En menudos pedazos
A quienes, en La Habana, están desechos
Cuando Ramón queda conforme con el cierre de un negocio aprieta bien los ojos, respira fuerte y levanta su brazo derecho, sonríe mirando los dedos tan abiertos, los que forman, como dice, cuatro uves de Victoria. Ramón sonríe y se persigna. Es rápido el movimiento de su diestra para hacer la cruz. Ramón sueña que saltó bien alto auxiliado por la pértiga, imagina que fue rápido el arranque y que avanzó preciso: subiendo, ascendiendo más, que afirmó la vara y traspasó el listón. A Ramón le habría gustado saltar mejor que Bubka, ir veinte centímetros más allá de los seis metros. Ramón sueña, imagina, pero solo por un rato, mientras aleja con sus párpados la luz. La felicidad de Ramón esta emparejada con la cinta horizontal y muy altamente levantada, su felicidad, su suerte, dura solo los segundos que coinciden con la cerrada oscuridad. Es que Ramón está deshecho, a Ramón le faltan las dos piernas, a Ramón le falta un brazo, es el izquierdo.
Ramón anda y desanda las calles de La Habana, muletea, pega fuerte en el asfalto y se luce en el golpeteo de adoquines. A veces se burla de su paso cuando avanza, dice que el ritmo es parecido al de las claves: madera contra madera. Cuando sale de su casa de Aguiar, de su cuarto de entresuelo, lo que menos le gusta es bajar las escaleras, cada vez le parece que pierde el equilibrio y que va a romperse las narices. Nunca dijo nada pero mucho se le nota el temor a perder la armonía que precisa su descenso, que al levantar la muleta no pueda reafirmarla sobre el suelo. No pide ayuda, pero a Crema, el aguador, le permite que lo auxilie. Es que el Crema sabe muy bien restarle patetismo a aquella escena. El Crema lo toma entre sus brazos para hacerlo bajar las escaleras y dice, mientras desciende, que Ramón está igualito a la bandera de Bonifacio Byrne; deshecho en menudos pedazos, entonces Ramón se carcajea y asegura que cualquier día lo ayuda en el negocio de vender el agua, si quiere sube dos cubos hasta la casa de Esteban, y muestra su manquera, levanta la muleta. A veces lo ayudan otros a bajar, pero no le gusta tanto, le parecen muy solemnes, y las voces que ofrecen el auxilio se le antojan rimbombantes. Ramón rechaza a quien le ofrece compasión y rápido se aleja, a veces se le olvida dar las gracias. Únicamente Esteban, el obsesionado con el agua, quedó sin enterarse del accidente que dejara sin piernas a Ramón.
Ramón anda y desanda por la calle del Obispo y da vueltas en la plaza que prefiere, la de Armas. Ramón se exhibe frente a la Catedral y se deja retratar haciendo saltos, piruetas muy pequeñas. Ramón no pide una moneda y mucho menos un billete, pero a veces se lo dan. Ramón dice que no muestra la tristeza porque entonces le huyen los turistas, y que sus mutilaciones son ahora su fortuna. Sonríe y muestra lo perfecto de sus dientes; son blancos, parejitos y posando en la sonrisa. Cualquier día encuentra una mujer, a fin de cuentas le queda aún la pértiga, dice y vuelve a sonreír.
Fue siempre el salto su obsesión, y parecía que iba a conseguirlo. Ramón saltaba sobre sus pies e impulsado con sus manos y la pértiga. El muchacho era feliz lanzándose hacia el cielo. “Voy a ser mejor que Bubka”, y parecía que iba a conseguirlo. Ramón estuvo siempre encandilado con los brincos y estaba harto del solar, de la indigencia, él sería un triunfador. Para su primer salto a la gloria lo esperaba Nueva York, la tierra en La Habana no era firme para fijar la pértiga. Él soñaba con la vara arqueada y el impulso último, los pies sobre la cinta, su cuerpo en arco y la caída. Ramón soñaba con sus manos levantadas, abiertas, como en la V de la Victoria, sus pies hundidos en el colchón. Mucho más de seis metros en el salto, veinte centímetros, quizá otro poco. Un fuerte impulso, un perfecto brinco. Ramón imaginaba sus eventos neoyorquinos y a su madre galana en medio de las gradas, aplaudiendo, dando vivas; y a su muchacha ataviada, muy florida en el vestido, protegida del sol con espejuelos oscurísimos.
Una noche estuvo dibujando hasta muy tarde, no lo hacía tan mal. Entonces se dibujó sosteniendo la vara larga: era muy alta, bien arqueada, y era él quien se elevaba, quien bordeaba con sus curvas un rascacielos en Nueva York. Para que no aparecieran dudas escribió su nombre en la camiseta del muñeco saltador, y Nueva York en lo más alto del rascacielos. En la mesa apostó el dibujo, era la señal de que se había marchado. Prefirió no despedirse de su madre, temía que intentara disuadirlo. Largas las piernas que lo llevaron al camino. Alto, erguido, ágil el muchacho.
Y Ramón regresó, ya no ágil, ya no erguido.
Bien sabía que Nueva York estaba lejos y que no sería muy fácil hacer el viaje. No fue vencer el trecho por el mar lo que escogió. El mar era furioso, era inasible. Ramón entendía mejor al viento, a las alturas. Viajó a Oriente, hasta Guantánamo llegó. A fin de cuentas, él podía traspasar la valla sin tocarla; entre la varilla y el alambre del cercado no había tanta diferencia, las dos estaban tendidas en la altura y él tenía una pértiga en sus manos. Nada le resultaba más gustoso que andar asido a su asta larga. Prefería el salto, y no tenía otra opción que no fuera la escapada, pero nunca por el mar. Ramón estudió el viento y tomó un extremo de la pértiga, se aferró a ella, levantado el extremo más lejano se puso a andar. Sabía que era importante la destreza, la concentración y el salto. Ramón se movilizó ligero, más que el viento, con la sutileza de un soplido. Ramón escogió afincarse con la pértiga y saltó.
El extremo afirmado de la vara activó el dispositivo de la mina, y no se adelantó el saltarín, no fue al otro lado de la cerca, no llegó a donde quería, él se elevó y cayó en pedazos menudos, muy cerca de donde comenzara su carrera. Y no pensó en el fracaso mientras se elevaba. Supuso un salto altísimo, el mayor, y que los dioses de su madre lo ayudaban, que en unos días estaría en Nueva York. Ramón hizo rápido la cruz sobre su pecho, mientras la altura lo encumbraba, y cerró los ojos creyendo que caería apoyado en sus dos pies. No hubo dolor, al menos al principio, y no hubo llanto, ni un quejido. Ramón creyó que había ganado, que estaba al otro lado del alambre. Ramón creyó que el salto era el inicio del camino a Nueva York, pero sus sueños fueron rotos, se hicieron trizas en la altura.
Cada vez hace la cruz antes de ponerse a caminar aferrado a su sostén. Entendió la muleta como pértiga: fiel a su afición se fijó a la de madera. Ramón no se dejó ver en jimiqueo, y dio gracias a los dioses de su madre porque lo alejaron de la muerte, a fin de cuentas la muleta era familia de la pértiga, y él un hijo de San Lázaro. Fue Babalú quien le quitó las piernas y le alejó la muerte, eso arguyó la madre, y él asintió, y anduvo oscilando, tambaleándose, vacilante. Ramón no dejó que notaran su tristeza, escogió las noches para el llanto y estuvo triste mucho tiempo, quizá lo esté todavía. ¿Qué iba a hacer en lo adelante? ¿Qué iba a ser? A Ramón se le truncó tanta esbeltez, tanta apostura.
“No soy pa’ ti”. Decía Ramón al maricón de al lado mientras bajaba o subía de a tres los escalones y caía firme. “No soy pa’ ti”, dijo siempre para responder a Jorge Ángel, a sus coqueteos. “¿Y ahora eres pa’ mi?” Pregunta su vecino cuando lo ve bajar de a trancos dudosos, pequeñitos. “¿No eres pa’ mi? Pregunta el maricón que también responde, “Claro que no, llegaste tarde, yo no como picadillo”. Ramón sonríe con las ocurrencias del vecino, él y Crema son los únicos que no le muestran compasión. Ramón prefiere que lo traten como antes, y si es preciso que hagan bromas aunque lo enfrenten a una realidad a la que teme, que le duele mucho. Jorge Ángel lo llamaba antes mermelada y ahora picadillo. Todo cambió, nada es igual, antes era campana y ahora mucho silencio, piensa Ramón, se dice él mismo, y recuerda sus gemelos perfectos, sus talones, los pies largos y de arcos pronunciados. ¿A qué lugar fueron a dar los metatarsianos y sus dedos de la mano izquierda? Jorge Ángel lo llamaba antes mermelada, y ahora picadillo.
Ramón altísimo saltó, y cayó profundo, desarmado. Y extraña un montón de cosas; el balón sobre el empeine de su pie derecho, luego en el izquierdo, y el golpeteo incesante que ejercita. Siempre en la puerta del solar, y los vecinos pidiendo cada día que saltara, y hasta improvisaban; la varilla era una soga altamente amarrada en sus extremos, y consiguieron también un colchón viejo para amortiguar el golpe, para que el saltador no se dañara en la caída. Siempre los brazos abiertos, como en la V de Victoria, porque en triunfo terminaba cada salto, porque Gloria era el nombre de su madre, y Victoria el de su hermana. Ramón saltaba y salían los curiosos, se llenaban los balcones, y había aplauso, algarabía. Solo su madre protestaba; asomada a un balcón y desgreñada, daba alaridos, se quejaba, anunciaba un accidente, impugnaba el salto.
Ramón adoró siempre las apuestas, más las que involucraban sus brincos; de cada ganancia le tocaba un poco, a fin de cuentas era él quien arriesgaba más. Ramón decía que en eso aventajaba a los caballos. Entonces se paraba el tráfico, y los apostadores hacían mediciones, gritaban sin recato, sin temor a que apareciera un policía que mandara parar la fiesta. Ramón saltaba y abría los brazos después de la caída, sonreía, tomaba alardeando su dinero. “Mucho más tendré en Nueva York”, y se llamaba campeón él mismo, y todo el vecindario vitoreaba. Por esos días muchos envidiaron los saltos de Ramón y el dinero que metía en sus bolsillos. Muchos lo invitaban a saltar y él aceptó siempre con la única condición de ser quien controlara las apuestas. Era conocido en cada rincón de La Habana Vieja, en toda la ciudad, y las apuestas crecían cada vez, cambiaban de barrio. Ramón era feliz en medio de sus saltos, y después. Cada noche iba a bailar, si algo añora, eso es el baile, y a la muchacha que desapareció después del accidente. Su madre dice que lo advirtió pero que a él le tocaba decidir. Jorge Ángel lo llamaba mermelada y ahora picadillo. Jorge Ángel, que no cesa, lo invita a bailar claqué, insiste, quiere saber si no se aburre, si quiere lo invita a un trago. “Entra, acompáñame en el claqué. Si tú haces de Fred Astaire yo seré tu Ginger Rogers”. Tanto insistió Jorge Ángel, que Ramón terminó aceptando y tomó el trago que el maricón sirvió, luego admitió uno más, y muchos. Después de tanto beber le apareció la tristeza. El alcohol trajo una angustia recia que Jorge Ángel no esperaba, y vino también el llanto, contó de su dolor. Jorge Ángel no es bueno para el consuelo, y conoce que a Ramón no le gusta que sea compasivo. A Jorge Ángel también le dieron ganas de llorar pero prefirió el escarnio; si no podría saltar alto, si nunca sería mejor que Bubka el ucraniano, mejor se lucía reposando sobre una mesa de centro, él le ofrecía la suya, aunque fuera estrecha, su cuerpo no iba a sobrepasar las dimensiones. “Te verías muy bien de adorno. ¡Qué rareza para mi sala! ¡El torso del Belvedere! ¡La Venus de Milo aún más amputada! De no ser Bubka puedes ser búcaro o bugarrón. ¿La mina te dañó la pértiga?”, pregunta Jorge Ángel y también sonríe, muestra su lengua, asegura que le regalará zapatos si le muestra lo que le gusta. Ramón se sentiría mejor si su vecino no hiciera chistes. El alcohol lo puso triste y habla del camino a Guantánamo, de sus planes, de las esperanzas que tenía, de Nueva York, del dinero que pensaba ganar, de sus pantalones recortados, de los zapatos que vendió la madre, y del miedo que tiene a caerse en medio de la calle. En las noches le duelen las axilas, le duelen los recuerdos. Antes tuvo mujeres a montón y ahora se masturba cada día. Con la pérdida de sus piernas y del brazo izquierdo se le fueron todos los sueños. ¿Cómo va a llegar a Nueva York? Ramón perpetúa su esbeltez, lo hace en voz alta y pregunta a Jorge Ángel si recuerda, incita su palabra. Largos sus extremos inferiores, muslos duros, definidos en su musculatura, titánicas las piernas de gemelos pronunciados, largos los pies; en empeines altos, y altos también los arcos. Ramón recuerda los pantalones ajustados que mostraron las bondades de su cuerpo.
—Aún te quedan las nalgas —dice Jorge Ángel y lo invita a que las muestre—. Es solo curiosidad —insiste el maricón.
Jorge Ángel reclama y quiere que Ramón entienda, con semejantes mutilaciones mejor abandona tanta moralidad. Y entonces sí que habla en serio el vecino de Ramón. Si quiere le ofrece ayuda, pero solo si él lo quiere, intenta convencerlo de que ya no está para escoger. “Dios te dejó la pértiga”. Se esmera para que entienda, no será el primero que viva de su cuerpo, y para colmo el suyo está desarmado. Son muy pocas las opciones que le quedan. Ya no salta, no hay apuestas y la vida está muy dura, se lo dice él que conoce muy bien La Habana y sus rincones. Si se lo permite puede ayudarlo, sabe de algunos que no lo dudarían. Conoce muy bien la perversión. Jorge Ángel quiere que le muestre la pértiga, que le dé un adelanto y él se encargará del resto. Dice que podría ganar mucho dinero, y que tiene amigos que estarían prestos a pagar sus asistencias, mucho más que los apostadores. Sería un negocio como otro cualquiera, que con él podría entrenarse y que no le cobraría un centavo. “Si quieres pruebo primero. Muéstrame la pértiga, el saxofón, soy bueno improvisando, me dicen Charlie Parker”. Y no deja de insistir, de cualquier forma quiere convencer al mutilado, él es bueno en los negocios, bien lo sabe el que está lisiado. “Permíteme que haga un conciertillo. Deja que mis manos sostengan el peso del instrumento y que mi boca sople, déjame sacarte música”.
Ramón odia a Jorge Ángel en su obstinación, si pudiera incorporarse lo agarraba por el cuello, pero no puede y no quiere armar escándalo, ya es bastante que lo visite, qué pensarán en el solar, qué dirían si lo vieran en casa del maricón, él no va a dejarse seducir y con palabras exige que se detenga, y también con los ojos, y con la mano que le queda. De buena gana Ramón aceptaría otro negocio, podía ser el de las pinturas que vende Jorge Ángel, podía ser cualquier cosa que no fuera convertirse en maricón, pero su vecino insiste, quiere que acepte. “No es tan difícil, solo tienes que probar”. Podría ponerlo en contacto con el chupadedos, quien tiene una imaginación muy generosa, tanto que sería capaz de invitarlo al cine Payret y a sentarse muy cerquita de la pantalla, alejados del tumulto, lugar preferido de los disolutos y a donde llegan menos las veladoras de la sala. El hombre prefiere los dedos de los pies, los talones, los empeines, la piel muy suave de los arcos. Allí le iba a quitar los zapatos y luego las medias, le encanta ir descubriendo poco a poco la blancura en medio de la oscuridad del cine, y tiembla si la piel es suave, si es resbalosa y lubricada, y le iba a hacer cosquillas en los pies, y también iba a olerlos, a besarlos. “¡Qué maravilla!”, dice siempre y queda olfateando por un rato. El chupadedos huele, hace cosquillas en los pies, se masturba y pide al efebo que se ría, pone diez dólares en el bolsillo del amante ocasional antes de abandonar el cine. “Dime si no es negocio. La pértiga no interesa. Solo los pies. ¿Tu hombría está en los calcañales? Decide tú”.
Ramón sonríe y dice que no, exige que no insista porque siempre va a decir lo mismo. Que nada va a ganar con mostrarle sus limitaciones, él las conoce mejor que nadie. Bien sabe que es dificilísima su vida, y que puede ser peor, sabe que su madre hace de todo para procurarle la comida, y que pelea muchísimo, que él pocas cosas puede inventar con una mano aferrada a la muleta. Insiste en que lo ayude de otra forma, conoce de sus variadísimos negocios. En el solar se sabe todo, muchas veces ha visto cuando llegan sus visitas y cuando se van más tarde, siempre se llevan algo que no trajeron. Escuchó muchos comentarios. En el solar todos dicen que vende cuadros de artistas de gran fama y que por eso recibe muchísimo dinero, que es un traficante de joyas, que todo aquel que en el mundo quiere comprar algo Art Dèco viene a Cuba y se encuentra con Jorge Ángel, que hizo largos recorridos por la isla comprando, por muy poco, todo el marfil y el cristal trabajado por Lalique. Es por eso que Ramón quiere entrar en el negocio, alguna cosa puede conseguir, y cumplir mandados, hacer de recadero. Ramón casi suplica antes de marcharse y vuelve al día siguiente. Se le ocurrió una buena idea. Conoce a alguien que puede construirle una muleta nueva, hueca, donde puedan guardar el cuadro si lo enrollan bien, pero Jorge Ángel se ríe y le recomienda no ver tantas películas, también que el negocio está completo. “Otro no cabe”.
Si Ramón tuviera articulaciones se habría puesto de rodillas, aunque no fuera devoto ni servil, pero de nada serviría. El vecino estaba decidido y puso en la mesa cada carta. “Lo tomas o lo dejas”, dijo el día anterior, al siguiente, en el tercero, y lo siguió diciendo, y mantuvo su promesa de ayudarlo de otra forma, de la manera en que no quería Ramón que lo ayudara, porque él no era maricón, y no iba a serlo, aunque se muriera de hambre y cada vez se preguntara qué hacer para ganar dinero, de dónde sacar billetes para pagarse la comida. Aunque estuviera dispuesto no iba a resultar; su masculinidad no reaccionaba frente a un hombre ni aunque estuviera de espaldas y empinado. Aunque el maricón hablara de la teoría de Darwin para la evolución de las especies que se enfrentaban a nuevas circunstancias, no cambiarían sus gustos. Nada podía hacer que no fuera ajustarse a su muleta, que ya era mucho, y salir a la calle a trabajar.
Armonizar la muleta con su cuerpo sí que era muy difícil, parecía imposible que pudiera levantarse. Al muchacho le faltaban las dos piernas, la mano izquierda y también el antebrazo. Era un prodigio, parecía una quimera. Sentado en la cama tomaba la muleta, aferrado a ella con su derecha hacía apoyar la axila y comenzaba a incorporarse, suavemente, solo así era capaz de conseguir el equilibrio, por eso no le permitía a nadie que viniera en su auxilio. Jorge Ángel decía que a Ramón le subió el apoyo, de los pies pasó a la axila, quizá sea verdad, y él también lo reconoce, por eso insiste en levantarse sin ayuda, con la muleta inclinada, subiendo poco a poco, y él casi colgando, enganchado a su soporte. El peor momento es cuando la madera queda recta, bien fijada al suelo, entonces es cuando precisa más del equilibrio; el mejor agarre; el único posible es cuando toma el tronco pequeñito de madera, el cilindro horizontal fijado al centro, esa es la única posibilidad que tiene de aferrarse a la muleta. Al principio fue a dar muchas veces contra el suelo y se desesperaba. Incontables veces terminó llorando. Era muy difícil, casi imposible, mantenerse erguido y sujeto a la muleta para quien no tiene pies, hay que ser un maestro en la armonía, buscar el punto exacto, mantenerse un poco inclinado, una minucia, sobre el lado en que se afirma; lo peor es levantar la madera y devolverla al suelo en justo apoyo y mantener el ángulo que hace la muleta con el suelo. Ramón debe conseguir la precisión de un relojero en cada movimiento. Ahora sabe que ha sido más difícil que vencer la altura ayudado por la pértiga. Nunca lo abandonan los temores, supone que es el miedo quien lo mantiene concentrado, si se relaja, si olvida el riesgo, cae al suelo. Ramón es un acróbata a toda hora, mejor que cualquier cirquero. Para mortificarlo, insiste Jorge Ángel, dice que sus propuestas siguen en pie y sin muletas, a menos que logre un buen contrato con el Cirque du Soleil. Por eso sale a la calle esperando el pago, esa es su gran proeza, y bien sabe que merece reverencias. Él es un artista del equilibrio y su carpa son las calles, él trabaja a toda hora. Algunas veces tiene suerte y siente que le reconocen el sacrificio cuando le dejan caer una moneda en su bolsillo, y en ocasiones un billete. Si algo le incomoda en serio es que se aglomeren para verlo, que vengan los turistas a indagar y que hagan fotos, que se vayan y no paguen. Alguna vez se golpeó fuerte, olvidó que su único sostén era la muleta y con ella quiso romper una cámara de hacer fotos. El fotógrafo turista miraba conmovido, se reía, y también la esposa, y los dos hijos. “Ma, look how funny”, dijo la niña halando la blusa de su madre, y señaló a Ramón, y aunque no entendiera palabra alguna del inglés, le molestaron la expresión de la niña y la mirada de la madre, la sonrisa del hermano, el flashazo de la cámara del padre. Le molestó toda la familia, tan perfecta, equilibrada, y que la niña tuviera dos manos, una para halar la blusa de la madre y otra para señalarlo, le molestó que el padre tuviera también dos auxilios con cinco dedos cada uno, que lo enfocara, que apretara el obturador intentando llevarse lejos su imagen amputada, la fotografía de un animal de feria. No pudo soportar e intentó romper la cámara con la madera antes apoyada sobre el suelo, esa vez Ramón no tuvo miedo y perdió la concentración, olvidó lo de su apoyo y cayó al suelo sin que pudiera averiar el aparato del fotógrafo, se derrumbó, muy parecido a como lo hacía cuando traspasaba la soga auxiliándose de la pértiga, solo que esa vez no tuvo un colchón donde hundir el cuerpo sin golpearse, Ramón cayó sobre su espalda y contra el asfalto, tan rápida e inesperada la caída que no le dio tiempo a levantar la cabeza, que chocó contra el suelo, que se abrió en un surco, que sangró muchísimo. Esa vez no pudo levantarse solo. Lo alzaron otros, y lo metieron en un auto, y aceptaron los veinte dólares que ofreció tímido el turista de la cámara, y lo dejaron en el hospital, sin compañía, y entre ellos se repartieron los veinte dólares: diez para cada uno. “Buena jornada”, dijo quien repartió, y el otro respondió con una sonrisa breve. En el hospital le quitaron la camisa que estaba bañada en sangre, y también el menudo que tenía en el bolsillo y el billete con la cara de Washington, y no pudo volver esa vez apoyado en su muleta. Cuando llegó la ambulancia a la puerta del solar fue el Crema quien cargó el peso de Ramón. Gloria subió la muleta, lastimosa por la mala suerte de su hijo. “Estás como la bandera de Bonifacio Byrne”, dijo el Crema y Ramón no permitió que continuara, se echó a llorar, le pidió que no hiciera chistes, le dolía la cabeza, la vida entera. Jorge Ángel se apareció con un pollo para la sopa, con fideos, con papas, Gloria le agradeció, Ramón volvió a llorar y culpó al vecino de su desgracia, le recordó las veces que le había pedido auxilio, todo cuanto suplicó para que lo dejara entrar en algún negocio. Esa vez no hizo bromas el maricón.
Ramón siente que cada vez se le hace más difícil sobrevivir, después del último accidente se volvió más receloso. Sentado en un quicio de la calle del Obispo se queda tranquilo muchas horas, hasta ahora se ha negado a poner una lata cerca y esperar dinero. No le gustan las limosnas. No le gusta la quietud de los mendigos. Es preferible pedir, usar la palabra es ya un trabajo, por eso pide para comer y habla de su madre enferma, y sugiere que le vendría muy bien un vaso de leche. Algunas veces consigue la compasión de algún turista que le ofrece ayuda. Aunque prefiera que le den el dinero, hay días en los que cede ante la desconfianza de sus benefactores, para eso también se ha preparado. La vendedora muestra el sobre con la leche y anuncia el precio: diez dólares el kilogramo. Hay quien paga sin chistar, hay quien dice que no hay en el mundo leche más cara y Ramón entorna muy bien los ojos, muestra una imagen suplicante, mira el desecho que es su cuerpo. Ramón aprendió a aceptar la lástima y se marcha con el sobre de la leche, ya tiene una jabita que cuelga en el hombro del lado derecho y donde guarda los obsequios. Luego vuelve, cuando el turista se ha marchado. La vendedora es solícita, es veloz, lo ayuda a descolgar la jaba, saca el sobre con la leche y lo repone en su lugar. Seis dólares son para Ramón, a la vendedora le tocan cuatro. Algunos días tiene suerte y otros no, es mucha la competencia y él se mueve muy despacio. Hay contrincantes en todas partes, en el parque central, en la plaza de Armas, en la calle del Obispo, en la Catedral; hay mujeres jóvenes, saludables, que salen con sus hijos y piden leche y carne, y lo que sea, y que igual devuelven a la tendera; hay hombres que venden discos de conga y salsa, y tabacos, y marihuana, y pueden correr cuando viene el policía. Hay un ejército de contrarios; volatineros montados sobre zancos, vendedores de cacahuetes, de agua, de yelmos y jofainas de barbero, de mobiliario francés del rococó y renacimiento florentino, y estilo imperio, y Art Déco, hay quien vende marfil trabajado por Lalique y también cristal; hay quien da placer si se le paga, hay un ejército de historiadores patrañeros e improvisados que muestran la ciudad y sus rincones. Están los que, parados frente al Capitolio, señalan el edificio con el índice y aseguran que solo hay dos en todo el mundo: el Capitolio de La Habana y La Casa Blanca, ambos idénticos, el primero copiando al segundo, que El Castillo de los Tres Reyes del Morro se ve desde lo más alto de los Alcázares, que la Catedral de La Habana fue proyectada en el mismo estilo, y por el mismo arquitecto, que la de Sevilla. Difícil se le hace a Ramón sobrevivir sentado sobre un quicio de la calle del Obispo. Al principio lo auxiliaban sus contrarios, después se aburrieron de ayudar tanto al lisiado y lo adelantan en cualquier negocio.
Ramón siente que se acabó toda su fortuna, aunque Jorge Ángel diga que le queda la belleza de sus ojos y la fuerza que tiene en la mirada. “Parecen sinceros. ¿Cómo mirarás cuando te excitas?”. Aún le queda su cara de huesos prominentes, aún le quedan algunas cosas, y lo mejor es que también le faltan, la calle está llena de pervertidos. A veces, cuando escucha a su madre peleando en la cocina porque no tiene nada que poner en los calderos, se pregunta cómo sería si acepta lo que Jorge Ángel le propone, a veces piensa que va a ceder, tiene miedo cuando imagina el momento en que asiente y le pide que sea discreto, que si es prudente le muestra la pértiga, le deja tocar el saxofón. Ramón piensa y se toca en la entrepierna. Cierra los ojos y se toca, recuerda a sus muchachas, se masturba.
En cualquier momento tendrá que aceptar.
Cada día intenta imaginar cómo será y se toquetea y siente asco, siente miedo, y a su madre peleando en la cocina. Preferiría que Jorge Ángel no existiera, que no insistiera, que se fuera al diablo, y se toca, y tiene la certeza de que nunca será como tener debajo a su muchacha o como saltar auxiliado de una garrocha. A veces Jorge Ángel llega y lo sorprende, anuncia que le trajo un refresquito y mira lo que tiene levantado en su entrepierna, se acaricia el pecho con su mano enjoyada, chupa su boquilla de ámbar de Groenlandia, suelta el humo. “Te traje un refresquito, te lo tomas cuando termines”, dice y le da la espalda, luego se voltea para mirar al que se queda en la cama, y baja los ojos para ver su pértiga.
Muchas veces ha pensado en la insistencia del vecino. Siempre hizo lo mismo, cuando Ramón tenía piernas y era esbelto; cuando era bello y saltador le reclamó, y después también. ¿Qué será de Sergei Bubka?, ¿dónde estará?, se pregunta el mutilado y escucha la cantaleta de su madre asegurando que hace calor, como si él no lo supiera, y que nada tiene para cocinar. Gloria asegura que esa tarde tomarán sopa, con concentrado de bacon o de pollo, solo un cuadrito para el agua bien caliente, nada más. Gloria le recuerda que la herida en la cabeza le ha servido de pretexto cuatro meses, que ya es hora de que salga a trabajar. Ramón se toca, recuerda las piernas que le faltan, piensa en Jorge Ángel.
Cuando el Crema lo ayudó a bajar las escaleras le contó que el maricón tenía fiesta. Era dos de agosto y estaba celebrando el cumpleaños, había llegado mucha gente, todos jóvenes. Él mismo ayudó a subir varias cajas de cerveza, y por los olores parecía que la comida era buenísima, preguntó si no lo habían invitado y él respondió que no, se alejó por Aguiar; muleteando, muleteando.
Fue su madre quien vino a darle la noticia, estaba muy nerviosa, lloraba sin consuelo, lo poco que tenía se esfumó, se convirtió en polvo de cenizas. La mujer quiso describir la fuerza de las llamas, habló de los bomberos, lloró. Se preguntaba en qué lugar irían a vivir, exigió a Ramón que dijera algo, que no se quedara tan callado, necesitaba una palabra. “Grita coño”. Gloria lo llamó insensible e intentó pegarle, Ramón se defendió con la muleta, y ella volvió a llorar, a preguntarse dónde iban a vivir, en qué lugar, y habló de Esteban, el que pasó toda su vida obsesionado con el agua para terminar achicharrado. “Ovidio está muerto, dicen que la hija lo encerró en el cuarto”, pero Ramón no se inmutó, ni siquiera cuando su madre habló de Jorge Ángel. Nadie lo había visto después del incendio, debió entretenerse intentando resguardar las cosas de valor, tenía muchas; se comentaba que podía estar sepultado entre los escombros, quizá le quedaba algo de vida.
Ramón permaneció sentado, sin chistar, y vio a su madre correr llorando hacía la calle de Aguiar. Ramón se tocó la pértiga, recordó a Jorge…
…Cuando le llevó el refresco el día anterior, también le dijo que tenía un regalo para él, que cuando quisiera podía pasar a buscarlo. Ramón salió en la noche de su casa, entró en la de Jorge Ángel y notó muy nervioso a su vecino. Fumaba aferrado al ámbar de Groenlandia de su pipa, y le ofreció algo de beber; si quería le servía un whisky, un vodka con naranja, una cerveza. Por el whisky se decidió Ramón, con hielo, y en los vasos, anchos y redondos.
—Pensé que tomarías vodka, seguro que Bubka le ponía naranja —le dijo Jorge Ángel cuando le alcanzó el vaso y mostró el regalo.
Era una fotografía a todo color, enmarcada y cubierta por un cristal; Ramón muy levantado en el podio más alto, roja la camiseta y rojo el short, colgando del cuello una medalla muy dorada y los brazos abiertos, levantados, como en la V de Victoria. En el segundo pedestal apareció Bubka, el ucraniano luciendo galardón de plata, y otro más en el tercero, uno que Ramón no reconoció y que, por el apellido que Jorge Ángel declamó afectado, le parecía italiano.
Ramón agradeció mucho, se reía nervioso, miraba al cuadro, al vecino, y otra vez al cuadro, tomaba un trago, se reía, le brindó al vecino de su vaso, le dijo que era feliz, y no se preocupó por la manera en que el amigo había conseguido una farsa tan real. “Solo un fake, obra de un amigo, me costó mi dinerito”.
Si hubiera tenido piernas no dudaría en levantarse y abrazar a Jorge Ángel, pero no pudo subir y volvió a beber, y escuchó a la cantante que escogió el vecino, le gustaba mucho, estaba de moda entre la gente de buen gusto, eso decía el dueño de la casa, y que se llamaba Lhasa, era mexicana, vivía en Canadá, la canción que se escuchaba era la que prefería; y ponía su voz para acompañar a la mujer, tenía buen tono, empastaba muy bien su voz con la de Lhasa, y se exaltaba más en una estrofa que en las otras: Y es el hombre al fin como sangría/ que a veces da salud y a veces mata. Jorge Ángel sentía que Ramón le daba las dos cosas, salud y muerte; muerte y salud, pero no dejó que lo notara. Esa noche no hizo chistes, no lo provocó, no al menos como otras veces. Ramón estaba esperando los embates, los juegos, los coqueteos, las propuestas y promesas. Ramón miraba su regalo, miraba al dadivoso, y el otro fue tierno, muy cortés, casi silencioso; apoyaba o rebatía discretísimo, elegante, haciendo ver que era inteligente. Era solícito, y Ramón aceptó quitarse la camisa, había mucho calor, el whisky era muy fuerte. Jorge Ángel miró su pecho. Le habría gustado verlo intacto, como lo miró en sus carreras con la pértiga y luego en el salto, en la caída. Ya no era igual. Jorge Ángel no vio anunciarse los pectorales definidos, él esperaba un pecho helénico, el mismo que antes disfrutara con miradas, el mismo que antes añoró tocar, pero no fue lo que encontró, ni siquiera le pareció cercano al torso del Belvedere; la estatua mutilada mantuvo el pecho fuerte y definido, el de Ramón no era ya elegante y musculoso, era esmirriado, casi enteco, y pálido. Jorge Ángel tuvo ganas de llorar por los recuerdos y por lo que entonces vio, tuvo ganas de besar al mutilado.
Ramón esperó a que dijera algo, bien notaba sus miradas pero esperaba la palabra, estaba feliz, agradecido, y olvidó todo lo que había afuera, se concentró en el trago, en la conversación, respondió a las miradas, se tocó y levantó sus fuerzas, se miró, observó al otro cuando lo despojaba de sus pantalones recortados y sintió un escozor cuando le acarició sus cicatrices, cuando recorrió el pecho, cuando fue gozón y maternal, cuando lo escuchó decir que también era un pervertido y se prendió a la pértiga, se encajó en ella como si detrás tuviera el hoyo pequeñito donde debía ajustarse antes del salto; y Ramón se empinó imaginando que saltaba después de afincar en el hoyo la garrocha, y cerró los ojos, los apretó fuerte, primero los pies por sobre la varilla, y también el arco que hizo con su cuerpo, y cayó sobre sus pies, con las manos levantadas, como en la V de Victoria, y llamó al contrario por su nombre. Jorge, le dijo, y también mi ángel, le dio todo, todo, todo, lo cercó con su brazo derecho, el único, y le besó el cuello, le beso la espalda, quedó quietísimo metido en el huequito, con su pértiga.
Ninguno de los dos se atrevió a hablar después. Solo cuando Ramón se marchaba, Jorge Ángel le puso en el bolsillo un billete de diez dólares, lo invitó a su fiesta de cumpleaños que sería al día siguiente y en la tarde, vendrían sus amigos, los más íntimos, dijo en medio de una sonrisa socarrona. Ramón contestó que no, prefería volver cuando estuviera solo. “Claro, si tú quieres”.
Y ahora la madre le anunciaba del incendio en el solar, y la muerte de Esteban, la de Ovidio, y para colmo, le contó que no aparecía Jorge Ángel. Ramón pensó en su suerte, recordó el cuadro que le regalara la noche anterior, el que colgó detrás de su cama y que debió quemarse. Ramón pensó en el traqueo del cristal, en la caída, y caminó la Habana Vieja. Ramón pensaba en Jorge Ángel, en lo que pasó entre ellos unas horas antes. Muchas veces deseó que no insistiera, que no existiera. Ahora no volvería a insistir. Ya no existía y lo extrañaba. No debió dejarse embaucar. Debió resistir pero no lo consiguió, ya era tarde, y lo extrañaba. Habría resultado mejor el incendio un día antes. Ramón cree que nunca es tarde, al menos las llamas contendrían la lengua al maricón, nadie se iba a enterar de todo lo que ocurrió. Ramón camina La Habana y piensa en Jorge Ángel, quisiera tocarse la entrepierna pero tiene su mano aferrada a la muleta. Piensa en las llamas. ¿Quién volvería a ayudarlo con diez dólares? ¿Quién iba a levantarle la fuerza de su pértiga?
Ramón salió muleteando. La madre supone que está metido en algún negocio, y que hace bien, cualquier cosa es buena si se trata de comer, dice que la noche anterior al incendio le ofreció diez dólares, por suerte Gloria los guardó cuando vio crecer las llamas, todavía están entre sus pechos, resguardados. Nadie sabe dónde está Ramón. Al Crema le gusta especular, insiste en que debió hacer el trecho de mar al que temía tanto montado en una balsa, que quizá algún día llegaba a Nueva York, que no pudo cerrar los ojos y levantar el brazo mientras se marchaba, que su mano estuvo aferrada al remo para batir el mar, que Ramón avanzaba, muleteando, muleteando…
Jorge Ángel Pérez. Encrucijada, Villa Clara, 1963. Narrador
Obtuvo el Premio David 1995 con Lapsus calami (cuento). Ha publicado además las novelas El paseante Cándido (Premio UNEAC 2002) y Fumando espero (primer finalista del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos 2005). Su relato “Una estrofa de agua”, mereció el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2006, y con el volumen de cuentos En La Habana no son tan elegantes ganó el Premio Alejo Carpentier 2009.