Narrativa

Estocolmo

«¡Ahhh…!», exclamó El Ingeniero en medio de un estremecimiento que abarcó todo su cuerpo, ganado por una contracción más violenta y placentera que las anteriores. Disfrutó el supremo deleite de sentir cómo de su interior escapaba aquel pequeño chorro de vida que por unos segundos lo transportaba a otras dimensiones del universo y lo convertía en un ser diferente. Quedaba enajenado de sí mismo al punto de permitirse, por ese instante, experimentar sentimientos de debilidad. Siempre que, como ahora, terminaba de vaciarse en un cuerpo de mujer, quedaba embargado por un estado de deliciosa lasitud, como suele ocurrir a la generalidad de los hombres. Solo que, como él no era un hombre de la generalidad, en su caso esa languidez llegaba acompañada de un inhabitual sentimiento de generosidad.

No se trataba de que de repente le entraran deseos de ser bueno con el primero que le pasara por delante, de que, durante los escasos minutos que, como máximo, le durara ese estado de semiconciencia, muriera de amores por el resto de la humanidad. Nadie lo hacía, por qué iba a hacerlo él.

No había que exagerar.

Se trataba apenas de que lo ganaba la convicción más absoluta de que era el mejor hombre del mundo en todos los sentidos, capaz incluso de perdonar a su peor enemigo si se presentara la ocasión. En consecuencia, en ese momento se amaba intensamente, más que en ningún otro, y sentía que los demás deberían sentirse felices con la sola idea de que él existiera sobre la faz de la tierra, porque su bondad era transmisible y gracias a él pronto se viviría en un planeta marcado con su signo, el del altruismo sin límites.

Era una sensación bien extraña, a decir verdad, pues no lo impulsaba a emprender nada a favor de quienquiera que fuera, ni siquiera de aquella sobre cuyo cuerpo se apoyaba. Se sentía bueno y magnánimo, era cierto, pero en forma pasiva, solo hacia su interior, su generosidad no necesitaba dejar huella en los demás.

De cualquier modo, aquella sensación no duraba demasiado, apenas el tiempo que demoraran sus energías en recuperarse. Apretado el cuerpo contra el de la mujer que yacía debajo de él, su mente abandonaba el mundo por un período mínimo. Enseguida volvía en sí, se echaba al lado de ella y reposaba un poco más, como terminando de despertar de un sueño, antes de levantarse e ir a asearse. Aseo que realizaba, eso era invariable, antes que ella, quienquiera que fuera. Esa acción era, acaso, la señal de que volvía a ser la persona de siempre. Puesto de pie, la posición vertical lo llevaba a regresar a sí mismo.

Ya no reposaba encima de ella, pero todavía no se había levantado. Todavía estaba embargado por la idea de ser el hombre más bondadoso sobre la tierra. Olvidado de todo lo que no fuera el recuerdo físico del goce acabado de experimentar, descansaba al lado de María S. Por unos minutos, escasos, la vida quedaba detenida.

Se sentía sereno, sosegado, relajado, plácido. Su mano derecha, en gesto automático, jugueteaba con los pelos del pubis de la mujer. La somnolencia lo iba ganando poco a poco, y sentía cómo iba cayendo en la inconsciencia; los dedos se movían cada vez más despacio, los ojos le pesaban… Se encontraba a punto de dormirse profundamente. En ocasiones le sucedía.

Algo lo impidió esta vez. De súbito, los dedos se contrajeron. Todo él se crispó y, de un tirón, se sentó en la cama, sobresaltado. Al sentirlo, María S, acaso también adormecida, se asustó:

«¿Qué pasó?, ¿te sientes mal?».

También se sentó, intrigada por el comportamiento del hombre.

Vuelto hacia ella, la miraba de una manera extraña, como si hubiera recordado de repente algún hecho espantoso en que hubiera tomado parte y todavía lo tuviera ante los ojos de la imaginación. La miró fijamente a la cara, con expresión iracunda, mas sin proferir palabra. Le recorrió con la mirada el cuerpo desnudo, continuó por las cuatro esquinas de la cama; luego le palpó los muslos con torpeza, tomó las sábanas entre las manos, que le temblaban, y las inspeccionó con minuciosidad. Buscaba algo que no expresaba y ella no alcanzaba a imaginar.

Algo que tampoco él hubiera alcanzado a imaginar. Cierto, el repentino recuerdo de algo terrible lo había despertado del letargo en que estuvo a punto de sumirse. Rompió por fin el silencio y lo dijo de un tirón, mientras tomaba la sábana sobre la cual habían estado acostados, la estrujaba con las manos y se la mostraba:

«¡Mira esto!…., ¿dónde está…? ¡Dónde está la sangre…!

¡Tú no eras virgen…! ¿Por qué no me lo dijiste…? ¡Dime!».

Por un instante ella no entendió la pregunta ni qué debía ver en la sábana o de qué sangre le hablaban.

«¿Por qué no me lo advertiste? Me hiciste creer que…

¡¿Dónde está la sangre?!», repitió él, soltando la sábana y sacudiéndola por un hombro.

«Yo no sé… ¿Qué fue lo que te hice creer?», balbuceó ella, sin saber qué responder a lo que todavía no entendía. De pronto advirtió el sentido de la palabra sangre que él acababa de pronunciar. Nunca hubiera imaginado que, en un momento como ese, él fuera a hacerle una pregunta que nunca había hecho, menos en tono tan agresivo, con esa agitación de todo su cuerpo, esa mirada enrojecida y ese temblor que la asustaban.

«Qué sé yo… Tú nunca me preguntaste nada… Tampoco pensé que eso te importara».

«Que nunca te pregunté… Que no te pregunté… ¡Pero sí me importa, ¿me oíste?, sí me importa…! ¡Y tú tenías que decírmelo…, era tu obligación! ¿Quién te crees que soy yo?».

Seguía sacudiéndola por el hombro, con tanta rabia que le provocaba dolor. Sintió miedo, trató de zafar el hombro, inútilmente, y no supo qué responder. Él continuaba profiriendo palabras, muchas inconexas, sin soltarla, y como si pretendiera que le entraran no solo por los oídos, sino también por la piel. Palabras agujas, que se le clavaran en cada rincón del cuerpo. Que dolieran.

«Confié en ti… Yo…, que no confío en nadie…, confié en ti… Y me traicionaste, me hiciste creer…».

Era exacto al manifestar que no confiaba en nadie, ella debía saberlo; quienes lo conocían podían atestiguar hasta qué punto era cierta la afirmación, nunca desmentida en sus actos. Tampoco era la primera vez que lo dijera, no estaba admitiendo nada que tuviera por deshonroso; por el contrario, estaba orgulloso de ser desconfiado y blasonaba de mantenerse siempre alerta y preparado para responder ante lo que pudiera aparecer. Con él no había imprevistos, era su consigna, y nadie podría engañarlo: «Duermo con un ojo cerrado y el otro abierto para que nunca me agarren desprevenido».

Pero no era exacto en la primera afirmación: No había confiado tampoco en ella. Su eterno ojo abierto no le hubiera permitido esa flaqueza. Si no se fiaba de ningún hombre, mucho menos se fiaba de mujer alguna. Aunque no tenía algún motivo especial para ello, las consideraba a todas capaces de cualquier traición:

«Con ellas nunca se sabe…, la más santa te da la puñalada cuando más confiado estés».

No hizo excepción con María S, pues.

Al conocerla, el mismo día en que ella llegó por primera vez a la empresa, algo que le vio lo convenció de que tenía ante sí a la mujer que necesitaba para casarse, y se impuso ese matrimonio como meta que no dejaría de alcanzar. Pero tampoco quería arriesgarse y comprometerse en algo tan inseguro sin primero tomar sus precauciones. Se encargó de acopiar la mayor cantidad posible de información; cómo había sido su comportamiento en la etapa de estudiante, quiénes habían sido las personas con que se relacionaba. Con el máximo de sigilo, la vigiló para conocer de primera mano la manera en que ocupaba su tiempo y quiénes conformaban su círculo más cercano. Le gustó saber que tenía apenas un grupo pequeño de amigas con quienes se encontraba en ocasiones para asistir a teatros y conciertos; con una o dos de ellas acudía cada semana a las bibliotecas para oír música clásica, el resto del tiempo estaba en casa. Rara vez la vio andar con hombres, nunca con alguno en particular y, por más que se esforzó, nunca sorprendió gestos que pudieran interpretarse como algo más que meras expresiones de cortesía con ellos. De cualquier modo, siempre que una figura masculina se le individualizaba por alguna razón, registró mentalmente su cara, así como los lugares y las circunstancias en que vio a esa persona, por si en algún momento llegaba a encontrar señales de peligro. Al cabo de un tiempo admitió consigo mismo, satisfecho, que no las había, como no había en el comportamiento anterior o actual de ella nada que pudiera calificar de incorrecto, ni en su entorno más inmediato se vislumbraba algún hombre que pudiera considerar un posible competidor.

Por otra parte, sus averiguaciones en busca de indicaciones sobre la posible vida sexual de María S siempre conducían al mismo tipo de respuesta: «Era demasiado retraída», «Era poco comunicativa», «Era tímida», «Prefería andar sola». Un antiguo condiscípulo lo llevó a dar por seguro lo que quería averiguar por encima de todo: «Si en nuestra Facultad alguna vez hubo una virgen, esa fue ella».

De lo ocurrido con El Profesor jamás oyó la menor alusión, pues nadie llegó a saberlo. Muerta en el primer encuentro, aquella relación quedó sepultada en la memoria de ambos participantes; por razones diferentes, ambos prefirieron darla como no existida: En cuanto a María S, la forma en que descubrió que ser virgen podía constituir un grave pecado no fue confesada ni a la mejor de sus amigas, y al Profesor no le interesó sumar su nombre al catálogo de conquistas de que alardeaba entre sus íntimos.

En fin, a El Ingeniero sus indagaciones lo llevaron a asegurarse a sí mismo que había encontrado a la mujer que deseaba para sí. Ni manoseada por otros hombres ni viciada de manías feministas; en pocas palabras, alguien a quien podría modelar a su gusto. Las pequeñas pruebas a que había ido sometiéndola sin que ella diera por eso se lo aseguraban. De todos modos, siempre debería hacerla cambiar algunas costumbres para que el futuro matrimonio  funcionara como es debido, ajustado a sus expectativas. Todas esas amistades que ocupaban el tiempo de María S, aunque fueran femeninas, deberían desaparecer de su horizonte, para que no se convirtieran en malas influencias y la relación funcionara de manera perfecta.

«El matrimonio es una relación entre dos», se decía, y le repetiría a ella muchas veces después de casados. «Todos los demás sobran».

Claro estaba que no pretendía lograrlo de una vez, alcanzar el estado de perfección en un matrimonio exigía ir poco a poco, hasta alguien tan persistente y meticuloso como él debía tomarse su tiempo. Aunque estaba convencido de que lo lograría con el tiempo.

Si se había protegido contra errores, si había tomado tantas precauciones, ¿cómo era posible que se hubiera equivocado? No lo entendía, pero la realidad era que él, El Ingeniero, acababa de enterarse, nada menos que en el momento más inconveniente que se pudiera pensar, de que sus cuidados habían sido en vano. De que había sido engañado. Y, si bien se negaba a admitirlo, una voz en su interior le advertía: «No te engañó ella, fuiste tú». Esa certeza lo enfurecía más y le impedía razonar. Solo atinaba a hacer preguntas sin mucho sentido y amenazar.

«Dime, ¿cuándo fue eso?…, cuándo». Continuó sacudiéndola con fuerza.

De hecho, ni siquiera se daba cuenta de lo que hacía; del mismo modo le hubiera retorcido una mano, o el cuello. Apenas liberaba energía.

«¿Cuándo fue?… ¿Hace mucho?…».

De repente, una idea más terrible todavía se agregó a su preocupación por el tiempo transcurrido:

«¿Con cuántos hombres…?».

María S continuaba sin responder. Lo habría hecho, no sentía que hubiera alguna incorrección por lo cual debiera disculparse, mas no era capaz de reaccionar: No sabía qué expresar, qué argumentar, qué replicar, qué defensa generar ante el cúmulo de reproches que, como interminable cascada, se dejaban caer sobre sus oídos. El dolor en el hombro, que El Ingeniero continuaba apretando cual si intentara romperlo, la mirada furiosa clavada en su rostro y la vehemencia de las preguntas la aturdían al punto de enmudecerla. Tampoco hubiera valido la pena que hablara, tanto le valía como seguir callada, él no habría escuchado. En ese momento no era capaz de oír o sentir otra cosa que la rabia que lo quemaba por dentro.

El Ingeniero no necesitaba respuestas, necesitaba oírse desplegar su furor contra ella.

Sería por eso que no paraba de hablar y de agitar el hombro de María S.

Por segunda vez en su vida, las palabras de un hombre la maltrataban por culpa de la virginidad.

Había demorado más que cualquiera de sus compañeras en sentir el peso de un hombre sobre su cuerpo. Primero El Profesor, ahora El Ingeniero, nadie más antes ni después, y resultaba que en ambas ocasiones se encontraba ante el mismo problema, aunque presentado en sentido opuesto.

El Profesor, El Ingeniero. Entre uno y otro no había pasado demasiado tiempo, y en eso debería callar para siempre: Si el simple hecho de haber estado con alguien anteriormente alteraba de esa manera a su marido, ¿qué reacción cabría es- perar si llegara a saber que ambas presencias no estaban muy distantes entre sí? Aunque aturdida al punto de no poder jun- tar dos palabras con sentido, comprendió que, si la relación recién iniciada no terminaba en ese instante, y si aspiraba a mantenerla con vida, debería comenzar a mentir a partir de ese momento, al menos en cuanto a ese tema. Debería inven- tarse una historia sobre la pérdida de la virginidad y repetirla a sí misma hasta convencerse de que ocurrió así y no de otro modo, para que aquel primer hombre con que una vez había pasado por su vida se convirtiera en un accidente tan perdido en el tiempo que prácticamente dejara de existir.

La actitud de su marido no solo la había desorientado. También, por más que se esforzara por ahuyentarla de la cabeza, sus reproches la hacían evocar la imagen de El Profesor recriminándola a su vez por todavía ser virgen, y las figuras de los dos hombres se alternaban ante ella. A ambos los oía recriminarla, a ambos los veía, uno decepcionado y desdeñoso, el otro enfurecido y amenazador. Y todo por algo que, en el fondo, ninguno ignoraba que carecía de importancia. Para uno, ser virgen era una imperfección inaceptable. Para el otro, no serlo resultaba la peor ofensa que alguien hubiera podido hacerle.

En aquella ocasión temió que El Profesor se levantara, le lanzara la ropa a la cara y le ordenara irse; no la echó, cierto, era educado y sabía contener sus impulsos, pero igualmente se sintió humillada por la actitud desdeñosa, por el silencio o las medias palabras, por la forma de despedirla.

¿Y ahora?

Ahora también se sentía humillada, rebajada, como entonces; acaso más, porque la injusticia le parecía mayor. Pero, si aquel día sufrió por el desaire, el sentimiento de ahora era mucho peor: Ahora sentía miedo, mucho miedo. Más que miedo: Temía haber llegado al final de su vida. La amenaza que se encerraba en el tono de la voz de El Ingeniero, en sus gestos, en su mano que le lastimaba el hombro como descargando en ese punto la ira que lo consumía, podría desatarse en cualquier momento y llegar a un extremo sangriento. Lo anunciaba su mirada. Esa mirada de Gorgona que la petrificaba y le impedía realizar el menor movimiento para rehuir el cuerpo a lo que le producía dolor, mucho menos aducir cualquier razonamiento en su defensa. ¿Un razonamiento? ¿Cuál? ¿Intentar razonar con quién, sobre qué? ¿Qué podía explicar ella que no lo enfureciera más, y quizás lo condujera al arrebato final, cada vez más cercano?

Además del miedo, algo incomprensible la sobrecogía y desorientaba: Nunca hubiera imaginado tal descompostura en él. Cierto que a veces lo había visto exaltarse ante hechos que no ameritaban mayor atención, y en ocasiones resultaba algo intransigente y tozudo, pero siempre había algún motivo que explicara su reacción. En definitiva, era un hombre de carácter fuerte, cuya vida había estado llena de dificultades. Y, por lo general, ella siempre encontró alguna excusa con qué justificarlo.

Pero no en este caso. Ahora su comportamiento le resultaba completamente inexplicable. Irracional. Eso la asustaba más.

Decidió callar y no hacer nada por disculparse, mucho menos reclamar respeto a su derecho de tener una vida antes de conocerlo, del mismo modo que él había tenido la suya. Puesto que nada iba a mejorar con lo que dijera, para qué hablar; oiría en silencio sus reproches, hasta que terminara de desahogarse, o hasta que se cansara de tanto hablar. Acaso más tarde podrían conversar con calma y él entrara en razón.

Mas aquel repertorio de recriminaciones daba la impresión de no agotarse nunca.

¿Cómo ella podía haberle hecho una cosa así a una persona como él? ¿Cómo podía engañarlo en algo tan importante para cualquier hombre como saberse el primero en la vida de la mujer escogida para vivir con ella?

Había sido una simuladora; lo había engañado.

«Casi ni hemos empezado y ya me engañaste con otro…». María S se estremeció con las últimas palabras. ¿Que lo había engañado con otro? ¿De dónde sacaba esa atrocidad? Se le escapó un ¿cómo? de asombro que rompió, sin que se

lo propusiera, el mutismo en que estaba sumida.

Él no pareció oírla.

«Casi ni hemos empezado y ya me engañaste con otro…», repitió. Y, como si pensara que ella simulaba no haber entendido y por eso callaba:

«¡No te me hagas la sorda!».

María S se sintió repentinamente impulsada a rechazar la acusación, más le resultaba demasiado dificultoso hilvanar alguna frase con sentido para contraponerla a aquel despropósito; era tan disparatado que no encontraba argumento para responderle: ¿Cómo era posible que ella lo hubiera engañado, si cuando estuvo con otro hombre faltaba mucho para que se conocieran? Con voz inaudible, casi en un susurro, alcanzó a decir:

«Pero si yo ni te conocía…».

Él la miró, como sorprendido porque se hubiera atrevido a hablar. ¿Era que no lo entendía?: Ella debía haberse dado cuenta ya de que no tenía ningún derecho a hablar, de que el único autorizado a hacerlo era él, porque era el ofendido. Ella era quien había faltado a la fe, la traidora. Debía guardar silencio. Volvió a sacudirla con fuerza, ahora con las dos manos, mirándola enfurecido…

Temió que, por fin, la matara. Quizás ahora fuera a tomarla por el cuello, a apretar hasta asfixiarla; sus fuerzas no le alcanzarían para defenderse. Instintivamente, sus manos agarraron las de él.

Pero no tenía ninguna fuerza en ellas. Ni en ninguna otra parte del cuerpo. Si hubiera estado de pie, habría ido contra el suelo.

«No me contradigas…, ¿está bien?». La empujó contra la almohada, con violencia, y repitió: «No me contradigas…».

Todavía la miró unos segundos. Ella notó que le temblaban los labios.

Después se sentó en la cama, de espaldas a ella, los brazos cruzados sobre el pecho, los pies asentados en el piso. Por fin había llegado al silencio. Solo un ligero estremecimiento de los músculos del rostro, que ella no alcanzaba a ver, denunciaba que en su mente el discurso no había concluido.

Al no oírlo decir nada más, ella pensó que quizás debía aprovechar que él mismo se había interrumpido para tratar de hacerle comprender que, si bien lo pasado ya no tenía remedio, tampoco tenía demasiada importancia, que lo importante era el presente. El único hombre en su vida era él, y era eso lo que contaba. De lo sucedido antes no habían quedado huellas, podría jurárselo, aquello había sido apenas un accidente, un error cometido por inexperiencia y nada más.

Debía aprovechar y hablar.

Respiró hondo, tratando de sobreponerse al miedo. Hizo acopio de valor y comenzó a organizar sus ideas. Le pediría disculpas por no haber podido ofrecerle lo qué había esperado; le prometería que en su vida jamás habría otro hombre que no fuera él…

Él no le dio tiempo a comenzar. Retomó el discurso, pero en otro punto, no agresivo, sino de queja. Se lamentaba de lo falsa que le había salido, a él que tanto había confiado en que ella era la mujer que buscaba.

«Una mujer para mí, como la merezco, que fuera solo mía, de nadie más… ¿Es que no tengo derecho?…, ¿es que era pedir demasiado a la vida?». Volvió a callar, aunque solo unos segundos, como quien detiene el discurso para cambiar de asunto.

Y cambió, pues pasó a amenazarla con terribles represalias: Ella iba a saber quién era él, de él no se burlaba nadie.

«Vas a saber lo que es bueno…».

Solo no llegó a especificar en qué consistían las puniciones anunciadas.

Oscilando entre el temor y el asombro según oía las amenazas, María S se preguntaba cómo el hombre inteligente que la había impresionado desde el primer día era capaz de trastornarse a tal punto. Si al menos fuera por algo realmente importante…

Él pareció adivinarle el pensamiento.

«Así que eso no es importante, ¿no?… Así que no me interesaba saberlo… Sí, claro…, no es importante…, no me interesaba y por eso no pregunté, por eso no lo dijiste… ¡No te dio la gana!, te lo guardaste… ¿Qué importancia tenía? ¡Eso dices tú!… Pero alguien te tocó antes que yo…, ¿verdad?…

¿Eso no cuenta? Dime que no, anda… ¿Alguien te tocó y eso no es importante? No, para ti no… Claro, cómo vas a darte cuenta… Pero para mí sí es importante, ¡y mucho!…, ¡yo tenía que ser el primero en tocarte!, ¿comprendes?… ¡Yo!… El primero y el único…, ¡nadie más!».

«¡Pero en lo que importa tú eres el primero para mí!…

¿No te das cuenta?», se atrevió ella a interrumpirlo, ahora también en voz alta, acaso impulsada por el propio temor, súbitamente exaltada. «Y seguirás siendo el único para mí, ¿me oíste? El único… Yo no voy a ser de nadie más… De nadie… De nadie más que tú… Tú eres mi único hombre…».

Y calló, ahora de forma definitiva, agotada por el esfuerzo de esas palabras. Había manifestado todo lo que era capaz de decir, qué más pudiera agregar que añadiera algo de sustancia. Si dijera una palabra más rompería a llorar, y eso no podía ser, porque ella no sabía llorar hacia afuera.

Él continuó hablando sin darse por enterado de la interrupción, unas veces amenazando y otras quejándose de haber sido burlado, sin que la promesa de fidelidad proferida por ella entrara por sus oídos y alcanzara su entendimiento. Eso último no podía suceder porque no la había oído; estaba sordo, enajenado de cuanto no fuera el hilo de su propia retórica, hablaba para sí mismo.

María S no ignoraba que había estado casado y tenía dos hijos, pues él se lo había comentado en alguna ocasión —alguna vez había mencionado una foto de sus dos hijos del matrimonio anterior, pero nunca la mostró—. Por un instante pensó:

«¿Y él no se acuerda de que tampoco es virgen, que ha tenido mujeres, que hasta tiene hijos? Yo también podría reclamar mi primicia…», pero no se atrevió a valerse de ese argumento. Actuaba como si tampoco lo recordara.

Pero su olvido lo era solo en apariencia. Aquella contradicción fue lo primero que le vino a la mente cuando él proclamó su supuesto derecho a ser el primer hombre para ella, pero era como si su inteligencia se hubiera dividido en dos partes contrapuestas: Una le hacía ver que, si el hombre exigía en ella lo que para él no se exigía, la demanda carecía de sentido y no tenía por qué oírla siquiera. «¿Por qué lo dejó decir eso? Lo que yo debía hacer es decirle las cosas por su nombre, ¿en qué siglo se cree él que estamos viviendo?». Pero la otra parte le advertía que era más conveniente no traer el tema a colación, que mencionarlo podía resultar inconveniente: «Total, no gano nada con decírselo, porque él no está en condiciones de entender nada que le diga, a saber qué es lo que entiende». Cierto se aseguraba, lo más probable era que, en el estado de alteración en que se encontraba, tomara esas palabras como una agresión, como una forma de tratar de disminuirlo, «Y hasta pudiera imaginar que intento justificar eso que considera un engaño».

De ninguna manera, de ahí no podría resultar nada bueno para ella, era mejor que ni lo intentara, para qué enfurecer al hombre más de lo que ya estaba. Mejor esperar, ya habría tiempo de tratar el tema con calma; seguramente cuando se le pase la furia entenderá. De hecho, parecía que ya se estaba aplacando.

En resumen: Una parte de María S le reclamaba defender sus derechos hasta las últimas consecuencias. No era bueno comenzar una relación admitiendo un atropello, con el tiempo se volvería costumbre.

La otra parte le aconsejaba defender la paz hogareña aprendiendo a bajar la cabeza cuando fuera necesario. No era bueno comenzar una relación con una guerra, ya el tiempo se encargaría de poner las cosas en su sitio, y él terminaría por reconocer su error.

Dos opciones. Se imponía escoger una.

Se impuso la segunda opción. Era mejor dejar las cosas como estaban. Que hablara todo lo que le viniera en ganas, que se desahogara cuanto quisiera, que fuera injusto cuanto quisiera. Ya se le pasaría el furor, ya se le aclararía la mente y recapacitaría; no demoraría mucho en darse cuenta del error que estaba cometiendo y arrepentirse de las palabras que ahora profería.

Mejor callar, pues.

Callada ella, terminaría por callar él. Para que haya pelea han de haber dos dispuestos a pelear.

Sin oposición de ella se apagaría el fuego, se alcanzaría la paz. La paz es lo más importante.

La paz tiene precio.

Ella pagaría el precio de la paz.

«Ya se le pasará y todo volverá a la normalidad», se consoló. Súbitamente, El Ingeniero enmudeció, sin transición, como si de repente se hubiera quedado sin aliento, o se le hubiera agotado el caudal de argumentaciones. O se hubiera dado cuenta de que lo que hablaba carecía de sentido. Ya no la zarandeaba, ya no la tomaba por los hombros para reafirmar lo que decía. Ella se maravilló de cómo, solo de pensarlo, lo había logrado: Había actuado acertadamente, con su silencio se había alcanzado la tranquilidad; sonrió, satisfecha. Él se colocó las zapatillas y se incorporó trabajosamente; desnudo como estaba, se dirigió lentamente al baño. Parecía muy agotado. Ella oyó el agua de la ducha caer sobre su cuerpo durante varios minutos, como si intentara refrescarse del ardor que lo abrasaba. Regresó al rato, ahora envuelto en una toalla que se quitó y colocó doblada sobre una silla, costumbre suya que ella aprendería; tomó la ropa de dormir, la vistió y se acostó a su lado, en silencio y sin mirarla. Ya acostado, continuó sin emitir frase alguna durante varios segundos, al cabo de los cuales anunció, mirando al techo, sin inflexión particular en la voz, como si nada de lo anterior hubiera ocurrido:

«Mañana conversamos».

Se volvió sobre un costado, de espaldas a ella, y no dijo más. Al poco tiempo, su respiración acompasada anunciaba que dormía tranquilamente.

Por su parte, cuando logró conciliar el sueño, mucho más tarde, María S apenas reposó; pasó el resto de la noche saltando de pesadilla en pesadilla que la asaltaban en forma de fragmentos aislados de su vida que aparecían y desaparecían, retazos inconexos de sueños que, sin razón alguna, la hacían temblar tan intensamente que se despertaba. Cuando lo hacía, en su interior volvía a escuchar la frase «Mañana conversamos». Él la había pronunciado antes, estaba segura, no era la primera vez, pero…, ¿cuándo?

Ser incapaz de recordarlo la atemorizaba. Era un temor difuso, sin asidero en algo concreto. Como si ese mañana fuera el augurio de amenazas terribles que habrían de concretarse en cuanto terminara la noche y comenzara un nuevo día.

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Estocolmo – Rodolfo Alpízar Castillo

Rodolfo Alpízar Castillo. La Habana, 1947. Narrador, lingüista y traductor.

Ha publicado los cuadernos de cuentos: Solo Cristo salva, 2001; Amorosos y disparatados, 2001; Amorosos disparates, aberraciones para escoger, 2012 y las novelas: Sobre un montón de lentejas (1989), De leyes y justicias (2001), La sublime embriaguez del poder (2008), Brindis por Virgilio (2012), Empecinadamente vivos (2012), Habrá milagro (2015), Robaron mi cuerpo negro (2016), Evangelios, encuentros y desencuentros (2018), Entre príncipes y habaneras (2018). Estocolmo (2019) y Viviendo con Lesbia María (2020). En 2022 publicó Memoria sin casa (autobiografía no autorizada). Su obra narrativa se ha publicado en Canadá, Cuba, España, Estados Unidos, México y Portugal. Ha obtenido el premio Aurora Borealis de la Federación Internacional de Traductores.