente Provisional, los políticos, militares, ministros, artistas y la enorme delegación de invitados extranjeros. Luego de un aviso la banda de música del ejército improvisó una marcha y al parecer, a través de la radio, le ordenaron a quienes custodiaban la isla que guardaran las armas y caminaran junto a ella.
—¿Escritor o continente? —decía el anciano para sí—. ¿Escritor? ¿Continente? ¿Escritor o continente? ¿Continente?…
El anciano hablaba y mesaba su barba. Mientras, con sus prismáticos seguía a la isla.
La marcha que ejecutaba la banda de música a manera de acompañamiento llegó a su final y a la señal del director volvieron a escucharse los primeros acordes. Pero la isla avanzaba lentamente; la marcha sería ejecutada de principio a fin durante el tiempo que le tomara el recorrido frente a la tribuna.
Los músicos se miraban, estaban convencidos de que la isla demoraría en abandonar la antigua Plaza Cívica.
Apesadumbrado, el anciano me dio los prismáticos.
—Sostén esta maravilla, tengo mucho trabajo por hacer.
Abrió su bloc.
Comenzó a escribir.
Las personas reunidas a lo largo de la avenida Paseo se fueron marchando. La tribuna quedó vacía dos horas después —el tiempo que demoró la isla en cruzar los límites de la Plaza.
Me incliné y con los prismáticos vi parte de la página del bloc. El anciano escribía una lista. Al parecer tenía muchos detalles que incluir en su listado, porque una vez completada una página cambiaba a otra. Enfoqué. Era una serie que se iba repitiendo cada dos renglones: escritor, continente, escritor, continente, escritor, continente, escritor… Llenaba una hoja. Y seguía: escritor, continente, escritor, continente, escritor, continente, escritor… A ratos la letra se hacía ilegible, pero estaba convencido de que las páginas contenían la misma serie repetida, porque cuando la caligrafía se tornaba clara alcanzaba a leer las mismas palabras.
Supuse que el anciano se sentía agotado, somnoliento, pero a pesar del cansancio seguía escribiendo la serie de dos palabras. Escribía incluso en el momento en que se abandonaba al sueño. Decidí medir el tiempo que tardaba en despertarse: un mississippi, dos mississippis, tres mississippis. Dormía poco más de tres segundos y despertaba. Un mississippi, dos mississippis, tres mississippis, cuatro mississippis. Y nuevamente se volvía legible la lista. A la altura del décimo ciclo los mississippis aumentaron de cinco en cinco. Páginas y páginas llenas de una rara grafía.
Le di unas palmaditas al anciano.
No se volvió hacia mí.
Siguió anotando.
Me paré frente a él. Lo llamé y no respondió. Cambió la página y continuó escribiendo. Y miré a sus ojos. Los tenía vidriosos, me pareció que no pestañaba. Puse entonces mis dedos cerca de su nariz. No sentía su respiración y no quería que sufriera una recaída estando a solas conmigo.
¿Qué podía hacer si al anciano le daba un descenso? Aquel viejo estuvo en un quirófano, lo operaron en el vientre y no estaba del todo bien. Lo había visto quejarse a pesar de que lo disimulaba. Y le abrí la chaqueta de su traje de gala oliva para tocarle el pecho y sentir los latidos del corazón, pero debajo tenía un uniforme de campaña. Traté abrir esta otra prenda y así comprobar que su corazón latía, sin embargo encontré que también llevaba un mono deportivo. Abrí el zipper. Luego de levantarle un pulóver pude palparle el pecho.
Su corazón no latía, pero el anciano seguía escribiendo. Entonces tomé el manubrio del sillón. En aquella fresca tarde del 2 de diciembre el anciano y yo fuimos Paseo abajo.
A lo largo de la avenida se veían los rastros de la isla. Decidí seguirlos. Sobre el asfalto había plumas —eran largas, rosadas, supuse que eran plumas de flamencos—, espinas de pescados, ramas de albahaca y semillas de aguacate.
La pendiente de la avenida se volvió pronunciada y tomé el manubrio firmemente para contener el impulso. Sentí ruidos —ruidos de animales que intenté reconocer—. Creí escuchar los graznidos de una bandada de cotorras, el canto de un gallo, el grito de una puerca. Y aromas: el suave olor de la lluvia, frutas podridas, la tierra húmeda, una leve traza de salitre y mariscos, el nauseabundo vaho de los excrementos. Y sentí el perfume de la piña. La isla debía estar cerca, porque vi volar una bandada de pájaros. No sabía si el perfume de la piña podía detener el vuelo de un pájaro, pero la bandada de aves comenzó a volar en círculos tan pronto estuvo sobre la isla.
Era poco más de las 6:30 p.m. cuando llegamos al Malecón. Íbamos tras el rastro de la isla, las señales sobre el asfalto nos llevaron justo a un tramo del muro del litoral que estaba roto. La huella de su paso indicaba que debíamos caminar por sobre los escombros y el arrecife. Bajé dos veces a la costa —primero llevé el sillón de ruedas y luego bajé con el anciano en mis brazos—. En el arrecife nos acomodamos. Tomé los prismáticos: el cadáver era verdaderamente una isla. Si algún detalle obligaba a recordar que aquello que flotaba frente al Malecón había sido un cuerpo que estuvo amortajado dentro de un ataúd, era la forma de la cabeza. El muerto era ya un pedazo de tierra, vegetación y mucha agua, agua por todas partes, tal como suelen estar rodeadas las islas. Flotaba en una aparente deriva y una cenefa de mangles comenzaba a crecer a su alrededor. Con un poco de paciencia vería la caída del sol en ambas islas.
Me volví hacia el anciano. Había muerto, pero escribía. Seguiría haciéndolo hasta llegado el amanecer. Cuando consiguió llenar el último renglón de su bloc inclinó su cabeza. La barbilla quedó apoyada sobre el pecho.
Parecía tranquilo, como si durmiera.
Entonces tomé mi Parker. Debo confesar que me ruboricé, pero a fin de cuentas me la había regalado.