Renato miró el aplanado y pequeño cuerpo en la inmensa palma de su mano y se mordió con fuerza, hasta sangrar, el labio inferior con sus blancos y enormes incisivos de conejo.
Con un estremecimiento infinito, casi visceral, volvió a mirar el paliativo para sus pesares: intentó, en un reflejo de siglos y siglos del más ortodoxo patriarcado, apretarlo en su puño; estrangularlo y acabar con ese ínfimo recuerdo del hombre que ya no era.
Él, Renato Francisco González, era un cojonudo, un tipo duro, un macho alfa. Ninguna mujer a la que le hubiera puesto el ojo se le había escapado sin probar el gran miembro del que tanto se jactaba.
Ni Justina ni Caridad ni María del Carmen, las esposas de sus compadres y amigos de la juventud habían sido perdonadas, pues al final ellas eran mujeres y él, un macho en celo; siempre caliente, siempre dispuesto, todo el tiempo presto a demostrar su hombría.
—Un hombre de verdad se tiempla toda hembra que le pase por delante. Aquí no hay hermandad ni camaradería que valga. Usted es un hombre… —fue la segunda lección de vida que le enseñara su padre a los ocho años, luego de que tras un sonoro piñazo le partiera el labio superior al revelarle que en el bullanguero y periférico habanero entorno de su barrio natal “el que daba primero, daba dos veces”.
Ese día Renato hizo honor a su nombre y renació, como el inexplicable ser de tez blanca, ojos azulados y rizos querúbicos (una imagen solo distorsionada por sus dientones) que comandaba la variopinta camada de muchachos revoltosos de la zona, dispuestos a perpetuar la encumbrada fama de aguaje y guapería de su barriada en la periferia de la ciudad capital cubana.
En esos tiempos de mataperro conoció a Lucía, la única mujer a la que no pudo marcarle las entrañas con su estocada. Muchas veces, a lo largo de los años, la imaginó en otros cuerpos que cabalgaban al ritmo impuesto por su falo; la mordió en otros labios y ella le dejó la nariz impregnada de su fragancia en sudores que no le pertenecían.
¿Cuántas veces no llamó a Lucía cuando inundaba clítoris y montes de Venus con su abundante simiente? ¿En cuántas ocasiones percibió su rostro en otra femineidad exaltada que le pedía más y, más duro?
Todo era porquería. A la hora de la verdad, hacía casi treinta años que la exuberante y tersa piel de Lucía, adornada con dos ojos verdes, se había ido a vivir a Miami con Geraldito, el comemierda de la casa vecina, el de la nariz respingada, el estudiado, el que pensaba que se merecía una mejor oportunidad que la que le ofrecía la impronta delictiva delineada en el sino de su barrio.
Hoy, a sus casi cuarenta y cinco años, Renato miró con pesar y odio el pequeño comprimido de partículas en el medio de su mano, justo encima de línea de la vida, aquella que la adivina Rosaura sentenció unos años antes terminaría de forma abrupta, por todo lo hijo de puta que había sido en su estancia terrenal.
Una línea larga y llena de vericuetos y trillos que Rosaura se había encargado de recorrer con la punta de su meñique. Un camino extenso y enredado, según la palma de su mano, complicado de leer en contraposición con la corta y cercenada raya del amor que se delineaba debajo.
Renato rió: Lucía había regresado. Divorciada y todavía dueña de una anatomía exuberante había decido invertir el dinero obtenido de su separación en uno de esos nuevos negocios de paladares y restaurantes tan en boga en la Isla últimamente, y así vivir cómodamente entre La Habana y Miami los años por delante, se enteró por una vecina.
La recién llegada lo encontró rondando la casa de su familia habanera; de aquel imberbe y socarrón muchacho que tanta repugnancia le daba en su juventud solo quedaban los ojos traviesos, ahora de un azul apagado, calculador, que podían no solo desnudarte si no también despojarte de la parte más etérea e inasible del alma.
Un hombretón de anchas espaldas, pelo corto y rizado, con unos dientes muy blancos e incisivos inmensos que le ofertó en remate una salida por los viejos tiempos para ponerse al día. Y ella, tan cansada de hombres buenos y sosos, aceptó bregando entre advertencias nada halagadoras de las cualidades morales del antiguo vecino. Reivindicado de la guapería luego de una temporada en la cárcel por matar a un tipo en una trifulca, pero mujeriego incorregible y espíritu negociante y merolico de cuanto producto legal o ilegal cruzara las fronteras mercantiles de la zona y pudiera ser vendido o cambiado en provecho propio.
Para Renato ver el culo de Lucía modelando por la calle del barrio fue una señal de reconciliación con un pasado que le había negado la más excitante de las satisfacciones imaginadas. Luego de la salida, estaba seguro todo terminaría en una contienda sexual donde podría desahogar, finalmente, tanto deseo por largos años reconducido a otras anatomías femeninas.
Días antes, Renato pactó un tope sexual con Yadira, una joven jinetera que de vez en cuando y tras unas cuantas cervezas abonadas, terminaba por “comerse”. Casi se infarta cuando tras cinco minutos de sexo oral su miembro continuaba sin responder. A él que era un hombre, todo un macho, que no había mujer que se le pusiera por delante y no probara la mieles de su entrepierna, ¿cómo coño le iba a pasar eso?, y menos ahora, pues en pocos días tendría la oportunidad de templarse a Lucía.
El quinto intento de sexo oral de Yadira, casi a la fuerza y bajo una fría mirada de amenaza, marcó la entrada de Renato a una espiral angustiosa cuya única salida sería la erección que nunca llegó. Con un cuchillo en su cuello, tomado de la mesa de noche, la muchacha fue convidada a olvidar el infructuoso encuentro.
Descontando los días para la salida con Lucía a Renato lo embarga el desencanto, la molestia de saberse solo bueno en algo y no poder desplegarlo; a él, que nunca fue lo suficiente inteligente, ni bien portado ni estudioso ni seguidor de las normas, solo le quedada ser un arriesgado; un vividor de cuantas ambigüedades ofrecían los recodos de la vida en un lugar donde, paradójicamente, existían tantas cosas establecidas y tantas otras, en tácita laxitud perpetua.
A él ya le quedaban pocas constantes en su diaria subsistencia: arriesgar en los negocios, echar mano de su arsenal de guapería para alguna eventualidad y ser un garañón, un semental, casi por designio divino.
Si le quitaban lo último, no sería nadie, nada. Sería como si le arrebataran la capacidad de ejecutar su misión terrenal, su cualidad más característica. Acudir a cualquier ayuda, de un especialista en la materia o mediante un fármaco, sería traicionarse a sí mismo, a los preceptos heredados por sus antepasados y a los construidos por él de lo que significaba vivir como un hombre de verdad.
Varios días pensó, caviló, buscó posibles soluciones, intentó tranquilizarse, intentó relajarse y verificar si sus capacidades habían regresado; intentó, intentó, intentó…
Creyó Renato que su disfunción era fruto de las maldiciones de la negra Caridad, quien le había pronosticado se le iba a caer el miembro tras desvirgar al unísono a su sobrina y a su hija más pequeña, y mandarle luego a sus respectivos padres, aliados de un negocio turbio y truncado, fotos de las dos adolescentes en clímax.
Todas sus aflicciones desembocaron desdeñadas hasta ese instante frente al espejo del baño de la casa de alquiler, donde desnudo e inhiesto, Renato se ufanaba del tamaño de su miembro y de lo mucho que iba a hacer gozar a Lucía. Los días y horas de indecisiones y replanteamientos eran pasado, junto a los más de quince minutos que encerrado en el baño intentó estrangular la píldora azul en la palma de su mano, un engaño químico que le devolvía por momentos al hombre que siempre había sido y según él ya no era.
Mas, erecto y vibrante, qué la importaban ya otras disquisiciones si tras la puerta lo esperaba Lucía, desnuda, deseosa; excitante y excitada; loca por recibir la estocada, su estocada, una y otra vez, hasta que él la bautizara con su simiente.
Renato volvió a sonreír frente al espejo, miró complacido su entrepierna por última vez antes de salir hacia donde aguardaba Lucía. Tomó dos pastillas más y sintió como la sangre desde cada centímetro de su cuerpo era bombeada hasta su pene.
Mordiéndose los labios, caminó hacia la cama con una expresión maquiavélica en el rostro, hasta que rozando un pezón de Lucía y presto a subir al lugar que facilitaría la contienda sexual de su utopía más impúdica, cayó fulminado al suelo de la habitación con un dolor violento en el pecho. Inerte ante los gritos de terror de Lucía, murió con el corazón desgarrado y el falo enhiesto, listo para izar una bandera de bajos instintos por saciar, como lo había sido durante todo su vida.