Si tuviera que salvar un solo recuerdo de mis años en el bufete de La Habana Vieja, escogería sin dudar las incursiones que, en detrimento de las obligaciones laborales, solía realizar dos o tres veces por semana a La Moderna Poesía (hermosa edificación art déco ubicada en la esquina de Obispo y Bernaza, que en otra época fue la librería más importante de Cuba).
Muchas veces pregunté por la procedencia del nombre. Nadie supo nunca responder con certeza. Cuentan que su fundador, un gallego nombrado José López, hizo fortuna mediante la impresión de sellos de correo y billetes de lotería. Al parecer tenía el único taller equipado al efecto en todo el país y, en lugar de invertir en la industria azucarera o tabaquera, el ibérico optó por abrir una librería (que también era imprenta). Cuando el poeta andaluz Federico García Lorca visitó la Isla a principios de 1930, impartió una conferencia que él mismo tituló “Imaginación, inspiración y evasión: Mecánica de la moderna poesía”. José López, sin embargo, había llegado a La Habana desde finales del siglo XIX.
Con el “periodo especial” La Moderna Poesía se sumó a la red de establecimientos “recaudadores de divisas”. Al instante aparecieron las ediciones de bolsillo de los sellos Grijalbo y Mondadori, con cuyos estándares de impresión no podían ni soñar competir las casas editoriales del patio, diezmadas por la escasez de insumos. La contrapartida se había instalado años atrás en los alrededores de la Plaza de Armas: los “libreros de uso”, con sus rústicos anaqueles de madera repletos de volúmenes que no era posible hallar en las librerías tradicionales.
Nunca me gustaron los libreros ambulantes. No me inspiran demasiada confianza esos sujetos que pasan la tarde jugando al ajedrez, a la espera de que un turista se detenga y les compre el Diario del Che en Bolivia y cosas por el estilo. Con el tiempo, muchos libreros nómadas han ampliado la oferta. Los hay que incluyen entre sus mercancías cámaras fotográficas y relojes antiguos, carteles de cine, monedas, sellos…
No obstante, mi verdadera intención era algún día convertirme en librero. Una especie de vocación inconfesada que provocaría la risa a mis viejos compañeros de oficina (en el mismo edificio de la calle Aguacate donde tuvo su bufete el Dr. Antonio Sánchez de Bustamante y Sirvén, maestro de generaciones de juristas cubanos). Eso sí, no querría ser un vendedor solitario. Preferiría un modesto local al que llegarían los amigos para organizar lecturas y presentaciones de libros. Es una aspiración no cumplida. De modo que hasta hoy he tenido que conformarme con entrar a cuanta librería se interponga en mi camino. Incapaz de remediarlo. Como un karma.
Una tarde (una de tantas) entré a La Moderna Poesía y escogí un tomo (uno de tantos) en el estante consagrado a “filosofía y metafísica” (puede que el rótulo no sea exacto). Era el mismo tomo que había estado revisando durante días (en una etapa de mi vida dediqué muchas horas a cierto tipo de lecturas que luego terminaron por aburrirme). La empleada de turno, una muchacha cualquiera que probablemente no hacía sino seguir las indicaciones de un jefe, se me acercó y me dijo: “No puede hojear el libro si no va a comprarlo”. Contraataqué de inmediato (entonces yo era abogado): “¿Cómo sabes que no voy a comprarlo?”. “Los cubanos se pasan todo el tiempo manoseando los libros y al final no compran ninguno”, dijo sin miramientos. “Puede que sea cierto”, respondí. “En ese caso tengo que sentirme doblemente ofendido, puesto que a un extranjero no le habrías dicho lo que a mí”. Devolví el libro y abandoné el lugar. Apenas comenzaba el milenio y creo que hasta hoy no he vuelto a visitar La Moderna Poesía. En cambio, me volví un asiduo del Ateneo Cervantes (justo enfrente), donde se puede hallar, sin demasiado aspaviento, buena parte de la mejor literatura cubana producida en las últimas décadas.
Venir a Miami, ¡por supuesto!, entrañaba una invitación a descubrir sus librerías. Así lo creía yo. Busqué en los mapas. En cuanta oportunidad subí al auto de un familiar o amigo y transité por Flagler o la Calle 8, atisbé con ansiedad a través de la ventanilla. Tal vez por la velocidad (en Miami todos los choferes tienen prisa) no conseguí identificar un letrero, un anuncio, algo que indicara la existencia de uno de esos establecimientos. La gente ya no lee con la misma intensidad (puede que intensidad no sea la palabra idónea para expresar el fenómeno, pero me cuesta afirmar que la gente en verdad lee menos). En la biblioteca de Coral Park Senior High School (donde tomo una insípida clase de inglés cuatro veces por semana) hay un poster que advierte: “Bored? Read!” El salón, sin embargo, permanece vacío todo el tiempo.
—Adonde tienes que ir es a Barnes & Noble.
La propuesta no pudo sonar mejor en mis oídos y, sin que pueda explicar el motivo, recordé el lamentable incidente en La Moderna Poesía.
—No van a llamarte la atención por tocar los libros. Todos lo hacen. Piden un café y se tienden plácidamente a leer en el suelo. Luego dejan el libro en el estante y nadie se mete con nadie.
—No puede ser.
Pero, efectivamente, es. Más de lo que pueda creerse. ¿Alguien concibe a un habanero recostado sobre sus espaldas en el piso del Centro Cultural Habana (San Rafael y Galiano) mientras devora un cuaderno de poemas aderezado con un sorbo de infusión humeante? En Barnes & Noble ocurre. Hasta el snob.
Barnes & Noble cuenta con más de una locación en el área metropolitana. Al menos una de ellas, ubicada en West Kendall (que no es una ciudad sino un “lugar designado por el censo para fines estadísticos”), es simple y llanamente inmensa. Ni parecerse a La Moderna Poesía o la Fayad Jamís, los grandes emporios del libro habanero. Dentro hay un Starbucks y puedes tomar café en cualquiera de sus variedades o comer lo que oferta el menú (que no es parco). Yo, por supuesto, preferí el café, un latte (mezcla de expreso con leche al vapor), muy recomendable.
En el piso superior están los discos. DVDs con todas las películas que has visto o de las que te has enterado. CDs de música que van desde el Bitches Brew de Miles Davis hasta The Velvet Underground & Nico, pasando por el Buena Vista Social Club original, estrenado en 1997. Me detuve a repasar las añejas bandas de rock que no formaron parte de mi exigua colección juvenil, en la Cuba de los años 80. Deep Purple, Kansas, Boston, Styx, Emerson, Lake & Palmer…
Una mujer alta, en sus cuarenta, de cabellos sospechosamente rubios, pregunta en perfecto argentino (quizá uruguayo): “¿Dónde puedo encontrar libros de arte?”. La empleada que la atiende le indica y yo aprovecho la oportunidad para orientarme. Hay solo un stand de libros en español. Los de ficción están agrupados; el resto todo es metafísica, salud, autoayuda…
En la parte de ficción muestran a muchos autores de habla inglesa en traducciones al español, incluyendo a Dan Brown. Su última novela, Inferno, cuesta unos 15 dólares. Tienen allí a Dostoievski, a George Orwell, a Oscar Wilde… Autores latinoamericanos solo Isabel Allende (en todas sus manifestaciones), García Márquez (por supuesto) y una amplia selección de Vargas Llosa. Me topo además con algo de Jaime Bayly y Si viviéramos en un lugar normal, del mexicano Juan Pablo Villalobos (en edición de Anagrama de la que nos regaló un ejemplar en La Habana).
Algunos otros autores, pero no demasiados títulos: Vila-Matas, Pérez-Reverte, Javier Marías y un español nombrado Luis Leante, que tiene una novela ambientada en Cuba. Nació en 1963, pero no le conozco. Me llama la atención no encontrar a Bolaño (cabe la posibilidad de que se les haya agotado), pero siempre se puede pedir lo que uno quiere y ellos te lo encuentran y hasta te lo mandan a la casa si lo deseas (también te lo cobran, entiéndase). ¿Escritores cubanos? Ninguno salvo Carlos Alberto Montaner (exiliado por décadas) y Daína Chaviano con La isla de los amores infinitos, una novela que mi amigo Julio César Triana compró en Los Ángeles hace un tiempo y cuya lectura me encomendó con insistencia.
Hubo un momento en que la rubia quiso saber si tenían libros sobre arte cubano. Traté de escuchar, esperanzado, pero luego se interesó en otra cosa y ya le perdí el rastro. Me hizo sentir un poco desamparado. Me puse a recordar la calle Obispo, las librerías habaneras, los espacios de presentación de libros en Cuba… Todo parece tan lejos, tan carente de sentido. Ni siquiera un tomo de Leonardo Padura en medio de aquel maremágnum de celulosa entintada. Entre los mayores logros de la literatura cubana escrita dentro de la Isla está el de exhibir con orgullo a sus autores en la vitrina mundial de insignificancias.
Iré otra vez a Barnes & Noble, lo más seguro a uno que está en Coral Gables, donde puede que encuentre una mejor selección de ediciones en español, porque la zona es predominantemente cubana (me han dicho). Veremos. Aún no compro nada (aquejado de una iliquidez que me lo impide).
Eso sí, en Barnes & Noble tienen habilitadas unas pequeñas mesas, cada una con dos kindles y conexión a Internet (free WiFi, como en McDonald’s), de manera que puedes navegar la librería virtual y optar por los formatos digitales (increíblemente baratos). El futuro pertenece por entero a la Internet. Al cubano no le resulta fácil desterrar el hábito de resumirlo todo en consignas.
Y para no desentonar con la onda de las consignas, hago también un llamamiento: Si alguno de mis amigos residentes en Miami (o conocedor de la ciudad) sabe de otra librería que no sea Barnes & Noble (aunque igual puede ser Barnes & Noble), no dude en avisarme (incluso invitarme). Iré sin falta. A lo mejor hasta encuentro algunos libros de escritores cubanos. Nunca se sabe.