Policial

Historia sin ventanas

Empujé la puerta del baño. Puse las manos sobre la pared. Me miré al espejo. Quise descifrar la expresión de mi rostro. Siempre he sido malo para establecer definiciones:

Si me circunscribiera a los ojos podría haberme decidido por la tristeza.

Si me fijara en los labios la elección habría sido el abatimiento.

Mirando todo el conjunto decidí que lo más cercano era el desamparo.

Recosté mi frente a la frialdad del cristal durante unos segundos y luego abrí la llave del grifo. El agua cayó sobre la fina hoja de metal y el olor de la sangre comenzó a desaparecer. Regresaron los olores habituales que sostiene todo baño de una gasolinera. Miré hacia las paredes en busca de una ventana por la cual pudiera escapar en el caso de ser descubierto, como sucede en toda historia donde hay un cuchillo, un lavamanos para escurrir la sangre, un baño que colinda con el patio y un bosque de pinos adornado por el vaho caliente de la luna llena.

Pero justo dos horas antes, cuando Salvador Fleján se quitó la chaqueta de cuero negro, o de algo parecido al cuero negro, y la puso encima de la mesa, quedé convencido de que esta no sería una historia convencional. No habrían ventanas, no habría vencidos o vencedores, ni siquiera créditos finales.

Salí del baño. Saqué del bolsillo un billete de veinte pesos y le dije al dependiente que me alcanzara una botella de ron.

Su auto está listo, dijo el hombre mientras se limpiaba las manos con un paño mugriento, revisé el aceite y le dejé el tanque lleno.

¿Cuántos kilómetros faltan para llegar al próximo pueblo?, pregunté.

Treinta, más o menos. Si desea dormir encontrará un motel a la entrada. Guíese por los carteles en la carretera.

El hombre prendió la radio. Sintonizó una emisora donde trasmitían un tema de Ozzy Osbourne y regresó a su puesto tras el mostrador.

Le di las gracias. Salí afuera. La claridad de la luna caía de lleno sobre el capó de mi auto. Me acomodé frente al volante. Giré la llave en la cerradura. Eran casi las doce de la noche.

Me sentía triste, abatido y sin dudas, desamparado.

Durante el trayecto pensé en la verosimilitud de las acciones cotidianas, en el funcionamiento del motor de un auto y en las calamidades que sufrió Baudelaire mientras cortaba las rosas de un jardín ante la mirada escrutadora de su prometida, del jardinero y de su perro rockwailer. Pensé en casi cualquier cosa que me pudiera alejar el recuerdo de aquella cantina, donde Ernesto Torres, entusiasmado ante la presencia de un coro de borrachos que fungía como público diestro, anunció la entrada de Salvador Fleján con el tono de quien dicta sentencia.

El tipo era muy diferente a como yo lo imaginaba. Según su biografía había nacido en el año 1966, en la ciudad de Caracas, capital de Venezuela. Tendría, a la altura de lo que narro, unos cuarenta y cinco años. O sea, veinte años más que yo. Sin embargo lucía joven, era alto, no tenía facciones indígenas y ostentaba con orgullo un pelo rubio que le caía sobre las cejas. La mayoría de las personas que tienen el pelo rubio lo ostentan con orgullo, sobre todo si les cae sobre las cejas.

Los escritores jóvenes cometen estupideces, dijo Ernesto de forma categórica y de acuerdo con lo que hice, creo, ya sin lugar a dudas, que tenía razón.

Yo me atreví a irrumpir sin miramientos en su aula de la Facultad de Artes y Letras, mientras dictaba una conferencia sobre la nueva narrativa latinoamericana. Hablaba de la postmodernidad, los juegos intertextuales y la ruptura con los condicionamientos aristotélicos.

Subí al estrado, lo tomé por el cuello y le dije que me presentara de inmediato a ese tal Salvador Fleján.

Sus alumnos se quedaron perplejos, pero no intercedieron en el conflicto. Para un alumno no hay acción más gratificadora que ver como a su maestro lo toman por el cuello, lo tiran al piso y le aciertan un par de patadas en las costillas, sobre todo cuando segundos antes hablaba de la nueva narrativa latinoamericana.

A la entrada del pueblo se levantaba un cartel de neón anunciando la proximidad de la posada. Tomé la senda de la derecha, reduje la velocidad y parqueé el auto frente a lo que parecía una recepción. En la puerta colgaba un sonajero de campanitas plásticas. La recepcionista se despertó, se acodó sobre el mostrador y abrió un grueso libro de huéspedes.

Su rostro denotaba tristeza, abatimiento y sin dudas, desamparo.

La recepción, o lo que parecía una recepción, estaba compuesta por un sofá de cuero gastado, o de algo parecido al cuero gastado, dos butacones, una mesita de centro sobre la cual descansaba un cenicero, un par de plegables del balneario Costa Azul y en la pared una imitación del cuadro El grito; un poco desagradable, sobre todo para la recepción de una posada, o lo que parece la recepción de una posada.

La señora me pidió el carné de identidad. Creí prudente decirle que lo había extraviado, darle un nombre falso, una dirección falsa, incluso falsear mi edad, mi procedencia social y mi estado civil.

Me extendió la llave de la habitación número doce.

Le pedí que tocara temprano a mi puerta. Luego me arrepentí de haberle hablado con tal nivel de ambigüedad. Tocar temprano a mi puerta puede dar lugar a varias interpretaciones, tampoco sabía a ciencia cierta cuál era la idea de temprano que podrían tener en ese lugar.

Subí las escaleras. Me tiré sobre la cama y miré a los rincones buscando un minibar, ya había terminado mi primera botella de ron, pero la sed, como el insomnio, sobre todo después de haber acuchillado a alguien, suele ser persistente.

El cuarto era pequeño, estaba compuesto por una cama, un espejo frontal, un armario y un baño con los olores que sostiene todo baño, ya sea de motel o de gasolinera. Del techo colgaba una lámpara amarilla y como era de suponer, dado el estado absurdo y poco convencional de esta historia, no había ventanas en la habitación para escapar, en el caso de que me descubrieran, en el caso de que los policías se apostaran alrededor del edificio con sus fusiles y sus altoparlantes.

El motel estaba en silencio. Traté de dormir, acomodé la almohada bajo mi cabeza, pero los ojos de Salvador Fleján se interponían en el sueño y me hacían despertar de un tirón.

Creí, al verlo entrar en la cantina, que me pediría disculpas, que estaba dispuesto a esclarecer la situación y jurar que no lo volvería a hacer. Sin embargo, en una historia truculenta y macarrónica, escenas como esas no son comunes.

Ernesto es un tipo astuto. Esa fue una de las cosas que no tomé en cuenta. Él decidió el lugar:

Hay un bar cerca de la avenida, me dijo, Salvador vendrá en el primer vuelo de Caracas. Debe llegar sobre las ocho de la noche. Espéralo a las diez. A esa hora el bar estará prácticamente vacío.

Sus palabras fueron ciertas, para las diez menos cuarto solo quedaban media docena de borrachos y un barman que movía el dial del radio de un lado para otro. Después de varios intentos atrapó Summertime, limpió algunos vasos de cristal y me dijo que la cerveza estaba caliente, la había acabado de poner en el refrigerador.

La posada mantuvo el silencio durante toda la noche. El lugar se me antojó parecido a los pueblos abandonados en las novelas del boom latinoamericano, donde el tiempo parece no correr y los personajes se sientan en el portal durante las tardes de lluvia, respiran ese aire que tan bueno es para los males respiratorios y de paso para la tristeza, el abatimiento y sin dudas, para el desamparo.

Clavé la vista a las figuras que se dibujaban en el cielo raso de la habitación y en las paredes. Para ser un motel de mala muerte, el empapelado no era de mal gusto. Creo recordar el diseño de algunos elefantes montados por hombres, una selva tupida y un par de tigres, todo sobre un fondo rojo chamuscado por algunos tonos amarillos de un sol naciente y unos arabescos negros en las cuatro puntas de cada cuadro.

Caminé hasta el baño. Me eché un poco de agua en la cara y me miré al espejo. Tenía una barba de tres días. Un verdadero rostro de criminal.

Mi tránsito de víctima a victimario fue apenas reconocible. Bastó que Salvador Fleján colocara su chaqueta de cuero negro, o de algo parecido al cuero negro, sobre la mesa, para darme cuenta de que las cosas comenzarían a ir mal.

Ernesto estuvo de su parte desde el principio, es cierto que tomarlo por el cuello en medio de una clase no fue prudente, pero la rabia es como una rata que se instala en el pecho y te carcome el esternón.

¿De qué otra forma podía explicarle que aquel tipo me había robado?

Regresé al centro del cuarto. Quise fumar. Revisé en los bolsillos de mi camisa. Ya no me quedaban cigarros. Bajé hasta la primera planta. La recepcionista me brindó media cajetilla que alguien había dejado olvidada en la habitación número cuatro. Me dijo que dentro de la posada no se podía fumar.

Salí a la calle. La luna llena había ganado en intensidad, arrojaba su vaho caliente sobre la carretera.

Esto no puede ser casual, le dije a Ernesto, un poco más calmado, en la cafetería de la Facultad de Artes y Letras, ese cuento es idéntico al mío, saqué el libro Los peces del Amazonas, antología que Ernesto había preparado para la Feria del Libro, y le mostré las páginas donde aparecía el cuento de Salvador Fleján, usa mis recursos, mis referencias a Bolaño, a Kenny Rogers, incluso a Leo Dan. Por si fuera poco me copia en el uso de la teleseries como recursos temáticos, se atreve a hablar con desparpajo de Robert Rodríguez, de Tarantino y de Petrocelli (1974-1976), precisé, y además, dije como colofón, usó mi título: “Miniatura salvaje”.

Todo eso puede ser cierto, dijo Ernesto, pero yo no lo podía imaginar. ¿Quiénes han leído tu cuento?

No lo sé. Salió publicado en una revista de provincia, le dije.

Es como si aún permaneciera inédito. Me comunicaré con Salvador. Ya llegaremos a un acuerdo.

Soñé maravillas del dichoso acuerdo. No hay nada mejor para un escritor prácticamente inédito que llegar a un acuerdo con un escritor extranjero. Sobre todo si el escritor inédito es joven, inexperto. Sobre todo si le han robado un cuento.

Fumé tres cigarros, uno detrás del otro. Luego regresé a la posada. Me senté en el sofá de la recepción, o de lo que simulaba una recepción. Hojeé uno de los plegables sobre el balneario Costa Azul. Sin dudas las imágenes eran atractivas. A la orilla del mar varias muchachas leían unos gruesos volúmenes. El viento despeinaba los cocoteros y en el lobby del hotel una pareja joven se deleitaba con una copa de helado de chocolate, apuntalada por sombrillitas de papel y virutas de harina dulce.

Creí que el balneario sería un lugar perfecto para esconderme. Le dije a la recepcionista que me marcharía de inmediato. Subí por mis cosas. Sentí la frialdad del cuchillo en el pantalón.

Llevarlo al encuentro fue algo casual, incluso no creí que lo usaría. Generalmente los escritores se entienden mediante la palabra.

Cuando el tipo soltó su chaqueta de cuero negro, o de algo parecido al cuero negro, y pude ver los destellos del metal atado a su cintura, saqué mi único medio de defensa.

Me planté en el suelo y extendí los brazos como haría un gaucho cuchillero. Dimos un par de vueltas por el salón. Los borrachos separaron las mesas, lanzaron chiflidos y apostaron botellas. El barman se mantuvo impasible. Todo parece indicar que estaba acostumbrado a escenas similares

Con el orgullo de un escritor no se juega, pensé mientras movía la cuchilla de una mano a la otra. Ernesto trató de huir, pero la puerta del bar se había cerrado a cal y canto. Un par de borrachos la custodiaban. El sitio, como es de suponer en esta historia absurda y poco convencional, no tenía ventanas.

Erré los primeros golpes.

Salvador intentó subirse en una mesa, tomar ventaja.

La madera crujió, el hombre cayó al suelo y en medio de la confusión, casi sin darme cuenta, le clavé la hoja de metal en el estómago.

Luego tomé el auto y conduje por la carretera sin rumbo fijo.

La recepcionista me pidió que firmara el libro de huéspedes, dijo que el balneario quedaba a cincuenta kilómetros en línea recta por la autopista, que en temporada baja tenía muchas habitaciones disponibles y colocó la llave tras el mostrador justo cuando los policías cruzaban la puerta.

Yo había ido hasta el baño de la planta baja. Lo primero que hice antes de orinar, fue asegurarme de que la ventana sobre el inodoro estuviera abierta y fuera lo suficientemente grande como para que mi cuerpo cupiera a través de ella.

Detrás había un patio, cuatro patrullas cruzadas, una veintena de policías y un bosque de pinos, adornado por el vaho caliente de la luna llena.

Yonnier Torres. Placetas, 1981. Sociólogo y narrador.

Egresado del XI Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Tiene en proceso de edición los libros de cuentos Delicados procesos (Premio Luis Rogelio Nogueras de Ciencia Ficción, por Editorial Extramuros); Elementos comunes (Premio Félix Pita Rodríguez de Narrativa, por Editorial Unicornio); Esto funciona como una caja cerrada (Premio Calendario 2011, por Casa Editora Abril); y la novela Clavar los ojos al cielo (Premio de Novela Fernandina de Jagua 2011, por Editorial Mecenas).