Elementos comunes
A Julio Cortázar, Roberto Bolaño y Lewis Carroll.
A Legna, Anisley y Raúl.
Primavera 2010. La Habana, Cuba. Llueve.
El agua mancha la ciudad. La gente cruza la calle con bolsas de nylon atadas a la cabeza.
El tren se detiene sobre el puente. Los pasajeros miran hacia abajo, hacia arriba. A través de las ventanas el tiempo parece detenerse mientras las gotas tatúan el cristal y los charcos se extienden en los desniveles del asfalto.
Abro el libro de Cortázar. Cuento las páginas que me faltan por leer, hago cálculos, inferencias, me detengo por unos segundos en las piernas de la ferromoza que atraviesa el pasillo, pide los boletos sin hablar, con un gesto de la mano que se me antoja suave y a la vez violento, cual si le estuviera haciendo un favor a cada uno de los pasajeros, un favor que luego le fuera a pesar en la conciencia. Imagino que con doce horas de viaje sea suficiente para terminar de leer la novela. La ferromoza cruza hasta el vagón del fondo. Sus piernas se pierden entre la luz, la lluvia y la estrecha puerta de hierro. Abro la mochila, saco el libro de Bolaño, el de Carroll y me propongo no perder tiempo en cavilaciones tontas. Si logro mantener la concentración podré leer a los tres y bajar del tren, al término del viaje, con un estilo bestial:
El tipo es una bestia, dirán los poetas que se sientan cada tarde en las mesas del Café.
El tipo es una bestia, dirán los miembros del Jurado.
El tipo es una bestia, dirá la escritora y solo entonces se verá desarmada, no le quedará otro remedio que abrirme la puerta del cuarto, quitarse la ropa y apagar la luz.
Una apuesta es una apuesta, le diré, como hice el día que nos conocimos en la Casa de Cultura. Me sacaré los zapatos, los pantalones, pondré encima de la mesita de noche los tres libros, cual si formaran parte del ritual y sus autores, complacidos, pudieran ver los resultados de mi esfuerzo.
El tren reanuda la marcha. El puente queda atrás, entre la cortina de lluvia y las fachadas de los edificios. Salimos de la ciudad y entramos de a poco en el descampado. Afuera el paisaje se repite idéntico: un desierto interminable de rocas blancas, a ratos algún conejo, un caballo o un grupo de cangrejos carreteros, de esos que se cuelan entre las vías del tren y atraviesan los rieles cuando va a caer la noche.
Me duele el pecho, repaso las líneas que acabo de leer. Busco un vínculo, algo que me una a Cortázar y solo encuentro kilómetros entre mis intenciones y su ilusión, entre sus litros de vino y los tragos que me despacho directamente de la caneca, siempre que rebaso una docena de páginas. El alcohol baja como lenguas de fuego y me alivia por unos minutos. Luego vuelve la humedad, la lluvia, la fiebre y el sudor.
Registro cada uno de los bolsillos hasta que encuentro la tableta de pastillas, ya solo me quedan dos. En cuanto se detenga el tren debo ir directo a una farmacia, sin las pastillas los dolores son incontrolables.
La escritora no sabe de mis dolores, yo tampoco sé de los suyos. Así es mejor. Solo intercambiamos elementos comunes, cuestiones de interés para los dos.
Siempre hemos hablado de literatura. Nos colgamos del teléfono los miércoles de doce a cuatro de la mañana. Yo le cuento lo que dicen de ella en La Habana. Ella me cuenta lo que dicen de mí en Santa Clara, en Cienfuegos, en Camagüey. Dicen horrores. Los mismos horrores que dicen de Legna y de Raúl, pero a ellos no les importa, a nosotros tampoco.
La ferromoza regresa al vagón, reparte la merienda justo en el momento en que Cortázar vomita el primer conejo. Miro el pan con la misma cara que Cortázar mira al conejo vomitado, lo guardo en la mochila, él lo pone sobre el armario y piensa dónde esconderlo para que la señorita de París no lo encuentre. En el patio de la Casa de Cultura siempre hay sol, las paredes derruidas no arrojan sombra, la escritora me dijo que era una imagen muy sugerente, una suerte de acción de resistencia, castigo preconcebido, algo así como una autoflagelación. Nos encontramos de repente y de pura casualidad, como se encontraron Legna y Raúl en el medio del patio, bajo el sol del mediodía, rodeados de escombros, en una Casa de Cultura que antes había sido un colegio de monjas y ahora era el escenario para un recital de poesía performática. El poeta ajustó el micrófono sobre el podio, miró al público con un gesto muy parecido al que usaba la madre superiora para mirar a sus monjas y con un girasol en la mano recitó un poema vulgar que hablaba sobre una traición, un par de conejos blancos y un pez. A Legna y a Raúl les hubiera encantado, pero a nosotros nos pareció horrendo y salimos de la Casa de Cultura.
El tren se detiene, va marcha atrás. Siento fatiga. Creo que voy a vomitar. Cierro los ojos pero el sonido del movimiento a la inversa me penetra. Saco la cabeza por la ventana, vomito y entre hilos de alcohol, sobre los rieles, comienzan a caer conejos. Algunos dicen que debemos salirnos del camino, darle paso a varios vagones llenos de soldados que van a hacer entrenamientos a los campos de Consolación del Sur. Miro a través del cristal, tengo la impresión de que el paisaje crece a medida que retrocedemos y en cámara lenta, como en esa película de Tarvskosky, el humo lo cubre todo.
Caminamos hasta el parque. La voz del poeta atravesaba la calle, chocaba contra el muro. No paraba de decir en un continuo letargo:
Los geranios crecen…
Los geranios crecen…
Los geranios crecen…
Quise invitarla a tomar helado o café, como hizo Raúl con Legna, pero no habían heladerías alrededor del parque, cafeterías tampoco. Las calles estaban desiertas. El sol mantenía enclaustrada a la gente y solo dos viejos, en un banco del parque, miraban con insistencia el reloj de la catedral. Las manecillas se habían detenido a las siete y cuarto, ciento setenta años atrás, cuando la Casa de Cultura era un colegio de monjas y las paredes del patio arrojaban sombras sobre la imagen de un Cristo benévolo; un Cristo dibujado por los artistas plásticos de la localidad a cambio de cinco pesos y unas cuantas estampitas de la Virgen María.
Después de pensarlo muchas veces le dije a la escritora que mejor que un helado o un café, era una pizza y de haber tenido cinco pesos más, la hubiéramos comprado, pero ninguno de los dos sabía dibujar a Cristo.
Los soldados pasan a gran velocidad, apenas logro ver sus rostros cansados bajo los cascos. Dejan a su paso un ruido terrible. Mientras la tristeza se empoza con hedor a muerte, el tren reanuda la marcha. Afuera dejó de llover, algunas vacas tragan la hierba como si fuera un purgante, miran con sus ojos tristes, con sus ojos de vaca. La gente se acomoda sobre los asientos, sacan almohadas, sábanas y toallas. Retomo la novela de Cortázar, intento adelantar en la lectura, pero hay una chica en el asiento de enfrente que no me quita la vista de encima. Subió en la última estación y desde entonces no ha hecho otra cosa que observarme. Yo me incomodo, trato de taparme el rostro con el libro pero resulta peor porque no puedo ver lo que hace, hacia dónde mira. Quizás si le doy a leer el libro de Carroll se entretenga un rato, se deje llevar a través del túnel en el suelo y desaparezca tras un conejo blanco, pero entonces perdería mi libro.
Los viejos mantienen la vista en el reloj de la catedral con una fuerza tenaz. Decidimos sentarnos en un banco del extremo opuesto del parque, ella me dijo que la imagen era muy sugerente, tiene la manía de hacer literatura con elementos comunes. Traté de enseñarle el juego de los Beatles, como mismo me lo habían enseñado Legna y Raúl. Debía mencionar una primera canción y yo otra que comenzara con la última letra de su título. Ella dijo que solo dejaría de ser aburrido si apostábamos algo. La primera vez aposté mi disco de Red Hot Chili Peppers contra un beso que rebasara los dos minutos, perdí el disco cuando me quedé sin canciones después de Yellow Submarine. Las apuestas fueron cada vez mayores. Perdí muchas cosas y solo gané un striptease muy básico, de alguien que no sabe desnudarse con gracia.
La ferromoza anuncia que haremos una parada de treinta minutos en la estación.
Salgo a la calle y pregunto por la farmacia más cercana.
Los dolores en el pecho vuelven como estacas clavadas a golpe de martillo.
Camino una, dos, tres cuadras.
La dependienta me dice que hace un mes no entran esas pastillas, que pruebe suerte en la otra farmacia, queda como a un kilómetro bajando por la calle principal.
Le pido al mensajero que me lleve en su bicicleta.
Me mira.
Lo piensa.
Me mira.
Lo piensa.
Sale pedaleando.
Le digo que acelere.
Vamos a toda velocidad.
La dependienta me dice que hace un mes no entran esas pastillas, que pruebe suerte en la otra farmacia, queda como a un kilómetro subiendo por la calle principal.
Le pido al mensajero que me lleve de regreso.
Lo piensa.
Me mira.
Lo piensa.
Me mira.
Sale pedaleando.
Se oye el silbato del tren.
Subo al vagón.
La ferromoza anuncia que saldremos en un minuto. Estoy empapado en sudor. Tomo el último trago de la caneca y las lenguas de fuego, por unos segundos, aplacan el estruendo de los martillazos en el pecho.
Abro el libro de Cortázar, las gotas ruedan por mi frente, caen sobre las hojas manchando algunas palabras que se desdibujan, como si contuvieran dentro un significado especial. Los dolores regresan. Trato de olvidar. Recuesto mi cabeza al cristal de la ventana.
Cerré los ojos y la escritora me dijo: ese juego es una mierda. Vamos a hacer una apuesta de verdad. Nos fuimos del parque. El recital de poesía performática en la Casa de Cultura había terminado. Esa noche durmió en mi apartamento, sostuvo una terca resistencia, probé con el incienso, con las velas aromáticas, con el contacto por descuido pero ella estableció a tiempo una línea imaginara en el centro de la cama. No pude dormir. Ella tampoco.
Despertamos hablando de literatura. Le unté mantequilla al pan. Ella escribió unos cuantos versos en la servilleta sobre un conejo blanco, un pez plateado y unos cangrejos carreteros. La dobló con elegancia. Extendí el mantel sobre la mesa. Escribió una dedicatoria y bajamos las escaleras.
Me aprieto el pecho con ambas manos. Creo que voy a morir y pienso en los Beatles, en la sonrisa de Paul, en los ojos de Lennon. Me gustaría llegar al cielo con esa imagen. El tren está por detenerse en la última estación, ella quizás me espere impaciente, quizás le haya telefoneado a Legna y a Raúl para decirles que estoy por llegar, que iremos directo para el Café, que guarden la mejor mesa y compren una botella de vino. Quizás mire hacia la curva cuando oiga el silbato del tren. Sostengo el libro de Cortázar, tiro al suelo la tableta sin pastillas, agarro la sonrisa de Paul, los ojos de Lennon y me detengo unos segundos en las piernas de la ferromoza, que atraviesa el pasillo para decir: hemos llegado al destino final.
Yonnier Torres. Placetas, 1981. Sociólogo y narrador.
Egresado del XI Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Tiene en proceso de edición los libros de cuentos Delicados procesos (Premio Luis Rogelio Nogueras de Ciencia Ficción, por Editorial Extramuros); Elementos comunes (Premio Félix Pita Rodríguez de Narrativa, por Editorial Unicornio); Esto funciona como una caja cerrada (Premio Calendario 2011, por Casa Editora Abril); y la novela Clavar los ojos al cielo (Premio de Novela Fernandina de Jagua 2011, por Editorial Mecenas).