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Imágenes

Ilustración Leo Sandler (Rosario, Santa Fe. Argentina)

I.

¡Déjenme, salgan de acá, locos! ¡Están todos locos, salgan!, gritaba un hombre desesperado, como si lo estuvieran descuartizando. ¡Hijos de puta!, vociferaba, mientras el efecto de la droga inyectada lo llevaba sigilosamente a la calma. Hijos de puta…, suspiró, y la voz se diluía entre lágrimas. Hijos de pu Antes de cerrar los ojos y aflojar la mandíbula la escena se decolora, como si una nube invadiera el cerebro. Se disipan las formas, los contornos, ya no hay espacio, tampoco tiempo. Lo recibe una indefinida situación de quietud. Su visión escapa, la nube es todo. Sus pestañas caen como cortina de acero dejando entrever al médico, las enfermeras, el techo blanco. Todo se esfuma. Silencio.

Antonio es un hombre grande y corpulento, con una fuerza similar a los hombres que trabajan en el campo, como un bagual salvaje. Aparenta unos 40 años, tiene pelo corto bien negro, pestañas y cejas nutridas igual que la barba, y un color de piel mulato. Nunca es fácil tranquilizarlo en cada episodio de desborde. Hace años que está ingresado en el hospital de Villa San Prudencio de las Sierras.

La habitación es blanca. La cama, que está empotrada en la pared, es de hierro macizo y su descascarada tonalidad es color olvido. Las sábanas, las frazadas, la luz, la camisa de fuerza dan en el blanco. Antonio despierta. Camina lentamente, apretado, contenido, como midiendo. Cada uno de sus pasos es demasiado pronunciado. Primero apoya el talón, luego deja caer la planta de su pie hasta apoyar los dedos. Mira, como buscando una explicación en el pie apoyado. Luego contempla al frente y comienza el mismo procedimiento con el otro pie, sin parar dentro de los tres metros cuadrados que tiene como campo de paseo. Deambula, está sedado. Retraído, busca la tibia luz solar que entra por la ventana. Esos rayos son suyos y acarician con calma su rostro. Cierra los ojos. Afuera no ve nada, adentro siente todo.

Un niño juega en el piso de la vieja casona de calle Democracia. Sentado, desparrama juguetes por todo el comedor. No ve a su madre, pero sabe que está en la cocina. Tira más juguetes, hace ruido, pero su madre no aparece. Se para con torpeza, camina chueco, llega a la cocina, la ve: en una mano tiene el teléfono y en la otra una cuchilla. Irritada, dando pasos cortos, girando en redondo, la mujer grita mientras revolea el arma. Que ya vas a ver, hijo de puta, domingo es y te fuiste el jueves, que quién te has creído, negro de mierda mal parido, por qué no te vas a la reputísima madre que te parió y volvés a casa, mugriento. La mujer tira el teléfono sobre el fogón. Da un puñetazo. Aprieta la cuchilla con rabia. El niño mira.

El sol de las cinco calienta el rostro de Antonio recostado al vidrio. Desde abajo, en el medio del patio lindero a las habitaciones del hospital, lo observan el doctor y sus dos asistentes. Tratan de descifrar sus movimientos, de notar alguna alternancia en su comportamiento, pero el hombre barbudo está inmóvil. Tan frágil y tan vulnerable. Notan que sus gestos son más bien de complacencia acomodados al rayo generoso. Por fuera un oso hibernando en las cavernas, en el interior un niño que escucha el timbre de la escuela. La hora de la salida. Antonio junta sus cosas brutamente. Desesperado por volver a casa, abre la mochila y mete todo a lo loco. Una especie de pozo negro traga sus útiles. No repara en nada, no mira a nada ni a nadie, ojea por si olvida algo y corre. Pecha a alguien, pero tampoco se detiene. Apenas observa hacia atrás mientras acelera por el pasillo. Desespera. Nunca olvidará las veces que corrió.

Lo espera su madre. De la mano se acompañan en el regreso a casa. Una mano áspera, laboriosa y tajeada, corrugada por el paso del tiempo; una mano tierna desde los gestos que recibe en su palma los pequeños dedos de su hijo frotándole los huesos con el pulgar. Una calle empedrada cuesta arriba, un perro que hociquea al pasar, el olor del vecindario. Algo le dice su madre, si se portó bien en clases, si no peleó en el recreo, si entendió a la maestra. Todo parece normal. Del bolsillo delantero de la pollera escocesa de tartán, la madre saca la llave y abre empujando la puerta. El momento que más le gusta en el día a Antonio es llegar luego de la escuela y que su madre tenga preparada gelatina de cereza. Le gusta el aroma, le perturba la ansiedad. ¡Pará, Antonio! ¡Vas a tirar todo el recipiente, mijo! Quédese quieto ahí. ¡Qué cosa, che! El niño obedece inmediatamente. Estático, mira la gelatina, como celándola. Recorre cada ornamento del bol, siempre mirando fijo a lo rojo. Al paso de los minutos comienza a segregar saliva, se frota las manos, mueve las puntas de los pies mientras la madre lo observa. Cada vez que vierte, Antonio hace el amague a comer. ¡Pare, mijo! ¿No ve que le estoy sirviendo? Pare un cachito, ya va a tener hasta arriba su taza…

Una rama del ombú que adorna el jardín del loquero de Villa San Prudencio obstruye el rayo de sol. El tiempo pasa, fluye, aunque el hombre sedado no sepa bien en qué orden transcurre. No hay horas en la mente. Los minutos y los segundos sólo son advertidos por el estímulo de las sensaciones de un cuerpo perdido en sí mismo. Un cerebro flotando en un cuerpo extraño sostenido por el latir y la respiración. Un ser de otro tiempo encerrado en cuatro paredes recostado a la ventana. Afuera, el cielo deja lugar a las nubes sueltas que pasan la tarde sin preocupación. Predomina el celeste abierto y generoso de la primavera. No está el doctor, tampoco sus asistentes. Algún enfermo psiquiátrico se mece en la hamaca rascándose la cabeza. Otro, en la esquina del patio, mantiene una acalorada discusión con un par de arbustos. Antonio se desliza un paso, encuentra el rayo de sol junto al segundo vidrio, y hunde despacio sus ojos hasta cerrarlos. Reina un profundo silencio.

La madre mira al niño. Deja caer la cuchilla, se apoya en la mesada, llora desconsoladamente, da puñetazos sin parar y sin decir nada, sólo llanto aturdido y un eco que hace temblar. El niño no habla. Su madre se agacha para darle un beso en la frente. Lo abraza, le confiesa que lo quiere mucho, que es todo para ella, que lo ama, que está orgullosa de cómo estudia, de lo bien que se porta en la escuela y que qué lindo es, mi amor.  La cuchilla en el suelo. De repente un estruendo golpea la puerta de la calle. La visión se nubla. Una sombra entra desde la calle con extraño equilibrio. El niño ve volar a su madre por el largo pasillo. Son otros golpes, cada vez más violentos. El niño se esconde detrás de un sillón.

—Mirá en el estado que venís, por el amor de Dios, hijo de la gran puta. ¿Dónde carajo estabas? Borracho asqueroso.

—¿A quién le decís borracho hijo de puta? ¡Eh? ¿Querés que te recontra cague a trompadas, gorda inservible de mierda?

—No grités que está el nene ahí. Ni la puerta podés abrir. Andate a la puta que te parió.

—¿Y vos quién sos para decirme lo que tengo que hacer? ¿A mí? ¡Qué te pensás! Que soy un inútil que no puede abrir la puerta, hija de puta. ¡Eh? ¿Quién carajo te creés? Grito si se me da la gana porque acá mando yo. ¿Lecciones me venís a dar? Esto te voy a dar…

Una bestia, un animal enloquecido que zamarreaba, insultaba y hacía llorar. El niño vio cómo su madre caía indefensa ante la agresividad de un hombre al que sólo le conocía la cara. Paralizado veía cada uno de los piñazos hasta escuchar el golpe seco de la cabeza contra el suelo. La visión otra vez se nubla. Él, ella, al mismo tiempo. Lo último que distinguió fue el rostro que conocía deslizándose con la espalda contra la pared mientras el charco de sangre era cada vez más grande. Al lado, la cuchilla. El niño apretó los ojos, su mente quedó en negro. Se cree que tras el llamado telefónico de alguien llegó la policía y que, una vez detenido y esposado el hombre, el niño estalló en crisis. Fue llevado al sanatorio local para estabilizarlo y de ahí al hospital para niños y adolescentes psiquiátricos. Se cree que nunca volvió. O que se fue. Con 10 años. Para siempre.

Desde el segundo piso del hospital un enfermero percibe a Antonio. Está contra la ventana, como abrazándose a sí mismo mientras tiembla. Sabe, le han dicho, que en esas ocasiones mejor dejarlo. Más de una vez, acercársele ha provocado estallidos de ira. No te compliqués, que se queden quietitos que se les pasa, le sugieren. Son locos, ¿total?

Pasa un buen rato así, mirándolo a distancia, impávido, con la expectativa dividida entre llamar a más enfermeros para abordar al paciente o esperar a que el temblequeo libere al hombre y se pueda acercar. Tiene las manos en los bolsillos. Picana eléctrica o sedante deben ser las alternativas.

II.

Antonio se miró al espejo. Estaba un poco despeinado, tenía cara de sueño, la camisa por fuera del pantalón y los zapatos bastante mugrientos. La habitación era su reflejo: cama destendida, ropa tirada por todos lados, una toalla húmeda en el suelo, olor a encierro. Prefirió salir, nada menos placentero que ordenar las cosas. Fue hacia el patio trasero. Llevó la radio para escuchar algo de música, se sentó en uno de los canteros, prendió un pucho, indiferente.

A la casona de la calle Democracia la conoció a los 6 años, cuando se mudó junto a sus padres. Antes vivió en Sayago, pero no recuerda mucho más de aquella estadía que una ciudad despoblada. A la vieja casona llegó con una caja de juguetes, soldaditos, algunos autitos, una pelota de plástico y una honda para tirarle piedras a los pájaros. Fue lo primero que hizo al mudarse: correr al patio y buscar su próxima presa.

Los canteros eran su zona preferida. Pasaba horas desparramando sus juguetes por la tierra, simulando guerras o carreras de auto. No tenía mayores problemas. El jardín estaba bastante alicaído cuando se mudaron y a nadie le preocupaba que las plantas fueran destrozadas por el chiquilín. Las plantas y los bichos, cuando descubrió que removiendo un poco la tierra existía un mar de lombrices, o cuando vio que los caracoles deambulaban del lado de atrás de las plantas, contra el muro. A las lombrices, mientras las sostenía, les iba cortando pedazos de su cuerpo para ver cómo reaccionaban. Algunas sobrevivían, aunque no hasta que las despedazaba del todo. Una vez muertas, las enterraba. Con los caracoles era más contemplativo. Miraba sus recorridos, imaginaba para dónde rumbearían y por qué, les seguía la estela de baba que dejaban en el trayecto, también solía agarrar de su caparazón a alguno y ponerlo cerca de otro con la expectativa de que se atacaran.

Había tres canteros, uno por cada pared del fondo. Su preferido era el de la izquierda. Ahí estaba sentado ahora. Le llamó la atención algo en el muro más lejano. Como que unas formas se movían. Agudizó los ojos, pero era imposible percibir algo a cinco metros de distancia. Caracoles, tal vez. Junto piedras, cargó la honda y empezó a disparar. Al quinto tiro dio en el blanco. Algo estalló. Se acercó. Era sangre, se movía. Antonio quería tocar la pared pero no podía estirar su mano. La sentía atada, como si alguien se la agarrara.

—¿Qué te pasa? 

—Soltame.

—¿Qué pasa, Antoñito? ¿Por qué llorás? Maricón, que los hombres no lloran.

Cuando se sintió libre, Antonio estaba del otro lado del muro. Dio media vuelta y salió corriendo. Una luz le seguía los pasos. Estaba todo negro. No veía nada salvo el círculo de claridad en sus pies mientras una carcajada lejana retumbaba en su cabeza.

De repente, un foco lo encandila. Se detiene. Está en la puerta de la casona de calle Democracia. ¿Se habría muerto? La puerta de la calle estaba abierta. Nada se movía, apenas el viento. Intentó gritar, pero no pudo. Probó nuevamente y tampoco tuvo suerte. Por más grande que abriera la boca y fuerza que intentara, el grito no salía, la garganta no vibraba.

Vio una sombra dentro de la casa.

Nunca quiso ingresar, pero estaba dentro. Cuando vio lo que vio necesitó vomitar: por la puerta de la cocina asomaba medio brazo rodeado por un gigante charco de sangre que tapaba la mano. Apenas se distinguían los nudillos. Era un brazo adulto, ancho, como de buen cuerpo. Quieto, desde el pasillo, cuando pensó en acercarse para ver qué o quién era lo que estaba en el suelo, escucha pasos y ve otra vez una sombra que cambia de habitación. Un fantasma de su imaginación, tal vez.

La casa se hace larga, infinita, como si la estuviera viendo a través de un monóculo de juguete. Cerca la mano, el brazo, el coágulo, todo junto en lo que parecía ser la entrada de la cocina. Más allá, sobre el costado derecho, el pasillo que va hacia los dormitorios. Eso sí lo podía reconocer. Y al final, muy lejos, la puerta al patio. Alguien rompe un vidrio. La sombra. Decidió ir tras ella. Al querer esquivar la sangre, la mano le toma el tobillo. Lo aprieta fuerte, puede sentir el dolor.

—No vayas.

Es la voz de su madre. La mano y el brazo no tienen cuerpo, al menos no lo ve, pero reconoce quién le habla. Le insiste que no vaya, que se quede quieto, por el amor de Dios, que lo va a matar a él también. Antonio levanta el otro pie y pisa la mano con furia. Ya no hay miedo, hay rabia. Pisa con fuerza hasta estrujar la mano. No vayas por el amor de Dios. Aprieta más fuerte aún. La mano se vence, se abre. Antonio se agacha y junta la cuchilla bañada en sangre. Te va a matar a vos también, solloza su madre.

La puerta del patio estaba abierta. No distinguía el alrededor, ni formas ni nada. Camina tres o cuatro pasos. Lleva la cuchilla empuñada en la mano izquierda, rígida. Apura el paso. Trota hasta llegar. La puerta no daba al patio, sino a la calle. Divisa la sombra a unos metros. También una espalda. Lanzó otro grito mudo.

Democracia al sur. Salió con velocidad temblorosa. Pasó Nicaragua, Lima, Miguelete. Cuarenta metros los separaban. Era una espalda ancha de un hombre alto y que vestía igual que la última vez que vio a su padre. Otra vez corrió. El hombre también. Pasaron Miguelete, La Paz, Salvador Ferrer Serra. El hombre giró a la derecha rumbo a Galicia, a los túneles.

Ahora sí le salió el grito: Te voy a matar, hijo de puta.

En la persecución las imágenes pasan como rayos. Un niño aterrado, los alaridos de su madre, la embestida de su padre, un caracol pisado, gusanos descuartizados, un pájaro sin cabeza, puteadas, un cráneo que explota al caer, su madre muerta bañada en sangre con la mano abierta, la cuchilla, la espalda que corre.

Cuando llega al primer túnel Antonio alcanza al hombre. Lo empuja y lo tira. Este, boca abajo, suplica que no lo mate. Antonio se lanza encima. Lo inmoviliza apretándolo con las rodillas. El hombre agita los brazos, intenta darle patadas con los talones, moverse. No tiene suerte. Antonio lo agarra de los pelos y le da la cara contra la vereda. Una, dos, tres, cuatro veces. Cuando ya no siente demasiada resistencia, sin soltarlo de los pelos, le sostiene la cara contra el piso. El primer cuchillazo se lo da en el cuello. El segundo y el tercero también. La sangre es un infierno. Luego lo acuchilla en la espalda. Sin parar, con movimientos vertiginosos, como quien mata con repugnancia. Partes blandas, partes duras, todo le daba igual. Sentía una necesidad de acribillarlo a puñaladas. Gruñía con los dientes apretados, como un animal. No quedó lugar en la espalda por donde no entraba la cuchilla. Extasiado, jadeante, dio la última puñalada a la altura del abdomen. Oprime fuerte, tembloroso, como queriendo mover la cuchilla dentro de las tripas. Da un alarido, liberándose.

Antonio saca el arma del cuerpo y la tira lejos, casi hasta la vereda de enfrente. Suelta el cadáver y se reclina contra la vieja pared, agitado. Recién ahí, en un mar de sangre, puede ver la cara del hombre muerto. Es la suya.

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