Graffitis en la ciudad
Esta ciudad puede estar llena de asesinos. Cualquiera puede ser la víctima esperando en un rincón oscuro. Ella dijo tenemos que matarlo, y dijo tenemos, como si uno dependiera del otro, como si yo estuviera dentro de su cabeza, como si mi cuerpo, mi olor y mi pene formaran parte de su psiquis, haciéndome cómplice. Fue un tenemos colectivo, insidioso, acusador, como si un proyecto de muerte pudiera compartirse tan fácil, envolviendo las palabras con razones de culpabilidad. El asesino está en la ciudad y no sabe que será el victimario del muerto, no sabe que es un instrumento destinado a matar, pero usted tampoco sabe que camina a su lado, le guiña un ojo y tiene una conversación trivial. Él puede ser un profesional de la muerte que mide sus movimientos y el modo de ocultar las evidencias; quizás es un joven ingenuo, desubicado, desorientado del modo en que debe ocultar las evidencias, sin saber que su vida está siendo analizada como si fuera un conejillo de indias. Sus costumbres, su habitad, sus gustos, los límites de su cerebro que lo pueden convertir en una real arma homicida han sido estudiadas como en un laboratorio, predestinadas a convertirse en el asesino que no tiene piedad ante la angustia y la resignación de la víctima, ante la mirada del que espera la muerte. La ciudad también se muere, y se mueve como todas, es un laberinto: edificios, contaminación, policías, asesinos y muertos. Estoy aquí, a la sombra de un árbol, la gente grita, fuma; otros hacen cálculos para la próxima compra, caminan indiferentes, los observo, los cuento, enumero a los de siempre. Los niños corren detrás de las pelotas, el bullicio ayuda a los asesinos y a los que van morir que siempre están ahí, yo sigo aquí, clasifico a las mujeres, las ubico, unas a un lado, grupo A, otras a un extremo bien opuesto, grupo B; algunas no sé donde ubicarlas, se salen de los parámetros o no entran, las D, son esas que uno no sabe de qué son capaces. Siempre pasaba y no me acercaba, nunca me gustaron los parques, pensaba que era de viejos, ella también siempre está ahí, anunciando, gritando, es una vendedora ambulante como casi todas: inmigrante, con necesidades materiales, eso creo. Me pregunto de dónde sale tanto maní, los noticieros no hablan de sobrecumplimiento de la cosecha, de fertilización ni de alimento proteico, no es un cultivo priorizado pero está ahí, todo el año, perenne, resistiendo ciclones, plagas y funcionarios; en todas sus variedades sigue ahí como esa mujer que vende, anuncia y grita lastimando mis oídos convenciéndome para que yo compre uno, sólo uno de los cucuruchos llenos de semillas rojas tostadas y con sal. Miro el papel, es el sexto que tiro al agua, reaccionan, desde el papel se dibuja una gran mancha que cubre el agua sucia, miro otro papel en mi mano después de haber terminado con el maní, está escrito, leo: Esa gente que se ignora está salvando el mundo. Leo varias veces, no lo puedo creer, no parece casual, pero las casualidades son sólo circunstancias a las que le damos una importancia desmedida. El parque lleno de papeles me hace recordar el zoológico, nadie se daba cuenta que estaban escritos, todos en lo suyo, sustraídos por la imparcialidad y la unanimidad del parque. Los papeles parecían dirigidos sólo a mi. Miraba la fuente, se había convertido en un cementerio de papeles de maní y de palabras, palabras muertas, exactamente ahogadas en agua sucia. La manisera me miraba y reía, siempre reía y gritaba, me miraba como diciendo: lee que tú eres el elegido, caminaba, gritaba, sonreía, daba rondas en el parque esperando que yo iniciara la conversación. No estábamos solos, yo rodeado de dudas, incertidumbres y un montón de preguntas, ella rodeada de intrigas e insinuaciones, esbozando sonrisas, mostrando su dentadura, feliz, metiéndose en mi mente, deteniendo su pensamiento en mí…
Yo le digo negra, nunca me dijo su nombre, ni su edad, ni su grupo sanguíneo, tampoco me dijo si yo le gustaba; está aquí todos los días, grita, se mueve entre la gente que pasa, juega con algunos niños, da algunas recetas de cocina, se ríe, siempre se ríe. Nunca me había fijado en ella, quiero decir detenerla en mi pensamiento, ubicarla en mi mente, retener la imagen en movimiento, convertirla en idea: la negra vendiéndome maní, sonriendo, moviéndose con su cuerpo ideal de negra: cintura estrecha, tetas pequeñas y un gran culo, la negra levantando al niño que se cayó al suelo mientras corría, la negra sentada secándose el sudor, la negra que ahora sigue la pelota de los niños que juegan y yo con un papel en la mano, y la pelota que rueda cerca de mis pies y ella se agacha a recoger la pelota y yo con un papel escrito en la mano preguntándole por qué están escritos; son sólo palabras, me dijo. Esta es una ciudad muda, sin graffiti. Los graffiti necesitan muros, levitan, van de voz en voz, y estamos rodeados de muros silentes, un graffiti es un mensaje de amor, sexual y de protesta… no entendí su respuesta pero dijo graffiti conteniendo sus labios, sin mover los hombros, sin mostrar los dientes, y dijo muros silentes con la mirada fija en mis ojos pero no en mis ojos sino en la profundidad de mis ojos, como calando el trayecto de mi nervio óptico hasta el cerebro, horadando en mi pensamiento, en mi cúmulo de ideas. Tendría treinta, treinta y cinco o cuarenta años, nunca supe, como después ella misma me dijo, a los negros después de los treinta no se sabe la edad que tienen y sonrío diciendo treinta y encogió los hombros diciendo treinta y cinco y mostró toda su blanca y envidiable dentadura diciendo cuarenta y después dijo que ninguna verdad es absoluta, que la edad es sólo un número escrito en un papel, que la edad se lleva por dentro, en el deseo y el sexo y dijo sexo llena de otras intenciones, lejos del maní, dijo sexo otra vez con aquella sonrisa que sólo ella tiene y los ojos le brillaban y yo no podía creer que estaba metiéndome dentro de la negra, en sus ojos negros y húmedos, en su cintura moldeable y estrecha, entre sus redondas y duras nalgas, saboreando su piel y diciendo palabrotas y frases cursis. En el parque todo fue muy extraño, y rápido, ella era una experta de treinta-cuarenta años, con una hermosa dentadura y un gran culo, yo, un blanquito de veinte años con muchas dudas, una mediana pinga y dispuesto a hacer cualquier cosa. Le devolvió la pelota a los niños, me volvió a mirar, siempre me miraba, sonrío, y me preguntó si me gustaban los jeroglíficos; sonreí, las manos me sudaban, intenté hablar.
-No, realmente no sé que es un jeroglífico
-Por ejemplo, si te digo viejo + pez + azul, ¿en qué piensas?
-En El viejo y el mar, en Hemingway.
-Y si te digo: mujer +hombre + cama.
Callé. Nunca fui bueno para invitar a una mujer a la cama y menos si ella me invitaba a mí. Me vi en su casa, no sé como llegamos, ella hablaba mientras caminábamos, era un solar habanero: bulla, música, olores, negros, blancos, tatuajes, marihuana. Adentro era otro mundo, yo frente a ella, mirándolo todo, a ella y a las paredes llenas de antigüedades y pinturas originales, eso creo, ella rodeada de obras de arte, coronada por una lámpara de lágrimas, ella, una negra manisera y emigrante nacional entre muebles de cedro, ébano y caoba, no sé de que estilo ni época, ella frente a mí y yo absorto, perdido, agobiado, por el calor, el polvo y mi ingenuidad.
Te gusta la música, me preguntó, al viejo le gustan los clásicos cubanos, como dice él, fue cuando mencionó al viejo por primera vez, a mí me gustan algunos. Fue a una esquina de la sala, el único espacio tocado por la modernidad, un equipo de música parecía esperar por ella que ahora coge un compacto entre sus manos, lo huele, me mira, este es el que más se escucha en esta casa: Benny, Rita, Lecuona, es una selección, no sé porqué me gusta tanto esta canción, debería odiarla. La música comenzó.
Maní, manisero se va, si te quieres por el pico divertir cómprame un cucuruchito de maní…
La voz de la cantante me parecía falsa, fingida, gritaba, no sé porque le gustaba.
Es Rita Montaner, La única, dijo, cada vez que vendo maní me acuerdo de ella y del viejo, que me usa para llenar la ciudad de papeles y graffiti, mensajes, como dice él. Él colecciona libros y envía palabras en cucuruchos de maní. Ahora me habla del viejo, que no sale del cuarto pero lo domina todo, que es el dueño de todo, que la gente trabaja para él, venden maní en toda la ciudad, ella sigue hablando del viejo, que grita, que la vigila. A veces en la madrugada le parece que la mira y la toca, se despierta de pronto sobresaltada y no ve a nadie pero sabe que él estuvo ahí, su olor queda impregnado en las paredes, su aliento después del jadeo es inconfundible, ácido; la boca llena de saliva hiede. Él es el dueño de la casa, los muebles, los cuadros, las alfombras, todo. No tengo donde vivir, aquí tengo cama, mesa y techo. Nunca me ha tocado, sé que me mira y se masturba por las noches, a veces se para frente a mi puerta cuando tiene algún dolor, yo lo ayudo, es sólo un viejo solo, triste y apestoso, con un poco de dinero, nunca le miro a los ojos. Deja de hablar del viejo, le dije; se sentó en la cama, se abrió la blusa mirándome. Seguro nunca has estado con una negra, dijo tocándome el pecho. Yo, nervioso, seguro de lo que quería, ella es una negra con cuerpo de negra: cintura estrecha, pocas tetas y un gran culo, yo con mi dardo firme para demostrar que también podía. Lentamente todo fue adquiriendo el ritmo que ella impuso, me levantó el pulóver, se abrió la blusa, puse mi boca en cada uno de sus pezones, ella puso su mano en mi dardo, se asombró, estaba imponente, gigantesco, yo también me asombré de mi anatomía, había crecido unos centímetros más de lo acostumbrado. Nos tiramos a la cama, la penetré una y otra vez, nos besamos, la besé, le besé la sonrisa, saboreé su piel, dije palabrotas y frases cursis; ella me hablaba, no entendía algunas palabras pero hablaba. Siempre hablaba, pero la tercera noche fue diferente dijo: El hombre es el único animal que hace el amor mirándose a los ojos, no entendí. Me habló de la escena de la mantequilla de Marlon Brando, yo seguía sin saber de que hablaba, se paró, se alejó, la perdí de vista entre los muebles y antigüedades, regresó con un pote de mantequilla. Cójeme el culo, gritó, la penetré una y otra vez, gritaba, yo la penetraba, gritaba y yo era un simio, estaba en el cielo, en la gloria, salvaje, era Brando, ella seguía gritando: liberté, liberté, liberté; sudaba, de pronto dijo muy claro jadeando, orgásmica: Tenemos que matar al viejo.
Nunca dijo su nombre ni su edad ni su grupo sanguíneo tampoco dijo si yo le gustaba sé que le gustaba gritó mi nombre sudamos mordió mis labios su olor su pelo la sonrisa ingenua experta dentro de mi descubriéndola habla se ríe siempre se ríe tenemos que matar al viejo como si hablara del parque un tenemos unánime colectivo la casa la ciudad la negra moviéndose la ciudad cuanta gente se mueve a esta hora los asesinos se mueven esperan las víctimas se mueven esperan los parques envejecen los niños juegan envejecen un precipicio es el borde de un poema apenas escrito un montón de pasos alineados hacia cualquier lugar la asfixia en la caída con la esperanza de exhalar algún aliento mirar al cielo ver nubes punteadas por pájaros diminutos te llevan al peligro encantar el tiempo a ciegas olvidarse del reloj en su andar sin retroceso la muerte del sentenciado es quizás mi muerte muchas voces no tienen la verdad ¿o sí? Agonizo en el borde de la tierra la capucha no me deja ver los ojos del verdugo qué puedo hacer parado al borde de la tierra sin poder dar el primer paso qué dejo además de un recuerdo una duda una ciudad una cruz detrás del hombre el hombre delante de la cruz un hombre atravesado qué puedo hacer parado al borde de la tierra si Borges dice que esas personas que se ignoran están salvando el mundo cómo salvarme de los naufragios mientras pueda retener amaneceres si las circunstancias son solo segundos a los que le damos una importancia desmedida mi llanto acaricia los oídos de los jueces no me atrevo a ser náufrago de mi mismo aunque navego a la deriva a mis espaldas y sólo soy un cuerpo disperso entre los otros.
El viejo espera, el asesino espera y se mueve; el viejo lo mira, el asesino mira al viejo. Al viejo le tiemblan las manos como manos de viejo, las manos del asesino tiemblan como manos de cobarde, inseguro, indeciso, suda, espera, no habla, sólo espera. El viejo no habla sólo espera y tiembla. Estoy ahí, con el viejo, a veces no sé si soy el asesino, no estoy seguro si somos el viejo, el asesino y yo. Yo tiemblo, sudo, las manos no saben que hacer, una mujer me ha convencido para que mate al viejo; el viejo te domina, te controla, vigila todo tus pasos, sus palabras recorren la ciudad, van de mano en mano, de papel en papel.
La imagen del viejo cala en mí, lastimosamente, da pena, dolor, me detengo por la duda, no sé si enfrentarlo y matarlo o ayudarlo a morir. No parece un viejo malo, huraño y apestoso, todo a su alrededor lo delata, tiene su huella, la cama destendida, con una sábana mugrienta, el polvo sobre los libros, la mesa llena de restos de alimentos. Es un viejo sucio, solo y triste que se convertirá en víctima, un viejo que siempre dice la última palabra, y yo soy el elegido para detenerlo; no se mueve sólo me mira, creo que me mira, parece indefenso, su mirada no es esquiva, no me ofende, lo veo de perfil, no sé si sonríe o hace una mueca con la boca, veo lo que queda de sus dientes sucios y careados. Su aliento llega hasta mí, el jadeo es el único sonido entre los dos; el infeliz y yo, el viejo y yo, también infeliz, entre las sombras, sin identidad y con una idea: matar al viejo. Motivo, no había ninguno. La pasión no intervenía para nada… Nunca me había hecho daño. Jamás me insultó. Su oro no despertó en mí ninguna codicia. Creo que era su ojo. ¡Si esto es! Uno de sus ojos se parecía al de un buitre. Un ojo azul pálido, con una catarata. Cuantas veces se posaba sobre mí, me helaba la sangre. Y así, lentamente, muy gradualmente, se me metió en la cabeza la idea de matar al viejo y librarme para siempre del ojo aquel.
Los parques son alegres, los niños juegan, los viejos esperan a la sombra, los enamorados se buscan. Este no me gusta, los carros fúnebres pasan despacio uno tras otro, silentes, grises, negros, desde temprano; a veces hasta cinco en el día. El último pasa antes de las cuatro de la tarde, en caravana lenta, ceremoniosa, entonces todos se paran, hacen silencio, se persignan y cruzan los dedos, después todo es como al principio, se escuchan las voces, las voces de los niños, la voz de ella.
Luis Alfredo Vaillant Rebollar. La Habana, 1968. Narrador y poeta
Doctor en Medicina, profesión que ejerció entre 1992 y 2005. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha obtenido, entre otros, el Premio Cuentos de Amor, Las Tunas, 2002; la beca de creación Caballo de Coral; fue finalista del Premio César Galeano 2002; Mención de Cuento de la revista La Gaveta, 2002; Mención en el Concurso de Minicuentos El Dinosaurio 2003; Premio de Cuento Ernest Hemingway 2003; finalista del Concurso Internacional de Cuentos Villa de Mazarrón, España, 2004; Premio David de la UNEAC (Cuento), 2005; Mención del Premio Farraluque de Literatura Erótica (Poesía), 2005; Mención del Premio Hermanos Loynaz de Literatura Infantil, 2006; Mención del Premio Luis Rogelio Nogueras de Literatura Infantil 2007 y finalista del Premio Internacional La Felguera de España, 2008. Ha publicado el libro de cuentos Náufragos (Ediciones UNIÓN, 2008) y ha sido incluido en las antologías Trozos de la verdad, 2005 y Los mejores cuentos cubanos, 2005 (ambas en el género de Cuento), así como en las de Poesía Otras Islas, 2008; Espacio mínimo, 2008 y El ojo de la luz, 2009.