Historias del Cerro abrasado: Poemas de fuego y ceniza
En homenaje a Eliseo Diego y Juan Rulfo.
Sorprendidos por el día que no se levantan más
la luna y el sol como dos viejos ladrones subterráneos
encendieron de nuevo la antorcha y se pusieron en
marcha.
Jean Portante
Morir
Es un arte, como todas las otras cosas.
Yo lo hago excepcionalmente bien.
Sylvia Plath
No sabes de qué lejos he llegado
a morirme y a estar entre vosotros,
ni hasta qué punto he sido desterrado
de la mágica tela de los otros.
Fina García-Marruz
I
la cabeza del buey
Ensimismada la cabeza del buey, retornó por los lares del Tíbet1 hasta las esqueletadas rosas del Mar Rojo, como a quien asiste en la plaza-lluvia rencontrándose con las franjas azulinas, que edifican el paso del Coloso por nuestras entrañas tan polvorientas de ácimos negros, entorpeciendo el hálito contra el friso empotrado en la Iglesia. –Predecible es. ¿Cuánto atisba?– Pregonaba una voz en medio de toda luz opaca. –Diez y media de la mañana. Un poco más son otros cuatro. – La neblina recorría las paredes en busca del ojo con que se obturan las llanezas de la luz; siendo no más que una mandolina y un orbe, disipan el grisáceo rostro en las aguas del Mar Caspio. –Es hora. Tráiganlo. – El solaz depositado en la cabeza del buey, retornó…
II
el Cielo abrasado
–¿Es ese? Sí. Es ese el cielo. – Sitúa puntilladas negras en la capota del cielorraso con un artilugio de maciza fuerza, lo escinde ásperamente sobre el torso que se abstiene entre los álamos-casas, como un aviso ante las figurillas blancas desandándonos la hondura del espinazo. –La premisa: El Cielo. – Anota con voz rasgada el hombre las contingencias del Jueves; tras su escorzo de vocales, la llamarada yerra en las ruinas. La garganta es previsora. – ¿Se está tragando el Cielo? – Lo masculle lentamente para que el sabor a Cielo sea más placentero, y lo vuelve a mascullar, hasta hacer añicos sus vestigios.
III
el marcapasos de Luceras
–Es cierto. La luz nos trasparenta. – El transeúnte fragua en sus días la lóbrega estera de sílice, que ahonda en las raíces emblanquecidas, por el albor tan cercano a su fin: la mácula de polvo en el rostro sesgado y el tegumento de soledad por los bosques lunares. –Es cierto. La luz precede un cuerpo. – Dentro de sí, expectante, el transeúnte concurría entre los contornos del Sol, y las mechas de icor irrumpían en la sangre. Se delinea un claroscuro por los espacios de un cuerpo. Era ese cuerpo, el transeúnte que allegaba a su agorero umbral: el orbe atomizado por brasa y viento, que incidían en su rostro ya roído por las horas…
IV
–Adentro. Más adentro. – La procesión del resquebrajado trasiego entre el badén de la calzada, que es el destrozo en la aorta convergida dentro del yermo torso, transparentándome por los tragaluces de la casa mía, y el llano a cuestas del sitio baladí de las horas, que es la sonatina mutada en el iris; laxa la enhiesta ciudad al espinazo tan inconstante de caliza sobre el páramo. Pues a una hora más de nombrar por fin los objetos con que ardía el Cerro, las cábalas de la soterrada hez de una Iglesia desbordaban el visionaje de la mano alzada hasta los pies descalzos, el agua que se rehacía en las urdimbres de las túnicas; provino el diluvio hacia los enverdecidos ojos, y contra la boca, el prisma de una profusa dimensión calcinándose. Puesto que la bruma de lo que ateste la memoria es aquello que nombra el objeto en ella, solo radica en lo que por fin es su tiempo.
–Otra vez. Sigue. – Afuera de las canteras, la voz del Mercurio secunda la elipsis donde concurre la cadavérica faz contra el piélago de berilo. –Otro. Métanlo en el barrizal. – Ya a una hora más de ver el cuerpo, el Cerro se escindía en llamas, se quemaba la corteza del Suelo, y su Éter.
Y sin embargo, aún trastoca el arpa con sus cuerdas la ignición del Cerro y la Iglesia, sobre el carbón que se dilapidaba entre los espacios del ojo.
–Qué extraña melodía. No son las doce. – El disparo ceniciento del vendaval rompió en mi semblante, y deshizo la vereda desde el túmulo escarlata hasta el torso derruido hacia el Sol, que se posaba entre las calizas, y rara vez se volvía a emplazar dentro de las ruinas.
–Es una maniobra. ¿Quizá sea las once? – Ya con las cuerdas frágiles de mi garganta te nombra el vendaval, Cerro. Pues a una hora más de nombrar por fin los objetos con que ardías, la Iglesia era el periplo de tu llama, y consigo el vendaval, lo que hacía cercenar tu frescura de campo entre las flamas.
–Son las doce. Suena nuevamente. – Aquí el espiro del buey articulándome los ojos contra la sien del retrato de Lorca, y allí sesga las partituras de Wagner por dentro de la ronda lóbrega, entonces acá la tintura de Barca en su papel celuloso reiterándonos el reverso de la Muerte y el Sueño; todo aquel objeto que se nombra como polvo cósmico crepitando en el áspero Cerro.
– ¡Qué no pase! ¡Qué no pase! – Tras barajar las cenizas en mi pulmón, te ves en un estupor profundo, simulando cualquier realidad adentro de tu henchido corazón de polvo, y en consternación, la Iglesia socavada por las flamas descose sus rancias columnas sobre el humarazo que rompe las palabras con los dedos.
–Es el comienzo. No temas. – Por los airones del párpado, la llovizna va ungiendo el cráneo decodificado en el pesquisar de toda helada ficción y demasiada sobrevida. Y en la órbita, los objetos con que ardía el Cerro: las pálidas columnas que sostenían a los Santos, la caliza removida por el vendaval y el inocuo joven acumulándose en el zócalo.
V
una hora menos de…
– ¡Observa! Observa el resplandor. – En el trasmundo de las aves rapaces, recubro con la bruma que se desprende del labio discursado, la deshora que enmudece entre las hendijas de la noche, contrastándote en el soplo. Es así, en que todo lo que el pájaro adocena con su crispar, se desfigura en un juego de ases ocres, perpetrándome las manos entibiecidas con que fluía el melindre de los hombres. –Atisbas la luz que nos resplandece. –
Oh merodeador del Cerro, que socavas las oquedades calcinadas con tu ojo de ámbar cristal, y auscultas la filigrana del polvo sobre las ruinas de la Iglesia. – ¿Quién es ese hombre? ¡Dile que no pase! – Sobre el andamiaje del merodeador se agujerea la estela en ínfimos átomos, donde coloco el nudo albo y rugoso de mi entraña dentro de tu coágulo-rostro.
–No reces. Ya es tiempo de contemplar al Éter. – Pues a una hora menos de sellar por fin los objetos con que se diluía el Cerro, la nevasca del mortecino armazón de una Casa desgranaba la faz del insomne joven desde sus párpados, que era el tutelaje en sombras, sobre el arquetipo tan hendido por las crisálidas, transfigurándome dentro de la vena de Adán, mas no me guarece con su delgado silencio en el entrecejo de Eva, y hacia su boca se discurre el tuétano de Caín. –Es de noche. Son la dos de la madrugada. – Por el clamor del índigo párpado, que se humea por entre las rosas, el portarretrato del merodeador atisba un relámpago dentro de las carcomidas maderas (la frágil voz del otro sexo / el lánguido eclipse de Luna en el seno / y el beso-fuego) –Es otro. De nuevo otro. – Cerca del pináculo, la acequia va prorrumpiendo en el semblante de la purpúrea mujer, y su malar hendido hacia el orbe, retuerce el plomo entre los retazos de la Luna…
–Volvió aquí. Volvió a mi hogar. – La purpúrea mujer con los astros en la espalda, desandaba sobre la sinfonía de los aceros como un acorde que se irradia en lontananza, gravitando por dentro de los Soles, y tardíamente criba su llamarada.
Oh purpúrea mujer, que distiendes tu cuerpo sobre la ruptura de la Casa, y abocas la esférica pieza de caliza por entre los rieles del Cerro. – ¿Qué es esa negrura rondando la casa? Otra vez las campanas. – En la cúspide, la cárcava de objetos fuliginosos se disgrega entre las columnas que pondera el vaho, y en las cenizas, el merodeador hiende la raíz del sicomoro sobre los senos de la mujer. –Un estallido. Son las cinco de la mañana. – Todavía en las vértebras del merodeador embriaga la afonía del relámpago, su latido en el suelo, y el Éter que se desdibujaba. –Son las primeras luces de la mañana. – Ya a una hora menos de ver el crespúsculo, el Éter exfoliándose de sus celajes, mustia la invidencia del Suelo sobre el ojo de la mujer, y en su boca se transmuta el tropel de la alborada.
–Son las siete de la mañana. Dejaron de repicar los carrillones. – Era así, en que toda agua nívea se engarza dentro de la sutura del Cerro, y de golpe, las ruinas nos conceden su postrera marcha por entre la cisura y la aurora.
Oh, refulgente Cerro, que en tu alba camisa de pastos, me convidas a pernoctar, y en el silencio, soy tu flama.
NOTA
1Lina de Feria
Bill Cordovés. La Habana, 2000. Poeta
Graduado de la Academia de Etnografía y Tradiciones Canarias en Cuba, de Literatura. Varios poemas suyos han sido incluidos en antologías nacionales. Recientemente ha merecido el Premio Beca de Creación Prometeo en el XXIII Premio de Poesía La Gaceta de Cuba.