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Fuga de capital

Gilberto mira el reloj. Ha pasado casi una hora desde que le inyectó la droga al “paciente”. Según sus cálculos, en cualquier momento debe despertar con la percepción temporal interrumpida, requisito indispensable para efectuar la transferencia de conciencia. Los pocos casos en los que ese paso se ha obviado, han terminado con la aniquilación de la personalidad trasplantada. Algo inaceptable, por supuesto.

Pasa la vista por la habitación en penumbras, que semeja una cripta a salvo de cualquier irrupción del exterior. Una sensación equivocada, como bien sabe. La operación es altamente riesgosa. En este periodo hay muchos agentes de la patrulla temporal estadounidense, y pueden localizarlos en un golpe de suerte, ocasionándoles un fracaso que provocaría tantos desastres en el futuro que prefiere no pensar en eso.

Es cierto que el último informe de contrainteligencia asegura que la infiltración en las filas de la patrulla temporal brinda la cobertura suficiente, pero jamás puede excluirse un error. Vuelve a mirar el reloj, afuera escucha los pasos del secretario del señor Robert, nervioso por participar en una operación ilegal de este calibre, aunque su pago es bueno, información de primera mano de los sitios a salvo de las bombas nucleares que en unos años reducirán a cenizas la mayor parte del planeta.

Justo entonces, Robert Glaver se mueve en la cama y recupera el conocimiento. Cuesta imaginar que ese anciano moribundo sea el fundador de Destiny Investment, el mayor consorcio militar del país, creado en la segunda década del siglo XXI. Robert se agarra a los bordes de la cama, estrujando la sábana, y sus ojos se empeñan en aferrarse a los de Gilberto.

—¿África? —pregunta en un inglés entrecortado.

Gilberto suspira. Siempre es igual, de pronto se les desdibuja la realidad que los produjo y necesitan escuchar detalles del mundo al que irán, detalles que, según los psicólogos, les permite salvar el vacío entre épocas. Algunos, incluso, exigen una descripción exhaustiva del nuevo mundo, como si la muerte fuese un empleado o sirviente al que pueda hacerse esperar.

—Señor Robert —dice en voz baja—. El proceso solo puede aplicarse en un periodo de tiempo muy limitado.

—Por favor —implora el otro, y se le queda mirando hasta que Gilberto suspira y asiente, comprensivo.

—¿Qué quiere saber? ­—pregunta.

—¿África? —insiste el moribundo.

—Pues más o menos igual —responde, y por un momento libera sus ojos de los del yaciente—. El imperio Kanem-Bornua y el reino del Congo pelean desde hace años por los límites territoriales y no tienen para cuando acabar. Neosudáfrica se ha venido abajo con el desplome del mercado del oro, y el éxodo de bantúes, zulúes y xhosas desplazados de sus antiguos países por los ajustes de cuentas étnicos. El caos es total.

—Por Dios, ¿y los europeos que hacen al respecto?

—Como usted sabe —reprocha, veladamente—, siguen expulsando a los africanos que se aventuran más allá del estrecho de Gibraltar. Buena parte de su economía se dilapida en el mantenimiento de la Muralla Gibraltariana y el pago a los miembros de la fuerza de elite encargada de su protección.

—¿No han aprovechado el caos africano para introducirse allí?

—Aunque quisieran no pueden. El esfuerzo de la eliminación de los adeptos a las derivaciones del nacional-socialismo, a principios del siglo XXII, destruyó la Unión Europea, dejando a los europeos indefensos ante la emigración ilegal. Los remanentes más importantes de la Unión (la Liga Vaticana, el Grupo Nórdico y la Alianza Eslava), lideran una iniciativa defensiva centrada en establecer un férreo control sobre sus fronteras, apelando a una estricta política de no injerencia en otros continentes. Además, recuerde que deben luchar contra el flagelo de las maras.

—¿Las maras?

—Si. Como ya le dije, la Federación de Países Centrolatinoamericanos deportó a fines del siglo XXI unos diez mil mareros a Italia, como parte de un acuerdo comercial que pretendía emplearlos como fuerza de trabajo forzado. Ya había sido aplicado con presos provenientes de las mafias eslavas y arias y dejaba buenos dividendos. Sin embargo, los mareros recién llegados, junto a los que ya estaban en España, lograron hacerse fuertes en el territorio italiano, y se expandieron por todo occidente. Eso originó que otros cuarenta mil mareros, esta vez por sus propios medios, emigraran a Europa. Ahora son la mafia dominante en el viejo continente, y dirigen el negocio de las incursiones ilegales a las zonas radioactivas de las antiguas Europa oriental, Arabia, Asia y Oceanía.

—¿Asia? ¿Pero Japón sigue siendo una potencia?

—Sí. Salió de la última guerra con ímpetu renovado. Se apoderó de enormes territorios, en el pasado pertenecientes a las extintas China, Vietnam y Corea.

—¿Representa un peligro para nosotros?

Gilberto sonríe.

—No, señor —responde en tono bajo—, nuestro país salió bastante bien librado de la Tercera. Muy pocas zonas fueron afectadas, y ahora estamos completamente recuperados, en gran medida debido al aporte de hombres como usted.

Robert no reacciona a la lisonja, ocupada su mente en capturar la imagen del mundo futuro.

—¿El Caribe? ¿Cuba? —indaga.

—Sumergido en su mayor parte. Lo que quedó de Cuba se convirtió en Pinar Cuba y Baracoa Cuba. Viven en una perenne guerra civil. Presa fácil para las incursiones de los descendientes de dominicanos y puertorriqueños.

—¿Los haitianos?

—Extintos, señor. Demasiadas ayudas solidarias fallidas.

—¿América del Sur?

—Devastada, como bien sabe. Las zonas descontaminadas están bajo el control de los indígenas. Poseen las antiguas Bolivia, Venezuela, Chile y Colombia. Regímenes crueles, señor, en el último tercio del siglo XXII el tiro al blanco fue el deporte nacional de esos países. Pero les queda poco tiempo de desenfreno, durante el próximo siglo los meteremos en cintura mediante un ejército de guerreros clonados, magníficos ejemplares.

—¿Y esos jodidos mexicanos? —pregunta de súbito.

—Irreconocibles, señor.

—Así que lo único bueno es Estados Unidos —afirma, casi sin aliento.

—Sí, señor.

Robert sonríe, y le tiende su mano derecha.

—Gracias, amigo mío. Puede usted proceder.

—No, gracias a usted, señor. Mi presente es el futuro que hombres como usted hicieron posible.

Robert sonríe una vez más y cierra los ojos. Gilberto toma un cilindro de metal, y lo coloca en torno del cráneo del moribundo. Manipula unos controles y una luz verde se enciende, comenzando a titilar. Cuando el color se torna rojo los brazos de Robert caen inertes. Gilberto los toma y se los pone sobre el pecho, luego recupera el cilindro y sale de la habitación.

—¿Y bien? —pregunta el hombre que espera fuera.

—La transferencia ha sido un éxito. Para el mundo, Robert Glaver, fundador y presidente de Destiny Investment, ha muerto en paz, a las doce de la madrugada de este día 27 de enero de 2084.

—Perfecto, señor William —dice el hombre y señala a siete cajones enormes en el centro de la habitación—. Allí está su pago y el dinero propiedad del señor Robert. ¿Desea revisarlo?

—Por favor —replica Gilberto y niega con la cabeza—. Si algo no lo encontrásemos como debe, ya nos encargaremos de corregirlo desde allá. ¿Entiende?

El hombre asiente, tembloroso.

—Por supuesto. Le agradezco que haya acudido.

—No se preocupe. El negocio es el negocio —responde, y desaparece, reapareciendo en una habitación circular gigantesca, atestada de personas.

—Hora de llegada —informa un altavoz en perfecto español—, 15 horas del 20 de septiembre de 2329.

Gilberto desciende del crono receptor, y señala las cajas a uno de los que salen a recibirle:

—Eres el séptimo arribo exitoso del día —le dice el hombre, y mientras se agacha a revisar las cajas, indaga—: ¿Te topaste con algún agente enemigo?

—Solo con los nuestros. El trabajo de infiltración sigue siendo un éxito. Nadie sospecha lo que pasa. ¿Y por aquí?

—Tampoco.

Gilberto le entrega a un técnico el equipo de captura de conciencia.

—Trátalo con cuidado —le advierte—. Es nada más y nada menos que Robert Glaver, presidente de Destiny Invesment.

—No te preocupes. ¿Te llamo para que veas su despertar?

—Claro. Quiero ver como recibe la explicación de como es nuestro mundo y su contribución a él.

El técnico ríe y se aleja.

—Estoy molido —agrega Gilberto—. En mala hora aceptamos esta misión. Cada millonario yanqui a punto de morir cree que puede comprar una vida en nuestro tiempo.

—No protestes tanto —le reprende el hombre que revisa el contenido de la caja—, a fin de cuentas la idea de que podían comprar una segunda vida fue nuestra.

Gilberto asiente y mira hacia una zona de la habitación, donde resplandece un gigantesco mapamundi.

—¿Somos más grandes? —lo interpela el hombre.

—Pues sí. Con par de millonarios más que transfieran sus fortunas a esta época esa mierda de país acabará de desaparecer.

Y fija la vista en la sección donde los Estados Unidos de América ha quedado reducido a una fina franja entre los Estados Mixtos Mexicanos, —casi al triple de su tamaño en comparación con el siglo XXI—, y el inalterado Canadá.

—Por ahora, cuate —dice, y sale de la habitación.

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