Como pequeños botes rojos en un lago dominical
Kenneth Patchen
BOTE ROJO
Mi bote no es rojo, en verdad jamás he tenido un bote
para navegar en la pereza de un domingo.
Los domingos son como lagartos quietos
o como charcas infectas bajo el calor asesino.
Como jamás he tenido un bote, sueño con uno pintado de rojo,
donde quepan dos o tres amigos y amigas de la infancia
y algunos libros que siempre me acompañan.
CRÓNICA
Comenzaba una guerra y yo tenía un aire metafísico,
una extraña manía de flotar en los actos públicos.
Joven, a veces tenaz, poseí muchachas
que alcanzaban orgasmos escandalosos
y luego se marchaban a los actos o a la guerra.
La guerra no era aquí y era fácil descubrir
el olor del ajo en las uñas de las muchachas.
UN DÍA
Un día me percaté que estaba solo.
Debió ocurrir a principios de los setenta
cuando mi madre anunció que no habría arroz por largo tiempo
y yo descubría que Homero era ciego y memorioso,
Poe impotente y Nietzsche sifilítico,
y entonces comencé a usar la ropa reciclada
que poco a poco iba heredando de mi padre.
Un día comprendí el sentido irreversible del pasado
oyendo una banda de rock que escalaba al cielo.
Debió ocurrir frente una pared pintarrajeada
que proclamaba un futuro radiante y sin fin.
IMPRESIONES
Mi primera impresión de la nieve fue fascinante.
De repente vivía dentro de una postal de navidad,
respirando un aire helado casi tangible,
pisando a veces espejos resbaladizos
y otras hundiéndome hasta las rodillas
en una escarcha limpia y crujiente.
Luego llegaron las ráfagas y la tos a medianoche,
los espasmos y el deseo de permanecer recluido,
en un estado de absoluta inmovilidad.
Mi última impresión de la nieve
fue un viejo monasterio ortodoxo
rodeado de vallas multicolores,
y gente hablándome de desencantos y crímenes,
y dioses destronados, y torbellinos que barrían con saña
plazas adoquinadas, estepas que alguna vez
comparamos con el mismo universo.
HUBO UNA ÉPOCA
En el estrecho círculo de mi vida hubo una época sin muertos.
Vivir sin el dictado de los muertos me hacía indomable.
Las putas de Monte y Cienfuegos son más baratas
que las de Quinta Avenida, pero ambas mastican caramelos de menta.
No me gusta el jurel ni el reguetón ni las tardes de domingo.
Cada vez que llueve con insistencia, hay derrumbes.
Hubo una época en que corría como un potro en la llanura
(entonces las cercados de nubes se podían violentar).
Después llegaron los primeros muertos y mi seguridad
se disolvió como un caramelo de menta en la saliva de las putas.
CUARTELES
Durante años viví y escribí en cuarteles,
pero no era de cuarteles sobre lo que escribía.
Eso lo confirman algunas personas que me trataron
en esa tiempo con la sospecha de una insana clarividencia,
como si yo siempre hubiera presentido que al final
un tipo me tocaría en el hombro con la cabeza de Jasón
entre las manos y una sonrisa de complicidad.
Lejos de lo que ellos conjeturaban,
yo observaba el dibujo del musgo en las paredes,
los extraños caracoles vacíos en las playas,
el viejo portón de roble que resistía todos los huracanes.
Durante años pude pensar bajo el hedor típico de los cuarteles,
oyendo ronquidos de colegas y un coro de frases inconexas
que revelaban, quién sabe, qué cercanas y temibles pesadillas.
AMIGOS
Nunca pensé que sobreviviría a mis amigos
(eran tan vitales que parecían eternos).
He comprado vegetales para la sopa de la noche:
una sopa ligera me librará de empachos asesinos.
Mis amigos tenían la costumbre de comer hasta el aturdimiento.
Ahora intuyo que su voracidad era como los cantos de una época
que se apagaba en los estanques dormidos,
o entre las patas de una caballería sofocada.
Las madres de mis amigos insisten
en regalarme sus mejores camisas y varias cajas con libros.
CAFÉ MATINAL
¿Qué habré de contestar?
Eugenio Florit
Sin querer, he derramado mi café sobre la mesa.
Pido otra taza pero me anuncian que hay cambio de turno.
El acto de retrasar el café matinal me intranquiliza.
¿Cómo voy a afrontar el día?¿Qué habré de contestar
cuando perciba las claras preguntas del aire?
El líquido ha formado una enorme mancha
que se extiende a otras mesas, a otras caras.
Las camareras se dan cuenta y me piden a gritos
que acabe de pagar y me aleje sin decir una palabra.
LOS MUCHACHOS OYEN CANCIONES DURAS
Los muchachos oyen canciones duras,
a veces despiadadas, a veces absurdas.
Veo un continuo trasiego de ladrillos,
más allá un enjambre de triciclos sonoros,
luego carpas, improvisadas marquesinas
de donde escapan olores desafiantes.
Los muchachos canturrean estrofas tan crudas
como negocios y oscuros trueques, como calles hundidas
y soportales apuntalados, techos de barras desnudas.
CUBA Y EMPEDRADO
Ella me dice que suba y yo miro las cabillas desnudas,
los fragmentos de techo que aún yacen sobre lo escalones,
mezclados con colillas de cigarro y latas de cerveza.
Al tercer o cuarto peldaño el olor a orine de perro me detiene.
También hay mierda de gatos nocturnos en los descansos,
sobre un mármol empercudido, con hondas rajaduras.
Ella me invita a subir y yo la sigo temeroso de que se pierda
detrás de infinitas cortinas que sustituyen puertas,
y no la vea más, y al final termine como un idiota
burlado por una mujer que ascendía al cielo de las ruinas.
OMNIBUS, FRUTAS Y POESÍA
Pago en el ómnibus y avanzo entre cuerpos húmedos.
Cargo una mochila en la espalda con frutas.
Algunas personas rezongan, otras me miran de soslayo.
Percibo el murmullo de sus mentes al repasar
las conocidas láminas del paisaje.
En mi mochila llevo también varios ejemplares
de un libro de poemas que publiqué
y al cabo de seis o siete años me devuelven
porque la poesía ni se compra ni se vende
y es hora de limpiar estantes y almacenes.
Antes de bajarme regalaré frutas a una muchacha
(tal vez agregue un ejemplar de los poemas ).
Ella ha sufrido con paciencia el peso de mi decepción.
LO PERDIDO
En vano pretendo vender un par de zapatos
en una populosa calle de La Lisa.
Los mercaderes habituales se dan cuenta
de mi ineptitud y tratan de robarme.
Los zapatos no me sirven
y solo intento recobrar lo gastado, explico.
Después de caminar decenas de cuadras,
sofocado por un azufre invisible,
rendido por la incesante multiplicación de caras
como en un cuarto de espejos,
entrego los zapatos a un precio inicuo.
El hecho no tiene otra repercusión
que estos versos con que ensayo recuperar lo perdido.
CON FRÍO DE RULETA RUSA
Si pudiera dormir con la mirada fija de un muñeco de peluche.
Los días arrastran a un cadáver que no conozco.
Mi vecino esconde la cara detrás de un biombo de lotos.
Debo esperar a que el silencio madure y aparezca el vino.
Una antigua creencia aseguraba
que un diamante ahogado en vino prevenía el infarto.
En mi vida nunca ha habido diamantes
y en cambio el vino me ha puesto a rodar
más de una vez sobre el asfalto.
Los años convierten a un cadáver en árbol.
El árbol regaló a la niña una flor envejecida.
Un día leí en la prensa que en bosques de Europa
se produjo un feroz sacrificio de lobos
(sufro también por otros holocaustos más cercanos).
Los lobos son tristes como yo o como mi vecino
apaleado detrás de un biombo de lotos.
El vino me protege de las malas digestiones,
pero sin el diamante ¿vendrá la apoplejía?
Todo parece inevitable y sutil como un cadáver
cuyo juego es hacernos creer que está muerto.
La niña ha crecido a mi lado como un árbol
sabiendo que la flor era solo un fetiche para engañar el desencanto.
Son las doce de la noche de un siglo que no entiendo,
de una vida con frío de ruleta rusa.
Si pudiera dormir con los ojos inmóviles de un muñeco de peluche.