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Ideas fijas

Desde el frío suelo, atada y sintiéndose olvidada, la princesa alzó la vista y no pudo evitar una exclamación. El dragón dormido junto a ella despertó. Resopló, impaciente, y las columnas de fuego en su nariz iluminaron el pasadizo de entrada.

Desde allí un guerrero les observaba, la espada desenvainada.

—Por fin —sonrió triunfal la joven—. He aquí al primer soldado del ejército de mi padre, bestia maldita. Pronto serás huesos y escamas podridas en el patio de nuestro castillo…

—Dale descanso a tu idea fija, mujer —siseó el alado, tras desenroscar su larga lengua de una pierna de ella, y se volvió al hombre—. ¿Cuántos caballeros ha enviado el rey?

—Veinte —afirmó él, acercándose—. Esperan afuera por mi señal para atacar.

—¿Alguno trae oro en la armadura? —se relamió la bestia— ¿O en el escudo…?

—Me temo que esta noche dormirás sobre acero tibio —dijo el mercenario, y señaló a la prisionera, que ahora temblaba—. ¿Sigue todavía intacta?

—Ni una garra mía ha tocado su piel —dijo el dragón, dirigiéndose hacia la entrada.

—Bien —asintió el hombre, mientras las fosas de la nariz humeante pasaban a su lado.

—Mal —siseó la bestia—. Siempre cumplo, pero nunca me traes guerreros con oro…

E internándose por el pasadizo les dejó a oscuras.

—Da la señal, por favor —imploró la princesa—. Mi padre te recompensará con creces.

—No lo hará —él aflojó su cinturón—. El oro es la idea fija de reyes y dragones.

—¿Y cuál es la tuya, mercenario? —preguntó ella, pugnando por librarse de sus ataduras.

Ruidos de batalla les llegaron por el pasadizo de entrada. Un temblor, como de montañas desplomándose, seguido de gritos agónicos que pronto cesaron, al tiempo que el olor de la carne quemada y el metal calcinado llegaba hasta ellos.

—¿Mi idea fija? —preguntó el hombre, llegando junto a la joven atada, y sonrió en la penumbra—. Mi idea fija son las vírgenes, princesa…

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