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El robo del quiste

Foto de Daria Kraplak en Unsplash

“Le pidieron el pecho, el corazón, los hombros.
Le dijeron que eso era estrictamente necesario.”
Heberto Padilla

Eduardo repara en la tasa de café que ha dejado su secretaria. Lo bebe sin prisa, satisfecho. Aparta la máquina de escribir, estira los brazos de un lado a otro y bosteza. Eduardo Solís es el jefe de redacción del periódico municipal. Un tipo flaco, dócil, siempre y cuando no haya erratas en algún documento. Pero lo interesante en el jefe de redacción del periódico municipal es el quiste en el lado derecho del cuello y todo lo que ha causado.

El jefe de redacción entra a nuestro departamento todos los martes. Somos los encargados de los títulos de las noticias. Si abres el periódico municipal en alguna página, te darás cuenta de la calidad de los títulos. Eduardo nos sonríe, nos palmea el hombro, da las felicitaciones estrechándonos las manos con efusión y alegría. 

—Bueno, mis muchachos —Siempre nos llama así, advertimos cierta paternidad en aquella frase—, lo han hecho genial, confío en ustedes, somos el periódico número uno de la ciudad.

El quiste parece brillar frente a nosotros con una extraña iluminación. 

—El periódico que nos hace competencia, ha quedado atrás por mucho. No se han sacrificado en vano.

Después se retira a escribir las noticias. En su pequeño buró solo está la máquina de escribir. El jefe toma asiento, se acomoda; más tarde se retira el quiste del cuello para colocarlo en su frente. Solo así puede escribir. Su secretaria, que a veces entra sin tocar y ve aquella prominencia en la frente de Solís, nos lo ha dicho. Claro, no advierte la presencia de la mujer porque, según ella, el jefe escribe ensimismado, poseído. Nos lo contó una de esas tardes en que íbamos a beber cerveza y discutir sobre el clima en el municipio.

—Todas las noticias, los ensayos, las palabras que escribe el señor Solís, están dichas por el quiste.

Nos reímos de golpe, incrédulos.

—Una vez escuché la voz de esa cosa —agregó después—. Era una voz silbante, asmática, de mujer.

Tengo un primo con una verruga en la nariz. Unas veces la veía y otras no. Me comentó que era capaz de arrancarla y ponerla en otro sitio, con mucho cuidado. Así que no me alarmé demasiado, pero de ahí a que esta cosa pueda hablar… Pero basta con revisar los periódicos de años anteriores, antes de la desgracia, para darse cuenta de la creatividad de Solís, la sagaz manera de atrapar la noticia y llevarla al papel.

El jefe me hizo llamar a la oficina una tarde. Había ordenado mi entrada, sin tocar, a la cinco; pero, impaciente, abrí la puerta de su despacho a la menos diez. Lo vi sonriente frente a la máquina de escribir, moviendo la mano con una agilidad inverosímil. El quiste, siempre atisbado en la parte derecha de su cuello, descansaba en su frente, imperturbable. De algún lugar llegaba una voz asmática y febril: “las condiciones son propicias para la elaboración de un criterio respetuoso y sin consideración, para evaluar sin riesgos las…” y continuaba, flemática. 

Regresé al despacho del jefe a la hora pactada. El quiste estaba en su lugar.

Pero un día, Eduardo Solís despertó sin el quiste en el cuello. La casa estaba desordenada. Los muebles virados, los estantes desechos por una mano nerviosa. Aquel fatídico día para el periódico municipal, comenzó por la búsqueda frenética de nuestro jefe. Vio la puerta forzada, las huellas de unas botas. Las autoridades llegaron. Hubo recogida de evidencia, interrogatorios, exámenes de huellas, fotos al lugar del crimen. 

Semana tras semana, nuestro periódico fue en detrimento. El jefe volvió unos días después del robo, con la cabeza baja, negando con mudez. Convocó una reunión para afirmar que, el periódico vecino, nuestro rival en las noticias, era el culpable. No podía ser otro.

—Nos quieren frenar —decía—. Pero somos fuertes, mis muchachos. Ya ven que no pueden confiar en ellos. 

Pero el periódico siguió su esperado declive. Un martes, el jefe de redacción del periódico municipal entró a nuestra oficina y no hubo palabras de alivios, golpes en la espalda, ni sermones. Se aflojó la corbata y nos miró. Lucía raro sin el quiste. 

—Vendrán tiempos difíciles ahora —dijo.

Todo un mes para que esas palabras recobrasen sentido. Las noticias bajaron poco a poco su calidad. El periódico dejó de venderse. Algunas personas lo devolvían, molestos de tan ridículas noticias. Nos bajaron el presupuesto. Las máquinas de escribir —tan viejas y sin mantenimiento— dejaron de funcionar; hubo despidos, huelgas, numerosas renuncias. Pero me mantuve fiel. Ocupé, sin ausencias, mi lugar en el departamento de edición de títulos. Si se me aparecía delante algún empleado del periódico rival, único culpable, seguro, de nuestra desgracia, escupía el suelo o cruzaba la calle.

Me parece que fue un acto divino, aunque poco creo en Dios: noté un bulto en el testículo derecho. Fui al hospital y, como sospechaba, tenía un quiste. Abracé al doctor.

—No entiendo a qué se debe tanta alegría, el quiste está ubicado en una zona peligrosa. Si es removido, usted se queda estéril —y lo repitió—, sin hacer hijos. Olvídese de ser padre.

Le estreché la mano y me fui.

Eduardo Solís, el jefe de redacción del periódico municipal, hace unos minutos que me hizo pasar a la oficina debido a mi reclamación. Se termina de beber el café. Me mira con las manos cruzadas.

—Intuyo que viene a pedir su renuncia, ya el periódico no es el mismo.

Lo interrumpo. Del bolsillo izquierdo de mi pantalón saco el quiste. Mi jefe, Eduardo Solís, abre grande los ojos y se recuesta. 

—Ahora el periódico será el mismo de antes —le digo y coloco el quiste en el buró.

Eduardo lo inspecciona con curiosidad. Sin mirarme, sonriendo aun, se coloca el quiste en el medio de la frente, acomoda una hoja en la máquina y comienza a escribir. Febril, ensimismado, se olvida de mi presencia. Permanezco viéndole las manos, ágiles, que escriben una noticia tras otra, un reporte, un acontecimiento cultural. Lo dejo que continúe y cierro la puerta.

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