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Falsas esperanzas

Photo by Eric Ward on Unsplash

Luego de que Gala, la secretaria de Salvador, colgara el teléfono, una especie de vacío existencial se me instaló en el pecho. Me sentí entumecida como si la desesperación me hubiera arrancado la energía. Supe de otra de las muchas traiciones de mi esposo y a pesar de que aquello no era algo nuevo, no dejaba de herirme, de hacerme sentir incompleta, incapaz de hacerlo feliz. Gala, esa mujer huesuda y malintencionada, siempre me dejaba saber las aventuras amorosas de Salvador no solo porque manteníamos cierta amistad, también creo que lo deseaba y porque en el fondo me tenía lástima. Por esa razón decidí no hablarle más. Esa fue mi manera de conservar la dignidad, si es que aún me quedaba alguna. 

Cada vez que me enteraba de sus traiciones discutíamos fuertemente, eran peleas horribles que me dejaban deshecha. Luego lo perdonaba, volvía a llenarme de esperanzas, a creer que todo iría mejor. Y de nuevo otro intento fallido, otro fiasco. A esas alturas mi relación con Salvador se había tornado un espejismo. Para los dos era muy difícil aceptar que yo no podía tener hijos. Y aunque al inicio él solía ser un hombre siempre amable, de sonrisa amplia y ojos vivarachos, poco a poco se fue transformando en un sujeto apático, amargado. Apenas nos hablábamos, llegó el instante en que parecíamos extraños. Él dejó de mirarme con deseo, de buscarme en la cama y de sonreír. En sus ojos solo veía reproche, rencor. 

Tras la llamada de Gala le exigí una explicación. Sabía que era inútil, no obstante, necesitaba sacarme de adentro aquel malestar. Fue un momento desgarrador, un altercado que provocó más distanciamiento entre Salvador y yo. Nos dijimos insultos sin escatimar consecuencias y comprendí que entre nosotros las cosas iban cada vez peor. Por eso decidí hacer aquello que me salvaba, lo único que me devolvía la fe, la alegría. Aunque del mismo modo él se llenaba de felicidad, habíamos jurado no volver a intentarlo, era peligroso y los nervios no lo dejaban dormir durante semanas. Pero no quería que se perdiera todo ni que fuéramos tan infelices. Esa vez no pretendía hacerlo por él, tenía que hacerlo por mí, por la familia que siempre deseé.  

—Salvador, por favor…

—No, Vivian, otra vez no.

—Déjame hablar…

—Dijimos que no lo haríamos más.

—Es la única salida.

—Ni lo pienses…

—¿Por qué no?

—No tiene caso, Vivian.

—Esta vez podría funcionar.

—¡No!, ¡he dicho que no!

Me dio la espalda y se alejó como si solo él pudiera ponerle fin a la conversación. Salvador parecía convencido y resultaba estúpido explicarle cualquier cosa. Quise comentarle que podía hacerlo sola para que no se sintiera presionado y tan nervioso como la vez anterior. Hubiera intentado persuadirlo de que todo iba a salir bien, quizás mejor que antes. Pero cerró la puerta al salir y sentí el silencio de la casa. Era un silencio insoportable que me inundó como nunca antes y me hizo llorar. Entre sollozos miré alrededor, vi los muebles, los cuadros, los búcaros, tantos objetos para llenar un vacío que quizás no podría llenarse nunca, fingiendo una felicidad que ya no conocíamos. 

Para recuperarme tomé un baño. Frente al espejo intenté disimular con maquillaje las ojeras, tanto sufrimiento. Vi mis facciones y comprendí que ni el mejor cosmético del mundo podría arreglar aquel rostro de mujer rota, vacía. Otra vez la tristeza me hincó en la boca del estómago, pero contuve el llanto. Luego salí afuera, necesitaba pensar, organizar las ideas. Me fui a un bar cercano. Llegué y me senté en una mesa ubicada en el balcón. Se veía la ciudad, los autos y la gente siguiendo su curso como si nada. Pude ver el parque que quedaba a una cuadra de allí, desde mi altura alcancé a ver a varios niños jugando, riendo. Mirándolos, se me despertó una sensación de resentimiento, un fastidio que no pude evitar. «¿Será por eso que Salvador me recrimina? ¿Porque por mi culpa tiene que simular una sonrisa cuando los amigos hablan de sus hijos?», pensé. La voz del mesero me impidió responder mis propias preguntas. 

Pedí un Pinot Noir chileno del 2010, al menos en eso pude ser coherente. Pensaba en cómo resolver aquella situación que se me había tornado un infierno. Mi vida se desmoronaba y no quería perder a Salvador, no después de tantos años juntos. A pesar de todo lo amaba y a su modo él también a mí. Además, nadie iba a quererme como él ni aceptarme así, tan incompleta, despoblada por dentro. Recordé las veces que soñamos con nuestro primer hijo, en cómo serían sus ojos, su pelo, su sonrisa. Salvador siempre imponía su criterio y yo solo reía. 

“Le pondremos Milton, como mi abuelo, y tendrá también el pelo rojo y sus ojos grises y expresivos. Le encantarán las canicas y la pelota, pero lo que más le gustará es jugar conmigo a la guerra de príncipes contra dragones. Pasaré horas con él, deambulando barrios innombrables, mundos que descubriremos por primera vez. Voy a enseñarle sus primeras palabras, a dibujar, a escuchar jazz.

“Luego, cuando Milton sea un poco más grande, se escapará con sus amigos y llegará tarde. Nosotros estaremos como locos, esperándolo, preocupados, peleando entre ambos por ser tan permisivos. Tú me echaras a mí la culpa, yo diré que la culpable eres tú. A su regreso a casa le impondremos un castigo o un regaño que más tarde los tres olvidaremos al escuchar sus hazañas del día. 

“Será el escritor que no pudiste ser tú, Vivian, y sus libros serán famosos. Iremos a cada una de sus presentaciones y gritaremos desde el público para que se sonroje de la vergüenza y después nos sermonee por hacerle pasar semejante situación. Nos reiremos de eso y poco a poco lo veremos hacerse un hombre de bien, hasta que se vaya a crear su propia familia. Nuestro hijo será perfecto, Vivian. ¿No crees?” 

Y sí, así lo creía entonces. Pero muy pronto supimos que aquellos sueños nunca se harían realidad. Cuando los doctores nos aseguraron que nunca saldría embarazada, algo se rompió dentro de mí, algo se quebró de manera definitiva entre Salvador y yo. No quise seguir pensando en esas cosas que tanto daño me causaban. Tuve que disimular las lágrimas y se me hizo un nudo en la garganta que deshice con el vino que quedaba en mi copa. Volví a mirar hacia el parque, los niños seguían allí, felices y juguetones. Por eso decidí hacerlo, más tarde me las arreglaría con Salvador. Estaba segura de que él iba a entender. En ese instante sentí que debía seguir adelante. Tenía que hacerlo por mí. Ordené otra copa de vino que bebí casi de un tirón, luego pagué la cuenta y salí rumbo al parque.  

Llegué y ocupé un banco viejo y oxidado. La brisa, aunque ligera, arrastraba un agradable aroma a pinos. Muy cerca tres chiquillos jugaban a la pelota, se les notaba sanos, contentos. Sus madres se mantenían un poco distantes, conversaban, fumaban, reían de cosas de mujeres que probablemente nunca me interesarían. Sus carcajadas me resultaron insoportables, las odié, incluso deseé que murieran. ¿Cómo podían reír de aquella manera a pesar de mi dolor? No pude contener el llanto, pero me compuse rápido. Solo tenía una cosa importante en mente, para eso había ido hasta allí. Ellas estaban tan entretenidas en sus pláticas y cigarrillos, tan sumergidas en sus estúpidas conversaciones de madres y esposas, que no se percataron cuando tomé al más pequeño y me alejé velozmente, mientras los otros dos corrían tras la pelota. Lo apreté contra mi pecho muy fuerte para ahogar su llanto, su resistencia de niño. Lo abracé como si fuera mi propio hijo y doblé la esquina, luego otra esquina y caminé sin parar, sin mirar atrás hasta que me supe lejos, a salvo. 

Camino a casa pensé en Salvador, realmente no imaginaba cuál sería su actitud cuando viera a nuestro nuevo hijo. Él no quiso escuchar mi propuesta y tuve miedo, dudas, pero nada podía detenerme en ese instante. Tenía que hacerlo por mí, para ser feliz. Seguí adelante y me convencí de que estaría satisfecho, de que volvería a reír y seríamos los mismos de antes. Llegamos cansados, yo apenas sin aire y el niño dormido en mis brazos. Lo acosté en la pequeña cama del cuarto que ya teníamos preparado. Era una habitación azul, con muchos juguetes y paisajes de príncipes y dragones en las paredes. En la cabecera de la camita estaba grabado su nombre: «Milton». Aun dormido, se le notaba contento en su nueva casa.

Mientras preparaba la cena llegó Salvador. Me notó eufórica, nerviosa. Preguntó qué sucedía, si había olvidado alguna fecha importante. Le pedí que no se alterara, no podía gritar para que el niño no despertara asustado. Abrió los ojos y vi en ellos el miedo, se puso histérico y me susurraba que estaba loca, que pensaba que las cosas habían quedado claras. Lo abracé casi llorando, le pedí que antes de reprocharme alguna cosa fuera a verlo en su cuarto. Le juré que era pequeño, de solo dos o tres años, pelirrojo y lleno de pecas, el hijo perfecto, como siempre habíamos soñado. 

—Es cierto, Vivian, es hermoso.

—¿Ves? Te lo dije…

—¿Por qué lo hiciste?

—Intenté explicarte, Salvador.

—Es una locura, lo sabes…

—Pero valió la pena, ¿verdad?

—Me haces el hombre más feliz del mundo.

—No llores, cariño, no llores…

—¿Por cuánto tiempo será esta vez?

—¿Una semana?

—¡No!, acordamos que dos o tres días, máximo. 

—Pero es tan hermoso…

—Está bien, Vivian, una semana, pero no más.

—¡Soy tan feliz!

—Somos…

—Sí, somos…

Nos abrazamos y reímos como hacía tiempo no podíamos. Salvador se excitó demasiado y tuvimos sexo en la cocina, me colmó de besos, de caricias que me hicieron sentir amada, viva otra vez. La casa, de repente, se llenó de colores, todo parecía cobrar sentido, iluminarse de nuevo. Nadie era más feliz que yo, que nosotros. A fin de cuentas, gozábamos intensamente de aquella dicha que nos habíamos procurado. Era una alegría inmensa, como si no hubiera una madre llorando a su hijo perdido, hundida en la desesperación y por completo devastada. 

Milton despertó y comenzó a llorar. Salvador se vistió aprisa, como un padre que solo desea atender a su querido hijo. “Ya voy, Milton, cariño mío”, le gritó desde la cocina y corrió hacia el cuarto. Iba feliz, muy feliz. Desde el comedor escuché las carcajadas de ambos, sus retozos. “Ya está servida la mesa”, les vociferé. Luego nos sentamos los tres a comer y me sentí la madre más afortunada del mundo. Por eso me convencí de que todo había valido la pena. Supe, en aquel momento, que nada estaba perdido y que quedaban esperanzas todavía para mí, para la hermosa familia que seríamos durante esa semana.

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