El celular vibró.
—Estás retrasada.
—Te lo voy a compensar, así que no te pongas intenso. En media hora estoy ahí.
Volví a mirar el reloj.
—Quince minutos, Papita… Ni un minuto más.
—¡Te pones como te pones! —Y con su vocecita de niña mimada: —Veinte. Ni un minuto menos. ¿Okey?
—Ok…
Qué remedio.
Veinte minutos después aún no había llegado. Así que me fui a la barra, pagué las cervezas y, por primera vez en todo el tiempo que había usado aquel antro como “punto de encuentro”, me regresaba a mi rutina con el trapito sucio… O al menos eso pensaba. Nos tropezamos en la puerta.
—¿A dónde crees que vas? —me dijo agarrándome del brazo— ¿No te dije que te iba a compensar? Mira… —señalando a la muchacha que le acompañaba— Ella es Fanny, una amiguita mía.
Sí… A veces esperar vale la pena.
—Hoy el show va por nosotras. Por la demora. Pero si te cuadra para la próxima lo hablamos. ¿Vale?
—No hay problema —le dije, con la certeza de que aquella travesura más adelante iba a costarme caro.
—Esa niña está medio loca, oíste —me había dicho José el día que la llamó desde mi celular para ponernos en contacto—. Y eso a nuestra edad, bro… Crea un hábitooooo…
Tenía razón. Me hice adicto a la muchachita. La llamaba una vez por semana y quedábamos en aquel bar, en la planta baja de un hotelito de dos por una, en el centro de la ciudad, muy cerca de su “teatro de operaciones”. Desde la primera vez yo le había propuesto traerse alguna colega, un poco para averiguar si era verdad lo que decía José o solo era gestión de venta, marketing. Nunca había aceptado. Me dijo que ella se bastaba sola. Era verdad. Con mis cuarenta y tantos años y con un palmarés nada despreciable, creía haberlo visto casi todo. Casi. Papita (nunca me dijo su nombre, ella era Papita y listo… no tenía que saber nada más), con apenas veinte años podía doctorarse en zonas erógenas, en posturas del Kamasutra, en “cubanas” y “francesas”, en el arte del felatio… Una verdadera escort. Y por alguna extraña razón aquella tarde iba a complacerme. Ok. Bien por ellas.
No había tiempo que perder. Subimos las escaleras. Por cuarenta pesos más, la carpetera (que ya era como una especie de confidente nuestra) hizo la vista gorda.
—Vaylan ustedes delante. Mira…—Dándome la llave de la habitación—. La de siempre. Yo te mando a la otra enseguida.
Y me guiñó un ojo.
No más cerré la puerta, Papita me empujó a la cama y se montó a horcajadas sobre mí. Me besó rabiosa, como nunca antes, mordiéndome los labios al tiempo que metía la mano en mis entrepiernas sin soltar el cinto.
—Óyeme bien —Agarrando mis pobres jardines colgantes—. Lo que dije delante de Fanny para una próxima, si lo de hoy te cuadra, es mentira, oíste… Lo de hoy es para que no se te ocurra más pedirme un cuadro… ¿Está bien?
—Papita… Me estás apretando…
—¿Está bien? —Abriendo mucho los ojos y ladeando la cabeza.
Intenté relajarme agarrándola por debajo de la falda minúscula. Nunca se ponía blúmer. Al menos conmigo. No pude…
—Ok…
—Y te vas para esa esquina… Y no se te ocurra meterte en esta cama, pase lo que pase o no me ves más nunca. ¿Vale?
Nada más que hablar. Me soltó, y con delicadeza volvió a morderme la boca. Luego se lamió los dedos con los que casi me deja eunuco.
Cuando Fanny entró a escena, yo estaba arrellanado en la única butaca del cuarto, tocándome por encima del pantalón. Deleitándome en ver cómo aquella geisha de apenas veinte años, ya desnuda, pero con sus sandalias de cintas al estilo romano bien atadas hasta media pierna, acomodaba sus “juguetitos” sobre la cama. Siempre fue de sorprenderme con cosas nuevas, pero entonces se había esforzado en serio. Entre los dos consoladores (le encantaba ir por ambas sendas al mismo tiempo) talla extra que siempre traía consigo, además había una fusta de cuero y un par de esposas. Fanny pasó el seguro a la puerta tras de sí, se descalzó los tenis y fue directo hacia Papita y, vestida como andaba en short y un pulóver mínimos, que dejaban a medio esconder o a medio ocultar sus carnes duras, me parecieron hechas una para la otra. Se complementaban. El Ying y el Yang. Una pequeñita y entrada en libras, con unas nalgas de campeonato pero con las ¿tetas? como botones y un corte a lo bailarina del Moulin Rouge. La otra, casi tan alta como yo, de buenas piernas y mejores muslos, una colita incipiente y un par de TETAS de Playboy que, sumado al pelo hasta la cintura, la hacían ver como una barbie de colección… Nada, que si no dejo de tocarme en el momento que estuvieron juntas sobre la cama, me habría llegado antes que nunca. Por lo que, con las manos ávidas pero quietas, las vi besarse como en cámara lenta hasta que la Papita tomó el control, y en un arrebato se deshizo del pulóver de la otra y dejó al descubierto los pechos abundantes, los pezones minúsculos y atravesados por sendos piercing. Nada que hacer. Para entonces yo ya había parido un alien. Yo incorregible e incontrolable, de regreso a mis andadas arremetiendo contra el pobre animal. Todo expuesto a mis reclamos. Enhiesto y palpitante como un faro encendido en mi isla solitaria en la víspera de la tormenta. Y cuando Papita se fue a por sus juguetes y se los puso delante a Fanny, al tiempo que empinaba sus espléndidas nalgas hacia mí… Flashazo inminente. Primera explosión anticipada. Fin del primer acto.
Ellas ni por enteradas. Gozosas y gozables, hasta que intenté unirme a la fiesta. Fanny se sobresaltó al sentir mis manos en sus pechos, agarrándola desde atrás. Perdió el ritmo. Papita, que hasta ese momento yacía en estado de trance, se percató de mi incursión y, como un resorte, saltó de la cama y me empujó a mi rincón. Asustada.
—¡No la vuelvas a tocar! —dijo y fue hasta la cama, agarró las esposas y me encadenó al brazo de la butaca. Game Over.
Estaba claro. Aquella era una fiesta de dos. El que paga, ¿manda? Quién inventó la frase no era cliente de Papita. En un minuto recuperaron el ritmo y el juego parecía que se iba a poner hard. Con Fanny boca arriba en la cama, la otra esgrimía la fusta y, mientras le lamia los dedos de los pies, le daba golpecitos en las piernas, en los muslos, en el pubis sobre la tela del short, en el vientre y luego recorría con delicadeza los pezones, el ombligo, las caderas afiladas y escurridas. 50 sombras de Papi. Después, siempre apuntando su trasero hacia mí, se fue a lamer cada marca sobre la piel enrojecida y, justo antes de bajar el short de mis tormentos, me miró un segundo y se sonrió. Entonces comprendí, de golpe, por qué el sobresalto de Fanny cuando la toqué. Por qué la reacción de Papita. Por qué me había esposado a la butaca: Debajo del short de Fanny nacía Alien II. El regreso. Y aunque un poco aturdido, por más que quise molestarme, indignarme, gritarles que me soltaran y reaccionar como un hombre, no pude. La imagen de Papita deglutiendo aquel… ¿badajo? (mucho menos imponente que el mío, quede claro), su lengua ávida y su grupa siempre apuntada hacia mí no me lo permitieron. Y sin proponérnoslo: Los tres juntos nos llegamos. Flashazo inminente. Explosión anticipada. Fin del segundo acto.
No he vuelto a llamarla. Me da un miedo terrible. Me gustan más las tetas de Fanny.