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El sembradío en la piedra (Segunda parte)

TRES

Existe un lugar de máxima sensibilidad que facilita observar de un modo privilegiado la germinación progresiva de lo histórico, lo cual parece a ratos testimoniarlo las primeras crónicas de América. Por tanto, acercarnos al proceso por el que apareció en la historia una determinada posibilidad artística, nos conduce a volver a enunciar lo que el poeta supo aislar para su investigación en las crónicas de “los imagineros de indias”: que esa posibilidad sólo puede llegar a realizarse si repite para sí el ciclo trinitario y universal del conocimiento: percibir, imaginar y producir.

Si la percepción arrojó en primera instancia, un contenido empírico-concreto, perteneciente a la específica materialidad del Nuevo Mundo, la sensibilidad y el concepto, en sus radicales universalidades, terminaron por trasladar la imagen percibida a una conjugación más amplia y problematizada; a una medida del espacio y el tiempo tangencialmente humana, desarrollada mediante el sentido que sólo puede aportar a la historia “el hecho cultural” en su acepción más integral. Porque cuando pensamos a grandes rasgos en la historia, estamos pensando en un movimiento que, aunque asaz contradictorio, posee una unicidad cultural que ampara la lógica de su desarrollo. De este modo, el papel que juega la imagen en el proceso de constitución de lo histórico, se establece desde el interior de las estrechas relaciones que sostienen desde siempre sensibilidad y realidad, objeto y ensoñación.

Tal vez pensado en la belleza como una forma suprema de ensoñación, James Joyce le hizo decir a su personaje Esteban Dédalo en Retrato del artista adolescente: “Las más satisfactorias relaciones de lo sensible deben corresponderse con las fases indispensables de la creación estética. Si podemos encontrar éstas, habremos hallado las cualidades de la belleza universal”. Cuando Esteban Dédalo buscó cifrar el proceso por el cual se constituía “la belleza universal”, tuvo que comenzar desde las bases más originarias sobre las que se apoya el individuo inscrito en el horizonte objetivo que le ofrece su sensibilidad. Sin embargo, este aserto joyciano era eminentemente teológico, tomista, medieval, y terminaba por aprehender “la belleza universal” como una forma suprema de claridad intelectual nacida de un estado máximo de sensibilidad, y como una profunda intuición que no sólo había sabido captar la integridad formal de un objeto estético como la armonía de sus partes, sino, que había podido además entrever su intrínseca verdad: ser una constante emanación de la naturaleza humana.

La peregrina hipótesis de que nuestro mundo interior y subjetivo existe en semejanza con “el mundo ideal y verdadero”, tal como lo ha concebido, desde el griego Platón, el idealismo milenario, habita, paradójicamente, en la experiencia conceptual del artista moderno, quien se desangra entre vórtices extremos —representación o concepción— que recorren el arte desde la herencia helénica, y, atravesando la Edad Media, llegan a una Modernidad desgarrada. Este íntimo desgarramiento, sin dejar de ser eminentemente histórico, alude a un modo distinto de sensibilidad que ha transformado al antiguo espacio de la representación artística en un lugar obscuramente simbólico que proyecta en sí mismo la antigua herencia católico-medieval. Entre tanto, frente a la crisis de valores que padecen en la actualidad las sociedades cristianizadas, el artista realiza equilibrios sobre el filo de dos dimensiones sólo en apariencia contrapuestas: “sensibilidad-razón” o “sensualidad-locura”. No obstante, observa en el párrafo siguiente el pintor ruso Wassily Kandinsky, como si quisiera salvar al creador por medio de la noción de la verdad del sentido en la obra de arte, de ese supremo afán de fragmentación y desbarajuste al que parece condenarlo una zona de la Modernidad todavía a obscuras, que pretende desarticular toda experiencia histórica, enfatizando su puntos de máxima discontinuidad y ruptura, que la convierten en hilacha donde todo discurso moral agoniza: “Todos los objetos, sin reservas, creados por la naturaleza, o por el hombre, emiten un sentido. (…) Constantemente estamos en contacto con esas emanaciones psicológicas”.

Lo primero que hace notar la relación con aquellos objetos de la consciencia, que el artista transformará en algún momento en objetos de arte, es que cada objeto porta consigo la inscripción que ha dejado grabada en él, de modo indeleble, nuestra interioridad psicológica. Valorada desde ese ángulo, toda la naturaleza está cargada de sentido, abrumada incluso por una teleología que la recorre en su conjunto de punta a cabo. Cuando el “profeta” del conceptualismo estético, Marcel Duchamp, aseveró —no es textual— “que arte es todo aquello que el artista ha decidido que lo sea”, lo que estaba haciendo era causa común con “la intencionalidad de la mirada” que ya prescribiera el pintor ruso —también desde su lugar lo hizo Lezama— en los albores de la Modernidad artística, y bien pudiera definirse como ese estado de gracia que permite percibir el ritmo interno de cada cosa en particular; asistir al tenue efluvio que emana de nuestra psicología para impregnar a todos los seres por igual.

La verdad del arte se encuentra contenida en la historia personal del artista, y su compleja realidad es una destilación de su propia condición —de la condición humana. Casi podríamos afirmar, que con el arte moderno hemos venido asistiendo a un progresivo proceso de medievalización del pensamiento. No es por eso casual que el joven Joyce se remonte a Santo Tomás de Aquino a la hora de definir la belleza; no es tampoco casual que Kandinsky nos hable de la ley “de la necesidad interior” para referirse a la verdad del artista, opuesta a la verdad factual del mundo y defender, desde ese postulado, el arte abstracto frente a toda representación estrictamente figurativa. Mucho menos, resulta contingente la glosa que sobre su propia obra pictórica hiciera también en la Rusia de la época dorada del socialismo, Kazimir Malévich: “Las claves del Suprematismo me están llevando a descubrir cosas fuera del conocimiento. Mis nuevos cuadros no sólo pertenecen al mundo”. Pareciera que son “las verdades medievales del alma” las que comenzaron a hablar por labios del conceptualismo estético, en su muy consciente abandono del primado de la realización —la antigua maestría artesanal— en pos del primado de la concepción, de la ideación.

Pero si los teólogos medievales postulaban que el ser de las cosas era una atribución de Dios, Heidegger, un contemporáneo, nos afirma que al ser quien lo instaura a través de la Palabra, es el poeta. De lo que se desprende, que la circunstancia cardinal del hombre es ontológica, en cuanto poética. Y la Poesía sería la inevitable Morada del ser y su palabra, sin poder abandonarla a riesgo de su propia condición. No obstante, aquello que los artistas llaman el momento numínico, como ese instante privilegiado en el que hombre aprehende una imagen, para hacer desde ella verificable el misterio del nacimiento del arte, tiene su inevitable localización en un tiempo que podríamos considerar como fundamentalmente histórico. Pues este carácter de la Palabra, que se halla condicionada por la práctica y el interés específico de los hombres reunidos en sociedad, es el prerrequisito indispensable que hace factible la constitución siempre problemática de la historia. Heidegger nos abunda sobre ese contenido inmediato que encierra la poesía: “La esencia de la poesía debe ser concebida por la esencia del lenguaje. Pero en segundo lugar se puso en claro que la poesía, el nombrar que instaura el ser y la esencia de las cosas, no es un decir caprichoso, sino aquel por el que se hace público todo cuanto después hablamos y tratamos en el lenguaje cotidiano. Por lo tanto, la poesía no toma el lenguaje como un material ya existente, sino que la poesía misma hace posible el lenguaje. (…) La poesía es (así) el lenguaje primitivo de un pueblo histórico. (Y ese) lenguaje primitivo es la poesía como instauración del ser”.

Obviamente, si la esencia del lenguaje, como explicita el antiguo catedrático de Friburgo, es privativamente sociohistórica, la esencia de la poesía, al ser la del lenguaje, alcanza en la historia su residencia natural. Luego, el orden de la poesía es consubstancial al orden y al sentido de aquella. Lezama, por su parte, concibió el acto poético —léase la imagen— por su capacidad de penetración en el cuerpo poroso de lo histórico, como es cierto que ese contrapunteo fundamental, fue para el poeta motivo suficiente que le impidió apartarse, a la hora de atender la creación estética, de la reflexión y la inspiración histórica. Por tanto, intentemos una interrogación de mayor alcance: ¿Es la poesía la que le entrega a la historia su orden constitutivo? Si la poesía, como propone Heidegger, se identifica con el lenguaje originario, patrimonio de la comunidad original, no vemos por qué no podría aplicarse a la filosofía de la historia, el desarrollo conceptual de la intuición lezamiana de la imagen. Aunque para ello habría que indagar por un específico significado que no ha sido dilucidado en el texto: ¿qué es propiamente la imagen?

Para esclarecer este concepto tendrían que ser examinadas las relaciones a las que concurren imagen y poesía. No debe ser aceptada la excusa que la diferencia entre ambos términos ha sido retórica, o que los dos vocablos reflejan, con sus particulares matices, iguales circunstancias, correlativas al ámbito propio de la poesía. De hecho, Heidegger fue pródigo en su insistencia en distinguir el arte poético como Arte Mayor, puesto que le confiere al lenguaje una capacidad ontológica. Entonces, si la poesía es el núcleo generador de lo histórico, y toda experiencia cultural empieza desde ella, ¿qué otra cosa sería la imagen, aparte de ser el resultado cristalizado del “pensar y el sentir” metafóricos? O sea, si comenzamos admitiendo que en la imagen reside la esencia de la expresión poética, ¿no tendríamos que aceptar también, que, evidentemente, es en la percepción inmediata donde primero se verifica su presencia antes de convertirse en instancia poética? A no ser que la percepción que nos ofrece su conocimiento objetivo fuese ya en sí una construcción metafórica…

Lo que sabemos sobre el conocimiento, al menos en la extensa línea que va de Platón a Kant, es que no es posible percepción sin apercepción. O para decirlo con Kant, porque hay una precondición subjetiva del conocimiento, es que son posibles los objetos del conocimiento. Es decir, sabemos que no es posible recepción cognitiva de la imagen sin claridad intuitiva que la configure y le entregue una forma definida; “su objetiva patencia”. Por eso es que provisionalmente deberíamos acceder a que la imagen sea idea, en el mismo sentido en que podemos condescender que es tropo, figura poética, aun cuando se nos ofrezca limpia y sin ribetes en el campo abierto de la percepción. De esta manera, las relaciones a las que concurren imagen y poesía denuncian un estrecho maridaje, en el que aquella, antes de ser tropo, se nos ofrece como la pura expresión de una poética de la realidad colocada más allá de todas las palabras. Por eso es que sabemos de un lugar primordial en el que la imagen es muda, y donde el Poeta se siente superado por una contemplación que absolutamente lo desborda. Y es que para entender a cabalidad el papel que juega la imagen en la cultura, tendríamos que reconocer su doble y aleatoria situación respecto al hombre: la encontramos localizada en el lenguaje, como la figura en la que se realiza la expresión poética, y la localizamos además en la realidad, donde aparece la radical singularidad de su percepción. Aunque de una manera tan insólita, como si percepción y concepción se entrelazaran en una unidad indisoluble: aquello que sentimos, decimos y pensamos, y lo que es en sí la realidad del mundo.

Hay una frase de Blas Pascal de la que me afirman Lezama gustaba citar mal, y que el ocio de mis días me impide ir a consultar; yo tampoco la recuerdo bien: “Porque la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza. Nosotros —¿corregía Lezama?— hemos decidido colocar en su lugar la imagen”. Luego, ¿valdría decir que la imagen es el mundo trasmutado por la más extrema experiencia poética? ¿La piedra filosofal, “el opus luminoso”, destinado a restablecer el vínculo perdido entre la creación pura y la esencia original de las cosas? Más la imagen, al negarse a definir completamente, amenaza con extender su significado más allá de los estrechos linderos que bordean la subjetiva “Morada del hombre”. Cuando Lezama se aventuró en su búsqueda, era porque habíamos llegado a un punto de la cultura en que se hallaba irremisiblemente extraviada. La imagen se encontraba oculta en los arcanos anales de un pensamiento y una visión originales; es entonces tarea exclusiva del Poeta devolverla a los hombres…

CUATRO

Cuando Odiseo bajó a los infiernos buscando la sombra de Tiresias, para que le revelase el camino de regreso a su patria, el héroe ignoraba que su madre estaba muerta, esa amarga consciencia le llega con la imagen pavorosa de su sombra bebiendo sangre antes de poder acercarse a su hijo. “Todavía no fuiste a Ítaca ni viste a tu esposa en tu morada”, le reprueba desde el primer instante, para finalmente instar: “Retorna lo antes posible a la luz y conserva la memoria de todas estas cosas, para que después en tu palacio, puedas referirlas a tu consorte”. La madre no sólo le exige que regrese pronto a la luz, sino que regrese a la luz junto a su esposa. Pero le advierte esencialmente algo más: que conserve la memoria. De esta manera, Penélope se convierte en la figura nemotécnica, invocada por Anticlea, que conducirá a Odiseo fuera del averno y en camino a Ítaca. Si leemos con atención el Canto XI de La Odisea, no es Tiresias, es la madre del vencedor de Ilión quien posee la sabiduría del regreso.

Odiseo, al adentrarse en los infiernos, sufrió la condición de todo viajero que se aventura en esas vastas regiones imaginarias, al verse obligado a sumergirse en las obscuras aguas de Leteo: la pérdida de la memoria, que no sólo le haría olvidar lo que allí contempló, sino que lo incapacitaría para el retorno, puesto que no podría relatar con palabras humanas semejante experiencia. La intencional invocación de Penélope lo que hace es provocar el acto de la reminiscencia, debido a que ésta nos induce a localizar en el interior adormecido de nuestra consciencia, una imagen que pertenece al mundo, que es del todo constitutiva, precisamos, de la realidad del mundo. O sea, lo que hay en Penélope, y en Ítaca, de consubstancial al héroe, y que Anticlea no ignora, es un conocimiento que su hijo comparte con el resto de los hombres. Pues a quien está realmente invocando la madre de Odiseo en esos inciertos páramos es a Mnemosina, prefiguración mitológica de la memoria. Hija del Cielo y la Tierra —Cronos y Gea—, Mnemosina es la madre de las Nueve Musas y con ellas, de la creación en su acepción más universal. Y esto no puede ser obra del azar, la diosa es el obligado recurso al que debe acudir todo viajero infernal si aspira a salvarse, ya que su máximo significado salvífico es el de la imaginación creativa.

Existe, de esta manera, una imagen primigenia enquistada en el corazón del subconsciente, que pone en evidencia que la experiencia infernal es la experiencia por excelencia del artista, quien denuncia, en su propio desarreglo, el desarreglo del mundo, mientras intenta comunicarnos lo que sólo un conocimiento como ese pudiera expresar: alcanzar una imagen de tan sublime condición que no sólo sería el fruto de un acto supremo de la imaginación, sino que fuera completamente afín a la verdad del mundo.

Existe otro raro lugar de la literatura universal donde fueron invocadas “Las Madres” como recurso de supremo misterio: el Fausto de Goethe. No sé si en esa mención lo que gravita sobre nosotros, es la posibilidad intertextual de descubrir un pasaje, que del infierno ilustrado del gran poeta alemán, nos condujera a las prefiguraciones infernales de Homero. Lo cierto es que Fausto exclama al invocarlas: “Las conjuro, oh Madres que imperan en lo infinito, siempre solitarias con la cabeza ceñida de imágenes de la vida”. Siempre me ha llamado sobremanera la atención que Goethe hubiera omitido la escena en que Fausto debió llegar al infierno en busca de Elena; imagen suprema de la cultura clásica —de la misma manera que Odiseo emerge de él en busca de Penélope; suprema imagen arcaica—, a pesar de que el poeta le comentara ese propósito a su discípulo y amigo más íntimo, Eckermann. Todo parece indicar que las imágenes que Goethe allí contempló, eran de tanta intensidad dramática —la noche plutónica sobre la tierra abrasada— que no le fue posible narrarlas. Y es que quizás hay un momento capital de la cultura —Homero… Dante, Goethe— en que aquello que el Poeta vio fue absolutamente superior a cuanto dijo. Porque lo desplaza. Esto tal vez explicaría el silencio de Goethe y la completa ubicuidad de Homero.

La imagen, al desplazar a la palabra por su mudez esencial, nos propone un vínculo tan directo con la realidad que, aquella sustitución de la naturaleza por la imagen, de la que hablaron Pascal y Lezama, ya no se nos muestra como sustitución, sino como instauración del mundo verdadero. Ese lugar de auténtico conocimiento donde confluirían, como en un manso arroyo en la alta serranía, naturaleza y verdad; palabra y vida. Pero, ¿cuál es el cometido sapiencial de este conocimiento?

Quizás hacernos capaces de ser semejantes a nosotros mismos, restableciendo, ontológicamente, nuestra identidad extraviada, omitida, prohibida; ocasión que al poeta se le ofrece al verse arrojado a una desértica extensión donde no puede haber abrigo ni sosiego, y donde intentará la temeraria empresa de lograr una imagen última, un conocimiento definitivo. Sin embargo, ¿por qué nos afirma Lezama en las primeras páginas de La cantidad hechizada, que la identidad es en la extensión como “el árbol para el rayo”, en una alocución que nos trae de vueltas al Heidegger de “el ser nace para la muerte”? Se comprenden luego, en toda su crudeza, las quejas bíblicas de Job, enfermo y ciego, ante un Dios que, negándoles a los hombres toda bienaventuranza, desencadena el horror de la causalidad más absoluta, haciendo llover sobre el desierto “donde no crece poro vegetal”. No obstante insistamos, ¿cuál es esa región, imperativamente invocada por el poeta, donde la imagen es “una impulsión, la impulsión una penetración, la penetración una esencia…?”. Sólo en esa caliginosa región las angustiosas preguntas de Job alcanzarían respuesta: después de la lluvia crecerá el árbol, de él “se descolgará el hombre” que creará “la sobreabundancia de los alimentos…”. Es ahora Moisés contemplando arder el montecillo de zarzas, yendo al encuentro de una imagen en la que se muestra una identidad inmensurable, aunque singularmente le ofrece un camino; un camino histórico que recorrer junto a los suyos, un pobre pueblo nómada del desierto.

El Sahara es la desértica extensión por antonomasia, el espacio aún increado, el descampado en la tórrida planicie, si bien el único lugar, en su terrible vaciamiento, donde le es permitido surgir a la historia como la más extrema experiencia poética. Porque cuando un hombre es arrojado a la inclemente soledad del desierto, lo que primero que debe aprender, es que, desde ese mismo instante, el desierto estará habitado, y que allí, si persiste, encontrará una imagen. Como dijo el poeta, él va allí a dejar sus inscripciones en la piedra, desde la cual será levantada, algún día, una nueva Ciudad para los seres humanos. Porque la imagen que un hombre verdadero está destinado a contemplar en el desierto, pertenece por derecho a todos los hombres. Él fue allí para eso. O es su terrible carencia, su desarraigo (des)comunal, lo que le hace allí implorarla, merecerla. De seguro la encontrará, ya que cada piedra en su fulguración última —Nietzsche—, lo es.

Miremos finalmente lo que nos dice Lezama en “La pintura y la poesía en Cuba”, cuando nos trae a la memoria las sucesivas muertes decimonónicas de los poetas, Julián del Casal y Juana Borrero para insertarlos en una representación fabulosa que tiene como retablo el oleo La siesta, la más memorable pieza del pintor santiaguero, Guillermo Collazo: “Julián del Casal entrega en la guardarropía su capuchón de naipe marcado y se dirige a la casa del pintor Collazo. Se acerca con delectación a uno de los lienzos. Sobre una alta silla de mimbre, dama con igual palidez que Rosita Aldama, sentada, nos parece, de espalda al paisaje. Voluptuosamente su mirada juega por la terraza, palmerales de jardinería cercanos al mar. En el centro un jarrón alza en triunfo un monstruosillo terrestre ansioso de caminar dentro del mar como el caracol: la piña con su cabellera de ondina tropical. Fuerza la mirada: ¿qué es lo que ve? Ya Casal está muerto, pero vuelve a mirar y entonces ve a Juana Borrero pocos días antes de su muerte…”.

A lo que el poeta a todas luces alude, no sin fruición, es a esas relaciones capitales a las que confluyen poesía y pintura, y que se repiten de un modo sistémico en la historia. Inquietantes proximidades sobre los cuales se establecen a menudo las más fértiles experiencias del arte. Aunque en esa antigua cofradía haya todavía algo increado, como un lenguaje que no acaba de retener su configuración decisiva. Pero, ¿qué es lo que ve Casal en la tela de su amigo, el pintor? ¿Una dama que dormita junto al mar en su mansión señorial, reclinada en un sillón de mimbre sobre un amplio piso de hojas secas? ¿La última visión de nuestra burguesía histórica arrellanada en la bella tela de su sensibilidad, abrigada de la intemperie bajo la brisa ondulante del mar? Ignoro si Heidegger se detuvo alguna vez ante esa íntima condición de la expresión poética que se esfuerza por delatar nuestra más impúdica y lastimosa verdad, pero hay seres que tienen un modo tan extraordinario de entrar en la muerte, que terminan dejándonos su imagen. Pues cuando un poeta sabe que va a morir, sólo le queda ensayar su imagen como última posibilidad. ¿Qué es lo que ve mi generación dirigiendo las miradas hacia la enroscada piña y el alto palmeral, descritos por Lezama, contemplados por última vez por Casal, y pintados por Collazo? Continúa batiendo la brisa que dispersa las hojas secas de un otoño legendario, mas la vieja mansión está vacía. Entre tanto, se repiten los ciclos milenarios del conocimiento, las consabidas amistades entre poetas y pintores, como el antiguo y viril sueño de la sensibilidad americana… ¿Qué es lo que vemos? ¿Una distinta concepción de lo histórico que quisiera operar mediante una suerte de máximas integraciones? ¿La función creadora que pueden llegar a alcanzar los conceptos y que lo puramente estético no existe, puesto que la realidad socio integradora de la imagen se vehicula con gracia con la función insobornable del artista? Contemplamos la necesidad de acabar con el significado abstracto de la historia, para instalar en ella el acto plural y vivo de la existencia. Vemos a Lezama días antes de su muerte, en el umbral de su casa acariciando al tigre blanco de los grandes imagineros; recordándonos que no existen áreas de desolación que no puedan ser colmadas por la amistad, la imagen y la poesía. Porque cuando un hombre se ve arrojado por su vida a la soledad siempre inmerecida del desierto, lo único que puede hacer es acuclillarse sobre la arena, asir una piedra y rasgar en ella sus inscripciones.

De aquellos lejanos años 80, hermosamente humanos, y del amigo, el poeta Ángel Escobar (1957-1997) son estos versos, que, a la manera de una notable inscripción, él dejó para todos nosotros: “Mi palabra requiere tu vigilia y tu sueño/ mi palabra eres tú: No te ocultes ni cejes/ no transijas —busca en el fondo de ti el agua/ la música— todo es prolijo y grande/ pero no más que tú/ Ven; besa mis labios/ Vamos/ esta es la alianza, y es/ todo lo que buscabas.”

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