La viejecita acomodó el maletín en sus piernas. Le dio un tirón a la puerta y la carrocería del auto vibró de manera preocupante. Todos en el almendrón la miraron sorprendidos. El hombre vestido de gastronómico, que iba detrás del chofer, comentó por lo bajo: “la ha cerrado para un mes”, a lo que la mujer que iba en el medio, recostada a él y vestida igual de gastronómica, le respondió con una sonrisa y un beso rápido en los labios. Incluso el joven de pantalones rotos y pelo largo, sentado detrás de la viejecita, hizo contorsiones para poder ver por el retrovisor el rostro de la anciana.
El chofer del almendrón casi la baja en el acto. Pero mirando bien su cuerpo delgado y enjuto, con más de ochenta y cinco cumplidos, la cabeza llena de canas y aquellas gafas oscuras, enormes, sintió cierta lástima por ella. Pensó que de seguro le quedaba poco y que “para qué descargarle a una vieja, al final no iba a ganar nada”. Así que se limitó a maldecir al aire; comentar del maltrato de los clientes al vehículo y la necesidad que había de que la gente dejara de tirar las puertas. Haciendo una pausa para una respiración profunda, le preguntó a la anciana que para dónde iba.
―Hasta 296… ¿llega? ―respondió la viejecita con voz muy baja, apagada, casi en un susurro.
El chofer ni le habló. Puso en marcha el almendrón. Prendió el reproductor de música y luego, retomando el monólogo de hacía pocos momentos, volvió a hablar para todos del maltrato que sufría el auto. De las puertas que casi no le duraban. De la policía en la calle que estaba acabando. De cómo se montaban la gente con bultos incomodísimos.
Y la viejecita, tranquilita en su lugar, aguantando toda la descarga. Incluso cuando el chofer dijo lo de los bultos incómodos, tomó su maletín y lo apretó contra ella, como para que no estorbara; y se acomodó las gafas y trató de despegarse un poco de la mujer a su lado. Quería molestar lo menos posible.
Del bolso de la ancianita comenzó a salir una melodía que llamó la atención de todos. El chofer, molestísimo, apagó el reproductor y siguió murmurando por lo bajo. El joven de pelo largo reconoció, en el tono de celular que la viejecita acababa de sacar, la versión acústica de “Paranoid”, de Black Sabbat.
―¿Sí? ―respondió la ancianita con voz baja y susurrante―. Sí, ya voy en camino. Téngalo todo listo. Sí. Para no perder tiempo.
La mujer junto a ella no dejaba de mirarla. Es que, en pleno agosto, la vieja iba vestida de negro y con mangas largas. O estaba loca, o se estaba asando.
Terminó la llamada. Dejó el celular sobre el bolso y de manera muy natural se traqueó los nudillos. Pero no lo hizo de un golpe, qué va, fue uno por uno, lentamente presionando hasta que sonaban. Metacarpiano por metacarpiano. Dedo por dedo. Tres traqueos por dedo. Ya a la altura del dedo del medio, de la mano izquierda, tenía a todos nerviosos. Cuando terminó, e igual de natural, agarró su cabeza y la hizo traquear a un lado y luego al otro. Por un momento los de atrás pensaron que se partía la nuca.
El chofer volvió a poner la música. Aunque esta vez la puso un poco más bajo. Dentro del auto nadie hablaba.
“Paranoid”, de Black Sabbat, volvió a sonar. La anciana con mucha calma llevó el celular hasta su oído derecho.
―¿Sí? ―respondió― ¿Qué no ha llegado Samigina? Ese asno. No importa… ¿Qué? ¿Tampoco Valefor? ¿Y quién está preparando los cuerpos entonces? Sí, yo llevo todo, sí.
La vieja abrió el maletín y comenzó a rebuscar dentro. El sonido de metales chocando salía del interior del bolso.
―Sí, las pinzas las llevo… Las que me pidió Lilith. Sí, con el adaptador para sacar ojos.
La gastronómica, preocupada, miró a su gastronómico. El hombre le besó la frente, como para calmarla.
―¡Cómo que no han conseguido todavía un pelirrojo! ¡A estas alturas! ¡Cinco cuerpos y ni un pelirrojo! ¿Samael lo sabe? Ah, ¿y nos faltan tres lenguas frescas…? ¡Pero sean creativos, por Dios! ¡La casa debe tener vecinos! ¡¿No?! Entonces miren a ver qué se hacen.
La vieja había subido el tono de voz. Acercó la mano que tenía libre hasta el reproductor de música y lo apagó. El chofer no la contradijo.
―¿Pero cómo quieres que salga bien, si no tenemos un pelirrojo? Bueno, sí, trataré de conseguir algo antes de llegar… espérate.
La anciana apartó el teléfono de su rostro. Giró la cabeza hacia la mujer junto a ella y acercó un poco la cara, como para detallarla mejor. La mujer comenzó a sudar, no sabía qué hacer. Miró hacia el chofer buscando apoyo, pero este miraba hacia adelante, desentendido por completo de la situación.
La vieja se volvió hacia la parte trasera del auto. El gastronómico era mulato, por lo que descalificaba. La gastronómica tenía el cabello pelirrojo.
―Eso es teñido, ¿no? ―preguntó la vieja a bocajarro.
La gastronómica asintió, temblorosa. La vieja miró hacia el joven de pantalones rotos. Era trigueño, tampoco servía.
―Nadie, no tengo a nadie a mano ―dijo―. Así que no sé qué se van a hacer cuando llegue Samael y se entere de que no tienen pelirrojo… Sí, veré qué resuelvo por el camino, me voy a ir fijando.
Dejó el celular sobre el bolso.
―Vaya por la derecha y baje la velocidad ―le ordenó al chofer.
Este miró de pasada el rostro blanco y demacrado de la vieja. Las enormes gafas que no dejaban ver siquiera parte de los ojos, dando la sensación de dos enormes agujeros en la cara. Tuvo miedo. Arrimó el auto a la derecha y bajó la velocidad.
―¿Tienes espacio suficiente en el maletero? ―preguntó la vieja.
El chofer asintió con un gesto tímido. No se atrevía a hablar. Eso de “lenguas frescas” no dejaba de darle vueltas en la cabeza.
El trayecto continuó con la vieja mirando a cuanto transeúnte pasaba por la acera. En una ocasión le preguntó a la mujer a su lado si veía pelirrojo a un tipo que estaba en una parada. La mujer negó y la vieja dijo que ella tampoco lo veía muy pelirrojo.
―En la esquina que viene ―ordenó la vieja.
El chofer fue aminorando la marcha hasta que se detuvo en la esquina de 296. La vieja acomodó el celular dentro del bolso y se bajó dándole otro tirón a la puerta.
El chofer giró levemente la cabeza hacia la anciana. Un acto reflejo para cobrar el pasaje. Pero solo fue eso, un giro leve, no se atrevió a más. Arrepentido volvió a mirar hacia adelante y dejó que la vieja se alejara caminando sin haber pagado.
El auto arrancó y, en lo que quedaba de viaje, nadie se atrevió a decir palabra alguna.