Desperté. Abrí los ojos y vi. Lo que mis ojos vieron fue simultáneo; lo que transcribiré es sucesivo, porque el lenguaje lo es. Vi los libros apilados sobre mi mesa de noche. Vi los últimos días del preceptor de Alejandro Magno contados por Alfredo Marcos en la novela El testamento de Aristóteles; vi el futuro que ven los cuentistas cubanos de ciencia ficción reunidos en Tiempo Cero. Vi Un fogonazo, los relatos de un Virgilio Piñera rescatado a fines de los 80 en un delgado volumen publicado por Letras Cubanas; vi La isla en versos. Cien poetas cubanos, todos nacidos del 70 hacia acá. Vi Cena con Buda, novela aderezada con toques policiales de Armando Cristóbal; vi el libro de Viajes de Miguel Luna, escrito por Abel, no el hijo de Adán y hermano de Caín, sino el apellidado Prieto, ministro de Cultura ayer, hoy Asesor del gobierno. Vi (no escuché) La balada de los bandoleros baladíes, violenta recreación de la Colombia de ahora según Daniel Ferreira; vi Las armas y el oficio, con los reportajes que yo escribí sobre las muertes de Walsh, Urondo y Conti, acaecidas en la Argentina durante los años de la dictadura militar. Vi Papeles inesperados, el tesoro inédito de Julio Cortázar hallado en una vieja cómoda de la casa de la viuda Aurora Bernárdez; vi un bulto de hojas grapadas donde se imprimieron noticias bajadas de Internet en la pasada semana. Dentro de ellas, vi una conversación con Vila-Matas sobre su novela Aire de Dylan, vi los textos enfrentados del affaire cinéfilosexopolítico “Vinci-Del Llano-Pardo Lazo”, vi consoladores reportes del diario vi el rescate en Le Monde de un artículo de Albert Camus de 1939 sobre la libertad del periodismo, vi notas diversas sobre el asalto de trece opositores a recinto sagrado en vísperas del arribo a La Habana del Papa, vi la biografía del propio Benedicto XVI tomada de Wikipedia. Vi a Su Eminencia en el trance de canonizar al descubridor del Nuevo Mundo, Cristóbal Colón, en El arpa y la sombra de Alejo Carpentier; vi el Aleph… O sea, vi mi mesa de noche atestada con lo que intento leer simultánea, aunque sucesivamente, porque no puedo tomar en mis manos dos libros al mismo tiempo. Vi todo eso y sentí infinita veneración, infinita lástima. Y entonces me levanté de la cama, recordando que debía hacer la cola de la papa en el Mercado.
Urgido de vestirme, agarré el short y el pulóver que en la madrugada había arrojado sobre una esquina de la cómoda. Debajo de las prendas vi Todo un cortejo caprichoso. Cien narradores cubanos nacidos del 70 hacia acá, vi Esto funciona como una caja cerrada de Yonnier Torres, vi las Variaciones al arte de la fuga de Francisco López Sacha, vi Confesiones de nuevos autores policiales cubanos, vi el libro tercero de la Trilogía sucia de La Habana de Pedro Juan Gutiérrez… Y entonces pensé que mi Universo es eso que otros llaman la Biblioteca. Y como todos los hombres de la Biblioteca, he dedicado mi vida a peregrinar en busca de un libro. Acaso del catálogo de catálogos, el Libro de libros, acaso Dios… Pero no todo el tiempo: ahora mismo debo desvirtuarme de mi propósito para ir en busca del Tubérculo Divino, que “la papa ayuda”, como dice la gente, pensé.
Fui a la cocina, a por un milagro. Pero los milagros son raros hoy día, no encontré rastro de café, y partí hacia La Placita.
No diré que al llegar allí me di con que la cola era infinita, no me gusta exagerar. Sólo había entre cuarenta y cincuenta personas; por ende sólo una hora de espera más o menos. Lo cual ronda el tiempo de espera promedio en cualquier cola: repito que no hay que exagerar…
Y para mayor suerte, La Placita estaba plácida. La mayoría de los concurrentes a la compra del Tubérculo Divino eran personas mayores. Gente tranquila, aunque no silenciosa.
—¡¡¡Aaaaaattchchíiiiiiiisssssss!!! —estornuda una persona con estruendo.
—¡Jesús! —se espanta una señora muy vieja con una jaba enorme.
—¡Salud! —bendice en cambio un señor muy viejo con una jaba enorme.
Todos allí (incluido yo) portan jabas para cargar quince libras de papa como mínimo.
—Te cogió fuerte el Cariñoso —explica otro a la mujer resfriada. Cariñoso es el nombre popular para la gripe de turno. Que no te suelta en quince días como mínimo.
—Dicen que por la Loma se han muerto dos niños de neumonía —dice la mujer alarmista que hay en toda cola que se respete.
—¡Ay, Dios mío! Qué tiempos estos… —se lamenta otra.
—Alabada sea Su Santidad, que vendrá a esta ciudad para bendecirnos a todos —dice, y se persigna, la beata que también hay en cualquier cola que se respete.
La mención al Sumo Pontífice me sumerge otra vez en las cavilaciones sobre el vasto Universo que otros llaman la Biblioteca.
En mi viaje interior en busca del libro perdido, yo he acumulado tantos libros sagrados y encaramado a tantos autores en el panteón de los Cielos: Poe, Stevenson, Borges, Onetti, Cortázar, Carpentier… Soy un pagano, pienso. Bienaventurado el Papa, que se conforta con la Biblia y alberga un único Dios en su corazón. Que no le corresponde hacer ofrendas en múltiples altares.
De pronto, recuerdo haber leído en la biografía del que nació en Baviera el 16 de abril de 1927, llamándose Joseph Alois Ratzinger, y desde 2005 jerarca de la Iglesia Católica, que era devoto de Fiódor Dostoievski. De pronto, veo Crimen y castigo en la mesa de noche del teólogo. De pronto, recuerdo además que el piadoso tuvo su época de consagrado al Neo-Kantismo y que ingresó de profesor a la Universidad de Bonn con una conferencia acerca de “El Dios de la fe y el Dios de la filosofía”, que fue lector de Martin Heidegger y Karl Jaspers. De pronto, veo Ser y tiempo, del primero; y Lo trágico, el lenguaje, del segundo, en la mesa de noche del prelado. Y entonces siento por él infinita veneración, infinita lástima.
Y entonces llegó mi turno. Y compré quince libras del Divino Tubérculo. Y regresé a mi vasto Universo, ese que algunos llaman la Biblioteca.