Site icon ISLIADA: Portal de Literatura Contemporánea

Incorpóreo

La loca del barrio camina por la acera con su amigo invisible. Lo agarra por un brazo y lo pasea muy orgullosa por entre los matorrales.

Algunos vecinos cierran sus portales con candado para prohibirle la entrada; otros se deciden a podar sus jardines llenos de marabú con unas tijeras largas, amenazadoras.

La loca sigue de largo, sosteniendo una conversación muy entretenida con su amigo invisible, que le responde al parecer con monosílabos y cuchicheos en el oído.

Los vecinos la miran alejarse, un leve suspiro en los labios, no se conforman con el hecho de que alguien tenga un amigo incorpóreo, quizá comparten la idea de que la amistad es un fenómeno de honestidad mutua, donde todos deben dar la cara.

A Zulema no le gusta la loca, dice que es una mentirosa, que prefiere embaucar a la gente con su actitud de loca, escarbarle en los sentimientos para inspirar compasión y sacar provecho de los demás. No le cae bien, por eso cuando la ve le lanza piedras y le grita cosas, no le regala nunca un peso, ni siquiera una peseta.

Zulema odia a la loca, sospecha de ella, la vigila si pasa por el barrio moviendo los pelos desgreñados o conversando como siempre con su amigo invisible. Me dice Ahí viene, y salimos de nuestro escondite para interceptarla.

La loca, de solo verla, intenta echarse a correr, pero ya es tarde para huir de nuestras manos, decididas a arrastrarla hacia el escondite.

Trata de gritar, pero los ojos de Zul están fijos en sus ojos, dan miedo, parece más loca que cualquier loca.

Entra, le ordena Zul ya en la puerta del escondite, el garaje amplio y oscuro donde su novio hace negocios turbios y donde casi siempre tienen sexo inseguro.

La loca da unos pasos dentro del garaje, se abraza a su amigo invisible y le dice que no se preocupe, todo saldrá bien, no hay que temerle a dos desequilibradas que no tienen nada mejor que hacer que andar por ahí molestando a la gente decente.

Toca dos o tres piezas de autos checoslovacos, camina hasta la pared final del garaje, sacude con parsimonia un banco de madera y se sienta, dejándole un breve espacio a su acompañante invisible.

Nosotras agarramos unos taburetes pequeños y nos sentamos frente a ella. Luego Zulema se pone las manos en las rodillas, la mira directamente a los ojos.

¿Cómo se llama tu amigo?, pregunta.

La loca se hace la loca, se rasca la cabeza, se entretiene varios segundos con los trastos cercanos.

Zul vuelve a hacer la pregunta, eleva la voz, pero la loca se ríe, no le hace caso. Para colmo mira a su amiguito y le aconseja que no haga caso.

Zul niega con la cabeza, se encoge de hombros, pone la voz ronca, sin embargo la otra se sigue haciendo la desentendida. Le digo entonces que no se apure, las cosas con calma, no hay que presionar demasiado.

Zulema de todos modos insiste en la pregunta, y comprueba cómo es ignorada sin ninguna contemplación. Afirma que todo puede empeorar, no obstante la loca se empeña en prolongar su desdén. Finalmente Z se levanta del taburete, empieza a buscar entre las herramientas que están por el suelo. Elige una pata de cabra, la palpa con alegría, y regresa junto a su víctima.

¿Qué vas a hacer?, le pregunto, realizando a la perfección mi papel de chica buena.

Le voy a sacar la información a golpes, contesta Z con un guiño de chica mala.

No hay que llegar tan lejos, propongo, la cabeza semidoblada.

Sí, tengo que hacerlo, hay que obligarla a hablar.

¿No habrá otra manera?

No lo creo, es muy testaruda.

Bueno, entonces pártele un brazo, para empezar.

No, mejor hagamos todo de una vez: un buen trancazo en la cabeza, la dejamos que se desangre hasta que quiera hablar.

Me parece perfecto, dale por ahí, ¿quieres que le aguante el cráneo?

Ni falta que hace, de aquí tengo buen ángulo, concluye Zulema, y levanta la pata de cabra con fuerza.

Pero la loca sigue como si nada, manoseando trastos inservibles. Zulema permanece con la pata de cabra elevada, me mira con los labios curvados, no sabe qué hacer.

La muy cabrona no va a hablar, gruñe.

Cruzo las piernas muy lentamente, sin dejar de observar a la loca. Luego propongo, con una crueldad envidiable:

Entonces pártele el pulmón a su amiguito.

La loca, de pronto convencida de algo nefasto, suelta los trastes, abraza enternecida a su amigo invisible.

Zulema aprovecha y amaga, ensaya golpes en el aire mientras la otra protege a su amigo y balbucea Se llama Cielo, como el espacio, como el azul del horizonte.

Zulema sonríe, es una gánster, escupe en el piso, se sienta de nuevo en el taburete, la pata de cabra queda a un costado, por si las moscas.

Así me gustan las cosas, dice, si te portas bien todo debe salir mejor, ya verás.

Cruza los brazos, mirada supermala.

A ver, añade, ¿dónde lo conociste?

La loca vuelve a trancarse, clava la mirada en el piso, acaricia la cabeza de su protegido.

Z mueve una mano hacia la pata de cabra, pero antes un torrente de palabras escapa de la boca amenazada. Escuchamos un sinfín de direcciones desconocidas, descripciones de sitios incoherentes, nombres de ciudades extinguidas. El amigo de la loca parece vivir en todos los lugares y conocer a todas las personas.

O sea, no recuerdas con exactitud dónde lo conociste, observa Z, la voz ronca.

La loca queda a la expectativa, no sabe si aceptar o negarse. En cambio, tal vez para no enfadar a Z, empieza a hablar de la apariencia de su amigo.

Resulta que a veces tiene el cabello oscuro, otras verde, y casi nunca azul. La frente es voluminosa, denota una gran amplitud mental, una sabiduría intrínseca. El rostro en general es alegre, armoniza con la voz dulce que utiliza para susurrar consejos. El cuerpo cambia todo el tiempo, no se puede precisar su silueta, ni mucho menos sus movimientos.

Zulema se muerde los labios, la manda a callar, no quiere oír algo que no preguntó. Le dice que le hable de sus conversaciones, qué habla, qué aconseja.

La loca me mira, como buscando una intervención sensata. Yo, por toda respuesta, la señalo con un dedo, muevo la cabeza amenazadoramente.

No tengas miedo, le dice Z, solo queremos saber de qué hablan.

La loca hace un gesto negativo y dice que no puede revelar el tema de las conversaciones.

Son secretas, señala, mirando de reojo a su amigo.

Zulema le dice que le da dos segundos para empezar a hablar, pero ella se cruza de brazos y eleva la barbilla.

Un segundo, amenaza Zulema, la mano en la pata de cabra.

La loca se asusta, se rasca la cabeza, comienza a describir los juegos que realizan en un parque derrumbado donde no hay niños que les tiren cosas ni se burlen de ellos.

No quiero saber nada de juegos, se impacienta Zul, quiero saber de qué hablan.

Sin embargo la loca continúa esquivándola, ahora le cuenta cómo buscan juntos en los tanques de basura, cómo a veces hasta encuentran algún huesito de pollo, muy buenos para hacer murumacas antes de dormir.

Última advertencia, ladra Zul, pegándose a ella con la pata de cabra.

Está bien, acepta la otra mirando a su amigo y empieza a reír.

¿De qué te ríes?, explota Zulema.

Pero ella sigue riendo, golpeando con el codo a su amigo invisible.

Z trata de levantarse del taburete para caerle encima, pero la agarro antes por los hombros.

Ve con calma, le murmuro, ¿no ves que está mal de la cabeza?

Z asiente, coloca la pata de cabra sobre sus muslos, respira despacio, se acomoda el peinado. La loca deja de reír cuando descubre nuestras miradas totalmente frías, las manos de Z apretando la herramienta.

Está bien, balbucea, hablaré si sueltas eso.

Zulema le dice que hablará porque a ella le da la gana y que el tiempo ya se le acabó.

Intercedo, le digo que es buena idea darle un espacio a la loca, que sienta que tiene derechos. Zulema farfulla dos o cuatro obscenidades, me dice que sí con los ojos.

¿Si suelto la pata de cabra hablarás?, pregunta, tono de mafiosa en trance.

La otra dice que sí con la cabeza, palmea el hombro de su amigo. Luego Zul pone la herramienta en el suelo.

Arrójala más lejos, exige la loca.

Aquí está bien, protesta Zul.

Más lejos o no hablo.

Zulema lanza la pata de cabra hacia el centro de garaje, y escucha con enojo cómo el ruido del impacto se extiende por las paredes. Después suspira hondo y se cruza de brazos.

Bueno, ya puedes hablar.

La loca se prepara, mira unos segundos hacia el techo y comienza a explicar cómo se ven los baches de La Habana bajo una luna cuarto menguante.

Zulema pierde el control, se levanta del taburete, exclama algo enrevesado y empuja a la loca contra la pared. Después sale corriendo del garaje, no estoy segura si llorando o riendo en voz alta.

La sigo, gritándole con todas mis fuerzas, ella sigue corriendo y corriendo sin mirar atrás. Corremos durante un tiempo demasiado tortuoso para mí.

Los vecinos nos han visto pasar. A estas alturas se deben estar preguntando si están cayendo locas del cielo o si solo es otro síntoma de esta época caída en desgracia.

Finalmente Zulema se detiene en el parque derrumbado que está frente a su casa, se sienta en el mismo columpio que jugábamos cuando éramos niñas. Está agitada, los pelos desgreñados, le falta el zapato derecho, no obstante se ve contenta.

Trato de sentarme en un columpio, pero ella no me deja. Me mira con los ojos atravesados, me reprocha mi falta de tacto y sensibilidad y me dice que el asiento ya está ocupado.

Quedo medio intrigada, pero no le hago preguntas, prefiero pensar que todo es una broma, pues el asiento se ve totalmente desocupado.

Espero a que termine de columpiarse y camino junto a ella hasta uno de los banquitos del parque. Veo asombrada cómo deja un espacio vacío a su lado, cómo coloca un brazo en el aire y le sonríe a alguien inexistente.

Siempre quise tener un amigo invisible, le dice a ese alguien y suspira.

Libros

Exit mobile version