Esclavos no solo de Dios
Transcurría el mes de mayo. En las calles, el aire danzaba con el polvo haciendo girones, abrazando a veces algún transeúnte. Con los pies cruzados encima del sofá, Antonio lanzaba una colilla de cigarro por la ventana.
—¡La leche de la bodega cada día está más mala! —dijo María entrando por la puerta— ¡No, y mira qué polvero traigo!
Antonio seguía inmóvil, mirando los perros orinar alguna esquina y a los gorriones anidando entre las tejas ahuecadas de las casonas.
—¿Qué te pasa?
—Estoy bloqueado, hace días que no me llaman.
—¿Y eso qué? —preguntó alzando los hombros.
—¡Qué el dinero se está acabando, pinga!
—Yo te he dicho que puedo trabajar y tú no quieres.
—¿Para qué? Cómo si alcanzara la mierda que te van a pagar…
—Entonces, ¿por qué trabajas de custodio?
—Para tapar la bola, monga. Si no, la vieja chismosa me publica en el Granma.
—¿Quién, la del CDR?
—Esa misma. Hoy estuvo sentada en el portal toda la mañana. Para después darle a la lengua. Pero vamos a dejar la bronca y aprovechar que los niños están en la escuela para “echar un palito” —sugirió abrazándola y quitándole el pomo.
—Tengo que hervir la leche —respondió sonriendo, mientras hacía un mínimo esfuerzo por oponerse.
—¡Dale, mami! —suplicó, acariciándole el cuello con los labios—, de todas formas el agua no se corta…
—¿Cuándo vas a contarme? —pidió a la vez que se aseaba con una astilla de jabón.
—¿A contarte qué? —respondió Antonio desde la cama.
—Lo que haces para ganar tanto dinero.
—Oye, la lengua me duele de hablar lo mismo contigo. ¿Qué quieres, chica, que nos arranquen la cabeza?
A Juan el Bautista lo decapitaron. Dice la Biblia que en una fiesta de cumpleaños del rey Herodes, la hija de la esposa bailó para él. Todos en la fiesta quedaron maravillados, por lo que Herodes le dice que pida lo que quiera. La muchacha corre hasta la madre y pide su consejo. La madre de la princesa le dijo que pidiera la cabeza de Juan como regalo; eso hizo y fue complacida. Mi madre nunca me dejó ir a cumpleaños a pesar de que no conocimos al pobre. Pagué el encierro en mi cuarto, cuando aquellas fiestas de quince retumbaban en las esquinas y todos decapitaban croquetas, yemitas y panecitos. Entonces lloraba hasta quedar dormida.
—¡María, levántate que vas a llegar tarde a la escuela!
El sol atravesaba las rendijas de la ventana, descansando en mis ojos hinchados. Me espabilaba, tendía la cama y entraba al baño. Cuando llegaba a la escuela era un infierno: un compañero de clases, afeminado, y yo, soportábamos burlas y ofensas a diario. Recuerdo cómo tiraban preservativos llenos de agua en mí puesto, gritando que era una mojigata, sin contar las críticas por el largo de mi saya.
—¡María!, ¿te dormiste o estás cagando? —gritó Antonio— Muévete que me llamaron y voy en pira.
—¿Te vas a demorar?
—No sé, hace un mes que no pincho.
—¿Y qué le digo a los niños?
—Lo mismo de siempre, que estoy jugando dominó, no sé, inventa algo —cerró la puerta y el silencio abarcó la casa…
—María, ¡qué te he dicho! No debes decir mentiras —decía mi madre.
Estaba en la secundaria. Aquella tarde, después de Educación Física, fuimos al parque a comprar unos helados. Yo llevaba puesta la única licra que tenía. Cuando llegué a casa, mi madre preguntó si había ido al parque en licra y dije la verdad. Entonces, abofeteó mi cara porque debíamos vestir sin provocaciones y en consonancia a las leyes de Dios. Luego le echó alcohol y la quemó frente a mí.
—¡Mami! ¡Mami! —gritaron Sandra y Sadiel. Soltaron las mochilas y los zapatos, despojándose de todo en los muebles de la sala.
—¿Mami, tú eres sorda?
—¿Qué pasa, Sandra? —respondió sentada en la terraza mientras pelaba algunos dientes de ajo para los moros y cristianos.
—Mañana tenemos que dar cuatro fulas para la fiesta de fin de curso —dijo Sadiel.
—¡Cuatro dólares! ¡Caballeros, pero qué se piensa esa gente, que somos millonarios!
—Ya todos dieron el dinero… pero como no fuiste a la reunión de padres —objetó Sadiel.
—Bueno, tendrán que esperar por su papá, porque yo no tengo un quilo.
—¿Y para dónde está? —preguntó Sandra ablandando con sus dientes el pan de la bodega.
—Está para casa de tu tío Gilberto jugando dominó.
—¡De madre esto! Ahora, si papi no viene hoy, estamos embarcados —protestó Sadiel acariciando al perro.
—Pues si mañana no tengo el dinero, no voy a la escuela —dijo Sandra y cruzó los brazos, haciendo un gesto de negación con la cabeza.
—Niños, niños, por favor no se apresuren, su padre seguro llega en cualquier momento —respondió consolándolos.
—Sí, mami, pero si viene borracho como siempre, tú sabes que es por gusto —replicó Sandra mientras buscaba un poco de agua en el refrigerador para bajar el pan atorado en su garganta.
Por la madrugada no podía conciliar el sueño. Preparó café, y aun sabiendo el punto de vista bíblico sobre los vicios, prendió un cabo dejado por Antonio en el cenicero, con la intención de calmarse, de todas formas ya no era religiosa. Ojeaba un libro, miraba el reloj y aspiraba el cabo, casi los dedos. El perro hambriento raspó la puerta del patio, entonces María salió para echarle las sobras de la comida, y el animal, de un salto, devoró los tres granos de arroz. Volvió a mirar la hora. ¿Dónde estaría? Ya no quedaba otro cabo y había ojeado varias veces el mismo libro.
Alrededor de las tres de la mañana llegó Antonio.
—¿Dónde estabas metido? —indagó, moviendo impaciente el pie derecho. Él apoyó las manos abiertas en el marco de la puerta y la observó desde arriba hasta abajo. María sintió escalofríos.
—Acuéstate mi amor que debes estar cansado —sugirió amablemente.
Sin cambiar su ropa, se acostó y ella comenzó a quitarle los zapatos. En pocos segundos estaba dormido. Entonces percibió un colorado debajo de una oreja.
—¡Mami, levántate que son las siete! ¡Dale, que vamos a llegar tarde! —dijo Sadiel mientras la tocaba en el hombro.
—¿Le pediste el dinero a papi? —preguntó Sandra en el comedor.
—No pude, pero esperen que ahora se los doy —Regresó al cuarto y, despacio, sacó la billetera que estaba en el bolsillo del pantalón.
—¡Agarren ahí! —murmuró abriendo los ojos, y entregó a cada niño un billete de cien pesos.
Desayunaron y se despidieron. María comenzó a fregar las vasijas sucias y a descongelar el refrigerador lleno de hielo.
—¡María, ven acá! —gritó desde la sala.
—Dime, mi vida —respondió—. ¿Vas a almorzar? Ya son más de las doce.
—¡María, María, María! —repitió, traqueando los dedos de las manos— ¿Cuándo vas a aprender?
—¿Qué pasó, Toni? —preguntó asustada.
—¿Dónde pinga están los doscientos pesos?
—Deja que te explique… ¡Antonio, suéltame! ¡Ay, Dios mío, ayúdame, no me des más! ¡Suéltame, déjame los pelos, Antonio, por favor, déjame ya! ¡Suéltame el cuello, ay, Dios mío, ayúdame! ¡Ayayay…!
—¿¡Dios mío!? Aquí el dios tuyo soy yo, el que se juega el pellejo para mantener esta casa, para que vengas a hacerte la linda y me robes. ¿Qué te crees chica, que soy comemierda?
María estaba tirada en el suelo llorando, con las manos en el rostro.
—¡Y es más, me voy, porque te voy a matar, singá!
Entró al cuarto, cambió de pulóver, se echó perfume y salió a la calle. Ella se levantó, fue al baño y lavó su cara. Después caminó hacia la habitación y se acostó.
Al despertar, Antonio estaba friendo unas masas en la cocina y la mesa del comedor estaba llena de compras.
—María, termina de limpiar el refrigerador para guardar la carne que compré.
—Toni, el dinero era para los niñ…
—¡Ya, deja el tema, que se me vuela la cabeza de nuevo!
—¡Qué rico huele! —gritó Sandra entrando por la puerta.
—¡Ño!, cómo me gusta la carne de puerco —admitió con alegría Sadiel.
A mí también. La vez que le dio un infarto a la puerca colorada de mi papá, la frieron completa, el olor a manteca y masa frita inundaba la casa. Pero como no estaba desangrada, no pude comerla. Entonces, cuando mi abuelo y hasta algunos vecinos comían, la boca se me hacía agua y casi obligada me embutía un plato de arroz y frijoles.
Todos comieron, los niños jugaron un rato y luego se fueron a dormir. María y Antonio estaban viendo la televisión.
—Toni, ¿puedo hacerte una pregunta?
—No empieces, que después no entiendo la película.
—¿Y ese colorado que tienes en el cuello?
—Sería de la bronca por la mañana. ¿De qué otra cosa va a ser?
Tocaron la puerta.
—¿Quién será a esta hora?
—Si es alguien buscándome, no estoy —murmuró.
Ella se levantó y abrió despacio la puerta.
—¡Policía, buenas noches! ¿El ciudadano Antonio González se encuentra?
Lis Monsibáez. Mayabeque, 1988.
Egresada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, cultiva la poesía y la narrativa para niños y adultos. Textos suyos han aparecido en antologías y en revistas nacionales y extranjeras. Su primer libro publicado es Nada es lo que parece, en 2020.