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El vikingo, la rubia y el ladrón

Imagen por José Luis Lorenzo Díaz

Imagen por José Luis Lorenzo Díaz

El calor me abofeteaba, mojaba mi camisa e introducía sus dedos bajo mi piel a pesar de ser solo las nueve de la mañana. Me sentía irritado conmigo mismo, con los demás, con el ventilador incapaz de aliviar el ambiente. No había podido dormir bien la noche anterior y eso sacaba lo más violento de mí al exterior. 

De algún radio lejano llegaba una melodía mexicana. No distinguía la letra de la canción, solo el sonido del acordeón y los violines. De haber podido habría ordenado cesar con la música, pero ni siquiera sabía su procedencia exacta.

 —Permiso, teniente —Un infante se cuadró en la puerta de la oficina—, ya tenemos detenido al hombre denunciado por el extranjero.

Ese había sido mi desayuno al llegar a la Unidad: un extranjero quería denunciar un robo en su casa. El Oficial de Guardia se lo había sacado de encima mandándolo conmigo.

El denunciante anunciaba de lejos su procedencia. La cara colorada como pasaporte ruso, calvo, gordo, el sudor encharcado en el pecho y el cuello. Trató de explicarme en una mezcla indigerible de gestos y palabras.

—Mi robar —abría las manos y las guardaba en los bolsillos.

—¿Cómo robar? —inconsciente imité su idioma.

—Hombre entrar, yo estar con mujer.

—¿Qué hombre? ¿Qué mujer?

Movió la cabeza respirando como un fuelle. Golpeó una mano contra la otra, iracundo.

—Mujer mía, yo casar aquí con mujer. Mi estar dormido, hombre entrar, no sentir ruido. Mujer tocar y abrir ojos, hombre parado en puerta con bulto grande, gavetas abiertas, faltar cosas —hizo una pausa para recuperarse del esfuerzo—. Mujer gritar, hombre parado, mujer muy quieta, hombre hablar bajo con mujer, yo no comprender, ella llorar, pensar que era miedo, tratar de consolar, no hacer caso de mí, continuar habla con hombre, él dejar cosas en suelo y seguir hablar. Yo entender ellos conocían.

—¿Qué cosa conocían? —El lenguaje del hombre me tenía exasperado.

Hizo con la mano derecha un gesto despectivo de maestro enfrentado a un alumno poco aventajado.

—Mujer conocer hombre, hombre conocer ella.

—¿Por qué lo sabe?

—Lo sabe porque ver ojos de ella, ver poner blanca, ojos brillar, él hablar bajito como yo hablar con perro o gato mío. Hombre tocar y ella quedar quieta, yo pensar que hombre hacer malo y tratar de empujar, ella rechazar mí. Entender clarito cuando él decir “Discúlpame” y ella responde “Discúlpame tú”. Yo fuerte — muestra los músculos—, hombre no tanto, pensar poder coger a él, pedir ayuda a ella, no escuchar, sólo mirar a hombre. Pensar entonces que ellos estar de acuerdo, gritar “Tú puta engañar, tú robar a mí” .Ella no atender mí, yo coger por brazo, sacudir —mueve ambas manos al compás—. Ella decir “Déjame tranquila”. Mujer mía no poder hablar así, no permitir, no ser correcto, yo dar golpe en cara, ella caer, él dar golpe a mí, yo dar él fuerte en cara, él caer, ella usar uña en mí —muestra tres rastros en el cuello de toro cebado—. Necesitar defender y coger lámpara y golpear en cabeza.

—¿Quién golpeó a quién?

—Ella atacar primero, yo después dar en cabeza con lámpara, salir sangre —hace una pausa— .Yo necesitar defender mí.

—¿Qué hicieron ellos entonces?

—Hombre dar a mí con manos en cabeza, recoger a ella y decir: “Voy a llevar para hospital”. Herida grande —abrió los brazos, enormes como rieles de ferrocarril—, sangre mucha, ellos salir y yo venir aquí.

—¿Va a hacer una denuncia?

—¿Qué hacer yo? —un nuevo gesto de fastidio.

 El calor y el extranjero me irritaban.

—¿Va usted a formalizar una denuncia?

El hombre asintió con toda la fuerza de su cuello de toro cebado.

—Según usted, el hombre y la mujer estaban de acuerdo. ¿Por qué?

Respiró con fuerza, las venas de su cuello se hincharon a punto de reventar. Apretó los puños, enormes, uno contra el otro. Parecía dispuesto a golpearme. Me recordó a esos vikingos asesinos de las series y los filmes.

—Ella mirar a él como nunca mirar mí, ojos brillar profundo, hombre poner cara de mendigo frente a iglesia.

La comparación resultaba graciosa y necesité hacer un esfuerzo para no reírme. Trataba de entender al extranjero pero me era difícil ponerme en su lugar. ¿Cuándo se casan con una muchacha treinta años más joven no comprenden que esta no ve en ellos un hombre sino un pasaporte? Se debe ser muy fatuo para no comprender eso.

—¿Cómo son el hombre y la mujer?

—Hombre mulato, igual a tú —me señaló—, tener herida en la frente.

—¿Herida o cicatriz?

—Cosa vieja, no sangre.

Envié a los infantes al hospital. Si el extranjero no se equivocaba, el ladrón debía estar aún allí. Ahora lo habían traído.

Lo reconocí de inmediato. Una semana antes había estado ahí mismo, en la misma silla, con idéntica cara de susto. Lo habían detenido en un bar, en una bronca de borrachos. 

 —¿Tú otra vez aquí? —endurecí la voz—. Hace una semana me dijiste que si te daba un chance no volvías más.

La mirada de animal sufrido recorre la oficina, trata de evitarme, se concentra en un punto del piso situado entre sus pies.

—La semana pasada te solté porque pensé que eras un hombre —ataqué de nuevo— y cumplías tus promesas.

—¿Usted nunca las ha incumplido, teniente?

Los ojos subieron con lentitud hasta mi cara, me abrazaron con su pregunta, hasta hacerme sentir incómodo.

—No seas fresco, estás aquí por un intento de robo con fuerza, te puedo mandar al tanque por un tiempo largo y te pones a preguntar sandeces. 

Bajó la vista de nuevo. Sentí como mi irritación, el calor y el ruido le pasaban por encima. Movió los dedos entrelazados, parecía estar contando algo.

Ese tipo de resistencia pasiva me irritaba. Prefería a los bocones, a quienes se cagaban en mi madre y me amenazaban con matarme. A aquellos les gritaba hasta hacerlos callarse por el miedo. Estos callados me desconcertaban.

Me volví hacia el infante.

—¿Cómo está la mujer?

—La herida es grande, el médico me dijo que es peligrosa, debe dejarla en observación.

El mulato alzó la mirada.

—¿Podrá morirse? —La nariz se le dilata.

—¿A ti qué te importa? ¿Acaso la conoces?

No me respondió, se mantuvo jugando con sus dedos.

Me molestó su silencio.

—Te estoy preguntando y si no lo sabes, aquí todo el mundo responde cuando pregunto.

No me respondió. Era como si no me escuchara. Su mirada seguía vagando por el piso.

—¿Cogiste los datos de la mujer? –pregunté al infante.

—Se me olvidó, teniente.

—No hacen nada cómo debe ser, ahora tendrás que regresar y tomarlos.

—Puedo darle esos datos —la voz del detenido era insegura.

—¿La conoces? ¿Sí o no?

Sus ojos subieron desde el suelo hasta mi cara. Palideció mientras trataba de alzar una mano. Las esposas se lo impidieron.

—Fue mi novia —las palabras comenzaron a salir e hice una señal al infante de que se marchara—. Teníamos quince años cuando me besó la primera vez. Ni yo mismo podía creerlo, la enamoré para quedar bien conmigo mismo, no porque pensara en la posibilidad de una relación entre los dos —se tocó la piel—. Aquí las viejas tienen la lengua más larga que el pelo y ver una blanca de la mano de un negro las pone a bailar. Mis padres se opusieron, decían que una blanca me traería salación: negro que anda con blanca se vuelve mierda. No les hice caso, preparé las cosas para casarnos, no iba a escuchar consejos de nadie si cuando miraba sus ojos fijos en los míos me ponía a temblar. Pero el que nace para cochero, del cielo le cae el mulo: me cogió el servicio militar.

Se calló, miró al piso, lo golpeó con una de sus piernas.

—¿Te cogió el servicio militar y qué?

Sonrió melancólico, por la ventana penetraba desde la cocina de la Unidad el olor a chícharos sazonados con ajo porro. Un perro ladró bajo las ventanas de la oficina.

—Cuando me fui prometió esperarme. Estando allá, me llegaron noticias de que andaba con otro, no pude soportarlo, me escapé para verla, necesitaba comprobarlo.

—¿Era mentira?

Sonrió de nuevo, con la mansedumbre de un carnero ante el cuchillo del carnicero.

—Soy muy fatal. Nunca pude saberlo, me cogieron antes, me mandaron para un batallón de castigo.

He olvidado el calor, el extranjero, la irritación. He escuchado muchas historias semejantes, pero este hombre tiene en su mirada un dolor tan grande que comienza a interesarme.

—Allá me enredé, conocí a unos tipos, me dieron vueltas, me embullaron a robar unas latas en el almacén. La cosa no me gustaba pero pensé que era la única forma de tener dinero para hacerle un buen regalo a ella: siete pesos no dan ni para el pasaje.

—¿Ella no te escribió más?

Movió la cabeza a los lados. Los ojos, antes apagados, comenzaron a brillar.

—¿Te cogieron?

—Fui a parar a la cárcel. Había un tipo del pueblo, se burló delante de todos, la nombró jinetera, aún recuerdo sus palabras “Negro que anda con blanca no le alcanza la cabeza pa´ los tarros”. Nos fajamos, me hizo esto —señala la cicatriz de la frente—. Cuando salí me parecía que todos se reían de mí, me enredé y me tiraron de nuevo pa´ el tanque. Ella no estaba en el pueblo, se había casado con un extranjero.

—¿Por qué volviste al pueblo? Mejor te hubieras ido a otra parte, donde no te conocieran.

Encogió los hombros.

—En el tanque conocí a un religioso. Según él, uno trae el destino escrito en la frente cuando nace. Parece que el mío lo escribieron con letras torcidas. No soy ladrón. Estaba tomando con unos socios en el bar cuando hablaron de robar en la casa de una jinetera. Cuando supe que era ella, decidí entrar, quería verla de nuevo. Además —se muerde los labios—, temía miedo de que si otro entraba le hiciera daño. Por eso me brindé.

—¿Por qué no la viste en la calle? Era mucho más fácil verla en cualquier lugar, conversar, sin cometer ningún delito.

—Traté de hacerlo. Fui a su casa. La madre me amenazó con denunciarme con ustedes.

—Estás loco.

—Creo que sí, teniente —me mira fijo—. ¿A usted le han pegado los tarros alguna vez?

—Eso a ti no te importa. Cuéntame lo que pasó el día del robo —molesto con mis propios recuerdos, di un puñetazo sobre la mesa.

Su mirada regresó al suelo.

—Entré fácil. La casa parecía un museo, llené la mochila en la sala y entré al cuarto. Dormían cada uno en un extremo de la cama. Sentí unos celos enormes de aquel gordo, de ver cómo el aire movió los cabellos de ella y los enredó en la calva de él. 

—¿Te sintieron?

—El colorado seguía roncando como locomotora de ingenio, ella fue la que abrió los ojos: debe ser verdad eso de que uno siente cuando alguien lo está mirando fijo. Las piernas se me doblaron cuando vi su mirada clavada en mi pecho. Me había imaginado mil formas de encontrarnos de nuevo, nunca así: ella acostada al lado de un tipo que roncaba y yo tieso en medio de la habitación, con un bulto de cosas robadas en la mano. Me acerqué y tocó al marido, traté de hablarle, de pedirle silencio, pero gritó.

—¿Gritó?

—No entendí lo que dijo, las palabras se me enredaron —bajó la vista— pero se asustó teniente, tuvo miedo de mí, ese fue un golpe muy profundo. Que me dejara fue duro, pero que cuando me viera de nuevo se asustara fue peor.

—¿Qué hiciste?

—Traté de calmarla, de explicarle, de pedirle silencio. Hablar no es mi fuerte, pero ella pareció escucharme, se quedó muy quieta y yo hablaba y hablaba.

—¿Y el marido? 

—No sé teniente, en ese momento sólo existíamos ella y yo. Se me olvidó el robo, los socios, las cosas, el gordo, todo se borró, solo ella y yo, lo demás no importaba. 

—¿Habías ido a robar?

—Ahora no estoy seguro de a qué fui, al verla olvidé todo. En aquel momento, para mí solo existía ella.

—¿Hasta los tarros los olvidaste?

Me miró con furia, los ojos relampaguean, cerró los puños.

—Respétela, coño o me olvido de su uniforme.

Sentí la excitación en su voz y aflojé el tono.

—No quiero ofenderte, pero tú mismo hablaste de los tarros..

Bajó de nuevo la mirada.

—Perdóneme, teniente, los tarros duelen más que una muela infestada y me vuelvo loco cuando me hablan de eso.

—No te preocupes, sigue contando.

—El gordo la tocó, le habló en un idioma extraño, ella lo empujó y el tipo le sopló tremenda galleta. Le fui pa´arriba, pero era una mole y me dio un empujón que me puso a volar. Cuando abrí los ojos ella estaba chorreando sangre —mueve la cabeza—. Si tengo un cuchillo lo mato.

—¿Por qué fuiste al hospital? Sabías que allí te cogeríamos.

—A mí eso no me importa, teniente, uno se acostumbra a todo, incluso a la cárcel, pero si ella se muere, ¿qué me hago?

—¿Te llevaste algo?

—Nada, con el susto de la herida, dejé el bulto botado. 

Lo miré, trataba de comprenderlo, de penetrar en su interior. El olor de los chícharos llegaba hasta mí, me distraía por instantes. La historia de aquel hombre sacaba a flote mis propios dolores. Me sequé el sudor de la frente con el dorso de la mano.

Llamé al infante.

—Tómenle declaración y déjenlo en la cinco, voy al hospital.

El mulato alzó la vista.

—Dígale que estoy preocupado por ella.

Mientras salía, su mirada de perro adolorido golpeó mi espalda.  

El olor a hospital hirió mi olfato apenas entré. Nunca he soportado ese hedor único, mezcla de sangre con alcohol.

Un anciano gemía sobre una camilla, pidiendo que le cortaran las piernas, mientras una mujer trataba de consolarlo. Un joven, evidentemente borracho, pedía a gritos la presencia de un médico para detener la sangre de una herida en su abdomen.

Llegué hasta la sala de observación. Dos camas, una vacía, sobre la otra una joven con un vendaje inmenso en la cabeza. Por los extremos de la venda escapaban los cabellos rubios, saludables, pelo de mujer bonita y con dinero. Una mujer, sentada en el sillón al lado de la cama, se puso de pie. Tendría entre los cincuenta y los sesenta, mucha pintura en los labios y los ojos, aretes colgantes tan grandes como las orejas, pequeñas arrugas formando un surco sobre la frente.

—Se siente mal, le duele la cabeza —me dice en tono perentorio. 

—¿Quién es usted? —me acerco al lecho.

—La madre —tomó aire—. Esto es una barbaridad, tiene que castigar al culpable.

Las había visto a montones y siempre me sorprenden estas madres: parecen dispuestas a despedazar a cualquiera que se acerque a sus hijas y, sin embargo, con la mayor tranquilidad del mundo las ven montarse a un avión e ir a lugares incapaces de localizar en el mapa.

—Trataré de no molestarla, pero necesito hablar con ella.

—El médico me dijo que no está bien, el golpe fue duro.

—No hay peligro en una pequeña conversación. Será corta, solo necesito precisar algunos detalles.

La muchacha se incorporó, la cascada rubia se derramó sobre los hombros, era más delgada de lo que me imaginé.

—No te preocupes, mamá, me siento mejor.

—Es que el doctor…

La interrumpió con gesto de emperatriz romana.

—Vete y pregúntale si me puedes traer comida. Tengo hambre y voy a hablar con el policía. 

Encogió los hombros y salió, no sin antes lanzarme una mirada cargada de amenazas.

—Quisiera molestarla lo menos posible, pero necesito que me cuente lo sucedido, lo del golpe, lo del robo, lo que recuerde.

Posó sobre mí las dos gotas azules y comprendí que por un par de ojos como aquellos cualquiera cometía una tontería.

—¿Dónde está él?

—¿Tu esposo?

Sonrió. Los dientes blancos, parejos, parecían artificiales.

—No, mi esposo no, el otro, el muchacho.

—¿Cómo es posible que en lugar de preguntar por tu esposo, preguntes por el ladrón?

Se tocó la venda.

—Porque usted ya debe haber hablado con él, con el muchacho, y sabrá que lo conozco hace mucho tiempo.

Parecía sacada de una revista de modas o de un catálogo de bellezas. Su rostro era un poema de armonías doradas enmarcado en olor a hembra brava.

—Está en buenas manos, y depende de tu declaración para que esté más o menos tiempo en esas manos.

 Encogió los hombros. El azul de los ojos se convirtió en acero.

—No puedo decirle mucho. Lo conozco hace tiempo y me sorprendió verlo allí en medio de la habitación, con las manos llenas de cosas robadas. Me asusté, di un grito, él trató de disculparse, se sentó en la cama a hablar, lo escuché, ¿por qué no hacerlo?, mi esposo malinterpretó las cosas y me golpeó. Eso es todo.

Mostró de nuevo la sarta de perlas entre sus labios.

—¿Entre ese muchacho y tú existe alguna relación?

—Amigos, fuimos amigos de escuela, nos criamos juntos, nostalgia por los tiempos idos, nada más. No lo había visto hace mucho tiempo.

—Desde que se marchó para el servicio militar —le señalé.

Sus ojos dejaron de reír por un instante. Apareció una leve e insignificante arruga en la frente. Se pasó la mano por el pecho para alisarse la ropa. La base de los senos quedó al descubierto.

—Es posible. Teniente —se adelantó hacia mí—, ¿qué le dijo?

—Nada, sólo se preocupó por tu salud y me pidió decírtelo.

—¿Le pidió eso? —La lengua recorrió los labios despertando el rojo encerrado en ellos— No pensé que se preocupara tanto por mí, hace tanto tiempo que no nos veíamos.

La madre entró con ruido de gallina fuera del nido.

—Le pregunté al doctor. Puedes comer algo ligero —me observó un instante, tan fugaz como denunciador— ¿Tienes chavitos aquí, para mandar a tu hermano a la tienda?

—Después, mamá. Manda al niño. En casa te doy el dinero.

La vieja respiró hondo, negó varias veces con la cabeza y después comenzó a buscar algo en una cartera situada en la mesita junto a la cama.

—¿Va denunciar a su esposo por los golpes? —pregunté.

—No, ¿por qué iba a hacerlo? Fue una equivocación. Ya mi esposo estuvo aquí y todo quedó claro, fue un simple problema idiomático.

Las mejillas se le colorearon por un instante. Bajó la mirada y sus manos juguetearon con la sábana.

—¿Y al ladrón va a acusarlo? —Toqué con mis manos sobre la superficie de la cama—. En definitiva, no se robó nada, lo dejó todo por traerla a usted al hospital, y si no la trae es posible que no lo atrapáramos. —Palpé la textura fría de la sábana— Se arriesgó bastante por esa nostalgia de los tiempos idos. 

Ambas me miraron sin responder. Los ojos de una penetraban en los de la otra con muda conveniencia. El parecido entre ellas es fuerte, dentro de unos años la muchacha será idéntica a la madre.

Al no escuchar respuesta alguna me levanté; y mientras lo hacía, hurgaba en mi memoria en la busca de una forma justa de tipificar ese delito.

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