Policial

Hierve la sangre

Hierve la sangre

“Qué hermosa”, piensa, con los ojos henchidos por los destellos de plata, sus dedos acariciando la curva de luna mahometana. Delgada en el nacimiento junto a los gavilanes en forma de S y ensanchándose en el recodo hacia la punta. Hoja de unos cuarenta centímetros, calcula a golpe de vista; la mitad de largo que sus hermanos mayores, debe ser un alfanje del tipo empleado en abordajes, adivina. Y sólo así, dejándose hechizar por lo singular del objeto en que se materializó la sorpresa anunciada, procura que se desinfle la irritación precedente. Ausculta los bordes de la iracunda arma morisca y la descubre tajante por un solo costado, hasta su terminación en un triángulo; este sí afilado en el vértice y los dos cantos… ¿Detalles, no? Buscas detalles…. Presumo que tú eres el mismo que publicó aquel artículo en una revista. Recuerdo el título: “Novelista asesina a su esposa porque no lo dejaba escribir”… Es cierto, que eso fue lo que confesé a la policía… pero puesto de esa manera, parece totalmente irracional, absurdo, hasta para mí. ¿Quieres oír la historia completa? O te conformas con que yo, para justificarme, te salga con un par de citas ingeniosas, de las que el público espera de todo escritor. Por ejemplo, esta de Oscar Wilde: “Las mujeres nos inspiran a hacer las mas grandes obras, pero son ellas mismas quienes nos impiden hacerlas”… “Hermosa… ¡La espada de Mahoma!”, se dice. Y para completar el conjuro que pueda tragarse los restos de fastidio, hace inventario: “Un astrolabio, el modelo de navío español del siglo XVI, una pistola de chispa, el mapa con la Ruta de los Galeones, el macahuitl de los aztecas…” Ella cumple su palabra de propiciarle una ambientación de época en el estudio y a él debiera bastarle ese argumento para olvidar el pecado de intromisión y los minutos interminables fuera de su rincón de trabajo, forzado a esperar en el dormitorio, mientras ella pretexta que algo tiene que hacer en la habitación de arriba, algo que no puede decirle, una sorpresa es una sorpresa… Parece que a ti sólo te interesa que yo reviva la escena macabra. Es verdad que entonces dije que “me hervía la sangre y la maté”, pero eso no es suficiente, no, somos seres complejos, lo sabes, y cada acto de un hombre resume su existencia total. Sólo te pido un poco de paciencia, no demasiada, que no voy arrancar en la infancia como si esto fuera un psicoanálisis… Yo me figuro que antes de venir hasta la prisión para entrevistarme, al menos te hayas leído La palmera domesticada, la novela con que gané el Premio Carpentier. ¿Sí? Pues desde ahí partiremos… Él aguarda, cónyuge domado, la autorización para retomar su faena. Contempla revuelto el espacio de ella, indemne el suyo; y elucubra que ha dejado así la cama adrede, como queriendo restregarle la noche, otra noche más, en que no acudió al lecho y prefirió pernoctar con los fantasmas de la novela, el proyecto irresuelto, interminable… Ya conoces la historia de mi libro. Nada original, como suele ser la norma en las novelas infalibles, apenas la variación de un drama de todos los tiempos: un matrimonio y el contraste entre su cara pública y el ámbito privado. De trasfondo: la realidad de hoy, donde las dobleces y las lacras internas conviene enmascararlas tras adhesiones políticamente correctas y el lustre que aportan los cargos prominentes. Los protagonistas: el marido, diseñado a sí mismo para promover la imagen del tipo cabal, responsable ante la profesión y el entorno social, pero que es un tirano en la vida del hogar. Y su mujer, que es la víctima insospechada; a la que poda constantemente las aspiraciones de crecimiento individual, a la cual arrancó de su tronco familiar y encima le cercena la ilusión de parir las ramas de posibles descendencias. A la que ha dejado convertida en muñeca hermosa para ostentar en citas mundanas… Como la palmera africana, exacto, regada con celo y bellamente recortada para que no desborde la maceta, por una esposa que no se ha dado cuenta de que su obsesión con el árbol miniaturizado es la venganza desplazada de su objeto verdadero, una desviación inconsciente de sus frustraciones y de su rabia íntima… El episodio sexual en el clímax de la novela, cuando luego de sodomizaciones forzadas y otras vejaciones nocturnas, la mujer bonsái es aporreada por el marido hasta obligarla a encamarse con él y un desconocido, representa la vejación extrema, el evento que hará inflamar las venas hasta el punto de ebullición. Y aunque yo preferí narrar el desenlace desde una perspectiva onírica, de todos modos se admite la interpretación de que al descubrirse ella toda ensangrentada, con las tijeras de jardinería en mano, es porque haya producido un pasaje al acto, la reconstrucción en la realidad de la escena de mutilación que entreveía en sus pesadillas… Pega mandobles al aire, inundado de excitación, con el rostro contraído como villano de película. “Hermosa”, repite, completamente rendido a la seducción de la espada. Sospecha que ambos, el alfanje y él, recuerdan su primitiva naturaleza y gozan el acople perfecto, con los surcos del mango acanalado amoldándose a la carne de la mano. Al examinar el agarre es que se percata de la cabeza de negro, esculpida en el pomo de prieto bronce. El enigma sobre el pasado incognoscible de la espada revierte la batalla desde los mandos activos de su cuerpo hacia el campo frío del pensamiento. “¿Fuiste prenda de un berebere con oficio de negrero? ¿O te hizo forjar el esclavo que reviró la suerte y pretendía inmortalizar su ejemplo de espíritu irredento?”… Disculpa que me haya desviado; mi intención no era la recitación de la novela, sino aludir a mi situación personal en el período que la escribí. En aquella época yo era gerente de Recursos Humanos en una empresa importante y la gente me creía afortunado. Falsa apariencia. En mis adentros gemía un fracasado, porque mi ilusión secreta era dedicarme a la literatura, y en cambio el tiempo pasaba, y mis esbozos de cuentos y novelas dormían en los márgenes de la agenda que portaba en las reuniones. Por eso, justo el día en que cumplí los treinta años y aún sabiendo cuánto ponía en riesgo, me dije: “Mi reino por una novela”… “¡El acero del pirata!”, se ilumina. Cinco siglos adelante, a través de un hueco negro de la Historia, viajó aquella pincelada perentoria en el dibujo de su personaje. Sobre cubierta el capitán de piel parda, con el puño asido al alfanje que reposa en la cintura, desconfiado todavía, aunque en la mar negrísima no resplandezca el fanal del enemigo. Acodado a la banda de estribor, el lobo de mar congratula al cielo por su luna creciente, esa zanjita tímida al despachar claridad, arqueada y estrecha como la silueta de su sable, y aliada súbita de Lucifer, el temible bergantín. Diego Grillo siente orgullo de su bajel de dos palos, el más lóbrego y siniestro, al que tiñó con alquitrán en toda la tablazón y el trapo para que, en noches como esta, un espectro invisible surcara los mares… Quise arrancar con mi proyecto más querido y antiguo: una novela basada en Diego Grillo, un personaje real, el primer pirata cubano, quien fue mulato, hijo de esclava africana y colonizador español. Pero ese empeño requería que me consagrase a la investigación histórica y necesitaba el apoyo, la comprensión, que no encontré en Palmira, mi primera esposa. Yo creía que mi decisión le traería alivio al eliminarse el motivo de sus quejas más frecuentes; sin embargo, mi mayor permanencia en el hogar no compensaba para ella el descalabro que sufría la economía familiar. Le rogué paciencia, pero Palmira enarboló a favor de su desacuerdo el tic tac biológico. Al cabo, tras cinco años de vida en común, el cada cual a lo suyo era la única solución: ella a procrear su hijo, yo a parir mi novela. El impacto de la soledad, agobiante en los primeros días, poco a poco se convirtió en bálsamo, y si bien no continué con la historia de piratas, enseguida me surgió en la mente una trama nueva. Escribí en cinco meses La palmera domesticada, y el envío a la convocatoria del Premio Carpentier fue un atrevimiento que, inesperadamente, resultó. Al lanzamiento del libro asistí internamente dividido todavía entre el júbilo y la incredulidad. Estaba nervioso a la hora de las firmas, garabateando cualquier nadería, hasta que llegó el turno del hada bienhechora, aquella muchacha de blusa blanca y ancha como gavia de fragata. Me dijo su nombre y encabecé la dedicatoria: “Hermosa Cleo”… Despunta el alba y el bucanero tuerce la derrota hacia Campeche, a toda vela y con el viento asistiéndole a barlovento, sabiendo que a su merced tercia la sorpresa y el que la plaza extrañará a sus defensores más avezados; esos que ahora, desconcertados, andan rebuscando a Lucifer por la plena gigantez del Golfo. Un exultante Diego Grillo agita a la horda de curtidos saqueadores. Pero no es el oro y la plata de Nueva España lo que agranda su ánimo, sino la hermosa Isabel, por fin al alcance de su sed, separada de su amuleto, el capitán Monasterio. “¿Puedo pasar?”, y entra sin esperar la anuencia. “En la sala está Santiago, tu amigo español. Dice que vino a saludarte. ¿Le digo que ya vas a bajar?”, indaga la consorte y el pirata enamorado habrá de aplazar su entrada a puerto… Me expuso que ella también escribía, aunque su piel de nieve y los ojos verde mar ya eran señuelos suficientes. Es innegable que había en Cleo verdadero potencial y no por l’amour fou alabé yo sus cuentos; pero lo que consumó en propiedad mi encantamiento, lo que me hizo repugnar súbitamente la soledad en que no había encontrado mala compañía, fue su simpatía con el cauce supremo de mi vida y el arresto con que planteó el designio de sujetar sus ímpetus de escritora para ofrecerse a sustentar los míos. Apenas con aseverar que adoraba mi boceto de la novela de piratas, consiguió que yo rubricara risueño la alianza. De aquel prólogo como de ilusión hollywoodense sólo conservo una reminiscencia de mala espina: La imagen de un despertar de luna de miel, con la hermosa Cleo narrándome el sueño suyo, en el que una feliz pareja recorre el museo llevando de la mano a Dieguito, nuestro hijo… Se demora en bajar. Preferiría quedarse en la cofradía de los Hermanos de la Costa y evocar juntos la contienda en alta mar del día en que el espadón del Caballero de Calatrava inauguró el pugilato contra el acero del renegado. “Santiago…”, recuerda y se sonríe. Lo había conocido hace un par de años en la Universidad de La Habana, cuando asistió a las conferencias del reputado arqueólogo. Él se acercó al perito con la intención de conquistarlo para que le franqueara el acceso a los fondos documentales del Museo de Historia de Madrid. Mas el interés profesional devino a la postre en camaradería auténtica, o así llegaría a creerlo él; y hoy no falla que en las frecuentes viajes de trabajo a la isla, el español saque tiempo para al menos una visita a la casa del escritor. Lástima que la amable cosecha de la amistad haya comenzado a malograrse por culpa del gusano de la sospecha: “¡Santiago!”, repite con acento de revelación y se dispara escalera abajo. La daga mora desciende consigo, colgándole del puño apretado… Atrapa esta otra cita de Wilde: “Si usted quiere saber lo que una mujer dice realmente, mírela, no la escuche”… Luego de esos primeros meses en que las horas enteras fueron devoradas por los espejismos del deseo o la tempestad del amor, cuando el reloj perezoso de la vida cotidiana, el que impone su ley de mesura y vista adelante, empezó a marcar el paso, yo quise empeñarme a tiempo completo en la escritura de la novela. Entonces Cleo me sacó la coartada de la pareja para arrastrarme hacia otras prioridades, como atajar el deterioro de la casa que ahora habitábamos en común, y tuve que enrolarme en una plaza de editor y además tributar cientos de horas extra a faenas de traducción… ¡Hasta que me harté, y con el palacio todavía a medio terminar, monté la rebelión, declarándole al hada falsa que ni portaba ella vara mágica ni era yo el magnífico Aladino asegurado por el djin de la lámpara!… “¿Este alfanje no es el original, eh?”. La pregunta, caída inmediatamente después de un frío saludo, toma a Santiago desprevenido. El experto pide tenerlo en sus manos, como si precisase hacerle el examen. “Vamos, que esto llegó aquí por ti…”, indica él y detecta el miramiento de los cómplices. Cuando Santiago encara al amigo transformado en inquisidor, no logra evitar que a su sonrisa de gentil se arrime el fastidio. Y ella suelta un “¡¿Y ya tú te habías dado cuenta?!”, que dispersa en la atmósfera el equívoco perfume de la candidez mal simulada. Lo huele enseguida el que, por viejo y diablo, se sabe el truco de mover la conversación hacia el renglón de la curiosidad ilustrada para templar la tirantez en ambientes de intelectuales: “Es una réplica excelente. La traje como parte de un lote que mi museo va a donar a la Oficina del Historiador de La Habana… ¿No te gustó el regalo?”. Pero el escritor resucita el tono de fiscal: “¿También la espada azteca es falsa, no?”; y el español asiente, ya con cara de enterado de que el otro no va a dejarse embaucar. Ella está mirando muy seria: ¿Qué hay detrás de aquellos ojos verdes? ¿Chasco… desilusión… contrariedad… cautela…? Él encubre sus apetencias de averiguarlo: “Tengo que dejarlos… Ya saben cómo es el asunto cuando uno está inspirado… Gracias por tu… tus regalos Santiago”… Cleo pareció ceder, comprimida por el peso de la realidad y de mis razones. Incluso se comprometió a implantarme un decorado de época en lo que renombró como “gabinete de escritura”. De modo que en el cuarto construido a medias, donde nuestro Dieguito dormiría en el mañana, establecí lo que debió ser mi coto privado, la guarida de la que sólo saldría el día en que hubiera concluido mi gran novela, esa que nos serviría el maná en un futuro. Pero lo que de veras acaeció después, el recuento total hasta la fecha a la que tú quisieras que yo acabara de llegar, sería interminable y tedioso, repleto de aparentes nimiedades, las goticas insidiosas del día a día. Que si los deberes de marido, que si las tareas del hombre de la casa, y las frecuentes interrupciones para poner orden en el “gabinete”: las mil y una menudencias amargas que un día, un día cualquiera te hacen estallar… Sólo la gente como tú, los que no han liquidado a persona alguna, puede juzgar que matar es un acto excepcional. Te invito a indagar una estadística: ¿Hay en el mundo más escritores que asesinos? Matar, te lo aseguro, no es más difícil que escribir una novela… Escribir para no pensar en… Eso… Se salta episodios, ya los escribirá más adelante; la catarsis lo implanta en el fragor del combate librado en los callejones de la villa, su jactancia de pendenciero diestro incitándolo a toparse con un rival a su altura. Preferiría que se entrometiera delante el mismísimo Santiago Monasterio, aunque esa oportunidad ya no puede darse porque el filibustero optó por dejar al padre de Isabel descarriado en el ancho mar, evitando que su alfanje arrancase de un solo tajo los dos corazones fundidos por el cordón de sangre. Divisan los ojos de azor marinero, en el centro del tropel, a un bajito y corajudo que derribó a tres de los salteadores con la saña de un macauitl. Diego Grillo saca celeridad de su sangre hirviente y aparta a empujones a otros posibles gladiadores. No es la furia desnuda de la pelea, ni el ansia de venganza por la pérdida de los suyos, lo que hace al mulato arrollar hasta el encontronazo con el montante de los Guerreros Águila, sino el color de mestizo, el semblante de una raza turbia como él. Enervado por el malinchismo del indiano que rinde la espada del abuelo azteca al mandato del Rey Católico, alza el infiel su daga hostil a Castilla, esquiva los filos de obsidiana y atina a traspasar con el hierro la madera quebradiza del arma contrincante. El traidor no se queja a pesar de la frente rajada; hinca las rodillas en la tierra mexica y se extingue en silencio, adherido a su sombra de indio. Un grito. Aguza los oídos. Otro grito, y entiende su nombre. Ya va descendiendo cuando se percata que blande todavía el acero del pirata… “Ella se murió. Después sí me entró rencor en contra de ella por eso, por haberse muerto”. ¿Esto te dice algo? Es del cuento Cleotilde de Juan Rulfo. A continuación, el mexicano escribió: “Ahora ella me persigue. Ahí está su sombra, arriba de mi cabeza”. Lo mismo que me ha pasado a mi… Yo creí que recuperar la soledad me traería consuelo; y no fue así, desde que el espíritu de Cleo se posó en el techo de mi celda para estorbarme el sosiego. Sólo me ha salvado la providencia del escritor, la capacidad de suplantar los espectros de la realidad con personajes de fantasía. Ante las apariciones de Cleo yo me enfocaba en los vericuetos de la novela, retomando mi hábito de escribirla en las agendas, usando las de los años idos… Y los domingos, aprovechando las visitas de mi amigo Alejandro, la iba transcribiendo en su laptop. Hasta ahora, en que ya está concluida y le he puesto de título El clamor de la sangre… ¿De verdad vas a publicar esta conversación en la revista? ¿Tú crees que eso pueda ayudar a que la Unión de Escritores se solidarice conmigo y publique la novela?… Claro, qué vas a saber tú… Sí, está bien, ya vamos a Eso, a lo que pasó aquel miércoles… Mira de refilón hacia la sala: Santiago sigue ahí, repantigado cómodamente en el sofá recién tapizado con vinilo rojo; y él continúa hacia la cocina con andares de rufián sigiloso. “Invité a tu amigo a comer”, dice ella sin volverse, ocupada en lavar las verduras. “Tu amigo”, replica él para sus adentros, doblemente fastidiado con ella: porque adivinó su arribo y por el énfasis apostado en su expresión. Atrás viene la demanda: “Puse a descongelar el pedazo de carne que nos quedaba. Hace falta que me lo piques en trocitos”. “Carne”, piensa él, con la imagen de una vaca desollada y sin cabeza adhiriéndosele a una sentencia que no puede determinar si está llegándole desde la imaginación o desde la memoria: “Yo sé que todo lo que uno mata, mientras uno siga vivo, sigue viviendo”. ¿Proviene de un libro leído o acaso de páginas que él escribirá? Lo acomete un temblor de adentro, que afuera apenas se hace perceptible en la inquietud de la mano que sobrelleva el alfanje. “Hermosa”, hace una loa sin voz a la dama de espaldas. Sabe él que nació estropeado el intento por la inabordable lejanía de la mirada verde mar y barrunta que ya no alcanzará a corregir la erupción… Prospera el estallido de la sangre; sigue ampliándose hasta salpicarle los dedos. Esos que no podrán resistirse al frenesí de la cuchilla atroz. Náufrago a la deriva, el otrora terror de los mares lanza el alfanje sobre la blanca y ancha tela. Como para atraer hacia sí la nostalgia de una hermosa singladura, pincha una vez, penetra… Sustentando el trozo que perpetuará el recuerdo de la nave en boga, pincha de nuevo, y pincha. Hasta que en sus brazos cae el velacho de fragata.

Rafael Grillo. (La Habana, 1970). Escritor y periodista.

Rafael Grillo (La Habana, 1970): Escritor y periodista. Jefe de Redacción de la revista El Caimán Barbudo y fundador de la web literaria Isliada. Licenciado en Psicología y Diplomado en Periodismo. Imparte cursos de técnicas narrativas en la Universidad de La Habana y otras instituciones. Ha publicado las novelas Historias del Abecedario y Asesinos ilustrados (Premio Luis Rogelio Nogueras 2009), los libros de ensayo Ecos en el laberinto y La revancha de Sísifo y el volumen de crónicas Las armas y el oficio (Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2008). Incluido en numerosas antologías; las más recientes: El silencio de los cristales. Cuentos sobre la emigración cubana; Tres toques mágicos. Antología de la minificción cubana y Island in the Ligth / Isla en la luz (bilingüe, publicado por The Jorge Pérez Foundation, Miami). Como antologador participó en L@s nuev@s caníbales. Antología del microcuento del Caribe Hispano (2015) y es el responsable de la “Trilogía de las Islas” conformada por Isla en negro. Historias de crimen y enigma (2014); Isla en rojo. Historias cubanas de vampiros y otras criaturas letales (2016); Isla en rosa. Historias cubanas del amor y sus desdichas (2016). En 2018 recibió con Isla en rojo el Premio del Lector, que se entrega a los libros más leídos del año. En 2020 participó en la novela colectiva Mirar, sufrir, gozar… La Habana y vio la luz su volumen de relatos Revolicuento.com.