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Habana Madrid (fragmento)

La Habana se incendia en los crepúsculos. Avanzábamos por el Malecón hacia el Vedado, y nos deslumbraba el reflejo rojizo de la tarde en los cristales de sus edificios. Sólo una ciudad del trópico puede ser luminosa hasta el milagro. Cada atardecer, las parejas de enamorados cruzan la avenida y se posesionan de su tramo de muro, en espera de las próximas penumbras, favorables a las caricias. El Malecón siempre me provoca una inefable sensación de libertad que me hace disfrutar aún más a La Habana.

Menos en esa tarde que no había parejas, y yo buscaba a Sara con desespero entre miles de personas que caminaban hacia un acto de reafirmación revolucionaria.

Yo apartaba cuerpos para avanzar, cuando su imagen solitaria entre la muchedumbre removió una idea latente en sabe Dios qué perdido rincón de mi cerebro: no me había llamado en todos esos días y ahora se encontraba allí, independiente, inasible: había determinado concluir conmigo y lo hacía sin titubeos. La certeza me paralizó y me sentí ínfimo.

Cada cual tiene una idea de sí mismo y resulta curioso cuán infundada suele ser. Te has pertrechado de normas morales escuchadas en el seno familiar, principios extraídos de lecturas o de la vida de grandes hombres y hasta opiniones propias surgidas al calor de discusiones de amigos sobre situaciones hipotéticas. Andas por ahí cargado de conceptos, convencido de que ése eres tú. Pero es falso: tú eres otro. Sólo tiene que ocurrir una nimiedad, sólo que un día precises de algo, y que esa necesidad se resista a ser domeñada, para que asistas al espeluznante hallazgo de un ente insospechado e irrefrenable que habita dentro de ti y que, ante un estímulo imprevisto, se transformará en un desconocido incoercible. ¿Quién era yo? No había respuesta. Era nadie. Un demente rescindido de su pasado, capaz de llegar a la humillación en su desespero por ser acogido de nuevo, con amor, en los predios de cierta muchacha.

Entonces, por una inexplicable razón, ella volvió su rostro y sus ojos, negrísimos, se posaron en mí. Primero, se sorprendió. Después quizás percibió mi desolación, pues le dijo algo a Misleidis y vino hacia mí. La sayita se le mecía al caminar, modelando su figura, y la blusa rosa tenue le resaltaba aún más el negro de su pelo y el encarnado intenso de sus labios. Cuando la tuve cerca no supe qué hacer. Pero ella sí: recostó su cabeza en mi pecho y me abrazó muy fuerte. Sentí en mi espalda sus manos apretándome ansiosas y, conmovido, le correspondí. No fue un abrazo común que transmitiera confesiones de amor ni mensajes sexuales. Era una caricia insólita por parte de ambos: sólo emoción sin control: miedo y desespero.

—Nunca más —me susurró al oído—. Nunca más.

¿Era una petición o una promesa? ¡Oh, Dios! ¡Qué cerca había estado de perderla! Alzó los ojos, estudió mi rostro como cerciorándose de que no era mentira, y yo deseché todas mis dudas anteriores: Sara me miraba con devoción y eso lo justificaba todo. Nos mantuvimos así, apretándonos en silencio en medio de toda esa algarabía, como si esos miles de seres fueran sólo el paisaje de lo único realmente genuino y vital que acaecía allí: nosotros abrazados.

“Dispuestos a combatir hasta la última gota de nuestra sangre”. Sara se soltó del abrazo y dio media vuelta para mirar hacia la lejana tribuna, pero no separó su cuerpo del mío. ¿Me amaba porque suplía una deficiencia paterna? ¡Dios! ¡Quizás sí! ¿Y qué? ¿Acaso yo sé por qué se necesitan los demás, qué carencias o traumas hay tras cada pareja, alimentando los romances más escandalosos? ¿Dónde un complejo de Edipo, el parecido con otra persona, el despecho, las presiones sociales o el afán de holgura económica, prestigio, respeto o protección? ¿Dónde la urgencia de novedad o belleza para sobrellevar la soledad o el horror al envejecimiento? ¿Yo tenía algo que ella ansiaba? Bien. Pero, ¿no es eso el amor: hallar a alguien que, sólo siendo como es, te colma sin exigir de ti más que espontaneidad? Entonces, ¿qué importa el origen de la atracción? El milagro radica en haberse encontrado. La abracé desde atrás, la besé en el cuello y recibí su olor de hembra joven en celo: la disfruté en medio de ese gentío estrepitoso donde el coqueteo político con la idea de la muerte devenía supremo incentivo erótico y los jóvenes cargaban a sus muchachas sentándolas sobre sus hombros, recibiendo así en la nuca todo el ardor de sus sexos alegres y prometedores. La vida era esta muchacha entre mis brazos, que se volvía a mí buscando mis labios y me besaba, con el mismo fervor que acababa de proferir graves insultos contra el Imperialismo. Era yo mismo, este otro yo, poderoso y febril, amante público y desvergonzado que, como ellos, abrazaba mi chica. Esto no me lo podían vedar reglas, leyes, dogmas religiosos, preceptos morales ni principios ideológicos. Porque estar con Sara era algo irrenunciable, por simple instinto de conservación.

 * * *

 La tarde siguiente, nos encontramos en la Avenida de los Presidentes. Sara se veía soberbia con su blue jeans y una blusa floreada, sin mangas. Fuimos al apartamento que tenía en E y 29 mi primo Enrique, quien estaba en Venezuela, en una larga misión médica. Al contacto con su piel nívea y sedosa, me invadieron el orgullo y la ternura. Todo ocurrió con la facilidad de lo inevitable. Desnuda, Sara era un espléndido regalo de la vida. Disfruté la compacta presión de su vientre y sus senos. La cubría completamente, pero Sara poseía una intensidad que rebasaba los límites de su cuerpo. Ella buscó y provocó, envolviéndome en una espiral de voluptuosidad insostenible que borró, en segundos, décadas de práctica. Anidé entre sus piernas, como un animalito afortunado. Minutos después, cuando se levantó de la cama y caminó desnuda hacia el baño, le contemplé los pechos, la cintura estrecha y las empinadas nalgas vibrándole al caminar, y sentí vértigo. No había cesado aún mi deleite y ya anhelaba yo citarnos otra vez, y otra y otra…

 * * *

 A medida que se enturbiaba mi relación con Sara, recordaba más a Betty. Siempre Betty. Quizás lo de Sara sólo era la última etapa de la misma vieja historia de descubrimientos y hechizos que se originó mucho más atrás, una tarde de tormenta, en la Guanabacoa de mi adolescencia, cuando faltó el maestro del último turno y, bajo la lluvia, protegiendo las libretas, Betty y yo corrimos las viejas calles hasta llegar a su casa y entramos. La madre estaba por regresar del trabajo. No sé cómo ocurrió. Quizás fueron la soledad y la lluvia, o que nos dolía el exceso de mundo nuevo por aprender y la posibilidad de experimentar nos excitaba; o quizás fue que éramos un varón y una hembra, padecíamos unos incontrolables catorce años y no nos infundíamos miedo alguno. Lo cierto es que hasta ese instante ella era para mí sólo mi mejor amiga y parados en medio de la sala de su casa nos secábamos con una toalla por encima de la ropa cuando descubrió mi mirada de arrobamiento hacia la transparencia de su blusa empapada que me revelaba el florecer de sus senos. Con un rápido gesto, se cubrió con la toalla. Pero al percibir mi preocupación de haberla ofendido, sonrió indulgente y se sentó en el sofá. Yo me senté a su lado. Ella bajó la vista y después de unos segundos en los que intuí que sopesaba alguna decisión que podría ser trascendental, me miró con un rostro nuevo y acuciante, como si emergiera del agua marina en busca de aire.

—¿Tú has estado ya con una mujer desnuda? —se atrevió a preguntar.

 * * *

 A la tarde siguiente, atravesé deprisa el Parque de las Madres con el sol a la espalda, los libros en una mano y Betty de la otra. Ante la casa de tío Adolfo, saqué la llave mágica del bolsillo, abrí y entramos. Cuando cerré la puerta, la penumbra, el olor a humedad y el silencio me convencieron de que el mundo exterior no existía. Miré a Betty y ella me sonrió divertida. Por primera vez nada nos impedía acariciarnos y me aturdió la insólita libertad que estábamos a punto de estrenar.

Desde esa tarde en que comenzamos a violar las prohibiciones, acudíamos allí dos y tres veces a la semana. El resto del tiempo era mero paréntesis, simple fachada de nuestra vida verdadera. Al encerrarnos en la ya imprescindible clandestinidad, nos abríamos al mundo inexplorado de nosotros mismos con una furiosa curiosidad que nos anulaba cualquier atisbo de pudor. Como ciego desesperado, leí su cuerpo con las yemas de mis dedos: conocí sus entrantes y salientes y cuando estaba sin ella me atormentaba repasando de memoria el mapa a relieve de sus secretos. No sé si por su parte hubo pasión o sólo voracidad de conocimiento, pero Betty se ofrecía como ansiosa conejilla de indias para revelar sus propios enigmas y los míos.

A la menor ocasión, reanudábamos en el cuartico nuestro aprendizaje sobre las delicias y locuras de la intimidad. Y nos convertimos el uno en asignatura del otro. Fue una Luna de Miel donde nos dimos a experimentar sensaciones inéditas con las variantes ideadas por ambos en los días de pausa. Después de verlo, palparlo y besarlo todo, nos lanzamos a concebir más descabelladas maniobras y a ejecutarlas, pues, avergonzados de nuestra todavía demasiado cercana infancia, dábamos por cierto que cualquier disparate que imagináramos era nuevo sólo para nosotros ya que tenía que ser, por fuerza, parte del arsenal cotidiano de todas las parejas.

Cuando ambos, empapados en sudor, nos calmábamos besándonos las entrecortadas respiraciones, yo me preguntaba cómo sería poseerla. Pero enseguida alejaba esos anhelos. Para Betty, el sexo conmigo era a la vez aprendizaje y una deliciosa broma entre extraordinarios amigos. Eso era yo, sólo un amigo muy especial. Y su virginidad no estaba destinada a mí, sino al príncipe de su futuro, quien finalmente la desposaría.

Pero una de nuestras tardes paradisíacas, mientras contemplaba fascinado su desnudez sobre la cama, Betty pareció percibir que la imposibilidad de hacerlo me mortificaba hasta el sufrimiento. Y me pasó la mano por la mejilla, dijo “pobrecito mío”, y me susurró que, mientras que para ese obstáculo trascendental no admitía proyecto alguno de acceso, para el resto de su anatomía no fijaba un solo límite a mis antojos, y estaba dispuesta a todos los goces y diabluras. De inmediato, cerró los ojos y fue moviéndose lentamente, de forma apenas perceptible, hasta que, como la más sabia de las hembras, me ofreció un nuevo regalo, como espléndido sustituto del que me negaba. Se me brindó vulnerable, desvalida, como irresistible síntesis de toda la sensualidad femenina, y una oleada de cariño me inundó.

Y ya entonces adiviné que en esa fingida indefensión radica el poder de las mujeres: el insolente y ancestral ardid que, unido a la, en apariencia, contradictoria osadía femenina, me sojuzgaría eternamente. Porque, también lo supe, siempre sería fácil presa de esas artimañas que yo mismo buscaría, ansioso de ser esa víctima sobre quien una hechicera ejerciera sus voluptuosos sortilegios.

La destreza de Betty era innata. Provenía del natural patrimonio femenino sobre cultura sexual. Me dejé ir hacia ella y se entregó con la ceremoniosidad de los hechos trascendentes. Y yo fui cayendo en su dulce trampa. Porque toda Betty, esa tarde, me enardecía no sólo los sentidos: también el alma. Necesité agradecérselo de algún modo. Nunca alcancé a entender por qué anhelé tanto en ese instante susurrarle al menos algo parecido a un “te quiero”. Vivía, por primera vez en mi corta existencia, la fascinación de no saber dónde terminaba yo y dónde comenzaba ella, porque, en realidad, por la magia de la pasión, nos habíamos fundido en una misteriosa y perfecta unidad. Me abandoné sobre Betty, que recibió mi desmayo con natural suficiencia. Sea lo que fuere que sucedió, fue tierno, raro y breve. Porque, de inmediato, dijo:

—¡¿Te imaginas si Mami se entera de esto?! ¡Mira que soy arrebatada!

Sus palabras rompieron mi encantamiento y me dejaron confuso. ¿Brotó allí algo que no supimos distinguir y salvar? ¿Por qué me sentí melancólico? Quizás sólo fuera la creciente ansiedad por violar toda prohibición y poseerla. Había logrado dominar con tal eficacia los secretos de su cuerpo que, como todo buen amante, lo consideraba territorio de mi exclusividad. Pero hubo algo más, confuso, porque Betty ya no sólo me excitaba, sino también me emocionaba. Nunca se lo confesé.

 * * *

Me gustaba recrear mi ciudad en sus momentos de esplendor, urbe moderna, de las primeras del mundo en poseer emisoras de televisión; pero cuando el autobús dejó atrás el olor alquitranado de los muelles y los vestigios de la muralla que antaño ciñera la villa contra piratas y corsarios, nos adentramos en zonas donde el deterioro impedía ya cualquier embeleco y, como cada tarde, desperté a la penuria. Galiano era una avenida semidesierta, sus vidrieras no mostraban ropa de moda, ni siquiera pasada de moda, y, en la mayoría de los casos, no había ni vidrieras: en toda la ciudad no existían anuncios centelleantes: el centro comercial de La Habana se había desplazado hacia ninguna parte: los aparatos del Coney Island se habían arruinado hasta el olvido, las golosinas desaparecieron de allí como del resto del país y a la montaña rusa se le pudrieron las maderas hasta que se desmanteló y los más jóvenes ni siquiera conocían que hubiera existido: no había ya flamencos en el zoológico: el bidé de Paulina seguía ahí, pero ya no era fuente ni mucho menos luminosa: y las ruinas de los cines Rex y Dúplex eran el vertedero de basura del vecindario. Desde la ventanilla del autobús, La Habana parecía el documental en blanco y negro de los restos de sí misma, al finalizar la ninguna guerra mundial. Quizás por eso cada tarde yo repetía, tozudo, ese ritual de restauración imaginaria. No se trataba de una acción premeditada, quizás fuera solo un inconsciente ejercicio de resistencia a la lenta devastación que iba borrando los rincones donde yo había ido dejando, durante décadas, mis remembranzas.

Mi Habana. Cada amanecer, en esa difusa frontera entre el sueño y la vigilia, me decía que esto no estaba sucediendo, que era sólo una pesadilla y pronto despertaría: viviríamos del turismo extranjero, como comentaba nuestra prensa, o hallaríamos mucho petróleo o descubriríamos la vacuna contra el SIDA y, gracias a eso, retornaríamos finalmente a la normalidad, las casas y edificios serían restaurados, pintados, los letreros lumínicos restituidos, las bodegas y supermercados surtidos de los productos del más lejano pasado y hasta de otros nuevos desconocidos para nosotros. ¿Cuándo llegaría el momento de la recuperación del país? En todo caso, ¿qué edad tendría yo, si es que aún estaba vivo? Al no tener leche, café, pasta de dientes ni cordones de zapatos, bombillos, clavos, lápices o calzoncillos, el desaliento volvía a instalarse en mí para el resto del día. Yo había ido contemplando durante décadas, como algo natural, la progresiva devastación de mi ciudad. ¿Cómo se podía reconstruir tanto destrozo, si ya había pérdidas insalvables? Pero, más aún, ¿cómo podían rehacerse las personas que habían ido advirtiendo, impotentes, la paulatina aniquilación de su entorno? ¿Cómo recuperar los años que habíamos vivido en las tinieblas, invadidos por la inmundicia y el desastre? ¿Cómo podrían nuestros ojos olvidar tanta desolación? Envejecía como un condenado: no el castigado por sus delitos, sino uno que adquirió una enfermedad larga y fatal, por accidente o descuido. ¿Cuál fue nuestro accidente o cuál nuestro descuido?

* * *

Los primeros días en Madrid me maravillaba ante todas las elecciones que podía hacer. Acciones sencillas, mínimas para un madrileño, como elegir su pasta de dientes entre diferentes marcas, sabores y tamaños, eran avasalladoras para mí, acostumbrado a décadas alternando un solo tipo de pasta con ninguna pasta. Era demasiada información para una mente acostumbrada a no decidir, nunca. Pararme ante la vidriera de una pastelería a elegir un dulce era una tarea titánica, que excedía mis posibilidades, y que siempre terminaba por dejarme insatisfecho, como si esa ínfima elección implicara a su vez renuncias eternas. Pero, ¿no las implicaba en verdad? ¿Cuándo en el resto de mi vida, si regresaba a La Habana, podría elegir así?

Y yo sabía que, de volver a la isla, jamás retornaría a Madrid, ni saldría de Cuba a otra tarea de trabajo. Ya me habían insinuado que no habría otros viajes si no ingresaba al partido, pues esas misiones había que dársela a personas más políticamente integradas. Quedaba claro que este viaje era totalmente coyuntural, una anormalidad. La conciencia de que estaba viviendo una insólita e irrepetible experiencia pesaba demasiado sobre mí, y hacía que al disfrute se uniera, en cierta medida, la angustia de conocer que no habría una segunda vez: era algo así como la última cena que se le antojaba al condenado a muerte.

Pero el ejercicio de la elección no era sólo en la comida. La televisión de la habitación del hotel era un reto a la cordura que trataba de mantener: decenas de canales, programas en que los panelistas se enfrascaban en una batalla de ideas y no acusaban de traidor o antiespañol al que no apoyara su visión. Era algo inédito para mí ver en televisión un debate en el que los participantes no opinaran todos igual.Me asustaba el irrespeto absoluto conque la prensa trataba a los políticos, y cómo en caricaturas y programas de televisión se burlaban de ellos. Y a los que lo hacían no se los llevaban presos. ¿Cómo podía una sociedad ridiculizar así a sus gobernantes y no desmoralizarse, ni caer en la anarquía ni verse invadida por otro país sino, por el contrario, ser tan próspera?

En Madrid cada minuto estaba pleno de información, sensaciones y emociones. En La Habana los años eran todos iguales, como un inalterable letargo, y si algo cambiaba era porque dejaba de funcionar, se derrumbaba o ponían el acceso en moneda de otro país.

Tal como lo veía, los que no eran felices en Madrid era porque no sabían lo que tenían y porque desconocían cuánto se podía deteriorar y mutilar, material y espiritualmente, una vivienda, una calle, un barrio, una ciudad, un país, o sea, el tiempo que les tocó vivir, la vida de una nación, de sus amigos y seres queridos, su propia vida, como mi vida, la única.

¿Habré tomado la decisión correcta? Quedarme junto a Betty en Barcelona era buscar en otro país las posibilidades de realización que el mío no me proporcionaba, pero en un ambiente extraño, donde quizás no sirviera mi título universitario, lejos de mi hijo, sin ver crecer a mi nieto. Regresar con Sara implicaba compartir nuestras carencias en un paisaje de desolación, en el espejismo de que sólo tenernos el uno al otro era suficiente para darle sentido a nuestras vidas. No quería tener que empezar en otro país, partiendo de cero, a mi edad. Pero después de tres semanas en España, también me resistía a languidecer en Cuba como ciudadano de acceso limitado a la vida, viviendo sabrá Dios dónde, y esperando a que alguien ordenara no reformas cosméticas sino verdaderos cambios que realmente mejoraran mi día a día. No pretendía nada especial, sólo la posibilidad de trabajar, tener un techo, escoger mis alimentos, mi ropa, visitar lugares limpios y pintados, comentar mis problemas sin ser acusado de poner en peligro la estabilidad de la nación y poder equivocarme y reírme de todo de vez en cuando. Y la experiencia de toda mi vida evidenciaba que en Cuba no podría ser. Pero allí estaba Sara.

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