CAPÍTULO I: DISTURBIOS EN LA HABANA
Máximo lo sabía. Lo presentía desde la distancia, antes de que el resto de las personas pudieran percibirlo. La muerte se anunciaba para él como fiel compañera de innumerables historias. Comenzaban las grietas en la boca. Una rápida aridez llegaba a sus ojos, consumiendo su visión con espesa negrura hasta que, de a poco, el aura profana se disipaba en contornos más concretos. Entonces volvía a la realidad, sin olvidar aquella percepción sensorial.
Esa noche no fue la excepción. Continuaba deteniéndose el tiempo. Parado en una esquina aparecieron las primeras gotas de lluvia rompiendo sobre el asfalto. Sentía miles de chispas heladas impactando sobre él. No se inmutó. Alzó la cabeza y notó una sombra de gris plomizo que parecía expandirse en todas direcciones. Observaba con cuidado. Buscaba entre las cumbres grandes aves rapaces volando en círculos.
Era un augurio terrible. La imagen le provocaba escalofríos desde la tarde en que un hombre, salido entre una multitud en la Catedral de Burgos, le presagió la maldición. «Condenado por los buitres», repetía. «Condenado por los buitres. Tu desafío llegará del cielo, con olor a carroña y plumas negras. Los sepultureros alados vendrán por ti y ese día te juzgarán».
En la oscuridad acaecen los murmullos de la noche, y, aunque no se distingan buitres en el cielo de La Habana, Máximo sabe que las profecías no se equivocan. Teme. Avista su reloj y se siente preso. Un reo que, incapaz de enfrentase a su destino, se percibe consumido por él. La bóveda truena. La tormenta se aproxima.
No paraba de mirar hacia arriba, como si esperase que algo descendiera de un momento a otro. Iba a inspeccionar de nuevo cuando oyó un sonido. Se introdujo en la oscuridad de un portal colonial. Arrastró leve el maletín, temiendo causar más ruido del necesario, se recostó a una columna y desenfundó su pistola, una poderosa Browning HP.
Nadie transitaba. La barriada del Cerro se encontraba silenciosa. Ningún vehículo turbaba la calle. No obstante, mantuvo la postura mientras observaba con atención, como si no estuviese del todo seguro. Estaba tan tenso que cualquier crujido lo sobresaltaba. Aguantó unos segundos más hasta que relajó brazos y piernas. ¿Miedo o imaginación? ¿Quién sabía? Comprendía que la ciudad continuaba tomada por militares y policías. Quince días antes el general Fulgencio Batista puso sus botas encima de toda solución cívica, honesta y constitucional para Cuba. Marzo de 1952 resultaba una fecha peligrosa para deambular a altas horas de la noche.
Con cautela, Máximo rodeó varias callejuelas hasta confirmar que nadie lo seguía. Minutos más tarde apareció del otro lado de la calle. Por un instante se creyó perdido, pero recobró el aliento cuando comprobó que estaba en el lugar indicado. No recordaba la casa tan derruida por el tiempo. Miró su reloj. Pasaba la medianoche. Dudó un momento, pero decidió tocar. «Qué carajo», pensó. De todas formas, no tenía donde ir. Lo peor que pudiera sucederle era que lo echasen. Quizás no, quizás valdría la pena.
Al colocar la mano sobre la aldaba encontró la puerta entreabierta. Conservó la boca cerrada y determinó proseguir. Luego de adentrarse por un corredor oscuro, Máximo contempló una sala poco iluminada. El creciente crepitar de la lluvia lo acercó a unas ventanas extendidas que pronto clausuró y cubrió con unas cortinas plegadas en las paredes.
Al final del salón se escondía una escalera que se elevaba hasta la segunda planta de la residencia. En silencio ascendió por los escalones que, si mal no recordaba, conducían a una inmensa biblioteca abarrotada de estanterías ordenadas minuciosamente por temas.
Máximo respiró el olor a papel rancio. Era su pasado en forma de libros doblados y gastados. Por un instante evocó su adolescencia, cuando pasaba muchas horas ahí junto a Marcos y su padre, desentrañando las respuestas a todas las interrogantes de la humanidad. No sabía por qué, pero esa librería, a pesar de no pertenecerle, le hacía sentir seguro.
Aunque afuera arreciaba el aguacero, todavía Máximo podía oler la esencia húmeda de aquellos amarillentos ancianos que había consultado cientos de veces. Era como volver a épocas mejores para él. No así para Marcos, que nunca disfrutó de hermanos ni contó con la compañía de sus progenitores, que siempre lo apartaban para realizar otros sueños, cada vez más lejanos, cada vez más urgentes y profesionales. La familia, si alguna vez la tuvo, anduvo dispersa, y cuando recibía noticias suyas era para asesorarlos en las finanzas o para encontrar solución a cuestiones legales. Estos libros, para Marcos, significaban la vía más directa hacia sus padres. El único vínculo con ellos.
Encima de un estante dedicado a la obra literaria de un autor nostálgico y fútil descansaba una fotografía enmarcada. Una instantánea en blanco y negro que mostraba dos muchachos en un Edén campestre y cubano. El rubio exponía una sonrisa burlona y un brazo sobre los hombros del más bajo, que, justo a su lado, también reía, pero sin pizca de maldad. Pese a la felicidad por encontrar semejante sorpresa, Máximo vacilaba. Sabía que las personas cambiaban. Dejaban de ser niños y se convertían en adultos con vidas diferentes. «Las viejas amistades pueden perderse en el olvido», meditó.
Un murmullo retomó su instinto alerta. Avanzó unos metros rumbo al cuarto principal. Al aproximarse oyó palabras adultas que le acercaba a sus orígenes. Era curioso como un sonido o un olor podían remover recuerdos. Sin dudas, aquella voz le resultaba conocida.
De momento salió un hombre de mediana estatura, cabello ralo y negro cual carbón. Bloqueó la puerta con sus brazos, mostrando una expresión de cansancio tan peculiar como la ropa arrugada que llevaba puesta.
—Máximo de Lara… ¡después de tanto tiempo! Hasta me cuesta creerlo. Mi preciado Max. Te estimo tanto, Máximo. Hoy más que nunca. Has estado conmigo en las duras y las maduras. Por eso tus consejos son de los pocos que me importan. —Lo abrazaba fuerte, como quien quiere demostrar cuánto lo extrañaba desde la última vez que se vieron.
—También me alegra verte, hermano —replicó Máximo mirándole fijo aquellos ojos penetrantes sobre una nariz afilada y unos labios refinados, casi una línea, que apenas mostraban determinación.
Marcos era un estudioso empedernido. Bastaba oírlo dialogar para descubrir su inteligencia analítica, de una cultura monumental, una vocación de superación como pocos y un espíritu de lealtad que a Máximo siempre le impresionó mucho. Esta figura en ruinas, a la que le vendría bien un baño y una afeitada, distaba de la imagen que recordaba.
Al pasar a la habitación Máximo se sintió un intruso. Se cuestionó cómo reaccionaría si la situación fuera a la inversa. Si Marcos entrara en su casa a escondidas a husmear entre sus cosas. Seguro no le gustaría que vieran el desastre en que se convirtió su espacio. Todo a su alrededor eran falsas apariencias, agitaciones, tempestades y desvaríos humanos. Nada tenía sentido para una persona que definía la palabra orden. Para Marcos todos los aspectos debían estar planificados, clasificados, organizados e impecables, incluso los más nimios.
A la luz tenue de una lámpara se apreciaban contornos de botellas de champán. Ya fueran sobre el escritorio o tumbadas en el piso se encontraban los vidrios desnudos de elixir. Sin el menor atisbo de festejo, la bebida del triunfo por excelencia no tenía otra función que saciar la insaciable sed de un borracho.
Dentro de aquella zona de guerra tampoco se vislumbraban vestigios de Alma Sáenz, su amor de siempre. Estaban juntos desde la infancia, y la muchacha, al igual que él, era una esclava de la pulcritud. Evidentemente se habían distanciado.
Marcos se dirigió a la mesa de trabajo, donde estudiaba el material de sus clases. Se sentó frente a sus proyectos y comenzó a cerrar revistas, guardar carpetas y manuscritos. Estrujó de malas unos papeles. Luego otros, hasta percatarse que Máximo se asombró de su actitud. Recesó por un segundo. Hojeó unos documentos. Destapó un bolígrafo e intentó hacer notas y garabatos, como si su compañero no distinguiera lo sucedido.
—Aprovecho para descansar. No todo puede ser trabajo. Es una manera de relajarme. Ya sabes, unos días de tregua y se acumula el desorden. Lo ves: me gusta pensar, a veces en nada, a veces en todo. La vida es más que responsabilidades. Decidí dejar la rutina.
—¿Dejar la rutina? Imposible, eres el ser más predecible del planeta. Por eso pasé primero por la Universidad de La Habana antes de personarme en tu casa. Imaginé encontrarte allí. En la Facultad de Filosofía y Letras se comenta tanto de ti como del propio Batista.
—¿Qué dicen?
—Mucho. Los alumnos más que nadie. Entre pasillos denuncian que Cuba se convirtió en una cabrona dictadura. Un inmenso cuartel para engordar ratas.
—No, de mí. Qué se comenta de mí.
—Que las especialidades de Historia de Cuba e Historia Moderna Contemporánea están desalmadas con tu partida.
Marcos recogió un legajo amarillo y se dispuso a verificar sus notas. Una imprevista conmoción recorrió su cuerpo. Su mirada se perdió entre la antigüedad y la tinta corroída del documento.
Dentro de espesas paredes que no dejaban llegar a su interior el bullicio de los estudiantes universitarios esperaba, a puertas cerradas, la directiva del Departamento de Historia. Decidieron congregarse como hienas para desmembrar una investigación. Una obra de tres años. Repasaron los argumentos del autor. Como manada enfurecida aguardaban el momento propicio para devorarlos.
Sentados en grandes butacas de caoba coincidían viejos historiadores, creadores de libros docentes que, por lo general, no merecían más de una sola lectura, mamotretos obsoletos donde no se leía un suceso novedoso, una interpretación polémica, un documento revelador, ni siquiera una duda. Cientos de páginas repetitivas de hechos fríos y combates clásicos contados hasta la saciedad. Estos catedráticos conformistas, especialistas en engordar currículos y llenarse los bolsillos de dinero complaciente, se dieron cita, más que nada, para acabar con la competencia.
—Doctor Villarreal, lo que usted plantea es inconcebible. Resulta evidente que malgastó los recursos de este instituto. Su investigación es una injuria, una falsedad de mal gusto que nunca pudo ocurrir. Esto es traición. —Lo escribe con mayúsculas en la pizarra que se imponía sobre toda la sala de conferencias.
—Exacto, doctor Bermúdez, me alegro de que copie la palabra. Representa una gran conclusión. Todos conocemos que a lo largo de los siglos la historia de este país nada tiene que ver con la realidad, entre otras razones porque la historia es una magnífica arma política y una herramienta ideal para afianzar los intereses de quienes han controlado el poder. Eso debe cambiar.
—Las aguas de la historiografía nacional mantendrán el cauce habitual, tranquilo y tradicional. Lo que fue seguirá siendo. Así de simple, Villarreal. Le recomiendo que dejemos de debatir sobre este tema y se retire a preparar el programa de clases. El semestre no ha concluido, pero si continúa esta farsa su joven carrera lo habrá hecho.
—¿Me amenaza usted, doctor Torres?
—Solo le aconsejo, joven. No queremos que una estrella tan brillante se apague de súbito.
—Parece mentira que un investigador de su experiencia enuncie semejantes palabras. Nuestro deber es para y con la verdad histórica. Apelo al resto de los integrantes de este departamento, profesores de mérito de esta universidad, para que se discuta este tema con objetividad, no bajo el rasero de criterios y bajezas personales.
Reinó un silencio sepulcral. Se le juzgaba con recelo, con evidente desprecio intelectual. Sus propios colegas lo empujaban al patíbulo, desenmascarando su verdadero rostro hipócrita y burdo.
—Sabes que te estimo, Villarreal —interrumpe el viejo doctor Osorio—, pero el sentido común dicta a favor de los intereses nacionales. No es patriótico publicar un estudio que grite a mil voces que Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria, murió por una delación orquestada por otro de nuestros héroes fundacionales. Por favor, retráctese.
—Esto no tiene nada que ver con el sentido común ni con el arrepentimiento. Es cuestión de honradez y principios. Nuestro único mandamiento es buscar la verdad y explicarla. No digo que sea fácil, pero tenemos un deber social e histórico. No cumplirlo sería traición, como se observa con letras inmensas en esa pizarra. ¿Cómo no pueden verlo?
—Doctor Villarreal, usted ampara su tesis en ocurrencias escuetas y subjetivas, fraguadas en mitos y falsedades dignas de una novela de ficción. Muéstreme una prueba. —La voz del doctor Bermúdez llegaba tajante y fría desde la oscuridad de su asiento.
—¿Prueba? ¿Cómo que prueba? Todos los originales y demás copias se los entregué a ustedes como anexo de la investigación.
—¿Alguno de los presentes conoce lo que el doctor refiere? ¿Alguien vio siquiera uno de estos documentos?
—No puedo creerlo… —se lleva las manos a la cabeza—. ¿Cómo pudieron desaparecer la evidencia? Nuestro deber es preservar los documentos históricos, exponer la verdad. ¿Cómo pudieron? Ahora sé que no les interesa la historia, solo las sucias mentiras que maquillan la memoria. ¿Saben cuánto me costó esto? Fueron tres años de mi vida lejos de casa. Consumí todos mis ahorros en alquileres de Bayamo y Manzanillo. Viví en la calle. Subí y bajé la Sierra Maestra en cuantiosas circunstancias. Fui carne fresca para mosquitos y alimañas. Casi muero de fiebre y enfermedades. Subsistí en soledad, encerrado entre columnas y columnas de papeles. Localicé diarios y escritos que no se leían en casi un siglo. Soborné en los archivos para conformar toda una bibliografía y… ¡perdí mi matrimonio, maldita sea!
Se paró impetuoso. Apoyó sus puños rígidos contra la mesa. El sudor discurría por sus mejillas más deprisa de lo habitual. Su mirada explotó unos segundos. Luego recuperó la compostura y tomó asiento.
—¡Cálmese, doctor! Este no es el Estadio del Cerro. Estamos en una cátedra universitaria discutiendo un tema académico —lo aplaca otro profesor.
—Los llevaré ante los tribunales.
—Cuando usted desee. Será su versión contra la nuestra. Por favor, no malgaste su tiempo y dinero. Aún le concedemos una oportunidad para desistir. Váyase a casa, piénselo, y nos comunica su respuesta en otra ocasión.
—La historia no puede ser una fabricación idílica de hechos y héroes. No lo voy a permitir. No lo voy a negociar. Algún día escribiré la otra historia.
—Se equivoca. Nunca pasará a la historia. No lo hará porque no existe ni existirá. Desde hoy usted, Marcos Villarreal, quedará expulsado de la vida académica de esta institución y de sus publicaciones. Y créame, me encargaré de que no tenga voz en ningún espacio intelectual de esta República. Lo haré o dejaré de llamarme Oscar Bermúdez, rector de esta Facultad.
—Y bien —dijo Máximo, interrumpiendo el ensueño de Marcos y regresándolo al presente—, ¿qué pasó?, cuéntame.
—Nada. Me confié de arpías catedráticas y entregué todo, absolutamente todo sin guardar una sola copia, una reserva. Me emboscaron y borraron toda mi reputación. Ya no puedo enseñar, ni escribir en revistas especializadas, ni participar en otras investigaciones históricas. Me pasó por estúpido.
—¿Qué hiciste para merecerlo? —increpa Máximo.
—Descubrí una antigua verdad, un complot para destituir a Céspedes que terminó con la denuncia de su paradero en San Lorenzo a las tropas españolas. Lo entregaron por celos, por ambiciones, por envidia. El cabecilla fue otro patriota que hoy recibe todos los honores y glorias. Después de desenmascararlo no podía quedarme de brazos cruzados. Tenía que publicar lo legítimo. Al menos eso creí.
—Estás adelantado a tu tiempo —insinúa Máximo mientras coloca su mano derecha en uno de los hombros de Marcos—. Nadie en una posición de poder se atreve a escuchar a aquellos que dicen la verdad. Es más fácil mirar al lado.
—La verdad es lo único que debería preocuparnos. Aunque sea atroz, inmoral, impensable. En todas las insurrecciones, en todas las guerras existen bandos con propósitos colectivos, pero también particulares. Está el camino del honor y el del oportunismo desmedido. La realidad es que todas las personas tenemos tanto de héroes como de villanos. Las circunstancias influyen en quien nos convertimos. ¿Por qué no explicar lo indecible? ¿Por qué omitir el horror, lo innombrable, el más miserable de los sentimientos? ¿Por qué prescindimos de ello? ¿Qué debemos conocer y qué no? ¿Quién tiene el derecho a decir y a no decir? ¿Quién otorga ese derecho? Exponer las cosas a medias es uno de los crímenes más grandes e imperdonables. A nadie le corresponde negarnos la verdad.
Máximo estira sus piernas a otro rincón de la habitación. Se acerca a una ventana y observa ambos lados de la calle. Ni un alma, solo un moderno Chevrolet azul y blanco del cincuenta y uno estacionado a mitad de cuadra.
—Max —dijo por fin Marcos—, ¿por qué llegas hoy después de quince años, sin conocer siquiera tu paradero o si tienes esposa e hijos?
—En España tengo una hija preciosa de 12 años. Se llama Marian. No existe nada que no haga por ella. Por eso estoy aquí. Vengo a garantizar su futuro. Y por lo visto el tuyo también.
—En la biblioteca encontré aquella foto juntos —continúa—, en la que estábamos abrazados y sonriendo. Éramos unos críos, pero forjamos algo que nos marcó para el resto de la vida. Tomamos un cuchillo, cortamos nuestras manos e hicimos un pacto de sangre. ¿Recuerdas?
—Es algo que nunca olvidas —acota Marcos.
—Prometimos ayudarnos cuando uno de los dos estuviese en peligro. Una promesa es una promesa. Se respeta para siempre y se cumple hasta la muerte. Vine para honrarla.
Máximo acababa de pronunciar las palabras que Marcos necesitaba oír. Sin embargo, temía que la petición que iba a hacerle fuera rechazada.
—Un inversionista español, de mucha plata, me proveyó fondos ilimitados para completar una expedición a la Antártida. Buscaremos un lugar recóndito y olvidado.
—¿Para encontrar qué? —Marcos casi bulle del sobresalto.
—Para enriquecernos como nunca imaginamos.
—Creía que eras de la nobleza. ¿Estás en quiebra? Esto es una maldita locura. No voy a ir. Ni lo pienses.
—Procuro no depender de mi familia. Soy un padre obstinado. Antes de abandonar este mundo deseo ahorrarle preocupaciones a mi hija. Viendo tu situación, también quiero ayudarte.
—Pensaba que el único ebrio de la habitación era yo, pero tu cirrosis es crónica. Por favor, ¿quién ha visto un cubano en la Antártida? ¿Qué es lo próximo: ir a la Luna?
—Marcos, hace cuánto me conoces. ¿Diez años? ¿Once? —le agarra los brazos y le da una pequeña bofetada en el rostro—. No rías, hijo de puta. Cuando estabas solo y no tenías dinero para comer, porque tus padres olvidaban la mesada, ¿a quien carajo ibas a ver? ¿Dónde dormías?, ¿La ropa de quién usabas? ¿Quién te apoyaba? Marcos, no necesito tu agradecimiento, pero es hora de que empieces a confiar en mí.
Soltó sus brazos. Marcos se alejó y se sentó en la silla de su escritorio. Se tocó la barbilla y pasó tres veces seguida las manos por el cabello.
—¿Tienes idea de lo demente que suena eso? Como si estuvieras desequilibrado, como si te hubieras contado esta historia y la repetiste tanto hasta creértela. Hubo una época en que aceptaba sin chistar todas tus locuras, pero esa etapa quedó atrás. Dame una razón al menos, para meditar. Te respeto, Max, no hagas burlarme de ti.
—¿Qué puedes perder, Marcos? Ahora mismo tu vida no tiene propósito ni sentido. Estás solo, frustrado, disgustado. Sin opciones. Vengo a tenderte la mano y te causa risa. Siempre te enfocaste en plasmar una huella. No lo conseguiste. Si sigues así dejarás un legado de botellas vacías, vagarás en el ostracismo y te lamentarás por desechar una segunda oportunidad.
—Soy de letras y bibliotecas. No soy hombre de acción. No creo ser la persona indicada para acompañarte.
—Eso mismo dijeron otros grandes y su nombre quedó ahí, imperecedero. Pocos saben para que están destinados. Este, amigo mío, es tu camino. Lo siento, lo sé. Además, tienes experiencia de campo como recolector de pistas. Donde yo veo libros y polvo, tú encuentras cosas. Demostrarás tu utilidad.
—Si esta empresa alcanzara el éxito esperado —persiste Máximo—, el jefe estaría dispuesto a publicar todo lo sucedido. Realzará tu carrera y nadie podrá impedírtelo, porque será un acontecimiento mundial. ¡Vamos a ser historia! Y lo mejor, no lo vivirás de lejos. Ser relator no es nada comparado con lo que te convertirás: prevalecerás como el héroe, el protagonista. Leerán sobre ti, no escribirás hazañas de otros. Trasciende la ingratitud de esta puta isla. Es una oportunidad única. Lo sabes.
Como todo investigador, Marcos era escéptico, pero también curioso. La actitud de seguridad que proyectaba su amigo le inspiraba confianza y a la vez indecisiones, aunque a su entender un hecho resultaba innegable: tenía la posibilidad de sumarse al viaje que anhela todo soñador. Y él, irremediablemente, era uno. Balanceó pros y contras y determinó que, en otras ocasiones, se había aventurado por mucho menos. Merecía el riesgo. Máximo le ofrecía el único argumento que de verdad le interesaba: formar parte de la historia.
—¿Qué decide, doctor Villarreal? ¿Quiere inmortalizar su nombre?
—Bueno, al menos lo intentaré.
—Me alegro por ti, hermano, hay quien no logra ver mucho más allá de su presente.
—Marcos sintió lágrimas en sus ojos. Hizo un gesto imprevisto para que Máximo no lo notara. No le extrañaba que sintiera ganas de llorar. Era un tipo sentimental, y pese a sus desgracias no lo exteriorizaba. Solo secó sus pestañas cuando Alma agarró sus maletas y se marchó. El proceder de Máximo lo conmovía. No estaba solo, significaba que tenía a alguien a quien llamar amigo.
Hablaron algún rato más hasta que Máximo frotó sus ojos y miró el reloj. Eran las tres de la mañana.
—Hermano, veo la ducha haciéndote señas. Quiere que le hagas una visita —indica hacia el baño. Marcos sonríe.
Antes de refrescarse se vuelve y pregunta:
—Una duda, Max: ¿qué vamos a buscar en la Antártida?
—Es muy tarde. El día fue muy agotador. Toma tu baño y descansa algo, mañana partiremos temprano para ultimar detalles. Por el camino nos sentaremos en cualquier café cerca del Malecón y conversaremos cuanto desees. No te apresures, hay tiempo.
Mientras Marcos se aseaba, Máximo volvió a la biblioteca. Desde allí todavía oía el sonido vigoroso del agua al caer. Indagó en el lugar y retomó la sensación agobiante que producía un piso lleno de estanterías repletas de folios, documentos y libros de antaño. Abrumaba su visión hasta que, dentro de esa inmensidad, localizó un armario de metro treinta de largo y casi uno de ancho. Miró otra vez hacia el baño. Todo normal. Abrió su maletín negro de cuero fino y sacó de él una carpeta llena de diversos facsímiles. Encima se notaba grabado el águila de la Agencia Central de Inteligencia [CIA].
Sujetó el puñado de documentos. Los dobló con el mayor cuidado que la situación permitía y seleccionó un libro. Tomó uno de cubierta refinada y lomo resistente. Vidas de los doce césares, de Suetonio. En su interior ocultó las hojas torcidas. La carpeta del emblema comprometedor la rompió en dos pedazos, y esos dos en dos más. Los restos los encubrió dentro de otros legajos dispersos por la habitación.
Máximo retornó al escritorio. Persistía el desplome del agua. Se dejó hundir contra el respaldo de la silla. Miró las gavetas. Abrió la de su derecha y sustrajo una revista Bohemia. Echó un vistazo a los titulares y encontró un artículo de Marcos. Comenzó a leerlo, se sintió mejor, aunque solo en apariencia.
Bien temprano salieron rumbo a la rada habanera. Máximo llevaba un traje caro a la medida, que combinaba a la perfección con el tono claro de su piel, su altura, la anchura de sus hombros. Marcos no iba tan elegante, se sentía cómodo con un pantalón caqui y una agradable camisa blanca remangada.
Al caminar hacían viejos chistes. Parecía que el vínculo que los unía nunca se había debilitado en todos los años de amistad, una amistad consolidada en la niñez, cuando compartían pupitres juntos. Disfrutaban del paisaje colonial y de las modernas obras civiles. Para ambos la ciudad era absolutamente perfecta. Sus castillos, sus torreones, sus grandes paseos, sus bebidas autóctonas, sus pregoneros, sus mulatas. Todo lo que ningún sitio en el mundo podría igualar.
En el Malecón, sentados en un café, sentían como las fortalezas del Morro y La Cabaña contemplaban La Habana. Esta, a su vez, les devolvía la mirada como una joven que muestra sus atractivos al sentirse protegida.
Sirenas de patrulleros rompen el encanto citadino. La banda del lugar para de tocar un son. El ruido ensordecedor se aleja con los carros. Todos hablan bajo de la situación política, murmuran elipsis incorpóreas que acaban en coletillas bien cubanas: «no es fácil», «imagínate» o el clásico «de pinga». Y es que, aunque en algunos puntos de la urbe se realizan mítines y actos públicos contra el golpe de Estado, aún se comenta el suceso con cierta reticencia, sin pronunciar bien las palabras.
—La FEU [Federación Estudiantil Universitaria] fue a Palacio el propio 10 de marzo para defender la Constitución. El presidente Prío les prometió armas y los estudiantes se quedaron a la espera. Huyó a Estados Unidos con el rabo entre las piernas. «La patria está en peligro, hay que luchar por ella», se escucha casi a diario en los locales del campus. El profesorado se hace de la vista gorda, pero los jóvenes cantan el himno nacional, bajan la escalinata con palos y banderas cubanas, llegan a la calle San Lázaro y se enfrentan a la policía. La situación se está yendo de control. Esos abusadores tiran a matar. No les importan que sean niños —precisa Marcos antes de consumir el fondo de una refrescante cerveza Polar.
—Esa madrugada dormía. Alguien llamó a la casera al teléfono. Ella me despertó para darme la noticia. Y me jodió. Aunque no sea cubano llevo la Isla en la sangre gracias a mi bendita abuela. Tú sabes. Por supuesto, me preocupó el futuro del país. Batista es un indio equivocado que le duele no ser blanco ni demócrata. Ni siquiera es un militar de pundonor. De sargento se hizo coronel en una noche. Desde el treinta y tres está robando en este caimán.
—¿La casera te levantó? ¿Desde cuándo estas aquí?
—Al día siguiente fui al Miramar Yacht Club y, salvo unos pasquines que volaban por la calle, la vida continuó su curso normal. Nadie dijo ni esta boca es mía. Como ahora —responde Máximo.
—No escuchas bien. ¿Desde cuándo estas aquí?
—Tranquilízate… hace un mes llegué a La Habana. No podía contactarte hasta amarrar algunos detalles para el viaje. Además, hay una mujer…
—Siempre hay una mujer —interrumpe Marcos.
—Me conoces, si desenvaino la espada no la enfundaré hasta el final.
«¡Abajo la dictadura! ¡Viva la Constitución! ¡Viva Cuba Libre!» gritaba una escuálida masa de jóvenes que portaban pancartas. Parecía que subirían por el Paseo del Prado rumbo al Capitolio. Pocos minutos después, un Ford negro interceptó a los manifestantes. Tres gorilas vestidos de civiles decidieron repartir patadas y culatazos a diestra y siniestra.
«Qué vergüenza. Un grupito, siempre es un grupito de oportunistas e inadaptados quienes se imponen a la gran masa. ¿Por qué triunfan movimientos así? ¿Son más contundentes las acciones de una minoría frente a una decisión mayoritaria? Si enmudecemos ante la dictadura de unos pocos, ¿merecemos como pueblo la democracia? Qué vergüenza, los hijos pelean por sus padres. Y yo, el de enfrente, el de al lado nos mantenemos expectantes. Sin hacer nada. Los tanques y las botas, no los votos, dictan cómo será el futuro de Cuba», se abstrae Marcos.
—Vamos —dice Máximo y deja un billete en la mesa.
Cruzaron dos calles. Se oyó una descarga de fusiles. Luego otra. Cambiaron de ruta y tropezaron con la parte trasera de un camión militar cuyo tubo de escape petardeaba. Su motor rugía con fiereza. De frente una patrulla de soldados apuntaba, pegaba y maniataba a una decena de personas. No era un ejercicio.
—¡Arriba!, ¡arriba! —vociferaba un cabo.
Dos disparos al aire.
—¡Vamos, carijo! —El motor recrudecía la potencia. A empujones subían los prisioneros, apilándose dentro del camión como reses recién cazadas.
—¡Y ustedes qué miran! —chilló otro militar—. ¿Quieren irse de paseo también?
—No es necesario. Fue una equivocación, oficial. Disculpe, disculpe, suplica Marcos.
Doblaron la esquina exaltados. Trataron de alejarse de La Habana Vieja. No obstante, el trayecto resultó bastante breve. Máximo se detuvo un segundo. Había un carro parqueado. «Algo anda mal», dijo. Llevó su mano izquierda a la chaqueta, pero dos tipos, salidos de la nada, golpearon repetidamente su estómago y el de Marcos. Tras levantarlos del suelo los registraron, sacándole a Máximo la Browning. Después los metieron en el vehículo. Con las cabezas gachas, recuperaban el aliento. No sabían dónde los llevaban, sus ojos apenas distinguían la curiosa tapicería de aquel Chevrolet azul y blanco del año cincuenta y uno.
CAPÍTULO II: LA DECADENCIA DEL ÁGUILA
¿Merezco la vida? Es una interrogante que jamás me cuestioné. Siempre caminé recto. Sin confusión ni titubeos. Nosotros, hijos de estos tiempos, no vacilamos. Agarramos el fusil con el corazón y vamos por lo que merecemos. Los ejércitos no se crean para pensar. Se conciben para recibir órdenes, para jalar el gatillo cuando indique la voz de mando. De eso no tengo dudas.
«La plaga marrón ha vuelto», dijo un anciano a otro en una esquina belga al vernos pasar en hordas rumbo a territorio francés. Esa línea exigua, que apenas logré descifrar de los labios de aquel señor, se convertiría luego en una idea colectiva, un susurro infinito repetido en cada aldea, pueblo o ciudad al que llegásemos. Y tenía razón: donde se posara el águila negra la vida se hacía corta y brutal.
Entonces, ¿para qué seguir? ¿Para qué luchar por quien nos desdeña? La vida no nos necesita, y esta meditación silenciosa tampoco sirve de nada. Resulta irrelevante como los amigos que no deseo tener. Cada día la guerra me demuestra que no vale la pena. La amistad debería estrecharse solo en tiempos de paz. Los soldados no merecen enterrar a compañeros de trincheras. Por eso descanso en mi soledad. Me prohíbo otro Wilfred Maurer.
El cielo se torna plomizo y sopla un viento gélido que entumece. Igual ocurría la última ocasión que estuve en París, un París que se resistía a morir pese a albergar tantas glorias pasadas. Ese día recorrí monumentos y museos. Almorcé y cené en recomendados restaurantes. Incluso degusté excelentes vinos de los viñedos de Borgoña. Riquezas agazapadas que mostraban un presente en decadencia. La Ciudad de la Luz se encontraba apagada y se mantuvo así hasta que desaparecimos bajo una cúpula gris metálico.
En las marchas de retirada comprendo lo insignificante de una conquista. Estoy seguro de que la mayoría de quienes caminan a mi lado no se regodearon o alegraron lo suficiente. No lo hicieron porque creyeron que los triunfos serían para siempre. Pocos advirtieron esta debacle. Sin embargo, a otra facción, aún borracha de lejanas victorias, le gustaría volver atrás, retomar las batallas y demás pesadumbres. Ignorantes. Estúpidos.
Todos disfrutamos de los desfiles rutilantes, los cánticos valientes, el pueblo exaltado en las calles besándonos las mejillas y lanzándonos flores como si fuésemos antiguos legionarios que luchaban por la gloria de Roma. Todos recuerdan las chicas, las cervezas, los uniformes de gala y el pecho erguido de condecoraciones. Eso es lo que quieren ver. No abren los ojos a la realidad. La guerra es una gran carnicería, y nosotros, los hombres, no somos más que reses. Vivimos en el pasto hasta que alguien poderoso nos tiende de cabeza, nos ata los tobillos y con el torso oscilando, como lonja de carne colgada de un gancho, nos raja de lado a lado.
¿Soy un derrotista? ¿Un traidor? Sí, lo digo en voz alta, seguro. Pero cómo olvidar los cadáveres amontonados, las entrañas desparramadas por el suelo, los sesos salpicados, las piernas trozadas aún en sus botas. Ningún héroe alemán muere de ese modo. Solo los cobardes se retuercen en el fango, se quejan de sus heridas. Conocí a uno que clamaba por su madre mientras aguantaba sus tripas para que no se desbordasen. Me imploraba que lo salvara. No pude hacer nada, solo escribir una nota a su familia alabando su valor y entrega por la patria, por la grandeza del Reich. Una misiva llena de falacias cuyo propósito radicaba en palear de orgullo nacionalista la pérdida irremplazable de un hijo único de 23 años. Un nazi. Un verdadero creyente. Una plaga marrón llamada Wilfred Maurer.
La barbarie es parte de la guerra. Hay que aceptarlo y aprender a convivir con ella. Yo lo sé, pero en estos últimos meses me cuesta olvidar. Creo que camino dentro de un gran cementerio nombrado Europa. En mi marcha ya no veo ciudades ni habitantes. Imagino que transito de cementerio en cementerio, observando no casas, sino un paisaje lúgubre de grandes epitafios bordados en mármol que aprisionan a miles de difuntos. Seguro mi historia termina en una necrópolis que todavía no he visitado, o puede ser que, detrás de esa colina, algo me confirme de verdad que todos estamos muertos y me tranquilice de una vez.
Increíble. Estoy tan aturdido, tan alejado de las cosas reales, que escuché, sin comprenderlo del todo, los comentarios de alguien de la división sobre la cercanía de un puesto de mando del Heer [ejércitos terrestres de las Fuerzas Armadas de Alemania].
Anduvimos toda la noche y no siento fatiga. ¿Debería preocuparme? Tal vez me acostumbré al infierno. He pasado cuatro años y medio en él. Hace unos días partimos de la frontera francesa para adentrarnos en el Reich. Avanzamos en columnas de zombis por la autopista. Soldados sonámbulos con la munición colgando del cuello. Cerca de mí, el oberfeldwebel [sargento] Baer sigue con la mirada al grupo de obstinados chiquillos, prosélitos del obergefreiter [cabo] Dieter, que se adelantan hacia la vanguardia. Los «demonios imberbes», así les llama el batallón, son jóvenes que apenas sobrepasan los 21 años, pero atacan como lobos. Recitan de memoria el Mein Kampf y aplauden las decisiones del führer por irrisorias que parezcan. Auténticos fanáticos. La mitad de la unidad no los soporta. En una ocasión intentaron requisar nuestras prendas blancas: pañuelos, camisas, camisetas y hasta calzoncillos. Lo querían todo para evitar cualquier acción de rendición. Son unos tarados excéntricos, aunque yo los protejo y respeto, y ellos a mí. Reconozco su protagonismo para aumentar la moral en situaciones extremas. El mundo se pregunta por qué resiste tanto el pueblo alemán; en parte es gracias a miles de «demonios imberbes» cuya única premisa radica en pelear con honor por su patria y su familia. Hasta el final por todo lo que creen y lo que han conocido.
Un gran Mercedes gris nos sobrepasó. Iba tan deprisa que algunos soldados brincaron a las cunetas. En el asiento trasero de aquel lujoso descapotable iba un general. Los hombres protestaron. Los de la zanja le maldijeron. Se oyeron salvas de artillería. A lo lejos, en Francia, sonaban campanadas. La celebración era tan grande, tan pronunciada, que nos alcanzaba un eco lejano. Imagino los vítores: «¡Viva De Gaulle! ¡Viva Estados Unidos! ¡Muerte a los nazis! ¡Muerte!». Replicaban las campanas. No paraban de doblar. Entiendo perfectamente, así se festeja la libertad.
Todos sentimos los campaneos. Se escuchan como un grito de guerra, una alerta que nos recuerda: «Vendremos por ustedes, cabrones». Pasamos la frontera, pero no estamos a salvo. Detrás queda la muerte del héroe y el cementerio. Delante también. No hay salida. Sin embargo, redoblamos la marcha. En esta agitación no dejo de pensar en los nuestros, que no pudieron escapar, en la venganza del populacho, en los linchamientos públicos. Comenzarán los ultrajes a quienes confraternizaron con nosotros, los usurpadores. Todavía llegan historias sobre mujeres arrastradas, sujetadas por las raíces de sus cabellos, obligadas a sentarse en sillas donde se les rapa la cabeza, se les humilla para satisfacer a la chusma que ríe y escupe las esvásticas pintadas sobre sus pechos desnudos.
Rebasamos la colina solo para observarle el rostro al desastre. Los impecables soldados de la Werhmacht [fuerzas armadas de la Alemania nazi] ahora eran un vasto hormiguero de hombres derrotados. Se notaba la gravedad de la situación por la expresión de todos, reflejos del alma que casi nunca mienten.
Por kilómetros se muestra la melancolía de una región sin esperanza. Tanques varados con las escotillas abiertas. Gritos y blasfemias. Oficiales tratando de poner orden. Filas paradas. Más blasfemias. Fusiles rastrillados. Egos enardecidos. Motores de camiones con mucha intensidad. A campo traviesa surcan a toda velocidad los coches de generales con sus respectivos estados mayores. Se alejan sin dirección aparente.
Resuenan las subametralladoras MP40 con una cadencia constante. No aplacan las quejas. Llegan dos destacamentos para restaurar la disciplina. Enfilan los cañones a todos. En sus cuellos lucen las SS bordadas para que nadie le quede la menor duda sobre quiénes eran. Un major [comandante] de una brigada Panzer se asomó por una ventanilla amenazando a las Waffen-SS. Otro oficial se encaró y escupió en las botas del SS-hauptsturmführer [capitán SS] al mando. Este le empalmó su metralleta en el vientre.
Harto de tanta estupidez realicé señas a los chicos de la compañía. Proseguimos la marcha ajenos a todo cuanto ocurría a nuestro alrededor. Si morían algunos SS nadie los iba a llorar. Seguro. Me mantuve hermético por un tramo hasta que aminoramos el paso para abrirle camino a una hilera de ciegos, heridos y lisiados, toda una columna de desdichados que buscaban un hospital de campaña. Resultaba admirable cómo se apoyaban unos a otros. Cada cual brindaba al de al lado lo que podía ofrecer: un apoyo, un par de piernas, unos ojos. ¿Merecemos una vida así? Tal vez no lo merezcamos, pero nos lo hemos impuesto.
El oberfeldwebel Baer me golpea el hombro. Disipo la mirada perdida. Bajamos una cuneta en el momento preciso en que un SS dispara en la nuca a un militar. «Consejo de Guerra», arguye mientras la sangre se filtra entre la tierra seca.
Detrás, sobre las ramas de un bosquecito nórdico, el viento mecía cuerpos inertes. Las sogas resistían el peso y los embates de aquellas ráfagas frías. Desde lo alto parecía un monumento a la atrocidad humana, un altar al escarmiento. Abajo, una pareja de verdugos subía otro cadáver con un cartel balanceándose del cuello. «Colaboracionista», se leía.
—Murieron sin sufrir —me dijo Baer.
Observé a los SS escribiendo letreros para los restantes muertos: «Desertor», «Difamador», «Cobarde». Durante la guerra presencié penosos actos de barbarie en todos los frentes, en todos los bandos, y nunca comprendí los porqués de los mismos. ¿Qué motiva al hombre a proceder como un animal? ¿Qué placer encierra aquel comportamiento? ¿Dónde se encuentra lo estimulante de la tortura? Me mantuve en silencio y reanudé camino. Introduje una mano en el bolsillo. Apreté la Cruz de Hierro 1ª Clase que estaba en su interior. No mejoré. Volví con todo mi ímpetu. Soporté el dolor que me hincaba con la misma fuerza con que lo oprimía. Lo solté. Respiré hondo. No tenía nada que decir. Nada que opinar. Existían cosas que jamás entendería.
Próximo a un punto de control un guardia nos detuvo. Lo saludé de forma militar y le pregunté dónde se ubicaba el puesto de mando del Heer. El soldado se dirigió a la caseta de madera y llamó por teléfono. Estuvo al habla sin apartar la mirada sobre nosotros. Afuera de la oficina, otros dos centinelas intercambiaban cigarrillos con los reclutas de la compañía.
A nuestro lado seguían sobrepasándonos los restos de otras unidades y regimientos que continuaban rumbo al corazón del Reich. Después de una leve demora, el guarda salió y nos indicó cómo encauzarnos al puesto de mando.
Al llegar nos topamos con una mansión campestre protegida por un tupido círculo de árboles. Pese a encontrarse bien preservado, el inmueble mostraba diversos cráteres a su alrededor y una fachada revestida con disparos aún visibles. Bajo banderas de la cruz gamada descansaba una centena de soldados de infantería. A un costado, varios ingenieros acondicionaban un Tiger Ausf. E [tanque de guerra] y cuatro Panther Ausf. G [tanques de guerra].
A la entrada de la antigua residencia, evidentemente improvisada como cuartel general, nos recibía la reichskriegsflagge [enseña de guerra] con la esvástica todavía vigorosa. Un ayudante me condujo al piso superior. Dentro de la habitación principal un oberstleutnant [teniente coronel] rubio, de unos cuarenta años de edad, echaba una tremenda bronca a todos los presentes. Sin dudas estaba a cargo.
Dos major le rogaban que volviese a llamar al führer para que este recapacitara. El oberstleutnant impugnaba que Hitler no iba a cambiar de parecer. Debían «resistir a toda costa». Reforzar las posiciones defensivas del Rhein [río Rin] «hasta el último hombre». Para estos militares aquella noticia significaba un suicidio colectivo.
El Rhein, que ningún invasor cruzaba desde la época napoleónica, representaba la última gran barrera natural que separaba a los aliados de las fundamentales ciudades germanas. El oberstleutnant, muy condecorado, despidió a los oficiales con cortesía militar, comentándoles lo agradecida que estaría la patria por su sacrificio.
Yo me mantenía firme. Sabía que el juramento al führer nos obligaba a resistir hasta el final. Sentado sobre un gran sillón de cuero un anciano oberst [coronel] enseñaba medallas de la Primera Guerra Mundial. Parlotea del káiser, del Tratado de Brest-Litovsk, del asesinato del zar Nicolás II. Brinda por el antiguo Imperio Alemán. Habla y habla en un torrente inextinguible de palabras. Se levanta y reparte palmadas en las espaldas. «Somos la Werhmacht, la victoria es segura». Bebe a la salud de von Hindenburg. Y vuelve. «La culpa es de los judíos y de los comunistas. Manejan los hilos invisibles del mundo».
Con templanza de hierro, a la vieja tradición de Federico el Grande, el oberstleutnant acompañó al viejo militar a la puerta. Lo desarmó con la habitual caballerosidad prusiana y le estrechó la mano hasta que arribaron dos guardias a la habitación.
Conocía muy bien esta enfermedad. Vi a muchos así en Rusia. Hombres que se desmoronaban en un segundo, que jamás recobraban el sentido ni retornaban a la realidad. Aquel oberst se destrozó por la presión del momento. ¿O fue la edad? Esta guerra no es para octogenarios. Jóvenes fuertes como yo nos derrumbábamos todos los días. La comprensión era una rareza dentro del Tercer Reich. Sin embargo, el oberstleutnant se mostró tolerante. Vaya virtud.
—Le debemos mucho a los veteranos. Gente como él dieron gloria al pueblo alemán. ¿No cree usted?
—¡Heil Hitler! —pronuncié con voz firme y clara—. Herr oberstleutnant, se reporta el hauptmann [capitán] von Ritter, de las tropas de asalto, batallón 35, 2da compañía.
—¿De los von Ritter?
—Afirmativo.
—Viene usted de un honorable linaje prusiano, Hauptmann. ¿Será nieto de Rikert von Ritter?
—No se equivoca, herr oberstleutnant.
—Descanse —Respiré profundo, permanecía rígido como un vasallo en presencia de un monarca—. Su abuelo fue un gran héroe. Noto en usted su estirpe.
—Me alaga…
—Pensará que soy un inepto, porque malgasto unidades y material de guerra en causas perdidas.
—Herr…
—Déjeme contarle —vuelve a interrumpirme— que los soldados muertos no sirven para nada. Un buen comandante debe salvar tantas tropas como le sea posible. ¿Cree que no lo intenté? El führer no escucha. No se deja aconsejar. Aúlla como loco, cumpliendo el antiguo principio de que cuanto más se grita más obedecen. Sigo órdenes.
Caminamos hasta una gran ventana que dominaba el patio trasero. Podíamos ver todo un campo de ejecuciones. De la horca oscilaban desechos putrefactos. Contaban con sus órbitas cuando se tensó la soga. Ahora no queda rastro de los ojos. Los cuervos no respetan a los difuntos. Para ellos son un manjar.
Un verdugo cortaba las hombreras a los sentenciados. Otro grupo alistaba los fusiles y ¡fuego! Caían como manzanas maduras. Volvían a cargar a la espera del próximo, que apenas demoraba unos minutos. Un proceso macabro.
Desde la altura de la residencia contemplábamos en silencio. Un chico se zafó de sus captores y corrió. Al comprender que no tenía salida comenzó a gritar, hasta que un culatazo le hizo callar.
—Ese es el soldado Hertz—señala el oberstleutnant desde el cristal—. Tiene 17 años y va al cadalso por robar un enlatado.
Para no malgastar proyectiles, los SS arrastraron el cuerpo del niño por una escalera. Colocaron su cabeza sangrante sobre un banco. El pastor de la división rezó un padrenuestro por su alma. Se alzó un hacha y cayó con una fuerza descomunal sobre el cuello tembloroso.
Morir por una maldita lata. Arriesgar la vida, nuestro bien más preciado, por carne prensada. Tenía que estar muy hambriento o lo hizo como un juego, para probar algo. No me atrevo a preguntarle al oberstleutnant. El ejército se encuentra plagado de idiotas insaciables. Ocurre por reclutar infantes. Pero ¿ejecutar a un muchacho de 17 años por ello? Volvimos en la edad de piedra. Cuánto nos hemos retrasado como especie. Esta sucia guerra nos aviva la conducta más básica y primitiva. No podemos dejar de dominar, controlar, agredir. El mundo está acabado. Existe el hombre.
—Entran a ese patio porque de una forma u otra no cumplieron órdenes. Un ejército sin disciplina se condena a morir, incluso antes de entrar en batalla. Algo tan sencillo como robar un enlatado o un pan pudiera provocar un motín. Después vendría el caos. Periodos extremos requieren medidas extremas. No podré dormir esta noche, tendré que enfrentar al chico de frente. Ese es el precio de liderar.
—Órdenes, herr oberstleutnant.
—Aprecio su dinamismo. El Estado Mayor desea retrasar al general Patton cerca del Rhein. Se necesita los días que usted pueda proporcionar para que se replieguen grandes cantidades de efectivos y el resto de sus equipos pesados. Consíganos tiempo. Si logra retenerlos lo suficiente retírese hasta Trier [Tréveris] y organice la defensa del sector sur. De lo contrario, permanezca hasta la última bala y el último hombre. Bajo ninguna circunstancia abandonará la posición. Esa es la prioridad. No me importan los medios ni los métodos que utilice.
—Alguien debe cumplir las órdenes.
—Exacto, hauptmann von Ritter. No podrá morir de viejo. Antes nuestra mayor virtud eran los avances rápidos, el elemento sorpresa. Ahora nos conformamos con preservar la retaguardia maltrecha, en retirada.
—Tranquilo, herr oberstleutnant, todavía la Werhmacht consuma ofensivas. Atacaremos con la furia y la osadía que caracteriza al soldado alemán.
—Es un orgullo conocerlo —dice el comandante del puesto de mando—. Mi nombre es Friedrich von Manteuffel. Espero noticias satisfactorias de su misión. Puede retirarse.
Partí del recinto con la idea de salvar a mis hombres. Hauptmann no es solo un rango. Es una responsabilidad. Eres tan trascendente que decides quién vive y quién muere. En combate importa la experiencia y la intuición. No el heroísmo. La valentía es propaganda y estupidez. Nos movemos motivados por la histeria, por el agobio generalizado. Nunca medimos los riesgos. Demasiados asustados para pensar. Debo encontrar la forma de sacarlos a todos y llegar a Trier. Allí nos harán un bello epitafio que diga: « Trier, tumba colectiva de la 2da. compañía, batallón 35, de las tropas de asalto».
Llamé al oberfeldwebel Baer y al obergefreiter Dieter para explicarles la situación. En ese momento la compañía contaba con dos oficiales, diez suboficiales y doscientos treinta y cinco soldados. La gran mayoría eran los «demonios imberbes», cuyo núcleo no excedía los 21 años, pero en los últimos meses se habían avejentado apresuradamente. Todos lo hicimos. Sin pretenderlo, a mis 28 agostos era el jefe y me sentía como un viejo.
—Esas son las órdenes. Adelántese con el grupo de exploración y encuentre los cuarteles de Patton. Proceda con cautela. No se exponga más de lo necesario. Cuando localice los depósitos de combustible me lo comunica. Contamos con menos de diez horas para reagruparnos, ¿comprende? —El grueso Baer, mi mano derecha, asintió con la cabeza.
—Según las campanadas escuchadas en la carretera, los cowboys deberían estar a diez o doce kilómetros de aquí —Seguro de descanso, con la guardia baja, expliqué.
—Mi Hauptmann, me parece el plan perfecto. Coincido con usted, los yanquis tampoco esperarán una ofensiva de tan pocos efectivos. Será más fácil adentrarnos nosotros que una división entera. Tendré lista a la Blondi Staffel [escuadrilla Blondi]. Le aseguro que los chicos están dispuestos a morir por el führer. La propaganda de Londres y de Moscú quiere que dudemos, para debilitar la fe del pueblo ario. La victoria final se acerca. Puedo sentirlo —dice entusiasmado el joven obergefreiter que se hizo adulto demasiado aprisa.
El oberfeldwebel Baer me miró a los ojos. Apenas contuvimos la risa. Los veteranos siempre decían que los demonios imberbes se sentían fieras, pero en realidad eran los bufones de la compañía. En mi presencia nunca permití expresiones semejantes, pero no dejaba de ser cierto que la seriedad de su irracionalidad contenía grandes dosis de humor.
—Escucha bien, Dieter —traté de recomponer la compostura—, la guerra se perdió. No podemos hacer nada al respecto. Me rompo el cerebro para conseguirnos un triunfo y aplazar la muerte un día más. Nuestra supervivencia depende de si ustedes cumplen las órdenes. Intentaré llevarlos a todos a casa. Me alegraría que, cuando terminara esta masacre y fueses un hombre mayor con familia e hijos, me agradecieras haberte dado un futuro.
—Mi hauptmann, en estos momentos rendirse es imperdonable. Queremos morir con honor, no con vergüenza.
—Obergefreiter Mats Dieter, gigantesco estúpido, no comprende nada. Moriremos si no tenemos otra salida. Y créame, será un honor yacer a su lado, pero a su debido tiempo. No se arriesgue. El ejército no es para egoístas. Es una hermandad. Yo soy lo único que tienen. Ustedes todo lo que tengo. No inmole a quienes no lo desean. Es una orden. Ocúpese de la Blondi Staffel. La quiero lista para entrar en acción. ¡Retírese!
Diez horas después nos encontrábamos en posición. Los planes no resultaron tan ideales como imaginábamos. La avanzada de Patton era inmensa. Teníamos que golpear con precisión quirúrgica si aspirábamos a retrasarlos, aunque fuese un día. Para colmo el campamento se localizaba veinticinco kilómetros fuera de territorio alemán, el doble de lo previsto. Dudábamos si alcanzaba el combustible para regresar. De hecho, desconocíamos si pudiéramos intentarlo siquiera. Soy un idiota. Prediqué falsas ilusiones. El plan es demasiado optimista. Debo prepararme para lo peor.
Por lo menos la oscuridad y el silencio nos ocultaban. Me arrastré con mi Sturmgewehr 44 [fusil de asalto] por lo alto de una pendiente. Desde esa altura moderada dominaba todo el campo de operaciones. Hace una hora observo al enemigo, calculo sus movimientos. Salvo unos cuantos centinelas despiertos el resto dormía. Tanto tiempo llevábamos allí que logramos cavar hoyos para protegernos mejor del frío y del contragolpe, que pronto sobrevendría.
Agazapados en la tierra helada continuábamos con la mirada alerta. Nadie hablaba. El oberfeldwebel Baer contaba con cuatro morteros y veinte obuses. Su alegría por operar con tan minúsculo poder de fuego ilustraba dramáticamente el derrumbe del ejército alemán. Según me explicó, ubicó dos hangares de evidente valor para los americanos. A su alrededor se posicionaban muchos soldados y las patrullas recorrían los contornos con vital insistencia. Desconocía si uno de ellos contendría reservas de diésel, petróleo, munición o cualquier otro material inflamable. No importa, será uno de los puntos donde concentraremos nuestra artillería. Rezaremos por un milagro y que sea de los grandes, pues el golpe demoledor vendrá con la Blondi Staffel del obergefreiter Dieter, que traspasará el costado oeste, a priori el más desprotegido, impregnando de pánico el campamento. Al menos en teoría. Dios, ayúdenos.
Terminaba febrero de 1945, y las fastidiosas lloviznas de los últimos días incomodaban a todos. Semejante evento convidaba a los soldados a buscar resguardo nada más rompiera a llover. La humedad se palpaba en el ambiente. Con suerte, en cualquier instante el agua nos sorprendería. Hasta entonces esperaba fantaseando cubierto de tierra y vegetación.
¿Cómo llegamos a esto? ¿Mala decisión de unos pocos? ¿Culpa colectiva? La cuestión es que llegamos a esto y ya está. Para qué pensar en lo inevitable, en el aliento pálido sobre la nuca. La muerte llama. La hago esperar. Es mejor recordar tiempos generosos. Mi primera concentración nazi. ¡Qué día! Quedé enamorado por lo vivido: los uniformes, los tambores, las antorchas, la esvástica hipnótica, la música entusiasta. ¿Cómo no ambicionar formar parte de ello? Se trata de ajustar cuentas al pasado. De resurgir. Y cuando uno se alza, poco le interesan los métodos.
El cabrón de Hitler comprendió que el hombre es un niño malcriado que llora por atención. Dele tanques, aviones, submarinos, desfiles triunfantes. Láncele un caramelo y se pondrá contento. Prométale una cesta, luego todas las golosinas del mundo y verá como sonríe y da palmadas de emoción. Así somos. Gateamos y se nos cae la baba con lo básico. Lo sabían los césares. La humanidad se domina así hace miles de años. Nada cambió. Pan y circo. Y las masas felices.
La muchedumbre esperaba. La tribuna vacía. Bastaba un barullo para erizarte de pies a cabeza. Era el momento histórico. El Partido que creaba. La sociedad que se unía. El ejército que se armaba. El león no debe nada. Ni se le corta la melena ni las garras, ni los dientes, porque cuando le vuelven a crecer caza con instinto asesino, aún más mortífero. El rey de la selva jamás perdona ni olvida. No le pueden quitar la sabana, es su reino, ni la voluntad de devorar a todo el que la cruza, es su derecho. Casi nadie lo entiende, solo los alemanes.
Y llegó un león enjaulado. Rugió y las personas alzaron el brazo. Las mujeres se desmayaban y los hombres querían morir por él. Todavía lo cumplen. Ahora es muy fácil renegarlo, pero cuando el Reich de los mil años era posible, las tribunas se repletaban y corríamos detrás de su Mercedes descapotable con gran entusiasmo. ¡Es él! ¡El salvador! ¡Nuestro führer!
Hitler es un dictador, sin lugar a dudas, pero la democracia tampoco había funcionado. Él puso la maquinaria en marcha. Nos legó una causa. Un objetivo. Devuelvan lo que pertenece a los alemanes. Nos levantamos y luchamos por respeto. Por eso somos superiores.
La lluvia se nos vino encima. ¿Desde cuándo? Examiné de nuevo la situación de las postas. Nada… Nada… Espera, hay un solo yanqui de guardia junto a las barreras antitanques. La brecha estaba abierta. Avanzaremos por el noreste. Repetí las señas una y otra vez para que se iniciara el ataque. Era ahora o nunca.
Del cielo estalló un aguacero. Un torrencial persistente que nublaba la visibilidad e imbuía esperanza. ¡Qué manera de llover! No lo verán venir. Los Stahlhelm [cascos de acero] deslizaban el agua como cascadas y el lugar, de por sí pantanoso, comenzaba a inundarse de fango y charcos.
El posta, con el fusil en bandolera y el uniforme empapado, temblaba de frío. Los ruidos de la lluvia en caída camuflaban los peligros de la madrugada. Apacible, el guardia se frotaba las manos. En la entrada al campamento se detuvo un portentoso pastor alemán. Evidentemente venía en carrera. Jadeaba hondo. El soldado no le prestó atención ni presintió ningún estrépito. Imposible, no se intuía nada.
Molesto por la presencia del perro, le lanzó una patada. Falló su pierna más hábil. El pastor alemán gruñó. El hombre lo azoró. Frustrado empuñó su fusil como si fuese un bate de béisbol y descargó su golpe. El can retrocedió para saltar hacia adelante, tumbando al posta contra el suelo inundado. Su cabeza colisionó con gran violencia. El perrazo se le trepó encima. Imagino su terror, sintiendo aquella fauce repleta de colmillos cerca de su fisionomía, pero el animal no expulsó el menor aullido. Se mantuvo quieto, engurruñando el hocico, mostrando los incisivos.
Tendido como un muerto, el soldado, intimidado de pavor, deslizó su mano derecha en busca de su arma. El pastor alemán percibió sus intenciones y se abalanzó con vital rapidez sobre su rostro. Los chirridos de agonía apenas trascendieron por el ímpetu del aguacero.
A ambos lados del cadáver desfigurado pasaban como bólidos perros famélicos. Uno tras otro brincaban las barreras antitanques. Se escabullían hasta donde sus patas flacas pudieran alcanzar, y explotaban. La caseta estalló. Una fila de jeeps Willys voló por los aires. Un Sherman [tanque de guerra] varado sufrió tres impactos al mismo tiempo. Las primeras barracas ardieron como antorchas. Los blancos se sucedían. Los militares salían soñolientos. Se frotaban los ojos para despertar, pero el ladrido de los perros, que no paraban de llegar, les decía que la pesadilla era muy real.
La sección noroeste fue sobrepasada. La lluvia no aminoraba el fuego, aumentaba la confusión. Muchos de los americanos todavía no distinguían la fuente de tan mortífero ataque. En cuestión de minutos una formación de blindados quedó destruida, con la excepción de tres tanques. Otra de artillería antiaérea se arruinó en su totalidad.
¡La Blondi Staffel funcionó! Los hundenminen [perros-mina] convencieron hasta al más escéptico de nuestra compañía. Abrazaré al obergefreiter Dieter. Hizo que esos perros, de costillas prominentes y torso roído por el hambre, se convirtieran en arma letal.
El führer nos prometió las wunderwaffe [armas maravillosas], pero nosotros aplicamos las nuestras. Aunque, para ser sincero, se las copiamos a los rusos cuatro años atrás. Ellos, consternados porque los Panzer casi apisonaban el Kremlin, intentaron de todo para impedirnos el avance. Los primeros perros que explotaron debajo de nuestros tanques nos paralizaron por completo. No lo podíamos creer, así como los yanquis ahora. Un golpe psicológico, directo al mentón.
Dieter los entrenó para buscar comida debajo de vehículos mecanizados. La voracidad los incitaba a desplazarse como rayos hacia los alimentos. Bastaba unas semanas para que comprendieran el ejercicio. Cuando el hambre aprieta, obliga a hacer cualquier cosa tanto a hombres como a perros. Sin embargo, los únicos a los que no les importaba correr con minas antitanques en el dorso eran los canes. La Blondi Staffel, bautizada así por los demonios imberbes en honor a Blondi, la pastora alemana de Hitler, se creó para ser utilizada en un momento como este. Durante meses requisamos perros grandes, que pudieran cargar material explosivo contra el enemigo. También le adheríamos algunas granadas para aumentar su capacidad destructiva. Esa era la gloriosa escuadrilla canina que se abalanzaba contra los Aliados por la gula y por la grandeza del Reich.
Durante la osada incursión, ciento nueve bombas en cuatro patas buscaban desesperadas, donde el blindaje era mínimo, algún indicio que las calmase. Desde mi posición presenciaba cómo aquellos animales que ladraban y se iluminaban en la noche nos devolvían parte del orgullo perdido.
Esparcidos por todo el lugar, algunos perros corrían hacia los tanques, se introducían en las barracas, se arrojaban sobre los hombres. Reventaban en cualquier sitio. Los menos afortunados se perdían en las alambradas de púas y ahí estallaban.
Un camión de municiones voló dos metros antes de sobrepasar unas cajas militares y colisionar hacia el fondo. Un labrador dio media vuelta y chocó contra un depósito de gasolina. El carburante se inflamó y crujió en el cielo. Un instante después, otra llamarada roja, aún más intensa, detonó con gran espaviento. Ese acierto imprevisto descubrió para nosotros el lugar donde los yanquis guardaban su combustible.
De inmediato, el oberfeldwebel Baer inició el fuego de mortero sobre esa posición. El resto de la compañía salimos de nuestro respectivo sopor y comenzamos a ametrallar el cuartel enemigo.
Mis chicos operaban las ametralladoras MG 42 con gran maestría. Descargaban varias cintas de balas con brutal desenfreno. Recargaban otra vez. Colocaban el seguro atrás y las dirigían de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, sembrando la desesperación entre los americanos.
El fuego cruzado, salido de cualquier dirección, de cualquier arma alemana, impactaba por igual los cuerpos de vivos y muertos. Sentía la lluvia en mi rostro. Seleccionaba un blanco. Disparaba. Asesinaba como un degenerado. Mi Sturmgewehr 44 cobraba una decena de almas. Doce para ser precisos. Los perros dejaron de explotar. Ya no existían.
Los silbidos cortaban el aire. Los yanquis se cagaban de miedo. Le robábamos la iniciativa. Apenas respondían. Corrían como locos. Éramos lobos dentro de este corral. Un obús de mortero acertó y desintegró un almacén. El suelo tembló. Creo que vulneramos un punto vital. Con suerte, la herida permanecerá abierta unos días más. Los aliados deberán reagruparse y reponer las piezas perdidas. Parpadeé, la llovizna molestaba. Torcí la cabeza y vi a dos de los nuestros endemoniadamente agrupados, centrados ahí, en su negocio de guerra. Les miré la cara. Calculo que no pasarían los dieciochos años. Niños con ametralladora en mano. Corrompidos por un libro titulado Mein Kampf. ¿Sabrán de verdad por qué aniquilan? ¿Acaso alguien lo sabrá?
El humo generalizado se alzaba sobre el campamento. Otro hangar explotó en todas direcciones. Se levantó una cortina oscura de petróleo quemado. Luego apareció un profundo cráter en su lugar. El asedio debería cesar. El trabajo estaba hecho.
Nos replegábamos en grupos. Huíamos a toda prisa. No soportaríamos la réplica americana si llegara a materializarse. Al compás de la lluvia, nuestras botas machacaban los inmensos charcos formados. Mantuvimos el paso unos kilómetros más hasta tropezar con los Sd.Kfz.251 [semioruga blindada de transporte de personal], que esperaban. Montamos todos y partimos a máxima velocidad rumbo a Trier. Dejábamos atrás el impenetrable bosque.
Pronto amanecería. Los hombres no mostraban signos de agotamiento. Enardecidos por lo realizado contaban, de nuevo, cómo cazaron a sus respectivas víctimas. Diferentes versiones para una misma realidad. Cuántas veces escucharé lo mismo. No parecían enterarse de la perversión que sugerían sus semblantes. Era la encarnación de la venganza, la viva expresión de un odio manifiesto y demoníaco que se enarbolaba satisfecho.
Al arribar a la periferia de la ciudad hallamos las calles desiertas. Ni una sola alma paseando o asomándose en la puerta de su casa. Pocas luces se percibían encendidas. Este barrio, que vivió sus mejores tiempos, poseía un halo decadente. No se oía un solo ruido. La barbería de la esquina se descubría apagada. La tienda, a su costado, clausurada con grandes tablones clavados. Lo propio ocurría a los restantes negocios que nuestros ojos alcanzaban ver.
Bajábamos de los vehículos. Caminábamos despacio, sin querer despertar a nadie, entre adoquines bordeados por la hierba. La fuente no manaba agua. Los pisos aledaños a la plaza lucían ventanales rotos, enmendados con cartones. Los pocos relieves entramados se encontraban en mal estado o completamente deteriorados, como si hubiesen sido arrancados. Una estatua descabezada se erguía en medio de la plazoleta. Me acerqué a la placa, verde, oxidada, y no comprendí a quién pertenecía. El texto resultaba inescrutable. Pronto no quedará nada de la Gran Alemania. Esto tiene que acabar.
Tronó. Vaya sobresalto. Arriba no se distinguía nada. Un tenue amarillo alrededor de una esfera advertía que el alba era inminente. Continúe el trayecto. Los soldados conversaban entre sí. Otro fuerte rugido. El aire se aglutinaba en una especie de remolino que movía los periódicos abandonados de modo imperceptible. Coloqué una de mis botas sobre un diario local. Ninguna sacudida. Solo una leve vibración en unas cuencas de agua. Un temblor que se esparcía por los charcos circundantes y subía las paredes y ventanas hasta los tejados. Sentía una espantosa premonición que aumentaba mientras alzaba la vista. Era un estruendo mecánico. La tierra trepidaba de pavor y yo con ella. El firmamento se poblaba de formaciones negras. Cantidades inmensas propagándose por el Trier. Un espasmo bajó de la cabeza directo al pecho. Me arrodillé. No tenía dudas, la represalia americana llegaba del cielo para que todos la viéramos.
Los robustos B-17 y B-24 [bombarderos pesados] soltaban su carga sobre la mampostería. Los cazas acompañantes pasaban a ras de los tejados, ametrallando todo a su paso. Residencias de estilos feudales se desmoronaban detrás y delante de mí. No paraban de llegar las bombas. Detonaba una, otra, y luego otra, en un espectáculo interminable de destrucción.
Las sirenas comenzaban a aullar. Las FlaK 41 [baterías antiaéreas] respondían de forma mediocre. Los heridos se aferraban a aquellos que huían. La gente los abandonaba a su suerte. Los bombarderos volaban y ejecutaban. La estela de gritos y llantos se prolongó hasta que no pude escucharlos. Fui incapaz de hacerlo. La onda expansiva de las explosiones me dejó sordo. Esta pérdida momentánea de uno de mis sentidos no cesaba de torturarme. Pronto me percaté de que me encontraba solo. Mis hombres corrieron como locos mientras las detonaciones los perseguían sin piedad. No podía culparlos. Todos buscarían un refugio. Nadie se quedaría estático para contemplar su muerte. Una vez más, mi certera intuición me alertaba del peligro. No soñaba, era una vívida realidad.
En la misma calle donde me ubicaba, nubes de humo y polvo ascendían hasta el cielo. Rompí la puerta de una casa desocupada. De seguro el inmueble resultaría irreconocible para sus dueños. Pedruscos y madera quemada entorpecían el paso hacia el recinto. Con cuidado buscaba un sendero de fiar. Afuera las bombas silbaban. Se sucedían estruendos y vibraciones constantes que, sin dejar de consternarme, devolvían esperanza a mis oídos. Conseguí escuchar de nuevo.
Bajé unas escaleras y encontré un local bastante seguro. La experiencia dicta que un montón de ruinas sería uno de los lugares más protegidos. El sótano se apreciaba semiderrumbado. Presentaba visible acceso al exterior, no palpaba fisura alguna en los muros que me pudiera enterrar y, a primera vista, no existía material que lograra arder. Todo estaba ya calcinado. Podía permanecer allí hasta que pasara el vendaval.
Detesto los bombardeos. Me estallan los nervios. Algunos duran horas incluso. Mala señal. No soportaré la soledad. Me conozco muy bien. Odio los bombardeos. Te aíslan. Quedas solo y solo es cuando empiezan las alucinaciones. Y vaya que me persiguen. Si no tengo con quién dialogar, con quién compartir ideas, me desplomaré de nuevo. Los demonios llegarán e inevitablemente cederé.
Aquí abajo la penumbra incide más densa. Escombros por doquier. Retazos de madera que se confunden con lápidas. Debo calmarme. Que difícil trasciende la existencia en tiempos de guerra. ¿Merezco la vida? Claro que no. Traje a esta urbe la muerte alada. Me siguió en busca de venganza. Me pregunto si regresé al cementerio. Si todos somos cadáveres que corremos y nos matamos en este infierno. He aquí mi Cruz de Hierro al valor. Juro que la apretaré hasta que sangre. Alimentaré mi odio. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
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