—¿Sabía la gacela del peligro?
—Sabía. Sabía también de la sutileza del acecho, de la atención obligada y minuciosa a cualquier ruido extraño en la espesura, al cambio más imperceptible de los olores, al desplazarse sigiloso de las sombras.
—¿Y de la huida, conocía la necesidad de la huida?
—También conocía de esto. Sus años los había dedicado por entero a endurecer músculos incansables, a elastizar tendones capaces de impulsar saltos desmedidos, a oscurecer el ritmo de la respiración hasta el punto en que los pulmones no pesaran en la carrera, a ocultar los latidos de un corazón audible a varios agudos cazadores.
—Entonces, ¿en qué consistía su ignorancia?
—La gacela desconocía el poder de otros enemigos: el vaho detenido de las aguas pútridas, el sabor acre y paralizante de algunos hongos, la engañosa beatitud de ciertas arenas, el encono indiferente de las espinas.
—¿Fue eso lo que la llevó a la perdición?
—Absolutamente. Su falta de precaución la destruyó. Beber de cualquier fuente cambió su aliento; comer a ciegas enfermó su estómago; correr sin cuidado en cualquier terreno partió una de sus patas; los pinchazos, debidos más a la distracción que a un campo inhóspito, hicieron de su cuerpo un surtidor del que manaba un pus amarillo y paciente.
—¿Murió, entonces, por causas naturales?
—Sin dudas. Su abandono era natural, propio de criaturas jóvenes e inexpertas. Los dolores que sufrió, los vómitos, las parálisis sucesivas, incluso el malestar de las moscas alrededor de las heridas, pueden haber sido crueles, hasta desgarradores, si se me permite el término, pero no por ello eran menos naturales que su imprudencia. El atraso que representa para su grupo y la segregación que sufrió en consecuencia eran, también, tan naturales como su postrera soledad vagabunda, a expensas de que el propio desandar a través de la maleza le proporcionara el último alivio. Alguien podría considerar que la muerte fue provocada, pero esto es sólo un tecnicismo. Cuando las hienas llegaron quedarían a la gacela apenas minutos de vida, media hora cuando más. De hecho, yacía acostada y la fiebre comenzaba a retirarse. Doy por sentado que al menos la mitad de su cuerpo estaba muerto, y si esto no fuera suficiente, mencionaría el hecho de que ser devorado por las hienas es, a efectos legales, una muerte tan natural como la sonrisa que presumen estas bestias. Ellas, en definitiva, puede que celebren, pero no ríen, y sin embargo todos aceptamos el equívoco como algo natural, ¿no es cierto?