Hemingway y yo (según Leonardo Padura)
Toda obra menor tiene un autor secreto y todo autor secreto es, por definición, un escritor de obras maestras.
Roberto Bolaño, 2666.
Los asesinos, cuento de Ernest Hemingway de 1926, tiene para la novela negra norteamericana el mismo papel fundador que el relato de Edgar A. Poe de 1841, Los crímenes de la calle Morgue, para la novela de enigma. O al menos eso asegura el argentino Ricardo Piglia en su ensayo “Lo negro del policiaco”.1
Un célebre compatriota del autor de Plata quemada, Jorge Luis Borges, era obstinado defensor del clásico policial de corte inglés pero porfiaba en que “el género policiaco ha decaído mucho en Estados Unidos” con la novela “realista, de violencia”2. Y, sin embargo, hizo —no sabemos si consciente de ello o no— una suerte de remake, o de versión libre y muy personal, de aquel Los asesinos, cambiando el eje central desde los sicarios hacia la víctima presunta, en una historia titulada La espera y que fue incluida en el volumen El Aleph, de 1949.
Con precedentes tales no resulta arduo deducir por qué, después de parir al policía Mario Conde y consagrarse como autor del género negro con el ciclo Las Cuatro Estaciones, y ante el apremio de unos editores brasileños que lo incitaban a escribir por encargo, para la serie “Literatura o Muerte”3, una novela negra con un autor famoso en el foco de la historia, eligió Leonardo Padura al hombrón barbado y de tez colorada, al “Papa” Hemingway.
Aunque, también es posible deliberar que Padura no tuvo en cuenta —al menos no de manera consciente— un motivo tan sofisticado como el lugar posible del escritor de Los asesinos en la genealogía del policial; y entonces tomar al pie de la letra su “Nota del Autor” para Adiós Hemingway , donde dice que el norteamericano “de inmediato vino a mi mente, con quien he tenido por años una encarnizada relación de amor-odio” y “al buscar el modo de enfrentar mi dilema personal con el autor de Fiesta, no se me ocurrió nada mejor que pasarle mis obsesiones al Conde —como había hecho tantas otras veces—, y convertirlo en el protagonista de la historia”.4
¿Acaso cuando todavía rumiaba sueños de futuro escritor imitó Leonardo Padura el estilo de La breve vida feliz de Francis Macomber, antes incluso de preferir a Salinger e intentar sacarse de adentro cuentos “escuálidos”? Que fuera Hemingway un autor de influencia temprana, en sus impublicables textos de aprendiz, es una hipótesis del todo reforzada por la circunstancia de que, en medio de la novela, el ya ex policía, ahora (en el tiempo de la ficción) vendedor de libros y aún utópico escritor, Mario Conde lee creaciones suyas contaminadas por el espíritu del Santa Claus de Cojímar; y como el mismo Padura lo ha reconocido en una entrevista: “Mario Conde no es mi alter ego, pero es mi confesor: solo que el tipo no respeta los secretos y los revela.”5
Sobre esta elección del autor de Pasado perfecto podrían hacerse otras muchas conjeturas… ¿Escogió a Hemingway porque ciertamente tuvo la oportunidad de conocerlo en persona, una vez en su infancia, en un paseo a Cojímar al lado de su abuelo? (un recuerdo verdadero que sería transferido a su personaje Mario Conde en la novela, o acaso una de esas invenciones míticas, de esas trampas a las que es tan dada la memoria individual)…
O, simplemente, porque la Finca Vigía, hoy Casa Museo, donde el norteamericano pasó muchos y de los más productivos años de su vida, está ubicada bastante próxima a la locación habanera de Mantilla, el hábitat de siempre de Padura, lo cual le hacía cómodo el proceso de ambientación y de investigación documental necesaria para concebir su novela…
Quizás porque el hombre que criaba 57 gatos contabilizados en una torre aledaña a la vivienda, también amaba a los perros casi tanto como el autor de la novela sobre León Trostki… O porque para alguien iniciado en las letras con una carrera que nació en el periodismo, primero en las páginas de la revista El Caimán Barbudo y después en el diario Juventud Rebelde, tenía que ser referente ese hombre que llegó hasta el Premio Nobel de Literatura, pero que comenzó como reportero del Kansas City Star, fue luego corresponsal del Toronto Star, y obtuvo los primeros reconocimientos por reportajes escritos al pie de la Guerra Civil Española…
O tal vez porque a Leonardo Padura, estudioso de un Alejo Carpentier a quién ha dedicado extensos ensayos, le preocupa tanto como al autor de El Siglo de las Luces el lugar del individuo en (y frente) a la Historia; y por ende, debía intrigarle la personalidad ambigua de alguien que se entregó en cuerpo y alma a frívolas cacerías en África y corridas de toros; pero que a la vez persiguió a submarinos nazis por el Caribe, se buscó con su rebeldía la animadversión de John E. Hoover y un abultado expediente en el FBI, y hasta se negó a viajar a Estocolmo cuando el Nobel…
Pero alguien verdaderamente suspicaz estará convencido de dos razones mayores que pudieron asistir al escritor de La novela de mi vida para su decisión de escoger al novelista de Adiós a las armas… Ambas se hacen evidentes en un pasaje colocado por Padura en el corazón mismo de Adiós Hemingway, en un diálogo entre el Papa Ernesto y Calixto Montenegro, “ex contrabandista de alcohol, homicida cumplido y empleado de la Finca Vigía entre 1946 y octubre de 1958”. Este encuentro entre el patrón y el protegido que le responde con lealtad extrema, tiene lugar apenas momentos antes de producirse el acontecimiento dramático que desencadena el conflicto (y la intriga) fundamental de la novela: la muerte de un agente del FBI en los predios de Finca Vigía.
Cito un primer fragmento de esa conversación:
“—¿Qué tú piensas de mí, Calixto?
El hombre lo miró un instante.
—No te entiendo, Ernesto.
—¿Yo soy un americano prepotente?
—¿Quién dijo esa barbaridad?
Le indignaba que lo hubieran acusado de vivir en Cuba porque resultaba más barato y porque él era como todos los americanos, superficiales y prepotentes, que iban por el mundo comprando con sus dólares lo que estuviera en venta. Pero las últimas cuentas sacadas por Miss Mary demostraban cómo había gastado en la isla casi un millón de dólares en unos veinte años, y él sabía que buena parte de aquel dinero se había ido en pagarle a los treinta y dos cubanos que dependían de él para vivir. En más de una ocasión, para joder a los insidiosos, declaró a la prensa que se sentía como un cubano, que en verdad él era un cubano más, un cubano sato, dijo, tan sato como Black Dog y sus otros perros, y remató su juego cuando decidió entregarle a la Virgen de la Candad del Cobre su medalla de Premio Nobel: ella era la patrona de Cuba y de los pescadores de Cojímar, y nadie mejor para conservar una medalla que tanto le debía a unos hombres simples pero capaces de regalarle la historia de un pescador que llevaba ochenta y cuatro días luchando en la corriente del Golfo sin capturar un pez, porque estaba definitiva y rematadamente salao.
Aunque en verdad hubiera preferido vivir en España, más cerca del vino, de los toros y de los arroyos poblados de truchas, pero el fin nefasto de la Guerra Civil lo había lanzado a la isla, porque sí de algo estaba seguro era de que no quería vivir ni bajo una dictadura católico-fascista ni en su propio país, dominado por un conservadurismo cuasi fascista. Cuba resultó una alternativa satisfactoria y le agradecía a la isla haber escrito allí varios de sus libros, y haberle dado historias y personajes para ellos. Pero nada más: el resto era una convención, una transacción, y le molestaba ahora, sólo ahora, haber dicho bajo la euforia de los tragos mentiras tales como que se sentía cubano o que era cubano.
—¿Sabes lo que más lamento?
—¿Qué cosa?
—Llevar tantos años viviendo en Cuba y no haberme enamorado nunca de una cubana.
—No sabes lo que te has perdido —dijo Calixto, categórico y sonrió—. O de lo que te has salvado.
—¿Y a ti te gusta ser cubano, Calixto?
Calixto lo miró, sonrió otra vez y se tornó serio.
—Hoy no te entiendo un carajo, Ernesto.”
De aquí se extrae una de esas dos razones mayores. Mejor expresable como pregunta, como una duda esencial sobre sí mismo y la identidad propia que la indagación sobre el personaje histórico y su conversión en personaje de ficción, por obra y gracia de la intuición y la imaginación, del espinoso proceso de la escritura, ayudarán al autor, a Leonardo Padura, a responderse para sí, y a los lectores también. La pregunta es: ¿Qué es ser cubano?
Aunque la cuestión a la que alude ese segmento puede adquirir una forma todavía más rotunda, porque Hemingway, por su condición de estadounidense de origen y asentado en Cuba sólo por elección, nos remite a una condición universal: ¿Qué hace a un individuo poder identificarse a sí mismo y a ser identificado por los otros como representante genuino de una cultura o una nación?
Nacer ahí. Compartir un hábitat o escenario geográfico. Sufrir en carne propia las mismas vicisitudes y penurias. Participar junto a los demás, tomar parte en sus asuntos políticos. Mezclarse en sus grupos sociales —en un párrafo previo, Hemingway-personaje reflexiona de la mano de Padura-autor sobre su poco interés hacia el gremio de los escritores cubanos de la época y concluye: “Al fin y al cabo, uno podía vivir en Cuba sin haber leído a sus escritores, y hasta, sin leerlos jamás, podía llegar a ser el presidente de la República—. Entregar de sí: de las riquezas propias. Haber probado en ese territorio el amor y el sexo…
Todas estas alternativas de respuesta son esbozadas para no arribar finalmente a conclusión definitiva. Más allá de Hemingway, el mismo Calixto, cubano de pura cepa, no parece tener respuesta o no haber pensado mucho sobre ello. Tal vez porque no esté la solución ni en opciones en particular, ni en una sumatoria rígida de ellas. Tal vez porque lo que Padura busca decirnos es que la identidad es una convicción, es un sentimiento. Algo que es acaso inasible por las palabras, algo intangible para enmarcar en una simple actitud o gesto, pero algo que cualquiera que lo posea de verdad, siempre podría presentirlo, y usarlo para darse cuenta de que eso no lo encontraría en Hemingway ni en su por algunos considerada “novela más cubana”, El viejo y el mar.
Por eso, en una escena ya al final de la novela, se da esta conversación entre Mario Conde y sus amigos, con la localidad de Cojímar como telón de fondo:
“—A mí lo que me jode de él es que nada más veía lo que le interesaba ver. Esto mismo —dijo el Conejo y volvió la cara hacia el pueblo—, decía que era una aldea de pescadores. Pa’ su madre: nadie en Cuba dice que esto es una aldea de pescadores ni de un carajo, y por eso Santiago es cualquier cosa menos un pescador de Cojímar.
—Eso también es verdad —sentenció Carlos—. El tipo no entendió ni cojones. O no le importó entender, no sé. ¿Tú sabes, Conde, si alguna vez se enamoró de una cubana?
—Pues mira que no sé.
—¿Y así pretendía escribir de Cuba? —el Conejo parecía exaltado. —Qué viejo más farsante…
—La literatura es una gran mentira —concluyó el Conde.
—Éste ya está hablando mierda —terció el flaco Carlos y le puso una mano en el hombro a su amigo.
—Bueno, para que lo sepan —siguió el Conde—, voy a pedir mi entrada en los hemingwayanos cubanos.”
La mención a la literatura en este encuentro del ya ex policía, ahora vendedor de libros y aún utópico escritor Mario Conde con sus entrañables amigos de siempre, sirve exquisitamente de puente para regresar al diálogo entre Calixto Montenegro y el hombre al que sólo él nombraba “Ernesto”, y dilucidar sobre la otra “razón mayor” que forzó a Padura a emprender esta novela con Hemingway de protagonista.
Cito otro fragmento de esa plática entre los dos personajes:
“—Ése es el problema: tengo que contar historias, pero ya no puedo. Siempre tuve una bolsa llena de buenas historias y ahora ando con un saco vacío. Reescribo cosas viejas porque no se me ocurre nada. Estoy jodido, horriblemente jodido. Yo creía que la vejez era otra cosa. ¿Tú te sientes viejo?
—A veces sí, muy viejo —confesó Calixto—. Pero lo que hago entonces es que me pongo a oír música mexicana y me acuerdo que siempre pensé que cuando fuera viejo volvería a Veracruz y viviría allí. Eso me ayuda.
—¿Por qué Veracruz?
—Fue el primer lugar fuera de Cuba que visité. Acá yo oía música mexicana, allá los mexicanos oyen música cubana, y las mujeres son hermosas y se come bien. Pero ya sé que no voy a volver a Veracruz, y me moriré aquí, de viejo, sin tomar un trago más.
—Nunca me habías hablado de Veracruz.
—Nunca habíamos hablado de la vejez.
—Sí, es verdad —admitió él—. Pero siempre hay tiempo para volver a Veracruz… Bueno, mejor me voy a dormir.
—¿Estás durmiendo bien?
—Una mierda. Pero mañana quiero escribir. Aunque no se me ocurra nada, tengo que escribir. Me voy. Escribir es mi Veracruz.”
“Escribir es mi Veracruz”, dice Hemingway por boca de Leonardo Padura (¿o viceversa?). En esa expresión, la más inolvidable, la más extraordinaria, también la más polisémica de la novela, está implícita la contestación a la otra gran pregunta que recorre este libro, y que envuelve, definitivamente, en una relación dialéctica, de mutuos credos y declaraciones al Padura hombre y el personaje histórico, al Padura escritor y su Hemingway-personaje de ficción.
¿Qué es ser escritor? ¿Por qué se escribe? Para llegar a Veracruz. Veracruz es venturoso lugar de destino, puerto conocido para la felicidad. Escribir es un destino, y un sentido, es un para siempre. Una actividad donde un hombre se ha descubierto a sí mismo y que debe continuar en ella hasta el fin. Por eso mismo es también una fatalidad. Una “verdadera cruz”. Una actividad que no debe cesar. Un camino de Via Crucis. Un escritor no debe, no puede dejar de escribir. Cuando ya no es capaz de hacerlo es que se acerca el final.
Adiós Hemingway es la novela del otoño del escritor que ve llegar inexorablemente su invierno. Y el fin del escritor es el fin del hombre. Así lo percibe el “confesor” de Padura, su detective/vendedor de libros por cuenta propia, en unos “retratos del viejo patriarca, barbudo y encanecido, al parecer muy cansado, tan semejante al Santa Claus sucio que un día el Conde vio pasar junto a él, en la ensenada de Cojímar”.
A partir de esa visión del hombre despojado de su máscara de triunfador, de gran vencedor de la muerte en guerras y safaris, de trasnochador y mujeriego, de tipo duro y del mejor escritor norteamericano, se explica la decisión de Conde de ingresar al club de los hemingwayanos cubanos. Porque, como dirá Conde a Manuel Palacios, el teniente de la policía y ex colega que lo ha colocado ante el enigma del cadáver encontrado en Finca Vigía, ese Hemingway “estaba libre del personaje que él mismo se inventó. Ése es el verdadero Hemíngway, Manolo. Ése es el mismo tipo que escribió «El gran río de los dos corazones»…”
Por intermedio de este libro del que Padura afirma “es sólo una novela y muchos de los sucesos en ella narrados, aun cuando hayan sido extraídos de la más comprobable realidad y la más estricta cronología, están tamizados por la ficción y entremezclados con ella al punto de que, ahora mismo, soy incapaz de saber dónde termina un país y dónde comienza el otro”, el Hemingway glorioso de la historiografía literaria emerge distinto, transfigurado tras su paso por la ficción. Con la venia de Mario Conde, el personaje mediador, sale a flote la parte oculta del iceberg de un simple mortal, del hombre a secas. Tal como hace explícito el ex policía al colocarse sobre la cabeza el blúmer de Ava Garner, la prenda íntima de la despampanante actriz que Ernest el Conquistador había guardado como trofeo, y decir: “Ésta es la mejor corona de laureles que jamás exhibió ningún escritor. Éste es mi gorro frigio.”
Es una lástima que Adiós Hemingway, cuya publicación original data de 2001 y su reedición en España de 2006, sea una obra de las menos atendidas por los “padurologos”. En mi opinión esta obra ha arrastrado en su contra la percepción de ser “una obra menor”, y no sólo por ser menos extensa que las novelas de Padura que le precedieron y las que siguieron después. Hay que tener en cuenta, además, que fue escrita y publicada entre dos momentos cenitales: el cierre de la cuatrilogía que cimentó el prestigio de Padura como autor policial, compuesta por Pasado perfecto, Vientos de cuaresma, Máscaras y Paisaje de otoño, y la publicación de La novela de mi vida, libro de temática histórica que colocó al escritor en una dimensión superior y de atención a su obra más allá de los confines de género. Esta última le colgó al cuello una etiqueta de “madurez” como novelista, que sería reforzada con los libros siguientes: La neblina del ayer, El hombre que amaba a los perros y Herejes (esta, al igual que La neblina…, con la vuelta al protagonismo de Mario Conde).
Sin embargo, justo por su carácter de obra “gozne”, de bisagra entre dos instantes de una trayectoria literaria, Adiós Hemingway posee varias características que serían muy atendibles para cualquiera interesado en profundizar en ella. No es objetivo del presente texto llegar hasta las últimas consecuencias posibles en el análisis sobre esta novela; pero sí cabe la invitación a retomarla en las direcciones siguientes:
1) Como un ineludible espacio de síntesis de toda la novelística anterior con Mario Conde y, sobre todo, como punto de giro alrededor de este protagonista. El Conde de Adiós Hemingway, luego de dejar atrás sus años en la policía y convertirse en vendedor de libros y potencial escritor, ha quedado mucho más cerca de su propio creador; y se nota en esta aparición y las ulteriores que esto ha propiciado a Padura el ahondar en las facetas humanas de su personaje. Con un Conde despojado del uniforme y las convenciones del trabajo policial, también de paso el autor ha podido echar a un lado ciertos manierismos de la novela policial para abrir su obra hacia otras pretensiones.
Pero, incluso visto desde el ángulo del “autor de género”, la reconversión de Conde a “detective-ciudadano”, fuera de la institución policial, ha desplegado perspectivas muy interesantes para el muy necesario replanteamiento acerca de nuevas posibilidades argumentales del género policial dentro de las circunstancias específicas de un país como Cuba y del momento actual de la isla.
2) Como un germen o semilla donde se preparan, y de algún modo están ya contenidas, las preocupaciones e intereses de tipo ético-filosófico, sobre el rol del intelectual y el artista respecto a su realidad y la historia, que Padura sacará a relucir en sus más importantes y posteriores obras. Así, Adiós Hemingway con el dilema del escritor acosado por el FBI es preámbulo y presagio del conflicto del poeta Heredia (La novela de mi vida), del ideólogo Trotski (El hombre que amaba a los perros) y el pintor judío de Herejes. También, el entrenamiento y rigor en la investigación histórico-documental que precisó la novela de Hemingway fue un acicate favorecedor para los más ambiciosos proyectos emprendidos a continuación por Padura.
Por fuera de todo lo expuesto anteriormente, y que tal vez sólo sea de interés para especialistas, queda la consideración de que Adiós Hemingway es, en principio, una novela policial de muy amena lectura y eficazmente entretejida dentro de los cánones del género. Como en buena parte de las novelas policiales hay un cadáver en el jardín y hay que averiguar quién lo mató. Sólo que esta vez uno de los principales “sospechosos” es un escritor fallecido hace más de 40 años.
¿Pero eso es todo? Creo que no, que hay además otro enigma, y que ese otro misterio podría ser también una de las motivaciones, o tal vez la principal —aunque sólo la mencione ahora cuando me apresto a cerrar este acercamiento a Adiós Hemingway—, por la cual Leonardo Padura quiso dedicar este libro al autor de Por quién doblan las campanas… Porque esta novela arrostra consigo otra muerte innatural y su secreto, otra muerte que, como también sucede en buena parte de las novelas policiales, pudo estar relacionada o no con el crimen de partida.
Sólo que esa muerte no es capricho de la ficción sino hecho de la realidad, y que de esa muerte ya se conoce, además de la víctima, al indiscutido culpable. Puesto que ambos son el mismo: Ernest Hemingway, que se voló la cabeza con un disparo de escopeta en Ketchum, el 2 de julio de 1961.
Escribió Albert Camus en El mito de Sísifo, su famoso ensayo de 1942, que: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”6. Luego, ese otro misterio de la novela no es poca cosa; al contrario, es un enigma pavoroso, y mayúsculo, porque al decir del argelino-francés (quien igualmente alcanzó el Nobel, en 1957, tres años después que Ernest), “Un acto como éste se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra”; y “es difícil fijar el instante preciso, el paso sutil en que el espíritu ha apostado a favor de la muerte”.
“Matarse, en cierto sentido, y como en el melodrama —agrega Camus—, es confesar”. De modo que si aceptamos la intermediación de Leonardo-Mario en el rol de médiums o ventrílocuos del personaje histórico, y concedemos verosimilitud a las especulaciones que toda reconstrucción ficcional (tallada “con los ojos de la memoria y el deseo”7, apuntaría Padura-Conde) sobre la realidad supone, Adiós Hemingway puede leerse también como la última y la más honesta confesión del autor de Los asesinos.
Este texto fue incluido en Los rostros de Padura, un volumen de creación colectiva de próxima aparición, donde 11 ensayistas cubanos intervinieron con un acercamiento crítico a una de las obras del creador de Mario Conde.
NOTAS
1. Recogido en la compilación de Eduardo Heras León: Los desafíos de la ficción (Técnicas Narrativas), Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso-Casa Editora Abril, págs. 1217-1221.
2. La cita proviene del texto de Borges “Los laberintos policiacos y Chesterton”, también incluido en Los desafíos de la ficción (Técnicas Narrativas), Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso-Casa Editora Abril, págs. 1164-1174. Acerca del lugar del propio Borges dentro de la historia del policial, además de sus ensayos en defensa del género, cabe mencionarle como fundador al lado de Adolfo Bioy Casares de “El Séptimo Círculo”, una biblioteca selecta de obras policiales; y también por sus Seis problemas para don Isidro Parodi, libro escrito a cuatro manos con el propio Bioy Casares y publicado en 1942 bajo el seudónimo común de H. Bustos Domecq.
3. No fue Padura el único cubano invitado a “Literatura o Muerte”; también participaría Pedro Juan Gutiérrez, quien escogió a Graham Greene y sacó como resultado la noveleta Nuestro G.G en La Habana. Otros autores involucrados en ese proyecto de los que tengo referencia, son el portorriqueño Luis López Nieves (El corazón de Voltaire) y el brasileño Rubem Fonseca (El enfermo Molière)
4. Aunque existe una edición cubana de Adiós Hemingway y alguna vez la tuve (pero corrió la suerte de todos los buenos libros que se prestan), a la hora de redactar este texto tuve que acudir a una en formato digital, descargada del sitio en internet Epubgratis.net y basada en la edición impresa de Tusquets Editores, 2006. Todas las citas que haga de Adiós Hemingway provienen de ahí, y por tal razón me es imposible mencionar las páginas de donde se extraen.
5. En entrevista que el Premio Nacional de Literatura me concediera en 2010 y que se publicó con el título Diez novelas de la vida de Leonardo Padura en la web Isliada (Consultar en:
6. Las citas de Camus fueron tomadas de la edición en español de El mito de Sísifo publicada por Editorial Losada, Buenos Aires, 1953.
7. Precisamente con estas palabras es que termina Adiós Hemingway.
Rafael Grillo. (La Habana, 1970). Escritor y periodista.
Rafael Grillo (La Habana, 1970): Escritor y periodista. Jefe de Redacción de la revista El Caimán Barbudo y fundador de la web literaria Isliada. Licenciado en Psicología y Diplomado en Periodismo. Imparte cursos de técnicas narrativas en la Universidad de La Habana y otras instituciones. Ha publicado las novelas Historias del Abecedario y Asesinos ilustrados (Premio Luis Rogelio Nogueras 2009), los libros de ensayo Ecos en el laberinto y La revancha de Sísifo y el volumen de crónicas Las armas y el oficio (Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2008). Incluido en numerosas antologías; las más recientes: El silencio de los cristales. Cuentos sobre la emigración cubana; Tres toques mágicos. Antología de la minificción cubana y Island in the Ligth / Isla en la luz (bilingüe, publicado por The Jorge Pérez Foundation, Miami). Como antologador participó en L@s nuev@s caníbales. Antología del microcuento del Caribe Hispano (2015) y es el responsable de la “Trilogía de las Islas” conformada por Isla en negro. Historias de crimen y enigma (2014); Isla en rojo. Historias cubanas de vampiros y otras criaturas letales (2016); Isla en rosa. Historias cubanas del amor y sus desdichas (2016). En 2018 recibió con Isla en rojo el Premio del Lector, que se entrega a los libros más leídos del año. En 2020 participó en la novela colectiva Mirar, sufrir, gozar… La Habana y vio la luz su volumen de relatos Revolicuento.com.