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Esperando la carreta

El inconveniente era que las mujeres se habían extinguido hacía muchísimo tiempo. Apenas quedaban unos quince ejemplares en todo el planeta. Sin embargo, la buena noticia era que la Cooperativa de Producción Agropecuaria, CPA, “Shakira González” sobrecumplía, por quinta vez consecutiva, la emulación a nivel nacional. Y cuando se hablaba de nivel nacional, cualquier cosa podía suceder.

Cualquier cosa era que los hombres más destacados, entre los cientos de trabajadores de la CPA, aguardaban por el estímulo de los estímulos: la visita de una mujer.

Los elegidos, clones de guajiros obtenidos totalmente in vitro, sin necesidad de vientre alguno, esperaban endomingados de guayabera y sombrero en los bancos que estaban enfrente a la administración de la cooperativa. La ansiedad y la curiosidad estampadas en los rostros se traducían en la manera compulsiva con que fumaban sus tabacos.

En una hora, quizás menos, la mujer llegaría.

—Estoy todo nervioso…, llevo dos noches sin pegar un ojo —dijo Eleuterio quitándose el tabaco de la boca y hundiendo su cabeza dentro del sombrero—. ¡Una mujer, carijo! ¡Eleuterio Fonseca va a ver a una mujer antes de retirarse!

Nadie respondió.

Sus compañeros pensaban en lo mismo.

El misterio de la atracción por el otro sexo se mantenía intacto en la inmensa mayoría de los clones. Era algo que de algún modo los hacía funcionar. Aunque había que reconocer que el misterio superaba a la atracción.

Fue Secundino quien dejó de fumar y miró un instante al busto de Shakira González que estaba junto a los bancos compartiendo sitio con el del Apóstol.

—Me gustaría que la mujer se pareciera a ella… —murmuró con esa voz apagada del que piensa de boca para fuera.

Los otros intercambiaron miradas de sorpresa.

Secundino quitó la vista del busto, puso sus ojos en unas palmas cercanas, le dio una calada melancólica a su tabaco, meneó la cabeza y presa de una súbita iluminación se dirigió a sus colegas.

—¡Shakira fue lo máximo!

—¿Lo máximo? No es lo que la gente piensa —objetó Casimiro bajito. No era bueno dudar en voz alta de la memoria de las heroínas.

—¿Que no, compadre? —protestó Secundino—. En su biografía se cuenta que fue de las últimas mujeres que tuvimos en la provincia, y todos los años visitaba más de doscientos centros de trabajo. Entre diez mil y quince mil trabajadores la vieron, y de estos más de la mitad…

—¡Guajiro, mire que usted es ingenuo! —interrumpió Pausides— Yo me conozco esa biografía de cabo a rabo y le digo que el papel aguanta lo que le pongan.

Secundino disgustado hizo un ademán de arrojar el tabaco, pero no, se acordó de que no le quedaba ninguno ni encima ni en la casa.

—Una vez oí decir en Caimito del Guayabal que la Shakira esa del busto ni siquiera existió —intervino Macario hablando en el mismo tono bajito.

—¡Nadie puede decir eso! —protestó otra vez Secundino.

—Compadre, no hable alto —dijo Macario al ver que el administrador de la cooperativa pasaba muy cerca del grupo.

Los clones destinados a roles superiores traían, desde el matraz, una peculiar forma de comportarse, lo que hacía que los otros (también por instinto) se cuidaran de ellos.

Pasó el peligro y los hombres continuaron en lo suyo.

—El jefe del sindicato me dijo hace una semana que Shakira también sabía bailar y cantar música campesina que daba gusto —volvió a la carga Secundino.

—No lo creo —aclaró Pausides—. No me imagino a Shakira cantando punto guajiro y bailando con un vestido blanco y un marpacífico en la oreja. A nadie se le hace un busto por eso.

Lo discutieron durante dos minutos y llegaron a la conclusión de que no, Shakira, el baile y la música campesina nada tenían que ver.

—La González que cantaba y bailaba música campesina era una que se llamaba Celina, no Shakira, y ya nadie se acuerda de eso —explicó Pausides con voz de entendido.

Los ojos volvieron a caer sobre Secundino.

—Está bien, está bien —se defendió el emplazado—, pero Shakira sí existió y en el mural dice que fue una mujer muy alegre.

—¿Alegre? —dijo Eleuterio y su voz y palabras eran realmente insondables— ¡¿Quién sabe cómo eran esos bichos en realidad?!

—Melesio me contó hace tiempo que las mujeres eran unas criaturas muy extrañas, y no tenía por qué decirme mentiras —aseguró Casimiro—. Lo peor era que tenían unos días al mes que se ponían insoportables y no podías ni acercárteles porque se te reviraban y hasta mordían.

La alusión a que las mujeres tenían sus momentos insufribles hizo que la inquietud recorriera al grupo.

¿Y si la mujer que les visitaría hoy estaba en medio de ese trance?

—¿Insoportables? ¿Por qué? Esos deben ser cuentos de camino —dijo Eleuterio.

Todos miraron a Casimiro, su rostro había tomado un matiz de sabiduría poco frecuente en él.

— La-re-gla… —soltó Casimiro como si hablara para otra dimensión y no para sus compañeros de trabajo— ¡La maldita!

Las dos palabras provocaron que aumentara la turbación entre los vanguardias.

— ¿Regla y maldición? ¿Cómo se come eso, Casimiro? —indagó Macario asombrado, se dio un trago de café de un pomito color ámbar que sacó de uno de los bolsillos de su guayabera, hizo una mueca y el cuerpo se le removió de pies a cabeza en un espasmo.

—¿Qué va a ser?, que se descomponían igualiticas que las perras y las puercas —respondió Casimiro—. Y repito, Melesio era un hombre probado y no tenía porqué mentirle ni a mí ni a nadie, compadre.

El nerviosismo aumentó.

Los tabacos fueron presas de grandes chupadas.

—¿Pero igualiticas, igualiticas o parecidas? —preguntó Secundino, entrecerrando los ojos para medir mejor a su colega Casimiro.

—No me acuerdo si Melesio me lo dijo o no… —se justificó Casimiro—. A lo mejor me contó y uno con la cabeza y la memoria que tiene, se me olvidó.

En cuanto a la memoria era cierto, los clones de guajiros cada vez perdían más capacidad de memoria en menos tiempo de vida útil.

Era inevitable.

—Me imagino a las mujeres andando por ahí alborotadas —terció Pausides, se rascó la cabeza y soltó una risita burlona—, y el bando de machos atrás entrándose a gaznatones y machetazos para ver quién las enganchaba.

Una mujer descompuesta y la jauría de hombres detrás aullando y peleándose por el sexo hinchado y enrojecido era una imagen inconcebible para ellos. Excepto para el difunto Melesio o para Pausides.

—Bueno…, si se ponían como las puercas…, para mí no es ningún problema… —dijo Macario que había permanecido callado y pensativo tratando, sin éxito, de encender su tabaco.

La curiosidad se apoderó del grupo.

Cuatro bocas prendidas a los mochos de tabaco halando curiosas.

—Compadre, explíquese mejor —instó Eleuterio soltando una densa bocanada—, mire que este no es un día cualquiera.

—Nada compadres, no se me vengan a hacer los sonsos… —soltó Macario y de su voz emanó un fino conocimiento.

La frase sugería tanta complicidad que se mantuvo colgando por encima de las cabezas de los otros.

Macario sacó otra vez su pomito de café, se dio un buche, hizo una mueca y el cuerpo fue víctima de un rápido temblor que terminó en un violento estornudo. El estornudo se repitió cuatro veces.

Los otros esperaron.

Macario tomó aire por unos segundos y logró calmarse.

—Creo que con este café se puede matar cucarachas —dijo por fin con la misma voz de guajiro entendido—. Digo, si no es que lo hacen con cucarachas.

Nadie rió con la ocurrencia. Eso, lo del café, las cucarachas, los estornudos y la alergia era sabido.

De pronto sonaron los altavoces. El convoy en que viajaba la mujer se acercaba a la cooperativa.

Los elegidos se movieron en zafarrancho hacia la oficina de la administración tropezando unos con otros, con el susto en los ojos y las palabras atoradas. A su alrededor la “Shakira González” era  un hervidero. Ella estaba ahí…

Apenas llegaron a la entrada cuando el altavoz rectificó. No se trataba de la caravana, sino de la cisterna que recolectaba el sancocho para la ceba de cerdos.

Los vanguardias regresaron a los bancos y ocuparon sus puestos anteriores. Resoplaron por el desgaste de emoción. Pasaron unos segundos y volvieron a la diatriba.

—Habla, Macario —lo retó Secundino— ¿Qué es eso de las mujeres y las puercas? ¡Aquí nadie es sonso!

—Si a las mujeres cuando les da la regla esa… —el tono de sus palabras apuntaban al placer—. Vaya, que si les da y se ponen como se me pone Lucrecia…

¿Lucrecia?

El nombre femenino hizo estragos.

—¿¡Quién es Lucrecia!? —preguntaron Secundino, Pausides y Casimiro.

—Lucrecia descompuesta da gusto —el goce sugerido en la voz de Macario transportó a sus colegas a oscuros parajes del deseo—. En esos días me da por meterme en el corral con ella… (se le escapó un suspiró) y mirarla comerse el sancocho acariciándole el lomo, hasta que se queda satisfecha… y ahí es cuando la muy reculona me busca echando para atrás. ¿Me entienden?

Todos supieron quién era Lucrecia. En los años que trabajaban juntos, Macario era el primero en reconocer que su animal favorito era una puerca bautizada con nombre de mujer.

La imagen de la puerca reculando en busca del hombre disparó la tensión arterial.

Cada uno se extravió en el recuerdo de su más íntimo animal.

Migdalia, la chiva de Eleuterio.

Risela y Eduviges, las carneras de Casimiro.

Gloria, la yegua de Secundino.

Teleforo, el guajiro que vivía con Pausides.

El silencio se volvió pegajoso de tan sensual.

Volvieron a fumar.

Hubo quien miró a las palmas cercanas, a la arboleda de mangos, a los marabusales o al busto de Shakira.

—No me importa ni Migdalia ni nadie —arremetió de nuevo Eleuterio—, ¡Hoy Eleuterio Fonseca va a ver a una mujer y punto!

No hizo falta que dijera nada de Migdalia. En cuanto a la oportunidad especial de ver a una mujer, los demás vanguardias estuvieron de acuerdo.

—En el fondo, en el fondo —reconoció Secundino—, no creo que las mujeres hayan sido como Gloria, Migdalia o Lucrecia.

—Eso sería mucho decir… —dijo Pausides, a quien el recuerdo de Teleforo se resistía a abandonarlo.

Pero había una cuestión que todavía no se atrevían a reconocer de frente.

Sin vergüenza de ningún tipo.

—Compadres, está bien todo eso, a mí Migdalia me cuadra bastante —admitió Eleuterio sin complejos—, y aunque de vez en cuando me monte alguna que otra novilla, las mujeres son el sueño de mi vida y he trabajado todos estos años por ver a una de carne y hueso.

La sinceridad de Eleuterio contagió al resto de los vanguardias.

—Tiene razón el compadre, y tal vez no les guste lo que pienso —anunció Casimiro sentencioso y estirando las palabras—, pero a veces me parece que si hubieran mujeres no tendríamos que pensar en los animales.

—Bueno, no hay que exagerar… —reconoció Macario—. Lucrecia es mucha Lucrecia. Yo no me quejo.

—Eso cualquiera lo entiende —dijo Eleuterio quitando la ceniza del tabaco en el borde del banco—, pero sospecho que las mujeres no solo servían para encaramárseles arriba.

¿Qué otra cosa pudiera hacerse con una mujer que no fuera montársela?

Eleuterio había dicho algo insólito.

No obstante, gracias a la tradición oral, la sospecha era común.

—Dicen que antes ibas a una oficina, firmabas un papel ahí, hacías una fiesta con dos cajas de cerveza que te vendían en la bodega y para tu casa con ella —explicó Pausides—. Después de la borrachera aquello duraba toda la vida, si el cuerpo de los dos aguantaba. ¡Me erizo de solo pensarlo!

—Eso no debía ser fácil —se quejó Casimiro—. Risela y Eduviges son cariñosas y saben complacerme, pero de ahí a andar apegado va un buen trecho, y si mañana hace falta un animalito para celebrar el veintiséis de julio o la fiesta de los CDR, ¡chilindrón de carnera que tú conoces, sin que me tiemble el cuchillo!

—Una mujer no me puede llevar en el lomo más lejos que Gloria —era Secundino que pensaba en voz alta—. Ni tampoco tendría eso más limpio entre las patas que ella, sin embargo… y es duro reconocerlo…, las extraño sin haberlas visto ni tenerlas…

Pausides entrelazó sus dedos. Su cerebro andaba así mismo: hecho un embrollo de impresiones encontradas. Los años de convivencia con Teleforo le hacían no creer, o dudar, de cualquier sentimiento hacia las mujeres.

—No voy a negar que siento curiosidad, aunque Teleforo tiene lo suyo… y hace un café y sancocha unas malangas qué pa´qué. Yo no quería venir y él ¿qué piensan que hizo? Insistir para que viniera. Después de cinco años doblando el lomo, cómo me iba a perder la oportunidad de ver a una mujer.

—En lo del café y las malangas tienes razón —reconoció Eleuterio, que en más de una ocasión había probado ambas cosas de mano de Teleforo—. Ojalá Migdalia hiciera algo más que berrear y comer yerba. Eso sería…

—Ese es un buen punto de vista —Pausides impidió que Eleuterio terminara su idea—. No importa que Migdalia berree y coma yerba. Está el lío del ordeño. Nunca he oído decir que las mujeres dieran leche como las chivas o las vacas, cosa que las hace inferiores. Es cierto que no me fío de lo que dice, pero en la biografía de Shakira no se menciona el asunto. Si hubiera dado más de tres litros de leche diarios, en vez de un busto le hubieran hecho una estatua de tres metros.

Los demás se quedaron pensativos. Era un razonamiento a tomar en cuenta.

—¡Sí, sí, sí! —dijo Eleuterio rompiendo el silencio— Está bien, ni café ni malangas ni leche ¡No me importa, solo quiero ver una y por eso estoy contento!

Y cada uno lo estaba.

A su manera.

De los pocos ejemplares que quedaban regados por el mundo, una estaría en quince minutos, quizás menos, en la CPA “Shakira González”. Era como para trabajar y trabajar y luego esperar y esperar el tiempo que fuera necesario.

—A mí lo que no me cabe muy bien en la cabeza —convino Macario—, es ese chisme de que las mujeres andaban preñadas casi un año. Tanto ruido y al final parían una sola cría.

—Eso es verdad parir las puercas, las perras y las conejas —dijo Secundino—. En la parición las mujeres andaban flojas, igual que las vacas, las yeguas y las monas, una o dos crías, si acaso.

—A lo mejor ni parían —se aventuró a decir Pausides—. Teleforo está seguro de que las mujeres ponían huevos y que se parecían a las gallinas en eso de enredarse con el primer macho que veían y a los dos minutos, si te veo no me acuerdo.

—¡¿Que ponían huevos!?—chillaron Casimiro y Macario.

—¿Qué sabe Teleforo de las mujeres? —dijo Eleuterio—. En la biografía de Shakira no se dice que pusiera huevos. Y si ella no lo hacía, las otras tampoco. ¡A mí me luce mejor que no eran animales de plumas!

Los demás le dieron la razón a Eleuterio.

Pausides se defendió alegando que Teleforo tenía un sentido del humor muy agudo y que quizás se trataba de un chiste.

El resto del grupo estuvo de acuerdo: debía ser una broma.

De nuevo los altavoces anunciaron la cercanía del convoy y los vanguardias fueron convocados a la administración. El tópico del paritorio dio paso a la excitación. La mujer estaría entrando por la arboleda y ellos dentro de unos minutos estarían ante el ejemplar.

Increíble.

Caminaban perturbados sin saber que, sencillamente, se dirigían a su primera cita.

—¡Disculpen compañeros, es una falsa alarma! —rugieron las bocinas— ¡Los vanguardias que regresen a sus puestos! ¡Y recuerden…!

Y acto seguido el sonido se ahogó por algún desperfecto técnico.

El grupo obedeció y volvió a los bancos.

—Dios mío, me van a matar del corazón —se quejó Pausides.

Los otros se miraron: sí muertos del corazón.

—Compadres, hay algo de lo que no hemos hablado… —dijo Secundino recuperado de la falsa alarma y fumó despacio soltando el humo con pericia.

Los ojos de sus compañeros se posaron sobre él en espera de que hablara.

Secundino repitió la operación. Por lo visto tenía algo importante que preguntar o decir.

—Ver a una mujer es el sueño de todos nosotros, y yo me preguntó: ¿qué vamos a hacer con ella cuando la tengamos delante?

Era una pregunta de cien arrobas.

Cien arrobas de incomodidad y silencio.

Una garza solitaria planeó elegante a ras de la arboleda y desapareció entre las copas de las matas de mango.

Era hora de responder.

—Para mí no es tan sencillo, llevo años y años pensándolo —dijo Eleuterio y de nuevo su mirada anduvo extraviada unos instantes por los lejanos marabusales—, quiero verla y tocarla y hacerle todo lo que le hago a Migdalia y si no tiene tarros (porque me imagino que no los tenga) cogerla por el cogote y…

Y no pudo terminar la frase: la voz se le quebró en medio de hondos gemidos.

—Yo tengo una apuesta con un turista que está en el motel del pueblo. ¡Tres botellas de ron! —confesó Casimiro— Él dice que las mujeres tienen un sola ubre y que mean y cagan por el mismo hueco. Yo se lo pregunté a Luciano, el veterinario, y me aseguró que no. Lo más probable es que se comportaran como las otras mamíferas…

Y sacó una cámara fotográfica.

Los vanguardias quedaron de una sola pieza, nunca habían visto tan de cerca uno de aquellos artilugios.

—Eso sí, tengo que hacerle fotos a todos los huecos que tenga —dijo y manipuló la cámara—. Ven, es muy fácil. Y si es como dice Luciano, esta noche voy a coger el peo de mi vida.

Los otros lo miraron patitiesos. Tanto la cámara como la historia de la apuesta con un turista, los había descolocado un poco. Que luego de muchísimo trabajo y sacrificio los deseos de alguien hacia la mujer fueran tan groseros, no era emocionalmente correcto.

Casimiro entendió la reacción de sus colegas y se vio obligado a agregar algo en su favor que se aviniera con el espíritu colectivo.

—Bueno…, también me gustaría cogerla por detrás y por alante o por arriba y por abajo…, después tocarle el pelo y ver si es verdad que se lo dejaban largo igual que Shakira…, no sé…, compartir mi tabaquito con ella…

Sus colegas suspiraron aliviados.

Las confesiones continuaron.

—Respecto a mí, ustedes saben —habló Pausides aclarándose la voz—, yo me he leído más de cien veces la biografía de Shakira y ahí está escrito que las mujeres eran unas… (la falta del sustantivo apropiado lo hizo carraspear un instante), unos bicharracos de muchos detalles y que sabían hasta cocinar. Compadres, yo no creo que ninguna mujer supere en nada a Teleforo. Y así y todo me gustaría comprobarlo. Lo digo sinceramente.

Las cosas que decía Pausides siempre le resultaban un poco raras a sus compañeros, aunque ninguno sabía por qué.

De las bocinas brotó la música. Los acordes contagiosos del antiquísimo Himno a la mujer, de los compositores Polo Montañés y Harold Gramatges, invadieron la CPA.

Pausides y Macario marcaron el ritmo golpeándose los muslos con las palmas de las manos y moviendo el torso suavemente.

La música chispeante del Himno a… calentó el ambiente e hizo que continuaran las confesiones.

—Mi caso es distinto al de ustedes —dijo Secundino—, en lo de la singadera y las ganas, a mí me basta con Gloria. Yo nada más quiero sentarme a su lado, cogerle las manos y preguntarle si cree en Dios. Y si cree en Él, que me diga si para ella Dios es hombre, mujer o animal. No pido más.

—No quiero aguarte la fiesta, el inconveniente está en que las mujeres no piensan en Dios —interrumpió Pausides—, por la sencilla razón de que no piensan. Teleforo dice que si pensaran no se hubiesen extinguido y todavía estuvieran por ahí.

—Vaya otra vez con Teleforo. Eso es imposible —se defendió Secundino—, las mujeres tienen que pensar en Dios. ¿Saben por qué lo digo?

Cada uno quiso saber.

—A veces, cuando estoy bañando a Gloria y me meto con ella en la poceta y nos ponemos a jugar y el agua le acaricia las ancas y el lomo… (tenue gemido), la muy chula me pone unos ojos y mueve las orejas toda feliz, de una manera que no hace falta que hable. ¡Tiene que estar pensando en Dios!

…y Pausides no pensó en nada…

…y Eleuterio pensó en Migdalia…

…y Casimiro en Risela y Eduviges…

…y Macario en Lucrecia…

Y precisamente este último aún no había respondido una sola palabra.

El Himno a… entró en el montuno y se escuchó el simpático estribillo que hablaba de una mujer que tenía alas, no como los ángeles, sino como las gallinas y los patos.

Los vanguardias esperaban a que Macario hablara.

—No voy andar con rodeos —dijo—. Primero, y si se puede, quiero quimbármela y después, si de verdad eran tan maternales como cuentan, quisiera que me cargara y me durmiera en sus brazos.

Y todos los clones de guajiros se sintieron de pronto arropados en brazos de la madre que ni poseían ni habían imaginado.

No quedaba nada que decir ni confesar.

Todos permanecieron callados rumiando sus propios pensamientos de hombres dichosos y signados por el destino.

Justo en ese momento la música se cortó y los altavoces anunciaron por tercera vez que la mujer estaba a punto de arribar a la CPA “Shakira González”.

El grupo fue nuevamente llamado a la administración.

La comitiva se paró en la entrada.

Los cinco elegidos llevaban ramos de flores en sus manos, ahora cada uno estaba como había reconocido Eleuterio: “todo nervioso”.

Flanqueada por dos camiones desvencijados y repletos de custodios, se acercó una carreta confeccionada con la mitad de un ómnibus, reforzada con chapas de acero y las ventanillas tapiadas. El armatoste venía tirado por un tractor rosado.

Los custodios se bajaron de los camiones y aseguraron el perímetro. El chofer explicó que era una operación de rutina y preguntó si aquella era la CPA “Shakira González” y se quejó de que quedaba en el culo de mundo. Luego se bajó del tractor. El administrador le estrechó la mano y dijo algo sobre el momento histórico que vivían.

El chofer asintió, se puso unos lentes especiales dotados de una cámara y escaneó de arriba abajo a los vanguardias, para comprobar si eran los clones del informe que había recibido el día anterior y no otros. Examen positivo. Satisfecho con su inspección guardó los lentes, se dirigió a la parte trasera de la carreta, sacó una llave y abrió el candado.

Bajaron dos custodios y se apostaron a ambos lado de la puerta de hierro.

Los elegidos sudaban.

Se alisaban la guayabera.

Removían los cabos de tabacos en sus bocas.

No sabían qué hacer con los ramos de flores de la emoción.

El administrador se retorcía las manos.

El chofer subió la escalera, se paró en la puerta y de nuevo miró a los hombres distinguidos.

Fue entonces que gritó:

— ¡Yaneisi, ya puedes bajar!

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