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Espejo Humeante

Generado con IA

A Rafael Grillo, con gratitud.

Yololt paseaba su mirada, examinando las vasijas polícromas repletas de exquisitos manjares. El mercader Ayauh se había esmerado en su banquete de bienvenida. Pero algo apestaba aquí. Era un hedor sutil y agazapado: El hedor de la traición. Yololt, en su posición como temido achcautli de la policía de Tenochtitlán, era capaz de identificar cualquier rastro de traición, por más tenue y disimulado que fuera. 

Levantó una vez más su serena pero intensa mirada hacia el rostro del mercader Ayauh, en busca de signos minúsculos que lo delataran. ¿Con cuál reyezuelo has entrado en contubernio esta vez, astuto Ayauh?, se cuestionó el achcautli. Aunque tenía plena conciencia de ello. Simplemente fingía desconocerlo, ya que apreciaba al mercader. 

Tres de las bellísimas mujeres contratadas para servir en el banquete entraron portando otras vasijas repletas de bienolientes exquisiteces: una sencilla pero deliciosa cazuela de gallinas con tomates, chile amarillo y pepitas de calabaza molidas. Langostas. Hormigas aladas. Carne guisada de venado.

“No comas nada de las vasijas de cuatro colores. No lo soportarías”, le había advertido Hietel. 

No cabía duda, iba a sacrificarlo, pensó Yolotl. Su bienamado Hietel, en su ejercicio como astrólogo principal del Templo Mayor, había interpretado señales entre los astros y los códices, y planeaba sacrificar al mercader Ayauh. Había una ligera angustia bien disimulada en el rostro del mercader ―¿se sabría descubierto?―; pero al mismo tiempo, sus cejas y las comisuras de sus labios expresaban la resignación propia de quien acepta su destino; de quien prefiere descansar tras una larga y tormentosa existencia llena de viajes y acechanzas: fieras selváticas, rigores del frío y el sol, peligrosos pactos con líderes de pueblos reticentes que temían las visitas de las caravanas imperiales… Una vida harto difícil. Una vida marcada por la frágil armonía entre la locura y la concentración. 

Yololt inhaló el humo del tabaco y entrecerró los ojos, observando entre la niebla humeante los movimientos de las manos de su anfitrión. El mercader también apestaba a miedo, pero era otro hedor bien disimulado, semejante a su pacto traicionero. 

La red de espías de Yolotl le había informado que Ayauh, bajo sugestión del rey de Texcoco, pretendía hacer salir al emperador Moctezuma de la capital para que pudiera presenciar con sus propios ojos un extraño milagro: un águila transparente y enorme con cuatro patas de jaguar en lugar de garras de ave, dedicada a cazar serpientes gigantes. 

Por todo el señorío de Texcoco se había difundido el rumor. Ayauh, con su habilidad de mercader, podía convencer a Moctezuma de la veracidad de lo contado. Ni los cazadores más diestros habían logrado capturar al águila. Según los astrólogos del vecino señorío, el ave mítica solo se posaría sobre el hombro del hombre más importante del imperio, “el gran Moctezuma, Señor de señores”. 

Patrañas. Una patraña muy, pero muy bien elaborada y difundida, pero solo una patraña más. Yolotl y su bienamado Hietel lo sabían; pero el achcautli debía contener el celo de su hermano astrólogo. La muerte de Ayauh podría desequilibrar enormemente la situación. 

Yolotl acarició con la punta de su lengua el tatuaje que representaba un pequeño espejo. Jamás lo había visto con sus propios ojos. Era un tatuaje secreto, impreso sobre el paladar duro, justo detrás de sus dientes superiores. Representaba al inescrutable Tezcatlipoca, Espejo Humeante, bajo cuyo signo había nacido Yolotl el quinto mes del año. Yolotl conocía de la justicia del dios de los dioses, invisible y ubicuo. Daba y quitaba. El jefe de la policía de Tenochtitlán no podía desafiar la voluntad de un dios, pero al menos podía evitar enojarlo: el asesinato de Ayauh desencadenaría una revuelta en la Hermandad de Mercaderes. Un notable recién llegado, lleno de riquezas para tributar al tesoro real, y con hijo recién nacido, amanece muerto, desangrado. Mala. Muy mala publicidad para la policía. El hervidero de intrigas entre mercaderes y guerreros, se tornaría erupción volcánica…

—Eh, Ayauh, ¿dónde has conseguido mujeres tan bellas? —dijo de repente el general Xiconoc, contemplando con desvergüenza a una de las criadas.

Los viejos guerreros águilas de su séquito prorrumpieron en groseras carcajadas. 

—La belleza es útil para aliviar las fatigas del hombre, mi señor —opinó Ayauh, evadiendo la pregunta.

Yolotl contuvo un suspiro. Se imaginó que a una señal invisible de su bienamado Hietel, el general Xiconoc podía cortarle la garganta a Ayauh. Pero era una imaginación desmesurada. Hietel era más sutil que una brisa nocturna. 

El achcautli volvió a tocar con la punta de la lengua el tatuaje interior. Debía evitar una catástrofe. Hietel solo respondía ante los dioses, pero él, Yolotl, debía mantener el orden entre los hombres. 

Aspiró una vez más el tabaco y comparó a los contrincantes.

La principal diferencia entre ellos consistía en que Ayauh estaba fatigado del rigor de sus viajes. Entendía que había tributado innumerables riquezas a la gran Tenochtitlán. Ahora solo deseaba descansar, hacerle el amor a su esposa y sus concubinas, ver crecer a sus hijos. Quizás eso le había prometido el reyezuelo de Texcoco… En tanto que a Hietel solo lo movía el deseo de mantener la estabilidad del Imperio azteca, y eliminar eficazmente a todos sus enemigos y competidores. 

Ayauh representaba la necesidad del placer y el descanso después de una fructífera obra de vida. Hietel, la inexorabilidad de que los dioses no descansan y que los humanos deben servirles siempre. Pero había una segunda diferencia entre ellos: Hietel espiaba a Ayauh; incluso, a toda la Hermandad de mercaderes. Yololt, por su parte, los vigilaba a ambos. Debía hallar un equilibrio entre el placer y el poder; entre el descanso y la acción continua. Así lo había aprendido de su maestro Tlacaelel, ministro de cuatro emperadores sucesivos. Así lo exigía su dios Tezcatlipoca, señor de lo junto y lo lejano, dador de bienes y sembrador de discordias. 

¿Cómo evitar la segura muerte de Ayauh, determinada por el implacable celo de Hietel, a fin de impedir un disturbio en la capital del Imperio; disturbio que podría ser aprovechado a la larga por los reyezuelos súbditos de Texcoco o la siempre inquieta Tlaxcala?, se preguntó el achcautli

Dibujadas sobre un aguamanil alcanzó a ver dos serpientes que confrontaban sus cabezas. 

“Coatlicue, Madre, dame una señal inequívoca”, se dijo Yolotl para sus adentros. 

Yolotl entendía que Tezcatlipoca era inaccesible. Quizás los Sumos Oferentes del Templo Mayor tenían el privilegio de comunicarse con Él, pero no así el achcautli de la policía de Tenochtitlán. En representación suya, Espejo Humeante, el dios de los enlaces, había enviado a Coatlicue, la diosa con cabezas de serpientes entrelazadas, Madre Paridora y Destructora, la bienamada y la feroz. Progenitora de Quetzalcóatl, el Dios que resucita, el dios manso. 

Mansedumbre era lo que necesitaba ahora. Mansedumbre y paciencia. Debía convencer a Hietel de que aplazara la ejecución.

A partir de las escamas de las serpientes entrelazadas, acudió a su mente un hilo de sueño que le había resultado esquivo durante el despertar. Yolotl siguió el hilo del sueño y desembocó en una habitación dónde Hietel se encontraba sentado en el suelo. El astrólogo observaba atentamente un rollo grande, relleno de pinturas que representaban a los dioses cargando sus numerosos atributos. 

Yolotl se aproximó a las espaldas del astrólogo, pero Hietel no se movió de su sitio, como si no advirtiera su presencia. El achcautli, de pie, observó las pinturas.

De pronto, Hietel señaló a Huitzilopochtli, dios tutelar de los aztecas. Dijo: “El dios de los guerreros será el Tezcatlipoca azul”. Enseguida cambió la dirección de sus manos señalando a otras figuras. “Quetzalcóatl, el dios manso, será el Tezcatlipoca rojo. Y Tláloc el dios de la lluvia, será el Tezcatlipoca blanco. Negro será el color que ostentará nuestro Señor de señores”.

—Te matarán los Sumos Oferentes… —objetó Yolotl— Eso es profanación. ¿Pretendes transgredir nuestras creencias? ¿Reducir nuestros varios dioses a un solo dios?

—Solo hay un Dios verdadero, como solo hay un Imperio —sentenció el astrólogo—. Los dioses vienen en persona a celebrar la entronización del Dios supremo. Nuestro Tezcatlipoca, Señor de los Enlaces —Hietel encontró la mirada de Yolotl—. Acaban de desembarcar sus enormes barcos por la costa este.

El achcautli le dedicó una sonrisa irónica, pero al advertir que Hietel no cambiaba su expresión de severidad, dijo:

—Supongo que traen a sus propios dioses.

—Tienen un Dios por encima de todos, cuyo nombre no puede pronunciarse. Y una diosa Madre cuyo hijo se sacrificó por la humanidad. Son blancos, con las mejillas cubiertas de pelos, tal como lo recuerdan nuestros ancestros. 

Los Pueblos de Arriba, los Pueblos del Frío, rememoró Yolotl. Si vienen con la diosa Madre es que están dispuestos a quedarse. Ya su bienamado Hietel lo sabía, por eso le urge eliminar a Ayauh, pues el emperador no debe salir de la capital, debe permanecer para fungir como el anfitrión de esos nuevos dioses. 

Ahí se desvanecía el recuerdo del sueño. Yolotl volvió a la realidad. Vio a una de las bellísimas sirvientas colocando una magnífica vasija policroma rebosante de chocolate blanco delante del mercader. Este se quedó observando el líquido durante un breve instante y al final se decidió. Bebió un sorbo. “No bebas de las vasijas policromas no lo soportarías”, recordó Yolotl otra vez la advertencia de Hietel. 

Después que hubo bebido, el mercader colocó con suavidad la vasija sobre el tapete. Las miradas de Yolotl y Ayauh se encontraron y el achcautli se preguntó que estaría ocurriendo tras los ojos del mercader. 

“Los dioses ya están aquí”, le dijo Yolotl con el pensamiento. “Ya tú estás condenado por traición. Intentaré salvar a tu bebé”.

A continuación tocó por tercera vez el tatuaje interno con la punta de la lengua. Imaginó al infinito Tezcatlipoca como un lago sereno sobre el que flota la niebla matutina. Lo junto y lo cercano, lo sólido y lo espiritual, las riquezas materiales y la poesía, el hombre y la mujer, la fuerza y la debilidad. El Dios perfecto. Totalmente… un lago sereno sobre el que flota la niebla matutina…Un gigantesco Espejo Humeante; y a su vez, un charquito pequeño dentro de una vasija policromada, como el chocolate blanco, hirviente y letal que acababa de beber Ayauh.

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