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Guacanieve

México Noir

México Noir

Y llegó la Navidad, como siempre lo hace. La Navidad que siempre es roja y es blanca. A veces roja como la sangre que bombea por la ilusión del reencuentro con los seres queridos; blanca como la nieve que tapiza las calles para que los niños las pueblen de muñecos con nariz de zanahoria. En Juárez la Navidad también es roja y es blanca: roja como la sangre que se derrama cada día por la calles, blanca como un sudario.

La Navidad llegó sin grandes pompas ni alharacas. Por la puerta trasera del invierno. Discreta como cuando la mitad de los juarenses cruzó a El Paso para celebrar la Independencia de México en Estados Unidos. Esa noche el Chaparrito Feliz, alcalde del famoso matadero de seres humanos, agitó su banderita ante una Plaza de Armas vacía de ciudadanos y llena de fantasmas. 

Pero el ser humano es un pertinaz superviviente de sí mismo. Resulta ser su mayor destreza. Las tradiciones humanas permanecen incólumes, a pesar incluso del dolor y del hambre, del no encontrar un motivo de celebración cuando no se cuenta ni con un mendrugo de pan que mojar en vino una Nochebuena. Fue la tradición la que impulsó a algunos juarenses a adornar la fachada de sus casas con la parafernalia que invoca la paz y el amor en un camposanto con reclamo perpetuo de nuevos inquilinos. 

Pero atención, ya nunca podrá ser como antes. Ni aunque todas las almas así lo quieran. Si por un momento permaneces atento estos días, ya no escucharás aquel trasiego de autos que surcaba las calles en busca de regalos y concedía a la ciudad la característica de un rugido perpetuo. Escucharás sólo un zumbido cauto y sigiloso, el ahogado sonido de una manada de animales acorralados que mueven sus músculos para huir de la crueldad de un tigre que recorre la jungla. Ya no verás los centros comerciales rebosantes de ciudadanos que aprovechan cualquier ocasión para encontrarse con la mirada y sonreír con solidaridad ante fechas tan familiares. Nadie tiene razones para sonreír, y mucho menos para mirar a los ojos a un desconocido o esbozar una sonrisa que invoque el antiguo candor. Los juarenses se mueven en estos días por laberintos de silencio, con la vista baja y la mano nerviosa en la cartera. Antes de abrir la puerta del auto, miran con recelo a todas partes, por si aquel Papá Noel que se acerca lo hace con una pistola en la mano, o por si los adolescentes aturrados de agua celeste le han puesto un precio a tu cabeza. Llegará un año nuevo para quienes sobrevivan, pero nadie sabe a ciencia cierta quién participará a partir del 1 de enero en la nueva pozolada colectiva de sangre. Pero todos sin excepción se cocerán en esa sopa recetada por los chefs de las cocinas de México y de Washington. 

Los que pueden se marchan. Por unos cuantos días, o para siempre. A regiones menos furiosas donde puedan comprender los conflictos de James Stewart y su ángel de la guarda. Donde puedas escuchar campanillas que te aseguran que un ángel ha ganado sus alas. En El Paso, por ejemplo. No hay ángeles que recorran Juárez para ganar sus alas. Incluso en Navidad puedes escuchar cómo los demonios truenan los huesos de sus dedos antes de empezar a ganarse el Infierno. 

Las iglesias están vacías. Los monaguillos se bebieron el vino y los cholos se comieron los últimos restos del cuerpo de Cristo. Los cuadros de santos robados se subastan por E-Bay y las últimas vírgenes sin pedestal ponen un precio a su relicario porque ya no hay trabajo ni dinero. Estos son tiempos de pecado, brody, de afrentar a Dios si es preciso; al cabo, con suerte mañana vendrán tiempos de arrepentimiento.

Así es como ahora la Navidad se desenvuelve en la frontera. Un atisbo de su antiguo encanto se produce cuando, como por ensalmo, los cielos se convierten en un tapiz de cristal crujiente y por sus rendijas cósmicas se abalanza sobre Juárez la nieve. Llega discreta y silenciosa, pero persistente. Sin el rugido del trueno ni el destello del relámpago. Llega limpia y humilde, se desvanece ante los ojos antes de posarse sobre los árboles, las avenidas y las casas con sus melindres de pluma y sus cosquilleos de agua.

Así lo siente Pocamadre mientras mira por la ventana. Incluso él, que conoció tiempos mejores, guarda inviolable un rincón sensible a las navidades que no volverán. La Nochebuena se fue sin nieve donde pintar con la sangre de los muertos palabras complacientes de guerra justa. Pero hoy, cuestión de magia por las fechas, el cielo ha sido generoso con Juárez y le concede el pictórico don de la nieve. Son las nueve de la noche, y Pocamadre tiene una cita en casa de Zebulón. Es Nochevieja y las alegrías de los niños ya pasaron. Recibieron a algún Papá Noel zaparrastroso con barbas falsas, pero a ellos no les importó cuando de su saco rojo extrajo los ansiados regalos. Y con aquellas ilusiones cumplidas, se desvanecieron también los billetes en los bolsillos de sus papás. 

La Navidad es cosa de niños, se recuerda Pocamadre. No tiene sentido afrentarla o sentirse mal con ella. Lo importante es ver cómo los niños la reciben con la ilusión que a los grandes ya no les corresponde. Vuelve a su sillón y toma un trago de una botella de mezcal que unas noches antes había dejado Blasillo. De todos modos, se dice Pocamadre, yo no tengo niños ni falta que me hace. Entonces recuerda el viejo dicho que cifra una vida plena: Plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo. El mezcal bien derecho comienza a hacer su efecto. A veces, en invierno, lo vuelve ingenioso. Piensa que no ha cumplido con esos ideales de vida. Todo lo más, chocar un par de árboles, quemar algunos libros para una carne asada y tener a las hijas de otros (cuando se dejan). Enciende un Delicados y arroja el humo contra la lámpara de la recámara. No le gusta la Navidad porque todo le recuerda que es Navidad. 

El ambiente comienza a volverse más frío por el efecto de la nieve que poco a poco cubre las calles. Podría tomar su celular y llamar a Zebulón para disculparse, pero no le apetece. Todos están en casa con sus familias, como Víctor, Elvis y Blasillo. Dorita acudió a visitar a su madre en Kansas, y Petra anda en Zacatecas haciendo lo propio. Sólo Zebulón está, como quien dice, tan solo como él. 

―¿Qué transa con la noche de año nuevo, Pocamadre? ―sondeó con cuidado.  

―La pasaré en mi cantón con una botella y mirando tele.

―No seas gacho, Poquita. Ven conmigo a casa. Lourdes y yo estaremos solos.

―¿Y los chamacos? 

―En los Estates, dónde si no. Este año no vienen, se les complica el viaje y no se atreven a venir a Juárez por los crímenes. Además, están los de la migra mexicana, que los asaltan en cuanto ven que vienen del gabacho y traen feriota.

―¿Y por qué no fueron allá ustedes?

―Ya sabes, Poquita, que la Lourdes está delicada. La diabetes la tiene sometida. 

―Uta. 

―Sin llorar, Poquita, que aquí seguimos para contarlo. Aunque tú seas un hereje, ¡Dios es grande y todavía mira por nosotros!

Mugre telescopio el de Dios, pensó Pocamadre, pero se calló porque no tenía caso discutir con Zebulón.

―Trae tu botella a casa, acá te la echas y cenamos algo. Luego vemos una de vaqueros bien chidota.

Ah, qué Zebulón, pensó Pocamadre con una sonrisa. Ya me quiere enjaretar una de sus pelis de vaqueros. Las de vaqueros eran las favoritas de Zebulón. Le recordaban sus buenos tiempos de juventud, cuando traía y llevaba a John Wayne y se acodaba con él en la barra del Kentucky. Los tiempos dorados de la ciudad, cuando las cantinas de la Juárez y la Mariscal se llenaban de turistas gringos. Cuando John Wayne andaba por la zona y quería comprar mexican curious para su rancho y luego echarse unos tragos en Juaritos, llamaba a Zebulón y éste lo paseaba todo el día. Gracias al Duque comenzó a hacerse clientes que venían a la frontera a divorciarse o a echar un quicky, y a Zebulón le gustaba presumir de líos y aventuras con algunos de ellos. Cuando se juntaban todos en el Moridero, Zebulón a veces se ponía necio y afirmaba que él debería tener una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood, y los muchachos gastaban bromas a su costa que él encajaba con mal talante. 

―Ustedes, cabrones, no saben quién fui yo ―zanjaba siempre Zebulón el cotorreo a su costa. A veces contaba algunas historias de sus viejos tiempos que nadie creía. 

Pocamadre apuró el cigarro y el trago y se vistió con suficiente ropa como para no helarse durante el trayecto hasta casa de Zebulón. La nieve continuaba cayendo, ajena al porvenir y al presente de la ciudad. Después de tomar una botella de la alacena, entró en su nave y la echó a rodar.  A medida que avanzaba hasta su destino advirtió la desolación de la ciudad, que parecía el vientre de una bestia con intestinos de ladrillo y de acero. Se detuvo frente a un Superette a comprar algunas viandas, en el fondo sólo unas tonterías: unas bolsas de tostitos, algunas aceitunas y un par de dips, uno de cebolla agria y otro de queso chédar. Quiso adquirir una botella de whisky, pero le dolió el codo. Al cabo Zebulón no bebería nada mientras viese su película del Oeste. Las fiestas eran malas fechas para los taxistas, sobre todo ahora que la mayor parte de la raza se había quedado sin un cinco y no se congregaría en familia para recibir el año nuevo, ni con alegría ni con pesadumbre. No sentía mucha ilusión por el año que llegaba, sólo deseaba que 2010 acabara de marcharse mucho a la chingada.

Al salir del Superette le llegó el jolgorio proveniente de una casa cercana. Se trataba de una vivienda vieja, de aquellas que antaño se construían con ladrillos de adobe, calientes en invierno y frescas en verano. El patio estaba cercado por unas bardas de madera semiderruidas, y en el exterior advirtió un Peugeot casi desmantelado, con la cajuela convertida en trastero del hogar por donde asomaban unos fierros viejos. Tres niños jugaban con la ilusión de los siete u ocho años, se arrojaban puñados de nieve bajo un árbol tan triste como el paisaje general. Sólo los chiquillos no parecían advertirlo, inmunes a la desolación de la miseria. De la destartalada casa provinieron unas voces y uno de ellos corrió hacia el interior. 

Mientras se dirigía a su taxi, Pocamadre advirtió que aquel pequeño reaparecía con una torre de tortillas de maíz calientes. 

―¡Buenas noches, señor! ―le saludó uno.

―Buenas noches ―respondió Pocamadre divertido― ¡Y feliz año!

―¡Feliz año, señor! ―corearon los tres chamacos mientras se repartían las tortillas con felicidad. 

Mientras abordaba su mueble, Pocamadre advirtió con cuánta fruición rellenaban las tortillas calientes con puñados de nieve fría mientras se pasaban uno a otro una lata vieja rellena de guacamole. Sirviéndose de una cuchara, embadurnaban con alborozo la nieve de las tortillas, y antes de que éstas se enfriaran, corrían hacia sus bocas inocentes para derretirse al fin en sus estómagos vacíos.

Pensara lo que fuese Pocamadre en aquel momento, lo interrumpieron los gritos de dos mujeres y un hombre y el fragor de un AK 47 a pocas cuadras de allí mismo. Las cuernos de chivo habían vuelto a hablar. Los niños reaccionaron con entusiasmo. 

―¿Oíste?

―¡Qué chido!

―¡Córrele!

Y a continuación salieron disparados en aquella dirección, excitados por el espectáculo de la sangre.

Pocamadre consultó su reloj y supo que eran las 9:40 de la noche. De la última noche del año. Un año que dejaba en la ciudad un saldo de 3111 cadáveres sobre la banqueta. Como ahora aquellos desdichados sobre la nieve. Números, nada más. Ni siquiera personas. Vidas de desecho, como las de todos.

Pocamadre le metió sietechanclas al acelerador y emprendió de nuevo el trayecto hasta casa de Zebulón. 

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