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El último jonrón

Martincito estaba en el comedor mirando el juego de pelota entre Villa Clara e Industriales cuando sintió un ruido extraño en la terraza. Recién terminaba de almorzar, pasadas las dos de la tarde, como acostumbra a hacer cada domingo después de beber unos tragos con el primero que aparezca y le acompañe.

La casa le resultaba demasiado grande. La había construido él mismo, bloque a bloque, guiado únicamente por su instinto para los trabajos manuales y, en cuanto a diseño, atendiendo a las preferencias arquitectónicas de su esposa.

Martincito no es albañil, sino soldador. Un excelente soldador. Soldador A. En realidad técnico medio en construcciones mecánicas, dedicado a la soldadura durante veintidós años. Los mismos que estuvo casado con Helena, antes de que ella y su hija de diecinueve lo abandonaran en agosto del 94. Casi un año pasaron en la base de Guantánamo, en el que apenas supo de ambas; más dieciséis en Miami, de donde escasamente recibe una que otra información intrascendente sobre el destino de su familia. Mala pata la de Martincito, acabar solo.

Eso sí: conserva la casa. La propiedad, como corresponde en estos asuntos, rezaba a nombre de ambos, pero tras la partida Martincito adquirió del estado cubano la mitad que perteneció a la ausente, llegando a convertirse en propietario absoluto. De inmediato hizo algunos cambios. Vendió los muebles innecesarios y compró televisores para colocar en las habitaciones que efectivamente ocupaba: la cocina, el comedor y el cuarto. Tres televisores GoldStar de diecinueve pulgadas con una antena ubicada a suficiente altura. Estuviera donde estuviera —en la cocina, en el comedor o en el cuarto— Martincito tenía garantizado su partido de béisbol. Es un gran fanático. Como que fue un jugador magnífico. Le daba duro a la bola, Martincito. A cualquiera le bateaba un jonrón. Ahora disfruta el juego que transmitan por la tele, sin importar los contendientes, porque para él la liga cubana consta de dos equipos solamente: los Industriales de La Habana y el que integran el resto de las catorce provincias del país, a favor de las cuales apuesta siempre en su lidia con los del bando azul.

Ya dije que Martincito acababa de almorzar un exquisito filete cuando escuchó ruido en el patio. ¿No había dicho lo del filete? Lo que sucede es que Martincito no cocina. Claro, puede darse ese lujo porque gana buen dinero con la soldadura, haciendo encargos particulares. Unas veces fuera del horario de trabajo, en la parte trasera de su vivienda, donde tiene los aparatos. Otras veces se los lleva al taller y aprovecha la menor oportunidad para eludir sus deberes y enfocarse en lo suyo. Es así.

Martincito compra víveres y surte el refrigerador de la vecina del fondo, una mulata cincuentona que perdió al marido en un accidente de trenes. La mulata cocina para ambos y Martincito recoge la cantina por la tarde, en cuanto llega de la fábrica. No siempre la recoge, porque en ocasiones se baña y come en casa de la vecina y luego espera también la noche para mirar la pelota. Como los dos están solos han hecho buenas migas, Martincito y la mulata. Una vez por quincena Martincito se queda a dormir. La mulata no se queja: el soldador es un hombre de sesenta años.

Ya está viejo, pero tremendo pelotero fue Martincito. Integró más de una vez la preselección de la provincia. Jugó con Huelga, con Macías, con Blandino y con José Pérez. Conoció a las grandes estrellas de Azucareros, cuando Azucareros era el mejor equipo de Cuba. Hay que oírle contar sus historias. Para todos los gustos las tiene Martincito. La mañana en que le bateó de jonrón al “Duke” durante una práctica. La tarde en que Montejo y él cubrieron los jardines, ellos solos, porque faltaron los demás jugadores al entrenamiento. Qué tarde, recuerda Martincito, Montejo en el leftcenter y Martincito en el right, capturando lo que fuera. Y eso que era cátcher. Pudo haber llegado lejos Martincito, pero la competencia era mucha. ¿Cuántos receptores buenos no tuvo Azucareros? Lázaro Pérez, Albertico Martínez, José Gómez “El látigo”…

La decimosegunda serie fue su mejor momento. Estuvo a punto de entrar en la reserva. Pudieron haber incluido a cuatro cátchers en el equipo, con tal de dar un chance a Martincito. Él habría sabido aprovecharlo, sin lugar a dudas. Pero no lo hicieron y así son las cosas. Ese fue también su último año. La depresión le dio por casarse y alejarse poco a poco del juego. Fue un error. Las mujeres van y vienen, pero el béisbol se queda. Ahí tienen a Martincito, ¿no lo abandonó su propia hija?

El domingo en que oyó el ruido Martincito estaba solo. Se había llevado el filete a casa, el congrí y la yuca hervida aderezada con mojo de ajo y empellitas de puerco. Yo estuve dándome unos buches con él por la mañana, pero al mediodía lo dejé con su almuerzo y su juego de pelota y me fui a acostar un rato. Me gusta descansar los fines de semana.

Parece que, por algún motivo, Martincito bajó el volumen del televisor y se percató de que alguien entraba en su terraza. Martincito está orgulloso de esa terraza, que en verdad no es una terraza sino un patio con piso de cemento en el ala derecha de la casa, donde cae sombra por la tarde y donde Martincito tiene unos sillones de aluminio pintados de azul y varias plantas. Es un sitio agradable la terraza de Martincito. Yo mismo he pasado espléndidos ratos allí, compartiendo un dominó y unos rones con los muchachos del barrio. (Lo de muchachos es solo un eufemismo, todos pasamos de la media rueda).

El caso es que Martincito bajó el volumen y descubrió al intruso. Tal vez fue lo contrario: descubrió primero al intruso y acto seguido apagó el GoldStar. Lo que sí es seguro es que Martincito no salió sin echar mano al bate que le regaló el “Duke” al terminar la decimosegunda serie. ¿No mencioné lo del bate? Fue en el 73 o en el 74 cuando el “Duke” se lo regaló; el bate con que Martincito le dio jonrón en el entrenamiento y también la pelota, donde escribió con tinta: # 13, “Duke” Hernández. No el “Duke” de los Industriales y de los New York Yankees, sino el de verdad, el de los Azucareros, que también fue pitcher y jugó segunda. Se llamaba Arnaldo y no Orlando, como el de los Industriales y de los New York Yankees. Martincito era fan al primer “Duke”, no al segundo, por cuestiones de afinidad generacional. El bate tenía como treinta años y también la pelota, y Martincito los guardaba como si fueran un tesoro.

Pues Martincito agarró el madero y salió a la terraza dispuesto a romperle el espinazo a quien fuera. No es un tipo violento Martincito, ni cosa ni que se le parezca. Pero no es fácil que te sientes a almorzar frente al televisor y se te cuele un desconocido en el patio sin pedir permiso, como si tu casa fuera el solar de la esquina y no una casa particular que, por demás, has levantado con tus propias manos. Justificado está, sí señor, que Martincito saliera armado. Le dio un empujón a la puerta y se le paró delante al sujeto, al que encontró arrellanado en uno de los sillones de aluminio como si estuviera en la piscina de un hotel y le dijo nada más quién coño eres y qué coño haces en mi casa.

Es fácil suponer lo que sucedió después, aunque ni el propio Martincito recuerde los detalles. Todo parece indicar que el individuo se negó a moverse; es más, ni siquiera se dignó a contestar. Martincito se puso a increparlo y a gritarle cosas sin que el tipo se diera por enterado. Como si con él no fuera. Bueno, a cualquiera se la va la rosca en una situación como esa. Sin embargo, Martincito actuó con previsión y ahí es donde entro yo a formar parte de la historia. Sin soltar el bate y sin que el individuo se moviera de su asiento, Martincito tomó el teléfono y me llamó enseguida.

¿Un extraño durmiendo la siesta en tu terraza? No jodas, Martincito, ¿qué tengo que ver? Dile simplemente que se marche. ¿No hace caso? No jodas, Martincito, ¿cómo no va a marcharse? ¿Está borracho el tipo? ¿Es una especie de loco, de retrasado mental? Llama a la policía. ¿Pegarle con el bate? No, espera, espera, Martincito, no te atolondres. No con el bate, no jodas. A puño limpio. Vas a buscarte un rollo, deja el bate. Ya salgo, Martincito, ya salgo.

Me vestí y salí para casa de Martincito: son como dos cuadras. En el barrio todas las casas están más o menos a la misma distancia unas de otras. En una cuadra puede haber cuatro o cinco de ellas. Todas tienen su patio cercado y desde allí se puede ver el patio de los vecinos, y los vecinos ven el de los otros vecinos y así. Es una buena estructura. Una magnífica zona para mudarse. Siempre hay tranquilidad. Los atardeceres son divinos, qué silencio.

Yo viví quince años en Centrohabana y no hay quien soporte aquello. Pareciera que nadie trabaja. Antes de las nueve o las diez de la mañana no se siente un alma, pero después de esa hora la calle es un infierno. Empiezan a despertarse los vagos, a recuperarse de la borrachera de la noche anterior. Al mediodía los ves en los paladares, luchando su almuerzo. Quién sabe de dónde sacan el dinero, el caso es que no les falta. Por la tarde se dedican a sus negocios y luego vuelven a coger la borrachera. Un círculo vicioso. A las dos o las tres de la madrugada se restablece la calma. No hay quien pueda descansar en esas condiciones.

Llegué a casa de Martincito en menos de diez minutos y me lo encontré súper alterado, empuñando el bate y profiriendo horrores frente al sillón de aluminio. Desaforado Martincito, fuera de sí por completo. Qué coño te pasa, le dije, estás borracho que no ves que no hay nadie en el sillón, que se ha marchado el sujeto. ¿Cómo que se ha marchado?, me miró con rabia. Y yo: tranquilízate Martincito que ya se ha ido el hombre, no te das cuenta. Que no se ha ido a ningún lado, me dice entonces Martincito, míralo coño, mira al cabrón riéndose en mi cara. Y amenazando con el bate al sillón de aluminio: que te rompo la vida hijoepueta, lárgate de mi casa, y yo aferrando por el brazo a Martincito y él más descontrolado que nunca tratando de zafarse, y yo que deja eso Martincito que no te vuelvas loco, que si hubo alguien en tu patio se apendejó en cuanto te vio con el bate y se largó, no jodas. Pero Martincito a no hacerme caso y a continuar amenazando al hombre-invisible y yo en un trance cada vez más difícil porque no había manera de sujetarlo más tiempo, que no sé de dónde saca tanta fuerza la gente cuando le da un arrebato y ya no pude aguantarlo y Martincito la emprende a golpes contra el sillón de aluminio y si no lo destruye del todo es porque le falló el bate, que aunque muy bien conservado era un bate de treinta y pico de años, que lo guardaba Martincito como reliquia desde que se lo regaló el “Duke” en la decimosegunda serie. Y se partió en pedazos el bate contra el metal, primero se astilló la madera y luego se le hizo trozos en las manos a Martincito, que ya no soportó el esfuerzo y respiró profundo y se dejó caer sobre el cemento de la terraza entre las plantas revolcadas y los restos del sillón de aluminio. Entonces me le acerqué por detrás y me senté junto a él en el piso y le eché un brazo sobre el hombro y le dije coño Martincito tranquilo viejo ya pasó, lo del sillón se arregla pero el bate, compadre, un verdadero crimen lo del bate, qué pasa mi hermano, si te hizo daño el ron vas a tener que dejar de beber o vaya usted a saber qué coño le puso la mulata a los frijoles que te encendió los sesos, no llores Martincito que ya se arregla todo. Y lo ayudé a levantarse y le traje un poco de agua y en eso el patrullero apareciendo porque llamaron los del comité diciendo que unos hombres se mataban en la terraza de Martincito y los mirones llegado, todo el mundo a comentar, no sé, como si Martincito fuera un delincuente habitual, que si hay un hombre trabajador en este barrio y educado es Martincito, puedo dar fe de ello, si toda la vida lo he tenido de vecino menos los quince años que estuve viviendo en Centrohabana.

Por eso me levanté y abrí de par en par la verja que separa el patio de Martincito y les dije adelante que no pasa nada, el bueno de Martincito que se tomó unos tragos mirando el juego y todo el tiempo los comentaristas dando por favorito a Industriales, no digo yo si iba a perder la tabla. No hay nada que lamentar si no el escándalo, perdonen todos, y el bate legendario que el “Duke” le regaló cuando la decimosegunda serie.

Y entró todo el que quiso y pudo ver el leño formidable reducido a fragmentos, como si hubiera dado Martincito un jonrón larguísimo, un último bambinazo sobre las gradas del jardín central en el noveno inning para dejar al campo a Industriales, porque debió confundir Martincito al equipo de la capital con el sillón azul de la terraza. Un hombre de su edad no debe andar bebiendo solo, se lo tengo dicho. Miren como han quedado los muebles.

Y la gente a reírse del pobre Martincito, como si no se emborracharan también los hijos de puta, que no pasa fin de semana sin que se forme bronca en la esquina y a llover las palabrotas como en mi época de Centrohabana. Que no faltó quien recogiera los balancines del sillón de aluminio y los restos del espaldar, sabrá Dios con qué intenciones (lo que no deja de ser robo).

Y Martincito avergonzado por su conducta irracional, pidiendo disculpas, porque los hombres como él rectifican sus errores y salvan la dignidad bajo cualquier circunstancia. Y los allegados: tranquilo Martincito que el sillón te lo arreglamos y en dos días ya nadie recuerda el papelazo, lástima del bate, una verdadera pieza de colección, hermano, que ya no tiene remedio.

Eso fue, más que menos, lo que ocurrió. Los policías desalojaron a los curiosos y se llevaron a Martincito al hospital donde puede que le inyectaran un sedante. Me fui a dormir y al otro día me enteré de que los Industriales habían ganado el campeonato. No en balde tanto silencio en el barrio. Más que de costumbre. Villa Clara siempre se atasca en los finales. No son los tiempos del “Duke”, ni de Huelga y de Macías. Ni de Blandino, Montejo y José Pérez. ¿Ya conté que fui jugador de pelota? Siempre lo olvido. Martincito y yo jugamos primera categoría juntos. Nunca fui gran bateador, pero también di mi jonrón de vez en cuando. Me gustaban los jardines. Martincito era cátcher. Siempre le atrajeron las máscaras. Por eso se metió a soldador.

En Centrohabana la celebración sería grandiosa, por lo del campeonato. Si les gustará la pelota a esos vagos. Se irían en manada hasta el estadio, a disfrutar de lo lindo. No me arrepiento de haberme ido, aquel lugar apesta. No importa si ganan o pierden los Industriales.

Como a la semana supe que Martincito estaba preso. Nos come la rutina, nos mastica y nos traga. Cuando vengo a ver han pasado siete días y de nuevo es domingo. Me digo coño y dónde está Martincito para echar un dominó y me dicen Martincito está preso. ¿Preso Martincito? Preso Martincito, así mismo. ¿Y qué hizo? Mató a un tipo. ¿Mató a un tipo Martincito, a qué tipo? A un tipo, no se sabe, Martincito lo dejó irreconocible.

Y usted dice, oficial, que tal vez consigan identificar el cadáver y que no fue en defensa propia porque se extralimitó Martincito, y que habría estado bien un estacazo, incluso dos, para obligarlo a salir de la terraza; pero que nada justifica que le triturara el cráneo hasta que el bate dijo hasta aquí y se le rompió entre las manos, el bate que con tanto celo guardaba Martincito, regalo del “Duke” en la decimosegunda serie, con los Azucareros disputando el título.

Que me hable de asesinato y me diga que conservan congelado el cuerpo en lo que la investigación avanza, y que si quiero puedo echar un ojo y apreciar cómo le puso Martincito el rostro al infeliz, créame, no me convence. Habrán sacado al muerto de otra parte, porque en la terraza de Martincito ese individuo no estaba y el bate se quebró contra los muebles de aluminio.

Yo lo vi. Todos lo vieron. Puedo testificar, si quiere.

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