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Historia de la muerte de prisa

por William Holbrook Beard

Es una historia donde la muerte lenta se vuelve de prisa, se vuelve en primera instancia hacia ella y contra ella; porque la muerte lleva muerte a todo y a todos (incluyéndose ella misma). Esta manera de morir, tan repentina,  tuvo otras implicaciones. La gente siempre perdió la vida con bastante agilidad y que muriera la muerte sí era un dilema. Nadie mataría, nadie moriría. Tan de prisa fue la muerte de la muerte que dejó detenidos a los vivos.

Y esa congelación estaba a la vista en las ciudades, en los subterráneos y los campos, donde los niños moribundos no sanaban ni enfermaban y seguían en una media vida. Buscarle una explicación a la historia de la muerte de prisa, hacer que alguien contara su devenir, clasificó entre esas cosas tan imposibles como el retorno desde la propia muerte. Con aquel fenómeno tan de prisa todo acontecía como un reguilete congelado.

Vi a uno de esos moribundos caminar la acera con cara de vivo y su espanto aún era de trance. Llamaba a la muerte por su nombre, vociferó en mi rostro durante el trayecto en el metro, se bajó los pantalones para enseñar las escaras de su culo pútrido. Casi no respiraba, ni amaba. Todos los elementos de la no-vida, pero aún palpitantes de oxígeno.

En el cielo, un cometa que se hizo visible durante la muerte de la muerte, quedó como paralizado. No estaba muerto, no, simplemente su aparente vida era tan eterna que decidió tomarse las cosas con calma. Podía vérsele al cometa de día y de noche en una esquina del cielo, con su cola cada vez más larga y detenida.

Alguien presentó una supuesta tesis del porqué de la muerte de prisa. Al morir la muerte, todo era vida, pero la vida se define sólo a través de su opuesto. Ya tampoco podía hablarse entonces de estar vivos. De forma que estábamos detenidos en una modalidad menos cómoda de perder la vida. Mientras más tiempo transcurría, más caíamos en la no-vida. Y decir no-vida tampoco equivale a morir, sino a la entrada en un estamento cuya definición habría que buscar.

Ese alguien jamás reveló su identidad, luego otros revelaron que nunca existió tal fuente. Al final la teoría devino en hipótesis y en suposición y en rumor y en chisme. Sólo unos pocos creyeron para contentarse con una muerte ausente.

En el caso de muchos, nos fuimos a vagar por las ciudades. Atravesamos fronteras abiertas donde los guardias de mil años de edad tenían rostros de niños del servicio militar. Dijimos un millón de veces las mismas frases en los mismos sitios, circunvalando la Tierra hasta roerla y dejarla llena de surcos en los mares y los llanos. En las montañas vimos caer eternamente la misma manzana, sin que esta tocara jamás el suelo. Había sitios donde la lluvia quedó a una altura por encima del desierto, como aguantada por un gigante invisible, sin mojarnos a los caminantes.

Etapas hubo en que andábamos entre estatuas no-vivas de personas que sin alcanzar la muerte, fueron sorprendidas en el acto de morir. Aquellos espectáculos eran dignos de ferias, pero las ferias tampoco atraían a nadie, porque nada nos extrañaba. En una eternidad se conoce todo, desde la mujer barbada hasta el murciélago que habla. La no-vida mataba la curiosidad del hombre, le llenaba la cabeza de recuerdos, conocimientos, sentimientos, juicios, uniones carnales, apetitos del vientre. Las ferias siguieron, pero enfermas de no-vida, lugares adonde íbamos como museos para contemplar los restos de nuestro antiguo extrañamiento. Nos maravillaba acordarnos de cuánto desconcertaba antiguamente aquel malabarista, o las argucias de un mago cuyo número sobre la muerte era a la par llamativo y frustrante, pues sólo mostraba la no-vida.

A veces, en el trayecto ya fuese desde Nueva York hasta Ontario o a través de los Grandes Lagos, alguno de nosotros se convertía en estatua no-viva. Lo dejábamos a la vera, ahí parado, como si su prolongamiento móvil tras la muerte de la muerte constituyese un error ya corregido.

Los hombres jamás vivieron un enjambre de vida tal, un hartazgo que repugnaba de placer y de ascetismo porque el tiempo sobró para ir de uno a otro estilo de existencia. Cuando era demasiada el hambre, digamos una abstinencia de cuarenta años, pues nos metíamos de cabeza en la comida otros sesenta hasta que en vez de caminar rodábamos.

Se iba de los hombres-hambre al hambre-hombre o sea de la inanición al canibalismo entre  grupos. Adicciones por la carne propia que se debían no a la falta de dicho producto, sino al regusto por comer para llenar la eternidad de la no-vida. Era una muerte bien incómoda aquella muerte sin muerte, tanto que por diferentes vías buscamos paliativos.

Nunca supe cuándo, pero empezamos a notar en los demás viandantes el mismo plan. No importaba quién ideó aquello, sino su implementación rápida y masiva. La forma de combatir la no-vida estaba quizás en ignorarla, en mantener los mismos ciclos de la vida y la muerte antiguas sin importarnos la ocurrencia o no de una vida o una muerte reales. Físicamente nadie fallecía, pero legal, cultural y socialmente se establecieron pautas. Cada cierto número de años, digamos setenta y cinco en los hombres y setenta y seis en las mujeres (el tiempo sí transcurría imperturbable) las personas simulaban morir. Los familiares armaban el tinglado del supuesto funeral con capilla y todo, el entierro, las flores, la despedida discursiva y las lágrimas con vestidos negros. Luego se sacaba al falso cadáver de la tumba para llevarlo al hospital junto a su madre, y  procedía el simulacro del nacimiento. Hasta que transcurrieran otros setenta y cinco o setenta y seis años más.

Yo nací y morí doscientas veces. El número de decesos y alumbramientos se alojaba en un carné que todos presentábamos a las autoridades. Así se mantuvieron las costumbres familiares y el recuerdo del dolor por la pérdida de este mundo. Pero como simulacro la cosa comenzó a aburrir. Y estuve entre los primeros en rechazar aquel espectáculo de feria donde éramos todos los trapecistas y los magos de un número consabido, de un espejismo de vida y de muerte.

Las risas del nacimiento y los llantos de la tumba se transformaban en alaridos igual de horribles, y las estatuas no-vivas no participaban del juego. Ellas estaban allí, a la vera, paradas en el gesto de coger una flor o decir una mala palabra. Los habitantes de este mundo, que la muerte de la muerte sorprendió en medio de la muerte para dejarlos en ese halo de indefinición. Esas estatuas eran un símbolo de la muerte real ya perdida, eterna, ellas encarnaban el Recuerdo. Mecanismo del carné y los nacimientos y las muertes, rellenos de la no-vida.

El Recuerdo dolía, no llenaba, vaciaba. Huimos del Recuerdo unos pocos caminantes, nos alejamos de aquella feria que era el mundo. Fuimos hacia los montes al resguardo de las ruinas de las metrópolis. Allí practicamos el olvido, asumimos que vida y muerte siempre fueron espejos contrapuestos más que espejismos. Renunciamos a experimentarlas, así fuese de mentiritas. Nos atuvimos al olvido de todo y de todos.

Empresa imposible esta de borrar memorísticamente aquellas vida y muerte físicas, pero camino único para la renuncia al ritual de las costumbres. De modo que ya olvidamos algunas cuestiones formales, por ejemplo hace unos veinte años sabíamos las oraciones a los difuntos y la canción de cumpleaños. Pero con esfuerzo eliminamos esos vestigios. Nuestra empresa contaba con dos oponentes: el resto del mundo que vivía en el tinglado y las estatuas de la no-vida. Aquellos rellenos nos recordaban que el olvido era tan imposible como el recuerdo en un mundo donde la muerte se fue de prisa y para siempre, dejándonos solos.

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