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¿En qué año está usted?

Norge mira el reloj una vez más. Lleva cincuenta y cuatro minutos en la parada. Hay frío y empieza a anochecer. La acera está repleta, y el parque de enfrente comienza a llenarse. Un rápido cálculo le lleva a la conclusión de que serán necesarias tres guaguas, quizás cuatro, para vaciar el lugar. Por suerte, se dice, las personas están tranquilas, parece que han aprendido a hacer colas. Bosteza, y en ese instante una súbita presión en el cráneo lo aturde, su visión se enturbia por un segundo y escucha la voz, estridente, ensordecedora:

¿En qué año está usted?

—¿Cómo? —responde y mira hacia adelante, pero ninguna de las personas frente a él lo está mirando o parece haberle hablado.

Dije, ¿en qué año está usted?

Mira a la derecha, a la izquierda, atrás, y nuevamente adelante. Pero antes de que la idea de que se ha vuelto loco termine de formarse en su cabeza, lo invade un aluvión de imágenes de una ciudad imposible, imágenes que se condensan en una habitación amplia, herméticamente cerrada y repleta de aparatos desconocidos, que un hombre, casi un muchacho, manipula. La visión desaparece abruptamente.

Como puede ver no está loco. Soy real, aunque no pueda verme, así que, por favor—y siente endurecerse el tono—,¿en qué año está usted?

—2010 —susurra, y varios en la cola lo miran.

2010—repite la voz y vuelve a la carga—:¿Día, mes…?

—30 de septiembre —contesta, y rehúye la mirada de quienes lo rodean—. ¿Quién es usted? —indaga, sin creer que lo esté haciendo.

Nadie importante, llámeme Marcel. Y, por favor, no necesita hablar para comunicarse conmigo, solo piense lo que desea decirme o lo creerán loco.

No me diga —dice, “piensa”, Norge, y escucha la risa de su interlocutor.

Sí le digo.

¿Por qué está hablando conmigo? —pregunta, aceptando la irrealidad de la situación.

Casualidad. Estoy probando un cronocom.

¿Un qué?

Un dispositivo para comunicarse con personas ubicadas en una secuencia temporal y espacial diferente a aquella en la que me encuentro. Este es bidireccional, permite que usted reciba y emita. ¿Entiende?

Norge queda en silencio.

¿Cómo se llama usted?—pregunta Marcel.

Norge.

¿Apellidos?

Rivero Baxter.

Anjá. ¿Edad?

Treinta y cuatro años.

¿Raza? ¿Profesión?

Pintor. Raza negra —responde y riposta—: ¿A qué viene esto?

Curiosidad—dice Marcel y continúa—: ¿Dónde está usted?

2010…

No. ¿En qué lugar físico está?

En una parada del P2, la primera, cerca del MINREX. Pero usted…

No se preocupe, lo entiendo. Conozco bastante ese periodo histórico, y he analizado una maqueta de ese sitio.

Entonces se ha comunicado conmigo a propósito—afirma Norge.

No exactamente… Vaya, casi se me olvida, ¿qué hora es?

Las cinco y treinta de la tarde.

Bien. ¿Va para su casa?

Así es.

Las cinco y treinta, ¿no?

Sí.

¿Está seguro?

Sí.

Bien, tenemos tiempo.

¿Tiempo para qué? —dice Norge, suspicaz.

Hablar.

¿De qué?

De su época.

Prefiero de la suya —disiente Norge y Marcel ríe.

Está bien. ¿Qué quiere saber?

¿En qué año está usted?

2100.

—Coño —murmura Norge sin darse cuenta, y escucha la risa de Marcel—. ¿Dónde?

En mi casa.

¿A qué se dedica usted?

Vendo almas.

—¿Qué?—pregunta de nuevo Norge, sin poder evitarlo.

Almas, nombre popular para las psiquis humanas digitalizadas. Piense en la ropa. Usted se la pone y quita a voluntad, ¿cierto?

Cierto.

Las psiquis humanas digitalizadas vienen a ser el equivalente de conjuntos de ropa, como trajes, pero virtuales en vez de físicos. Son la totalidad de las vivencias de un individuo en un lapso de tiempo dado. Sus emociones, razonamientos, impresiones, etc.

¿Para qué sirven?

Para ver el mundo desde la perspectiva de la persona de quien se tomó, durante el tiempo que se use.

Entiendo —asegura Norge. Es un divertimento.

Exacto. Un divertimento muy bien pagado.

¿Y cualquiera puede obtenerlas?

Comprarlas, sí. Hacerlas es atribución exclusiva del Estado. De hecho, es el monopolio estatal más rentable en los países con la tecnología para hacerlo.

Norge esboza una sonrisa.

Déjeme adivinar, me está copiando.

Desde que lo contacté. Hoy por hoy, las almas más caras son las que provienen de su época. Pero no se preocupe, el procedimiento no lo afectará.

Entonces, ¿usted trabaja para el Estado?

No.

¿Cómo?

He dicho que no.

¿Y cómo puede…?

Disculpe, antes de seguir, ¿podría desplazarse físicamente?

La cola…

¿No puede fijarse detrás de quién va e indicárselo a quien le sigue?

Sí, espere—y hace eso. Luego va hacia el parque, buscando un banco cercano.

No —dice Marcel.

¿Cómo?

Está muy cerca de la parada.

Pero…

No puedo recibirle bien, demasiadas mentes juntas, ¿entiende?

Ok—accede Norge, y se mueve, “desplaza”, “piensa”, hasta el otro extremo del parque.

Gracias.

No hay de qué—responde.

Bueno, ¿qué iba a preguntarme?

¿Si no trabaja para el Estado, cómo puede comunicarse conmigo?

Por el favor de un amigo.

Ilegal, ¿no?

Correcto.

¿Pueden rastrearlo?

Sí. Aunque para condenarme deben identificar al receptor del enlace y confirmar el copiado.

Y ese receptor sería yo, ¿no?

Exacto.

¿Y por qué se arriesga?

Dinero. Mucho dinero.

Entiendo —dice Norge y asiente.

Bueno, aun quedan unos segundos de copiado, así que, ¿qué desea saber?

Los países. ¿Cómo son? ¿Cómo están? El mundo, el calentamiento global, ¡qué sé yo!

Vamos a ver. América existe, Europa también, Asia y África. Oceanía desapareció.

¿Por qué?

El aumento del nivel del mar. De hecho, el Caribe, Cuba incluida…

No me interesa.

¿Cómo?

No me interesa saber qué nos pasó.

Muy bien.

¿América del Sur?

Está separada en dos polos: pueblos originarios y pueblos híbridos.

¿En guerra?

Ya no.

¿Y Estados Unidos?

No existe. Ese territorio está dividido entre diferentes grupos étnicos que han reivindicado los nombres de naciones indígenas precolombinas.

¿Canadá?

Reducida a un tercio de lo que era en su época.

¿Tanto?

En realidad no es raro, al sustituirse el petróleo y diversificarse las fuentes de energía, la población mundial se redujo a dos quintos de lo que era en el 2010.

Naciones enteras deben haber desaparecido…

Sí, verá. En África se reconfiguraron según el origen étnico, aunque siguen las guerras. Mientras que en Asia lograron estabilizar las tasas de natalidad. De hecho, Japón y China superaron su antagonismo y el continente atraviesa por un positivo periodo de paz.

¿Las Coreas?

No existen.

¿Qué les pasó?

La del Norte aniquiló a la del Sur, y bien, a sí misma. Vocación suicida de sus líderes, dicen los libros de Historia.

¿Europa?

Francia y Alemania existen, menores que en su época, lo mismo le ocurre a España. Portugal, Gran Bretaña y los países bajos son un recuerdo. En lo que era Italia hay una nación gitana. Por cierto, palestinos y kurdos al fin tienen estados.

¿Israel?

Bastante bien. Asumió el nombre de Judea y es un tercio menor de lo que era en su tiempo. Muchos israelíes emigraron cuando Estados Unidos colapsó. Eso también afectó a Europa, al punto de que Rusia es la actual potencia europea.

¿Y qué es?

Una federación comunista.

¿De nuevo?

Sí. Espere, ¿qué hora es?

Cinco y cuarenta y cinco. ¿Por qué? ¿Está apurado?—indaga Norge y ríe.

No, simple curiosidad. Es que casi termino. ¿Dónde nos quedamos?

Rusia.

Oh, sí, comunista. En guerra con Nueva Ucrania y Moldavia.

¿Y eso?

Reivindicaciones ante los abusos seculares de los rusos, lo de siempre.

Vaya. ¿Y los europeos occidentales no aprovechan eso?

No. Demasiado ocupados con la migración latinoamericana. Además de que la degradación de los suelos ha convertido a la política agraria común en un dolor de cabeza.

Vaya —repite Norge, y justo en ese instante ve aproximarse el P2—. Viene mi guagua, Marcel—dice.

Ah, muy bien, bueno, pues apúrese para que no la pierda y gracias.

¿Marcel?

¿Sí?

Si lo desea puedo esperar la próxima para que pueda acabar.

No es necesario, ya hemos terminado, solo me resta retirar la conexión. Va y otro día lo contacto, ¿quién sabe? —y lo escucha reír.

Como desee—dice Norge, y echa a correr hacia la cola. Mientras lo hace siente desaparecer la presión en su cráneo y las náuseas lo sorprenden, revolviéndole el estómago. Se detiene, momentáneamente mareado, y vuelve sobre sus pasos hasta alcanzar el banco más cercano.

Aturdido, decide no montarse en esa guagua; tampoco en la siguiente. Contempla como las personas que le preceden y suceden en la cola suben al ómnibus y, al detenerse la fila, se acerca, vacilante, para marcar de nuevo. Luego regresa al banco, cierra los ojos y baja la cabeza.

De pronto, escucha una explosión, seguida por decenas de gritos de terror. Al alzar la cabeza descubre que la guagua se ha convertido en una inmensa fogata ambulante, que colisiona contra un carro que emerge de una calle lateral. Aterrado, observa por unos segundos la escena, y entonces llega un recuerdo a su mente: “…para condenarme deben identificar al receptor del enlace y confirmar el copiado”.

—Ojalá le caigan veinte años —masculla y, perplejo, se pregunta si alguna vez volverá a tener noticias del hijo de puta al que debe la sobrevida.

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