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Epílogo de un emperador abakuá

Luz en una cueva. Foto por Jez Timms en Unsplash

Luz en una cueva. Foto por Jez Timms en Unsplash

En el país de la impunidad,
los tiburones deben llevarse las mejores partes.
Yasmina Khabra

Esperábamos impacientes el comienzo de la inspección. Biajaca iba de una celda a la otra, entraba y recogía hasta los cabos de cigarros que reposaban en el piso. Comodito y Mataguá fingían sonreír. El resto de los presos hacían comentarios en voz alta sobre los nuevos beneficios. 

—Ahora si nos pusimos las botas –dijo el preso de la primera celda.

—Si eso es verdad, que lo dudo mucho –dijo el preso del tarjetero—, estoy en el bote. 

—Ustedes se dejan engañar con cualquier mierda –gritó el preso de la última celda.

—¿Quién está engañando a quién? –preguntó el guardia.

—No hablamos con usted –rezongó Biajaca.

—Aprovechen –gritó el guardia—, que hoy cualquier cosa les quita el bastón del culo.

Biajaca fue hasta la oficina del guardia y preguntó:

—¿El consejo de reclusos viene con la visita?

—Tú no eres nuevo aquí –respondió—. Tú sabes que ellos tienen que estar presente.

Biajaca recogió el cesto de la basura, vino hasta mi celda y dijo:

—Padrino viene –hizo un gesto con los ojos en dirección de la almohada, donde ocultaba el pincho entizado a una cuchara—. Ese es el que te puede salvar, no los guardias.

—Biajaca, viene la inspección –gritó el guardia en dirección a la primera celda, abrió la puerta y volvió a gritar—: Cada uno parado frente a su cama –cuando terminó de abrir la última puerta, vino hasta mi celda y preguntó—: ¿Estás bien?

—Bien –respondí.

Un grupo de oficiales y el consejo de reclusos, liderado por un mayor y una mujer con una máscara de pintura en la cara, entraron hasta el centro del pasillo de las celdas. Se detuvieron y leyeron con desdén cada consigna.

—Esas consignas no pueden estar escritas en la pared –dijo el mayor—. ¿Usted me escuchó?

—Todo claro –respondió el guardia desde la posición de firme.

El mayor se adelantó al grupo de oficiales. Llamó a la mujer enmascarada y al consejo de reclusos, les indicó que se pararan frente a nosotros y preguntó:

—¿Ustedes saben qué fecha se conmemora hoy?

El mayor fue hasta Padrino, le tiró un brazo sobre los hombros y lo obligó a caminar junto a él. Se detuvo en el centro de las celdas y comenzó su discurso:

—Un día como hoy, 6 de junio, se fundó el Ministerio del Interior…

La mujer enmascarada comenzó con un ligero llanto. Los guardias se enaltecieron. Padrino dio un paso atrás. Cerca de mí, murmuró:

—Es mejor acostarse en estera que acostarse en tierra.

—Muy bien –dije.

Biajaca, aprovechando el enaltecimiento de los guardias, vino hasta nosotros.

—¿Quién te llamó aquí? –preguntó Padrino.

—Yo a ti no te tengo que rendir –respondió en dirección a mi cama.

—Gracias a esta organización de patriotas… —se jactaba el mayor. 

La mujer enmascarada lloraba. Los guardias no salían del enaltecimiento y Biajaca, después de poner el pincho en mi mano, murmuró:

—Cuando lo abrace lo pinchas por detrás de mí. 

El mayor no dejaba de hablar. La mujer enmascarada no dejaba de llorar y los guardias no salían del enaltecimiento y Padrino, creído el Ibondá más poderoso de su partido y amo del penal, cometió el error de virarse para Biajaca, que lo abrazó por debajo de los brazos.

—Cojo…

Quiso decir Padrino, pero un pinchazo, por debajo del costillar izquierdo, lo sorprendió. Mientras el mayor hablaba y la mujer enmascarada lloraba y los guardias aplaudían, sólo Comodito y Mataguá se dieron cuenta de que Padrino, abrazado a Biajaca, recibía por debajo del costillar izquierdo dos, tres, cuatro pinchazos, hasta quedarse sin el último aliento concedido por su dios africano. Biajaca no pudo sostener el cuerpo de Padrino, dejándolo caer sobre el piso. La mujer enmascarada dio un grito estremecedor y se lanzó a un rincón cubriéndose la cabeza con las manos. El mayor sólo atinó a decir «¡cojones!» y salió despavorido para donde estaba la mujer enmascarada, a la que cubrió con su cuerpo. Los guardias me rodearon con los bastones en las manos, los que agitaban en señal de advertencia.

—Suelta el pincho –exigió el jefe de control penal.

—Tú no oíste –lo secundó el guardia de las celdas.

Mientras, sobre un pantano de sangre, Padrino dejaba escapar quejidos débiles, estiraba los pies en busca de una luz que lo abandonaba.

—Oye –gritó el mayor, esta vez sin el tono enardecido de su discurso y aún tirado sobre la mujer enmascarada, que no dejaba de gritar—, acaba de soltar el pincho para que lo lleven a la enfermería.

Biajaca permanecía recostado a la pared, detrás de dos guardias que lo tenían neutralizado. 

—No te dejes engañar –gritó Comodito—, de todas formas te la van a aplicar.

—Eso es verdad –afirmó Biajaca y lo callaron con un bastonazo por la boca.

Me agaché delante de Padrino, que respiraba con lentitud. Observé al mayor, con la mujer enmascarada refugiada entre sus brazos, a Biajaca, con la boca destrozada y tirado sobre el piso, a los pies de uno de los guardias que lo pisaba; a Comodito y a Mataguá, unidos en el fondo de las celdas, a los guardias bastones en mano y rostros dominados por una mezcla de odio, temor y derrota a la vez, y convencido que ya no había nada que perder, clavé el pincho en el centro del pecho de Padrino y dije:

—Quién te dijo que dos leopardos no podían morderse en la cabeza. Te tocó la tierra, yo me quedo en la estera.

—¡Mira lo que hiciste! –exclamó un guardia con voz llorosa—. ¡Hijo de puta!

—Tú vas a pinchar a otro –ladró otro guardia—, traste bugarrón.

—Ahora te vamos a descojonar la vida —gritó otro de los guardias mientras descargaban su furia sobre mí. 

Los bastones hacían mella en mis costillas, en la cabeza, en la espalda. La punta de sus botas se metía entre mis nalgas, en el estómago. Mi cuerpo comenzó a sangrar. La sangre salía de cada agujero abierto por los bastones y las botas. Uno de los guardias me alzó por el pelo y preguntó:

—¿Quieres otro pincho?

Y una serie de imágenes borrosas se sucedieron ante mis ojos. Vi una pradera repleta de caballos, árboles y flores, un camino y por él dos personas desnudas y abrazadas. Vi al final del camino otro grupo de personas, un policía, un negro y un viejo. Vi una serie de imágenes borrosas que mis ojos, rotos y adoloridos, no lograron descifrar.

—¿Te pregunté si querías otro pincho? —volvió a preguntar el guardia.

Al ver que no respondía me dejó caer, pateándome una vez más. Me esposaron de las manos y los pies, me arrastraron hasta el fondo de la celada, precisamente hasta el escusado, y sobre un pantano de orine me lanzaron.

—Déjenlo ahí —ordenó el oficial de control penal—. La recta que le espera no habrá culo que lo aguante.

Fue lo último que escuché decir.

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