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Ensayo sobre la muerte de un gato o razones para una reedición

Réquiem para un doble siete

Réquiem para un doble siete

Nos miramos los pies mientras caminamos. El hombre que da brincos sobre la calle salteada de chapapote. La niña que corretea sobre la arena caliente de una playa. El enfermo de anemia megaloblástica que siente sus pies hundirse en el pavimento, la escasa sensibilidad de sus plantas convierte el suelo en nube. Un muchacho flaco que bordea la acera de La Quinta de los Molinos, hacia la parada del ómnibus. Todos nos observamos-imaginamos esos pies que van apretados dentro de los zapatos. Pero el muchacho flaco que corre hacia el ómnibus, para no llegar tarde a la presentación de su primer libro, también se detiene en la gravilla, en las hojas secas, en el garabato que tiene dibujado sobre el polvo, la ventanilla del ómnibus que ya arranca. Dentro, es solo un rostro más. Empapado en sudor, concentrado en la vida que corre, la circunstancia reflexiva que nos sobrecoge a todos los pasajeros, viene empaquetada en el hecho de montar una guagua. El muchacho se llama Héctor Manuel Prieto, bajo el brazo lleva su primer libro de cuentos Réquiem para un doble siete, editado por Ediciones Extramuros, 2008. Es un flaco de ojos tiernos, un flaco con espíritu contemplativo y gastritis ya instalada, por las noches de hambre y poesía, con los amigos de ese barrio enorme que es La Habana. Héctor piensa que solo lo esperan, para la presentación del libro, cuatro viejas decrépitas, los socios de siempre y alguna chiquilla punto fijo del local. Está feliz. No le preocupan en absoluto las palabras que dirá al micrófono. Se concentra en el rostro de una señora que está sentada al frente. Lleva un niño sobre sus piernas. Es una mujer joven, pero se le antoja con el peso de muchos años y el pequeño sobre ella un adulto que aún permanece cargado por su madre. Una madre soltera. Una imagen fija es el rostro de esta mujer. Un personaje que salió del volumen que lleva bajo el brazo, su Réquiem para un doble siete y el azar de encontrarse a sí mismo y a un personaje del “Mago y la madre”; el cuarto cuento de su libro.

Cuatro es un número hermoso, así lo pienso y quizá por ello concibo el nacimiento del libro de Héctor Manuel Prieto unas páginas adelante. Él dice que nada tienen que ver un cuento con otro dentro de este libro. Y yo lo desmiento, descaradamente, porque ningún libro le pertenece ya a nadie, menos a quien lo escribe. Es un axioma viejo, como lo son todos los axiomas, redactado en hebreo, en la Biblia, matizada por sus múltiples traducciones e interpretaciones. Entonces qué más da, interprete como me plazca este cuaderno de Ediciones Extramuros.

Las referencias que usamos en cada texto, sobre las que se construye el pensamiento y se transforma en creación, intertextualidad aparte, nuevo universo, esas que negamos porque aparecen subrepticiamente en nuestro subconsciente y calan profundo en nuestra percepción del mundo, sirven también para arrojar luz sobre el origen de una frase, una idea, como cristal u ojos prestados del escritor. En “El mago y la madre”, el fantasma de Michel Ende nos toca el hombro con su brazo peludo. Ese niño empapado bajo la lluvia que descubre la magia, la librería del señor Koreander es quizá la génesis de este otro niño que camina de la mano de su madre bajo la llovizna fría y sube a la moto-dragón, para encontrar la magia, el cariño de un padre ausente, en este hombre que desparece entre el humo de una moto antigua, otrora dorso suave y peludo de un dragón que vuela. Todos los cuentos de este libro tienen ese tono melancólico, de remembranza, como si el alter ego niño del escritor nos hiciera un guiño desde nuestro pasado. Niño que se transforma en adulto y nos miente; no ha dejado de creer en magos originales y sin truco. Es un mismo personaje, desdoblándose, de una página a la otra, entre edades y miserias. El mismo que encontramos en la primera página del libro, engulléndonos en un rezo que implora salvación, “Ora pronobis, peccatoribus”, el depredador que en vano lucha por contener sus ansias, la saciedad no llega, la presencia de Dios es apenas una constante nebulosa, profundo es el estómago de los sentidos. Es el Karma el consuelo para lo que no podemos contener, pero ¿cómo frenar la angustia? Abogando por la sacralidad. El daño propio no tiene castigo ante los ojos de Dios; permanece vivo, ese es el único sacrificio, engullirse y luego regurgitar, renacer, coprofagia, comer tus angustias de mierda y luego relamerte, en ese gesto obtienes tu redención. “Deep”, el primer cuento del libro, abre los ojos del lector hacia el resto, es un cuento-advertencia: aboga por nosotros, querida María, en este viaje hacia el interior de mis intestinos, donde está la materia que nos compone, el verdadero alimento del alma.

Parece literatura juvenil. Eso escuché decir a alguien. Y quién soy yo para decir que se equivoca, todos somos críticos acertadísimos en alguna medida. Y lo es. Lo es desde la voz narrativa de cada cuento, una voz inocente, que va de niño a joven, adolescente, escalando la comprensión existencial de las crisis normativas de la vida. En “Silencio”, segundo cuento de este Réquiem para un doble siete, el personaje se desprende de la carne que lo contiene, proceso por el que pasamos todos al mirarnos en el espejo. Es evidente que somos parte de esa condición binaria que nos rodea. Malo, bueno. Luz, oscuridad. Términos medios o medias tintas, no caben aquí. Frío o caliente, la tibieza es una mezcla incorpórea que no se puede determinar.  El personaje de “Silencio” está frente al espejo, frente a la idea del suicidio. Ese otro yo que está ante , al que se piensa y analiza desde adentro, esa virtud o estado de incorporeidad, nos iguala al otro, al vecino.  Y esa angustia fruto de no sentir el privilegio, la particularidad de uno mismo, puede llevar a la locura, si a la depresión puede llamársele locura. Vendría a ser entonces el suicidio el asesinato del otro, ese vecino que no se diferencia en nada al reflejo que eres tú mismo en el espejo. Entonces es la angustia que salva. ¿Mecanismo fisiológico de supervivencia?

El personaje encuentra un punto de equilibrio, dormir, porque acaso el estado del sueño, ¿no es como quedarse muerto?

Pero este personaje que desanda de cuento en cuento, retorna hacia el final del libro con una angustia parecida, cerrando con el número trece, trece cuentos hay en este libro. Trece con su carga más allá de supersticiones, de asociaciones. Esta vez observa, o desea observar, su rostro alejándose en la carátula de un papalote. Un papalote-máscara. Su rostro de adulto atado a un cordel y sujeto a sí mismo de niño. La visión desde arriba, un Cosimo tropical salido de El barón rampante, de Ítalo Calvino, la esperanza de que ese sueño que gritaste de niño, puedes mantenerlo, ser feliz y amar desde las ramas de un árbol, desde una azotea de un edificio del Vedado o de Altahabana, quedarte ahí para siempre.

Es el mismo suicida de “Silencio”. Ahora en “Retorno” nos hace un guiño. Sí, volví, ahora con la salvación de la esperanza, con la locura de los adultos, que en algún momento se convirtió en la traducción de la sonrisa del niño.

Pero hay muchas formas de permanecer en una azotea. Hay azoteas de muerte. Aunque en algún momento fuera “Cubil”, título del octavo cuento de este libro, la madriguera puede volverse trampa. Un animal salvaje no debe permanecer demasiado tiempo en un único lugar. Permanecer demasiado tiempo en un mismo recuerdo tiene las mismas consecuencias.

Pero este no es un libro pesaroso, pareciera por todo lo que he escrito hasta aquí. Pero no. Este es un libro de gatos. Un gato con trece vidas. Un libro narrado por un personaje cagüeiro que se nos escapa en su metamorfosis. Este libro es ese muchacho flaco que no se conforma con mirar sus pies al caminar, extrapolando las emociones a cada rostro en la calle, pájaro que vuela o “Un gato muerto en el jardín” que se levanta, con “el cráter de su muerte en la cabeza” y allí, en su muerte, hay un poco de la mía (nuestra) cotidiana.

Quizá el impulso de este libro fue el evento aislado de la muerte de un gato del Héctor Manuel Prieto niño. Un gato muerto frente a los ojos de un niño es siempre un gato asesinado, un gato de nuestro hogar, de nuestra infancia, al que dejamos morir.

Tiene dimensiones que un adulto minimiza a base de familiarizarse con el dolor y la muerte.

Yo recuerdo, a mis once años, un experimento de biología. Debía llevar a clase un animal muerto en un frasco. Entonces debía matar al animal. Encontré una lagartija, hice una incisión en su abdomen, pero seguía viva. Imaginen mi angustia. Matar un animal. Pero la escuela lo pedía, la institución de lo correcto. Abrí un frasco, lo llené de agua y lo cerré luego con la lagartija dentro.

La tarea estaba lista. Mi formación primaria para convertirme en una mujer útil a la sociedad iba en camino, lo estaba haciendo bien.

Sin embargo, la angustia frente al animal muerto no desapareció. Es un instinto superior. Se normaliza, pero nunca llega a superarse.

Este libro es una caricia o bofetada, según los ojos que lo lean, a esa normalización. La hace corpórea al tocarla.

Héctor Manuel Prieto llegó tarde a la presentación de su primer libro. Para su sorpresa estaba lleno el salón, además de los socios de siempre, había un montón de gente desconocida. Él leyó par de cuentos frente al micrófono, luego firmó cada uno de los ejemplares de su Réquiem para un doble siete. Se agotaron todos los libros de la mesa. En unos meses no quedaba un solo libro en los estantes de las librerías estatales de todo el país.Han pasado once años desde aquel lanzamiento. La existencia de un ejemplar empolvado en alguna librería de provincia sería prueba suficiente para que Réquiem para un doble siete sea un libro con vida, para que este recorrido desde una parada de ómnibus en Centro Habana hasta los aplausos de clausura de un evento literario, haya sido real. Pero no existe. Es un libro fantasma. ¿Cuántos fantasmas habitan las librerías en Cuba? ¿Qué avala la posible resucitación (reedición) de un libro? ¿Cuál es el conjuro para lograrlo?

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