En la novela yo era una prostituta que se acostaba con un turista. Y si es un turista en Cuba, decir que era extranjero se me antoja un lugar común. El tipo rondaba los sesenta años y pesaba unas doscientas libras, pero como me había ofrecido mucho dinero por pasar la noche, según el narrador, subí a la habitación del hotel luego que el extranjero sobornara al custodio. Prescindo de la parte del sexo, también lo hizo el narrador, y me limito a contarles la escena en que, ya a la hora de vestirme y exigir la plata, el turista de marras se negó a pagarme y yo le reventé en la cabeza una botella de whisky. El gordo dejó de respirar y se quedó en el suelo con la rigidez que nunca tuvo su miembro, mientras un charco de sangre manchaba la alfombra. En la novela el narrador cuenta como al día siguiente la camarera, una gorda de nalgas aplastadas, descubre el cadáver del turista y avisa a la gerencia. Y luego llega la guardia de Homicidios con el teniente Mayito al frente, para determinar que posiblemente yo maté a ese hombre para robarle. Todo eso basado en la declaración de la camarera, quien enseguida recuerda —memoria fabulosa la suya— que faltan algunos objetos de la habitación.
Hija de puta, sí, hija de puta; aunque el narrador no lo diga la camarera fue la que se llevó del cuarto algunas de las pertenencias del muerto, pertenencias que, alejándose de la verdad y por conveniencia de la trama, el autor decide que la Policía encuentre en la habitación del solar donde yo vivo. Claro, para el autor le era más fácil echarle las culpas a la puta, sobre todo si la camarera, según la investigación de la Policía en el hotel, resultó vanguardia nacional y es militante del Partido. Habitación del solar que, según el informe del teniente Mayito, compré con el dinero que he ganado ejerciendo la prostitución.
Inteligentes que son nuestros policías, como si hubiera que ir a la Universidad para saber que con el salario que ganaría por trabajar para el Estado no alcanzaría ni para comprarme en veinte años el televisor digital de veintidós pulgadas de la sala, regalo de un cliente alemán. Y todavía en una entrevista en la radio el escritor se las dio de realista…, pero no nos apartemos del tema.
En el registro, como dije antes, ocuparon algunos objetos que indudablemente pertenecían al muerto y, gracias al informe de la presidenta del CDR, se supo que me habían visto salir del solar con un maletín y subir a un Panataxi. Como si la presidenta del CDR pudiera saber sobre lo que pasa en el solar. Que entre la revendedera de cosas que tiene en su casa y el marido, veinte años más joven, no tiene tiempo ni de rascarse el culo. En realidad quien me denunció fue El Moro, ese maricón que todo el mundo sabe que trabaja para el Jefe de Sector. El muy degenerado estaba en el bar Asturias con su apuntación de bolita, cuando el taxi me recogió en la esquina.
Lo primero que hizo la Policía fue circularme a nivel nacional, pero yo, clarividente —creo que es la única vez que el escritor se apega a la verdad— ni me porté por la Terminal de Ómnibus ni de Ferrocarriles, y mucho menos por el Aeropuerto; en el taxi me fui derechito a la Virgen del Camino y allí cogí una máquina de alquiler que me dejó en el Cotorro, justo frente a la casa de Víctor, otro de los personajes negativos de la novela, un tipo, según el autor, sin escrúpulos, ambicioso, amoral, y que estuvo fichado por la Seguridad del Estado por supuestos delitos contrarrevolucionarios.
En uno de los capítulos el narrador hace un resumen de mi historia con Víctor, un resumen donde quien lo lee piensa que Dios los cría y el Diablo los junta. Una puta y un contrarrevolucionario, menuda pareja; claro que el narrador, a instancias del escritor, omite algunos aspectos que son importantes para que el lector pueda entender la verdad de esta historia.
Podría empezar por Víctor, quien en la primera versión —que luego por conveniencia el autor decidió cambiar— era tan solo un personaje secundario, alguien que se menciona como de pasada y que tenía, como el escritor, un impoluto historial revolucionario. Pero Víctor no es ninguna de las dos cosas, sino tan solo un personaje que muchas veces entra en contradicciones consigo mismo, y los remito a la página 243, en los momentos en que Víctor, encima de una lancha con destino a Miami, se hace, como cualquier otra persona, algún que otro cuestionamiento del cuestionamiento.
—¿Y ahora?
—Empezar una nueva vida.
—En el país de las oportunidades, como dice el eslogan.
—Al menos vas a estar mejor que aquí.
—¿Tú crees?
—Coño, Víctor. ¿No me irás a decir a estas alturas que no sabes por qué te vas?
—¿Acaso lo sabes tú?
En este instante, en uno de los pocos pasajes verdaderos de la novela, el obtuso narrador viene a decirnos que Víctor realmente no estaba arrepentido, sencillamente estaba mintiendo, como lo había hecho toda su vida. Como si conociera a Víctor, y si realmente lo conociera de verdad, si no se dejara manipular por el autor, estaría obligado a contar la verdad. Esa madrugada tanto Víctor como yo nos sentíamos inseguros, eso siempre pasa cuando uno deja el lugar donde siempre ha vivido para enfrentarse a otro país del cual te han contado muchas cosas pero no sabes como es. Luego viene la parte en que el Guardacostas intercepta la lancha y todos vamos a parar a Villa Marista, sede del Departamento de Seguridad del Estado, donde, después de ser advertidos, nos liberan. Ya para entonces han encontrado el cuerpo del turista y otra vez voy a parar con mis huesos a la cárcel, en donde debo cumplir una condena que el autor sabe que no merezco. Y es por eso que aprovecho el primer pase, que me he portado como una reclusa modelo tan solo esperando este momento, y consigo la dirección para tocar a su puerta.
Aguardo impaciente y por fin, tras cinco largos minutos de espera, la puerta se abre y estoy frente de él.
—¿Eres tú? Debí imaginarlo —dice, mirándome con desagrado—. Anda, entra, no quiero que te vean en el pasillo.
Entro con él al apartamento y me quedo mirándolo, desilusionada. El autor es flaco, miope, insignificante, cabezón. Y pensar que a él le debo mi existencia. El padre de la criatura. Me lo había imaginado diferente, no sé, alto, musculoso, atractivo, unos veinte años más joven.
—Vine por el asunto que usted sabe —digo después que lo veo cerrar la puerta.
—Estás perdiendo el tiempo —me contesta, y saca un pañuelo para limpiar los gruesos cristales de sus espejuelos—. He sido claro con todos ustedes: no acepto imposiciones.
—Solo me interesa que la novela sea publicada —digo con un ligero temblor en la voz—. Estoy dispuesta a ceder.
—Ahora te interesa que publique la novela —dice el autor con voz sardónica—. Yo pensaba que tú, al igual que los otros, no estabas conforme.
—¿No te gustaría tener sexo conmigo? —digo, tratando de que mi voz resulte lo más sensual posible.
El autor calla, se coloca los espejuelos y me da la espalda para ir a sentarse frente a la computadora.
—Dime. ¿No te agrado? —insisto, acercándome a él que finge ignorarme.
—Mejor lo dejamos ahí —responde al fin y comienza a teclear. En la pantalla del ordenador veo un documento de Word abierto y un texto a medias.
—¿Cuándo fue la última vez qué te acostaste con una mujer? —le digo y trato de restregarme contra su cuerpo, pero él se mantiene firme en su actitud.
—Mejor te vas, estoy trabajando —dice y mete sus grises ojillos en la pantalla del ordenador.
—No llevo ropa interior —continúo sugestiva, y le tomo una mano para llevarla a mi sexo.
—¡No puedo! —gime el autor, y retira la mano cual un sacerdote ante un acto sacrílego.
Voy hasta el sofá, dejo la cartera, me quito el vestido y quedo desnuda. El autor me mira, los ojos le brillan, pero se levanta y va por una toalla que cuelga de un cordel, para acercarse a donde yo me he sentado con las piernas abiertas mientras acaricio mi vulva con el dedo índice.
—Vístete, por favor —dice con vocecita trémula.
—Ven, tómame, hazme tuya —continúo diciéndole mientras me acaricio—. Tú me diste este cuerpo, estas tetas. Porque convenía a tus designios me tatué la flor en el hombro, el tribal en la cintura. Si alguien tiene derecho a estar conmigo, ese eres tú.
—Nunca he mezclado el placer con el trabajo —responde tembloroso, y otra vez me ofrece la toalla—. No sería ético, soy un hombre de principios. Es como si de pronto quisiera tener sexo con mi hija.
—No soy tu hija y bien que lo sabes —digo rechazando la toalla y poniéndome de pie para pegarme a él—. No soy tu hija, pero creo que deberías tener cierta consideración conmigo. Y si se trata de dinero yo puedo conseguirlo.
—El dinero no tiene nada que ver —dice, poniendo cara de imbécil—. Al final tú siempre tuviste razón: es una mala novela. No quiero que se publique.
—El problema es que esa mala novela es mi vida —le digo desafiante, y hasta le doy golpecitos en el pecho con mi dedo índice extendido—. Tú quisiste que fuera así y no pude cambiarla. Pero es la única vida que tengo y quiero seguir existiendo.
—Lo siento, pero es una decisión irrevocable —dice el autor y me da la espalda para regresar a la computadora.
—No te hagas el puritano conmigo —le digo, resuelta a llevar las cosas al plano que sea necesario—. La otra que vas a publicar es mucho más mala que esta. Pero conseguiste un editor. Al final lo haces por dinero. Y yo puedo salir a la calle a ganarlo para ti, puedo incluso buscar un turista y hacer sexo con Yunisdaibi delante de él, los extranjeros pagan caro por ese tipo de cuadros.
—¡Prostituta de mierda, lesbiana! —dice al voltearse y encararme con los ojos llenos de rabia
—A mucha honra, no se te olvidé que fuiste tú quién lo decidió así —le digo haciendo un último esfuerzo por convencerlo—. ¿Quieres que te traiga a Richard? Conmigo puedes ser sincero, yo sabría entender hasta el más aberrado de tus gustos. Richard está dispuesto a sacrificarse,
—¡Sal de mi casa, degenerada! —grita el autor al borde del infarto— Nunca debí crearte, eres mi peor castigo.
—Está bien Dr. Frankenstein —digo, segura ya de que no voy a convencerlo—. Veo que no me dejas otra salida.
—¡Vístete y nunca más vuelvas a aparecer! —continúa el autor, cada vez más molesto— Ni tú ni nadie puede decirme lo que hago con mi obra. Y ahora no te está hablando el autor, sino el escritor. ¿Me hago entender?
Me vuelvo a vestir y tomo la cartera del sofá, la abro, y en mi mano derecha aparece un revólver niquelado.
—¡¿Qué vas a hacer?! —grita el escritor, cuando ve que le apunto con el arma.
Pero no contesto, aprieto el gatillo y una bala viene a incrustarse en su obtusa cabeza. Lo veo desplomarse, los ojos llenos de espanto, ojos que buscan una respuesta que nunca va a llegarle.
—No debiste tratarme de esa manera tan infame —digo en voz alta, y ocupo su lugar frente a la pantalla del ordenador—. Enviaré esta novela a la papelera de reciclaje y cuando te encuentren muerto publicarán la otra, en donde yo, la protagonista, soy una prostituta, una jinetera que se acuesta con un extranjero y luego le roba, lo asesina, para resultar que la víctima en el pasado conoció a mi madre y he cometido incesto, hasta parricidio. Ya lo ves, querido, al final la ficción supera a la vida. Sí, definitivamente, me gusta esa palabra. Incesto. Un titulo apropiado para esta novela policial.