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El resguardo

Seven Orishas

Volanteo. Una mano en el timón, la otra acciona el mecanismo que hace girar las aspas. Vamos subiendo una loma. Por el retrovisor observo la expresión de los pasajeros (tres viejas gordas con bolsos y un gallo). Parecen satisfechos. La meta dista unos diez kilómetros. Mis rivales llevan una considerable ventaja. No me impaciento. Cuando alcance la cima la situación variará. Del éxito de esta carrera depende el prestigio de mi automóvil. Palpo el resguardo prendido del ajustador con un alfiler. Confío.

Yo nací con buena luz. Hija de Ochún, llegué a esta vida para dejar una huella. No puedo menos que triunfar. Desde los años adolescentes se me reveló el vaticinio. Paíto Camejo, uno de mis ancestros, habló en boca de Lula, la curandera.

—Tú va a sé grande, niña. Eleggua abrí lo camino pa ti.

Desde entonces viví con el orgullo de Crecer. Aquel día Lula me confeccionó el resguardo, un pequeño envoltorio en un trapito negro, que santiguó con “chispa”, por no encontrar aguardiente, y del que no debía separarme jamás. Como advirtió Paíto, los malos ojos intentarían desviarme del camino.

La gente se asombraba de que una negrita prieta, pasúa y flaca, fuera la más altanera de las hijas de Yaya. Mis hermanas, que podían pasar por blancas, hijas de diferentes padres, el más atrasado un jabao capirro, me tenían envidia a pesar de sus pelos casi buenos. Criticaban mi enemistad con el peine. Solían afirmarque yo era una negra equivocada y un día despertaría de mis ensueños. Yo no les hacía caso. No malgastaba el tiempo, como ellas, en copiar modelitos de blancas ni en burlarme de Cocoa, una rubiecita pálida que vivía cerca de nosotras. Orgullosa de mi raza, de mi sangre púrpura, no perdí oportunidad para cultivarme. Como sabía que leer enseña, todo papel escrito que se me presentaba delante era devorado con avidez. Así llegué a enterarme de muchas intimidades de Santo Tomás.

Cuando aquello me rompía la cabeza intentando adivinar en qué rama del arte, la política o la ciencia, se desarrollaría la Grandeza que me sacara del anonimato. Y como en mi pueblo la mayoría es gente de campo, de escasa cultura y dudosa economía, fijé la atención en quien consideré una personalidad: la escritora Elda, blanca simpática de andar erguido y vestir elegante, que había publicado un libro. Para entonces creía que publicar un libro era un acontecimiento, de ahí a la fama, sólo unos pasos. Así fue como me decidí. Era la primera en el aula en confeccionar un “chivo” para las pruebas finales. Mis notas nunca bajaron de los sesenta. Y en Lengua Española, la maestra se horrorizaba de mi originalidad. Hasta ideé una novela que, llegado el momento, comenzaría a escribir.

Los años pasaban y yo esperando. El tiempo que demoré en alcanzar un politécnico, después de repetir dos veces el quinto grado y una el noveno, mis hermanas, una tras otra, emigraron. Lindas mulatas de esbeltas piernas, regresaban a visitarnos de vez en vez, cargadas de regalos y con el pelo cada día más lacio. Prieta, pasúa y altanera, era la única compañía que le fue quedando a Yaya. Cierto día que dos de mis hermanas vinieron a vernos, Yaya, destapando un Café de París, me miró por encima del hombro y cual Mariana de estos tiempos me alentó: “Y tú, empínate.” Y me empiné, sí. ¡Cómo no me iba a empinar, hija de Ochún! Me empiné. Quizás no de la forma que sugirió Yaya, pero me empiné. Producto de los “jueguitos de manos” que efectuábamos en el Cañadón del Diablo, yo y un primo-tío, mulato que se las daba de blanco, un hijo de mi abuelo con una tía materna, una barriguita picuda y cómica fue ganando tamaño ante los ojos asustados de mi tío-primo que se esfumó como si se lo llevara un ciclón.

Resolví visitar a Lula. No como pensaron muchos con el propósito de un brebaje que me desinflara ni para hacer regresar al tío-primo. Comenzaba a dudar de la profecía de Paíto. No quería malgastar mi juventud esperando un vaticinio que no llegara a cumplirse. Además, desconfiaba de la Grandeza de aquella Elda que había elegido como guía, que a pesar de haber publicado otro libro y conservar su erguido andar, no se veía prosperar en ningún sentido, continuaba luciendo en sus salidas, el mismo traje de antaño. No obstante al esfuerzo de Lula, Paíto, se negó a “subir”.

No fue por perder las esperanzas, dejé los estudios y me casé con Rodobaldo Herrera, obrero agropecuario que resolvía la incompatibilidad de caracteres a base de trompadas, con el objetivo de garantizar la canastilla y un padre para el hijo de mi tío-primo. ¡Qué me empinara, no! Después de aquello me empiné tres veces más. A Rodobaldo no había anticonceptivo que lo detuviera. Hasta el día que se me enfrentó el espejo y mostró una ama de casa con las pasas en punta, madre de cuatro hijos, relegada a cocinera de un borracho, sin otra ambición que mejorar el menú cotidiano. Entonces me ligué y volví a casa de Lula. Después de insistir, Paíto se apiadó y vino a hablarme.

—Tú va a sé grande, niña. ¿Qué taperaido? Eperá e lujo.

Y comprendí. Mujer madura, me concentré en lo práctico. Moropo. ¿Quién en Santo Tomás? No entiendo cómo no se me ocurrió antes. ¡Susy, la manicura! Allí si había una personalidad. Joyas de oro y plata en todos los lugares posibles, desde la oreja hasta el ombligo, una percha del último modelo y casa con todo, ¡donde se realizaban cada tertulia! ¿Qué mujer de Santo Tomás no desfilaba por allí? Lo que no se comentaba en casa de Susy, no se decía en ningún lugar. Yo la contemplaba mientras ella engullía un trozo de pan con tomate y desde su Altura le amargaba la tarde a cualquiera con sólo decir: “Hoy ya no trabajo más” o “Tienes cinco delante”. Hasta la escritora Elda, humillada en un escalón del portal, aguardaba su conmiseración.

Claro que no era para correr y deshacerme de los siete guanajitos que me quedaban en el patio. Cualquier inversión requería un estudio. Madrugar, despedir a mis cuatro pioneros y esposo desayunados para sus respectivas labores, cumplir con las actividades del hogar y preparar almuerzo para Rodobaldo que, marcadas las doce en el reloj de pared, había concluido de ordeñar las treinta y cuatro búfalas en la vaquería donde trabaja. ¿De cuánto tiempo disponía antes de que regresaran los niños? Además de la competencia implantada ante la aparición de cinco manicuras más, la posible presencia de Rodobaldo, sentado frente a mi clientela mientras arreglara uñas de los pies, obligada a provocar ciertas conductas, me hizo desistir.

Fue el día que un problemita estomacal me hizo visitar al médico cuando se me ocurrió otra idea. ¡Una farmacia clandestina! Por vivir lejos del pueblo, los moradores de Santo Tomás nos veíamos precisados a encargar los medicamentos con quien, desafiando las irregularidades del transporte, se atreviera a salir. Contacté un almacenero que me facilitó la mercancía. Teníamos una doctora asignada que cada miércoles daba su consulta en la parte trasera de la bodega, la antigua carnicería. La cosa resultó. La gente vivía agradecida de mi lucidez. Aunque algunos murmuraban debido al precio, fueron pocos los que no desfilaron por casa los miércoles en la tarde o las mañanas de jueves. Pero la mala vista comenzó a hacer de las suyas. Cuando más embullada estaba, la doctora concluyó los años de servicio social y se marchó Barrio Adentro. El negocio decayó. En lo adelante todo enfermo respetable, acudía a casa de Lula confiando en la medicina verde o se arriesgaba hasta el pueblo y allí, si conseguía médico, resolvía también medicamentos. Ante la insistencia de algunos, me negué a despachar ni una aspirina si no mostraban receta. Aguardar la asignación de otro médico equivalía al suicidio de una empresa recién iniciada.

Estancados en la gaveta del aparador los paquetes de Piroxican y Naproxeno, me senté una tarde en el portal de Milagros a saborear un refresco gaseado cuando vi aparecer el transporte escolar: una guagüita que despertaba comentarios. ¿Quién en Santo Tomás dejaba pasar una semana sin nombrar al conductor de tal vehículo? A él o a su parienta más cercana. El Gran Pancho. Allí si había una personalidad. Su fama era elocuente. Quien hablaba hoy bien mañana daba otra opinión y viceversa. Eso dependía del estado de ánimo del chofer. Respaldado por ese decreto ley que impide recoger pasaje mientras transporta escolares, Pancho dejaba en la calle al más pinto. ¿Qué eran vecinos? ¿Qué tendrían que caminar diez o doce kilómetros? Tonterías. A él se le debía respeto. A pesar de que algún atrevido se arriesgara a vilipendiarlo en público, Pancho conservaba la ecuanimidad. Su carácter le permitía continuar cerrando puertas en las narices de cualquiera, hasta improvisar un raspe.

Conclusión: aspirar a la fama de Pancho era ambicionar demasiado. Quizás con el tiempo. Lo primero, agenciarme un medio de transporte que, además de aportar ganancias monetarias, me fuera descubriendo a los ojos de mis vecinos. No sería fácil. Salvo los sieteguanajitos, no poseía otro capital y Rodobaldo Herrera, además de no contar con ninguna influencia económica, sólo serviría para estropear la idea. Pero lo hice. Buscando por aquí, resolviendo por allá, negociando por acullá. He aquí mi riquimbili. Una especie de Frankenstein mecánico. Algo así como un injerto de yipi con tractor y bicicleta es su apariencia. No muy bonito pero, seguro y rápido, lo garantizo.

De haber imaginado la altura hubiera buscado paracaídas. Porque mi riquimbili no es uno cualquiera, no. Mi riquimbili tiene condiciones especiales. Las pasajeras se aferran a cuanto tubo, cabilla o hierro descubren a su alcance. No tengan miedo, las aliento, aunque la verdad, ni yo misma sé lo que pueda suceder. Si no morimos de un accidente, opina una de las señoras, moriremos de infarto. Y reímos de su humor negro. ¿Qué otra cosa podríamos hacer? Pedaleo, guío el timón y acciono el mecanismo que mantiene las aspas en movimiento. De mis músculos depende el equilibrio y por ende, éxito de esta carrera. Maquina y mujer se engranan en un todo. ¿Conmovedor, no?

Nos alejamos del suelo. Mi rival más cercano descubre la maniobra y da un frenazo. Él y sus pasajeros abandonan el vehículo y miran hacia arriba. Vencido el temor de guiar el timón con el antebrazo, digo adiós irónicamente. Lógico, en la carrera y prestigio de mi riquimbili, ganamos ventaja. Me siento Crecer. Creo que el riquimbili no soportará el peso de mi tamaño.

No es que lo haya construido con piezas especiales ni guiándome por algún diseño extranjero. Nada de eso. La idea nació en el moropo de esta negra de sangre púrpura, lukumí. Iluminada por la luz de Ochún y la voluntad de Eleggua, eso sí. Con el timón que rescaté en el basurero de un taller, dos ruedas traseras que con la venta de dos de mis guanajitosle compré a Miguelito el bueyero, de su carretón, dos ruedas de la bicicleta vieja que robé a Rodobaldo Herrera y coloqué delante, los pedales de un velocípedo de mi niñez y el motor de la lavadora de Yaya, fue tomando forma mi riquimbili. El asiento sí me salió caro, Trono de mi Grandeza, no podía confeccionarlo con cualquier cosa. Más de una vez lo vi en el patio de Pancho, un poco descosido y mal cuidado pero, con un reparo manual, quedaría como nuevo. Fui y le hablé al dueño. Me quedé sin guanajos en el patio, sí, pero disponía de mi trono. ¿Qué negra en Santo Tomás había llegado tan lejos? Ayudada por mis cuatro negritos, criticada e interrumpida por la poca fe de Rodobaldo Herrera, el jardín de mi casa se convirtió en taller.

La inauguración la celebramos mis negritos y yo recorriendo el caserío, anunciando con una corneta, obsequio del hijo de mi tío-primo, que el problema del transporte comenzaba a resolverse. ¡Abajo los dolores de muela! ¡Abajo las caminatas! ¡Abajo la subordinación a la guagüita escolar! Satisfaciendo necesidades, a las cinco de la mañana aparcaba frente a la bodega, esperando ver llenarse los asientos destinados a los pasajeros. En realidad eran dos pero, previendo la demanda, accedí a que en todo espacio libre se acomodaran, mientras hubiese capacidad. Incapaz de establecer un precio, imité la conducta de Lula, mi madrina, denme lo que puedan y la gente, por temor de ofender al Santo (o quedarse botado en la carretera), cooperaban. Así fue como mi patio comenzó a llenarse de gallinas, guanajos y hasta de un puerquito propio, otra vez. El viandero, abarrotado, parecía otro y mis hijos estrenaron mochilas y medias para la escuela. Hasta Rodobaldo Herrera, ebrio la mayor parte del tiempo, notó los cambios. De cinco AM a doce del mediodía las primeras semanas, y de cinco a seis de la tarde, cuando Rodobaldo se aconsejó y consiguió un libro de recetas de cocina, daba varios recorridos de Santo Tomás a Cabañas y viceversa.

Ajustando tuercas por aquí, resolviendo petróleo por allá, mi riquimbili y yo conocimos la fama. No había una sola voz que no nos nombrara. Yaya y mis hermanas confesaron haber sabido, sin necesidad de escuchar el vaticinio de Paíto, que el hecho de haberme rehusado al peine, tenía algún significado. A la escritora Elda fui incapaz de cobrarle ni un lápiz. Cada día se me antojaba más encogida e imposibilitada de mantener su erguido andar. Ni hablar de su indumentaria. Con el Gran Pancho entablé una amistad insospechada. Teniendo temas en común, alguna vez hasta le cedí un tornillo. Las cosas no podían ir mejor. Quizás fue por eso que descuidé visitar a madrina, error del que me arrepentiría muy pronto.

De nada valieron tiras rojas ni despojos. Cuando no se ponchaba, se fundía el motor, se terminaba el aceite o fallaban los frenos. La gente comenzó a murmurar. Algunos hasta corrieron el riesgo de sacarle el brazo a Pancho. Me vi obligada a licenciarme unos días para realizar una reparación a fondo y hacerle una visita a Lula.

—Tú tácrecé, niña —habló Paíto en tono de reproche—. No olvidá a lo tuyo. No olvida a Ochún y Eleggua —y se negó a decir más.

Siguiendo consejos financié un bembé. Pero la mala vista es peor que la brujería, en eso estuve de acuerdo con madrina. Seis meses demoré en reparar el riquimbili. Tiempo que aprovechó la competencia para hacerse sentir. Había escuchado rumores pero, de ahí a los hechos. Enseguida apareció, circulando por las calles de Santo Tomás, más de un vehículo semejante al mío. La economía hogareña se vio amenazada y a Rodobaldo Herrera se le volvió a ir la mano. Algo debía hacer, y rápido, para restablecer el orden.

Después de mucho cavilar surgió la idea. Mi patio se volvió a quedar vacío. Fui al pueblo, caminé, regué polvos, indagué. Regresé con las aspas de helicóptero. Hacerlas funcionar fue difícil. Tengo que mantener un ritmo engorroso: pedalear, guiar el timón y accionar el mecanismo que adapté al techo para que giren. No consulté mi idea ni con Pancho, que puede ser el más entendido en el asunto, aunque dudo que conozca algo al respecto. Tampoco quise arriesgar a mis hijos en un viaje de prueba. Me hubiese gustado invitar a Rodobaldo para que me acompañara, pero no creo que accediera. He dejado atrás a más de un riquimbili. La meta está cerca. Mis pasajeras, no sé si por la impresión ante la novedad o el miedo a lo desconocido, han optado por guardar silencio. Ni siquiera el gallo se atreve a romper la magia.

Todo el que me descubre se escandaliza. Más de uno ha detenido el paso. Después de esto: NTV, record Guinnes y ¡chas! una Negra Grande. ¿No es así, Paíto?

Cuando volví a lanzar mi riquimbili a las calles, me decepcionó la poca inventiva con que cuentan algunos. A pesar de estilos y modelos innovados, y que los pasajeros prefieran ocupar aquellos de mayor rapidez, desconcertaba el hecho de negárseme al menos la patente.

Sobrevolamos Cabañas. Con paracaídas el éxito hubiese sido rotundo. Ya se divisa la clínica dental donde una de mis pasajeras pretende quedarse. No tengo idea de cómo aterrizar. Eso no lo preví. Mantengo el ritmo. Detener alguna de mis maniobras sería arriesgado. La iglesia se atraviesa en mi camino. Si no me desvío chocamos. Al unísono, mis pasajeras corean un Aaaaaaaah, de película. Con un rápido giro esquivo la cruz. Las señoras me exigen bajar. Casi lloran. Una anuncia que padece del corazón y que está a punto de sufrir un colapso. La otra manifiesta tener la presión alta y la tercera implora papel sanitario o cualquier cosa que sirva para lo sugerido. El gallo se escapa de la jaba e improvisa un aleteador descenso. No miro hacia abajo, me impresiona la altura. De las calles suben las voces sorprendidas. Imagino la multitud. Crezco. Los nervios de las pasajeras hacen tambalear el riquimbili. Les pido, señoras, por favor, mantengan la calma, todo está bajo control. Miento conscientemente. Vuelo en círculos sobre el parque. No encuentro capacidad para el aterrizaje. La multitud llena las calles. No puedo detenerme. La incomodidad me acalambra brazos y piernas. El pasaje se ha aquietado. Dudo si por confianza o desmayo colectivo. Pongo dirección al Cabamar. En última instancia la playa resultaría la “pista” más segura. La idea es aminorar velocidad sobre el terreno adecuado. Ya lo descubro: el muelle. Es un espacio reducido y por ende, peligroso. Ante cualquier imprevisto el agua amortiguará la caída. Mantengo el timón fijo, reduzco velocidad al brazo que mantiene las aspas en movimiento. Una pierna pedalea lentamente y la otra pisa el freno. Las pasajeras despiertan del letargo y cada una da una sugerencia distinta que intento no escuchar. Me concentro. Cientos de personas observan el acontecimiento. Aparece una lancha con salvavidas. Solo falta la prensa. ¿Ya soy Grande, Paíto?

Si mantengo el equilibrio no habrá problemas. Siento un pinchazo en el pecho. Algo se desprende de mi ajustador. Es un leve roce que me provoca un presentimiento. Intento atraparlo. Suelto el timón, las aspas, se confunden mis piernas. Una bulla, demasiado macabra para ser vítores. Veo caer un envoltorio.

No sé ni dónde estoy ni cómo llegué. Un círculo de negros con tambores, vestidos de blanco, danza a mí alrededor. Busco el resguardo en el suelo y no lo encuentro. La voz me llega clara y cercana: —Niña, ya no lo necesitá.

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