Esos negros me la van a pagar
—¡Con lo que nos ha costado ese Lada!
Las manos de Cachita eran como un torbellino espumoso dentro del fregadero mientras limpiaba la losa de aquel almuerzo que, después de una sobremesa importunada, transitaba lento por el camino de la digestión. Maldecía la hora en que se habían sentado a la mesa sin sospechar lo que les esperaba. Sucedió cuando andaban ya por los postres. Mandy se levantó de su silla y pidió las llaves del auto. Las necesitaba para llevar a su novia al conservatorio. La muchacha tenía ensayo y se le estaba haciendo tarde.
—¿El carro? De eso nada, Papito —saltó Cachita, renunciando a su natilla de chocolate—. ¡De eso nada!
—¿Qué tiene de malo? —preguntó Pepe, sorprendido por aquella reprobación tan brusca.
—Lo que tiene de malo es que consientes demasiado a tu hijo. Crees que le estás haciendo bien, pero te equivocas. Y se equivoca él también, que ya se está creyendo lo que no es.
—¡Mami! —protestó el muchacho— ¿Qué cosas me estoy creyendo yo?
—Que el Lada también es tuyo.
—Cachi, por favor, sólo me lo pidió prestado, y todavía no le he dicho ni que sí ni que no.
—¿Viste la calcomanía que le puso en el cristal del fondo? ¡Yo amo a mi Lada! ¡A tu Lada no, mijito, te equivocaste! ¡Al Lada de tu padre! ¿Tú sabes cuánto le costó tenerlo? ¿Tengo que hacerte esa historia?
—A mí me gustó la calcomanía. Creo que exageras…
—¡No exagero! Esta es la gota que colma la copa, Pepe, ya no aguanto ni una más. Este muchacho…
—Gracias viejo, yo me las arreglo.
Mandy salió disparado y dio un portazo como despedida.
—¿Viste que falta de respeto? ¿Tú podías hacerle eso a tu padre? ¡Ni siquiera a tu abuelo! ¡Coño, si yo me acuerdo que cuando íbamos a comer a tu casa nadie podía dar un cucharetazo hasta que el viejo no empezaba a comer, y para todo una gran obediencia. ¿Se le ocurrió a alguno de ustedes pedirle prestado el caballo al abuelo para llevar a un guateque a la novia? ¿Y un portazo? Dios los librara de eso. ¡Ni jugando!
—Eran otros tiempos, Cachi. No creas que Mandy es de los peores. Las cosas que se oyen y se ven por ahí no son comparables a sus malacrianzas. Comprende, aquí no ha pasado nada.
—Bueno, es verdad que Mandy no se puede comparar con cualquier mataperros del barrio, pero tampoco vayas a decirme que es un ángel. Y si no le pones mano dura ahora, mañana vas a tener que ir a buscarlo, en el mejor de los casos, a una estación de Policía. Y vas a ir tú, porque esta que está aquí jamás ha puesto ni va a poner un pie en una estación de Policía.
Después del fregado se sentaron en la sala a conversar. Más bien era un monólogo. Mientras Pepe trataba de leer el periódico, Cachita seguía dándole vueltas al incidente con la llave del auto. No podía olvidar todo el trabajo que habían pasado antes de comprar aquel Lada. Los sinsabores del cubano de a pie, guaguas que demoraban una eternidad en llegar y se volaban la parada porque venían repletas, con la gente colgando en ramillete de las puertas, camellos inmundos, llenos de desagradables sorpresas, almendrones caros y embutidos. Aquellos camiones rumbo a los campamentos de La Escuela al Campo para llevarle provisiones a Mandy. ¿Tenía o no razones para defender ese Lada con la vida?
Y lo peor, como bien había dicho el padre consentidor, no era solo el muchacho, sino la vecindad. El ambiente. Se le partía el corazón al ver el auto allá abajo, a la intemperie.
—¡Ese Lada necesita un garaje! No puede seguir botado en la calle y que todos los perros del barrio vengan a mearlo. Es como si los mandaran. No me extrañaría, con la partida de envidiosos que hay en este arrabal inmundo. Y encima, que esos negros de la esquina lo cojan de mostrador para sus descargas y sus borracheras. Entre esa gente y el otro queriendo llevar a la negra al Conservatorio, me voy a volver loca.
Pepe no lograba concentrarse en las noticias del día, después de un par de lecturas terminaba no enterándose de nada. Cachita no renunciaba al tema, estaba obsesionada.
No era la primera vez que el Lada enturbiaba las relaciones familiares. Unas semanas atrás a Cachita le habían regalado un chisme de poca monta que ella convirtió en drama y estuvo días enteros recriminando al marido por la “pelandruja” que había recogido en la parada.
—¡Con un niño enfermo, mujer!
—¡La enferma es ella, que la conozco bien! Y tú de santo no tienes un pelo.
Y después de una breve tregua, ahí estaban de nuevo, ventilando la misma contrariedad.
—¡Ay, Pepe! Yo voy a ser muy feliz cuando tengamos un techo para el Lada y esa negra no vuelva a ponerle encima el fondillo. ¡Tú tienes que hacer algo! ¡Muévete!
Pepe dejó el periódico. No había manera de que pudiera concentrarse en su lectura. Cachita no paraba de quejarse, aspiraba a muchas conquistas a la vez. De inmediato, permuta para casa en los bajos, con puerta a la calle, azotea libre, patio y garaje, costara lo que costara, que la negra musical no se creyera cosas y no volviera a equivocarse, que el insolente de Mandy la pusiera en su lugar y aprendiera a respetar a sus mayores, y que los envidiosos reventaran de envidia cuando ellos lograran conseguir todo aquello y vivieran con la merecida privacidad.
Cachita iba de un lado a otro soltando las palabras y los gestos. De repente dejó de hablar, suspiró profundo, y con un tono sosegado empezó a despejar angustias. Lo primero era serenarse, pensar en frío, ir salvando obstáculos. Mientras no apareciera ese dinero grande, suficiente para la permuta a una casa con garaje, precisaban de algún vecino de confianza que quisiera alquilarles el portal, del lobo un pelo, hasta que cada cosa ocupara su lugar. A la negrita del Conservatorio bastaría por el momento con no enseñarle los dientes, y a la vecindad prosaica a mirarla por encima del hombro, desde las alturas. Y por último, que Dios estuviera siempre de su parte.
Cachita apagó todas sus candelas y sonrió apacible. Pepe volvió al periódico. Así estaban las cosas cuando a ella se le ocurrió asomarse al balcón. Era algo que hacía con bastante frecuencia siempre que parqueaba el Lada en los bajos. Se había vuelto hábito echarle un vistazo, eso la mantenía calmosa. Pero esta vez se espantó.
—¡Ay, Pepe! ¡Ay, Pepe! ¡Ay, me muero!
Pepe corrió a auxiliarla sin saber qué temer, si una crisis de angina, si un bajón del azúcar, si un latigazo cervical, o tal vez algo nuevo. Pero no se trataba de nada de eso.
—¡El Lada, el Lada!
Pepe se asomó al balcón. La calle estaba desierta. Saltaba a la vista el espacio vacío. La ausencia del automóvil los dejó aturdidos.
—Ese fue Mandy —dedujo Pepe, decepcionado—. Seguramente encontró la llave y se lo llevó… ¡Qué cabrón!
—¡No! No fue él —dijo ella sofocada—. Yo tengo la llave escondida. ¡Ese carro se lo robaron! Tú sabes quienes. Los vecinos. ¡Se lo llevaron, Pepe, se lo llevaron!
Para ella todo estaba bien claro. La gente del barrio.
—Los negros esquineros. Me las paso regañándolos para que no se recuesten a tomar cerveza como si el Lada fuera la barra de un bar. Si diez veces pasan por al lado diez veces lo tocan, se miran en el espejito, se recuestan, cualquier cosa. Les puedes gritar que ni se mueven, no tienen ni este pedacito de vergüenza. Lo que sí tienen es mucha envidia. ¡Se mueren de envidia! Hacía rato que nos estaban cazando. Yo lo veía venir, te lo dije, pero no hiciste nada. Ni siquiera fuiste a ver al Jefe de Sector para alertarlo y que los llamara a contar. Como se sintieron impunes… ¡Qué bien nos la hicieron! ¡Pero la van a pagar! ¡Y caro! ¡Si tú no haces, voy a hacer yo!
Cachita llamó a la unidad de Policía y reportó el robo del auto. Les dio el número de la matrícula para que lo circularan. Casi les exigió que actuaran de inmediato, antes de que esa crápula lograra desmantelar el Lada para venderlo por piezas en el mercado negro. Proporcionó algunos nombres y alias de posibles culpables.
—¡Van a saber! —repetía Cachita dando vueltas por la habitación, después de colgar— ¡Gentuza!
Durante dos horas estuvieron en espera de alguna noticia. Todo ese tiempo Cachita lo pasó recitando maldiciones y advertencias. Después de aquel atraco todo sería diferente. En lo adelante, que nadie viniera a pedir favores ni a confundir el Lada con un taxi o con una ambulancia, que cada cual se las arreglara con lo que tuviera, porque a fin de cuentas, a la hora de los mameyes, cuando cometieron el robo, a plena luz del día, nadie vio ni avisó.
Era larga la lista de ingratos y de ingratitudes. Jamás olvidaría la lección. Por fin sonó el teléfono. Eran los policías. El auto había sido localizado y estaba retenido en una unidad cercana, y el autor del hurto, cogido in fraganti, estaba siendo interrogado. Cachita sonrió satisfecha, había llegado el momento de cobrárselas todas de una vez a esos zánganos esquineros.
Después de agradecer a los guardadores del orden por el rescate del Lada en muy corto tiempo y la captura del ladrón, les pedía que chequearan si faltaba algo en el portaguantes, pues allí había dejado su bolso con dinero, prendas y otros objetos de valor. Hizo un esfuerzo por detallar, quizás eran unos quinientos en moneda dura, cadena y anillo de oro, y sortija, turquesa, recuerdo de familia, de mucho valor material y sentimental.
Cuando le dijeron que el portaguantes estaba completamente vacío, Cachita hizo bien su papel de indignada. Le prometieron que le harían preguntas al detenido para localizar sus pertenencias.
—Quiero denunciar a esa crápula. ¡Lo mío tiene que aparecer! ¡Y que el Lada no tenga ni un rasguño!
Cachita colgó satisfecha. Era su fiesta de resarcimiento. Daba gracias a Dios por haberle facilitado el desagravio. Pero Pepe no estaba conforme con esa indecorosa manera de desquitarse, por demás innecesaria, ya que les asistía la razón y el culpable estaba en manos de la ley.
Le recordó que el carro estaba chocado por detrás, secuela de su aprendizaje en el timón, y ella aspiraba a que no tuviese un solo rasguño. Además, cuando él dejó parqueado el auto sabía que el portaguantes estaba completamente vacío y Cachita nunca bajó a la calle.
—¡Que se jodan, Pepe, que se jodan, que no le queden más ganas de meterse con nosotros! A ese no le van a creer ni una palabra, lo tiene bien merecido, a mí por poco me mata del corazón ¡Y menos mal que me di cuenta a tiempo! ¿Te imaginas? Si me asomo a esa ventana una hora después ni los cogían ni daban con el carro, porque esos ya tenían pensado a dónde llevarlo y convertirlo en piezas. ¿Qué matrícula iban a buscar, dónde?
Se dirigieron a la unidad policial. Al llegar lo primero que vieron fue el Lada en el parqueo. Mientras subían la escalinata, Cachita, insaciable, iba lucubrando qué otros cargos podría añadirle al roba-Ladas. Tal vez decir que había una grabadora en el asiento trasero. No, mejor un video, o algo de más valor en el maletero, cualquier cosa con tal de hundirlo.
—Quiero ver qué cara pone ese atracador cuando nos vea. Apuesto a que lo conocemos.
El oficial que los atendió escuchó pacientemente a la mujer, tomó nota de sus demandas, esmerándose en los detalles, y luego le extendió el papel a su firma, que ella garabateó con prisa.
—¿Y puedo saber quién fue el bandido?
—Va a conocerlo. Venga, lo tenemos en la oficina de al lado.
—Ah, ¿cómo en la oficina? ¿Pero no lo tienen en un calabozo? ¡Por eso pasan estas cosas! A esta gente no se le puede tratar con mano suave. ¿Les contó cómo lo hizo?
—Le puso un puente, es lo habitual en estos casos de hurtos de vehículos. Pero si quiere verlo tras las rejas y no sentado en la oficina primero tendrá que hacer una denuncia.
—¡Cuando quiera!
—Venga, él lo ha admitido todo menos los objetos sustraídos.
—¡Muy bien! ¡Que me lo diga en mi cara! Y usted sabrá a quién creer.
El oficial empujó la puerta y con un gesto amable los invitó a pasar. Detrás del buró, a medio sentar en la silla giratoria, asustado y ansioso, les esperaba Mandy.
Luis Adrián Betancourt. Placetas, 1938. Narrador y periodista.
Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Miembro de la UNEAC y de la UPEC. Miembro fundador de la Asociación Internacional de Escritores Policiales. Ha publicado, entre otras obras, las novelas Expediente Almirante (Editorial Arte y Literatura, 1976); Aquí las arenas son más limpias (Editorial Letras Cubanas, 1978); El extraño caso de una mujer desnuda (Letras Cubanas, 1981) y Las honras del náufrago (Editorial San Luis, 1999). A su autoría, además, pertenecen los libros de cuentos A la luz pública (Letras Cubanas, 1977) y Quinta y 14 (Editorial San Luis, 1999), entre otros; así como los testimonios ¿Por qué Carlos? (Letras Cubanas, 1981); Lobo de mar (Editorial Verde Olivo, 1992) y Cochero (1997). Ha obtenido diversos premios en los concursos Aniversario de la Revolución y 26 de Julio (en los géneros de cuento, testimonio y novela), así como en el Concurso III Fronteras, Asociación Internacional de Escritores Policiales, en 1994.