…al viejo Chandler.
1
No tenía nada más importante que hacer. Estar parado allí no describía mis sueños, pero tampoco era menos exquisito. Bebía a la cuenta de otro. No podía pedirle más a la vida. Solo después de atontarme con dos docenas de copas, llegó una figura con la lengua afuera y el traje chispeante. Un vaho enjundioso lo perseguía. Traía una peor cara de idiota, no se molestaba siquiera en ocultarla. Yo, en su lugar, lo hubiera hecho. Secó su frente y nos entretuvo contando por primera vez lo ocurrido. Su padre no hizo alarde de exigir guardias u ordenanzas, más bien se fue a bailotear como un inútil de una esquina a otra, como si se tuviera odio a sí mismo. Se veía de lejos que a esta gente los zapatos le estaban saliendo gratis hace mucho tiempo.
El vaho siguió haciéndome rabiar. Dos moscas perseguían al recién llegado.
—Se ve que ha corrido por la ciudad, príncipe —sostuve. Su oído me quedaba realmente muy cerca y los discursos moralistas me son absolutamente insípidos—. Lo ayudaré. Me hubiera gustado emborracharme todo el tiempo, pero me suena la cabeza cuando escucho hablar de gente misteriosa, no puedo soportarlo. En lugar de corazón debo tener un higo.
Tragué más bebida.
—Lo ayudaré —repetí con soltura—. Ahora esfuércese en recordar si la conoce o no. Es un esfuerzo que podría durar un minuto más o menos.
Puse una mano en su espalda para intentar calmarlo.
—Supongo que le cueste más pensar que comprarse los zapatos. En mi caso es al revés.
Comenzó a escucharse una música horrible de un compositor desconocido. Una trompeta anunció a cierta dama con cara de gorgojo y los músicos, mal dirigidos también, se lanzaron a un alegreto nauseabundo. Las parejas de baile no parecían muy exigentes y conversaban asquerosidades aristocráticas, así que lo dirigí a una pieza apartada. Todo cuanto necesitaba era escapar de la algarabía, de las viejas metidas en vestidos de encaje que hablan por sí solos. Arranqué dos copas de alguna mesa antes de desaparecer en la penumbra. Respiré aliviado. Ningún capitán de guardia de Corps nos siguió para importunar con sus atenciones. Me arrellané en un sillón, cómodamente.
—No —dijo con la cabeza metida entre los hombros—, no la he visto en toda mi vida.
Me recordó los detalles con una cháchara de ratita llorona. Lo escuché con dignidad. Por un momento hubiera querido taparle la boca, ponerlo sobre mis rodillas y azotarle las nalgas, pero me contuve, bebí, mostré mi mejor cara para seguir bebiendo gratis. El nuevo asunto me había evitado saludar a los parásitos tan bien vestidos que iban llegando, por unos minutos no estaba obligado a colgarme la expresión dentada, la puerta no se abriría por fuera y su relato se ponía cada vez más patético. Estaba a gusto. En sus palabras descubrí una sarta de estupideces que debía utilizar en el curso de mis indagaciones. Todo comenzó la noche anterior. Buscaba una esposa para producir herederos. ¿La buscaba él o su padre? No pregunté, eso hubiera arruinado algo en algún sitio. Puesto que debía comprometerse, pensó encontrar a alguien medianamente llevadero, una de esas muchachas aguantonas y fieles, tan difíciles de hallar. En medio de reflexiones tan insípidas, atisbó un rostro callado en un rincón de la sala. No pudo contenerse. Se dijo: “si debo casarme lo haré con alguien así”. Conversaron y anduvieron de un lugar a otro. Cuando la vida les iba mejor, repicaron las campanas. La joven se disculpó y lo hizo babearse un poco hasta la jornada siguiente. Pasaron las horas, de pronto me pareció sentirlas gotear entre los dos. En cuanto la joven hizo su entrada entre retintines y rumor de colas, los sucesos se repitieron con una precisión espantosa. Quise cogerme la cabeza y quitármela de encima: Fue tras ella por los vericuetos de la ciudad sin que le fuera posible acercarse lo suficiente. Recordó que la joven escurridiza conocía el camino y él lo ignoraba. Finalmente, su perfil se deshizo en la niebla de un jardín con avellano. Quise levantarme del asiento y aplaudir, pero era una lástima, no se quería callar. Por momentos hubo de confundirla con cierta menesterosa que salió de los arbustos dejando rastro con unos zuecos. Estaba visiblemente estremecido. A causa de la niebla, tropezó con borrachos y mendigos escandalosos. Fin de la historia. Respiré aliviado. Bebí. Seguía sintiéndome bien con el vino. Me pidió que averiguara sobre la joven. Dije que sería un trabajo fácil, no duraría a lo sumo una semana, y si llegaba a obtener un camafeo para cierta amiga de la infancia, el margen podría reducirse extraordinariamente. No pude hacer otra cosa que sugerir un poco de brea en la escalinata y di un tirón a la puerta. Si no contamos con los chirridos de la música, hacía una noche maravillosa.
Bajé los peldaños. Los zapatos nuevos me apretaban. Respiré hondamente. Una mano, la del Rey, me sostuvo.
—¿Qué te ha dicho el príncipe? —preguntó.
—Lo hice repetir la historia —dije—. Siempre tonterías. Caprichos del hijo de papá.
—Necesito que me tengas al tanto —mi amigo, el Rey, iba a recordar al pie de la letra esta conversación durante la resaca, como me había pasado otras veces, así que me abstuve de decirle barbaridades.
—¿Quién dice que tienes un hijo fácil? —pregunté antes de escabullirme.
Di órdenes de ser conducido al barrio de las putas. Saqué una botella de vino de la trampa del asiento. La descorché. El aroma de la bebida me puso a pensar tan rápidamente como quería. El rostro que no conocen los hombres lo conocen las almas descarriadas. Yo era amiguito de una matrona feroz, una vieja con montañas de colorete entre ceja y ceja, una coleccionista de camafeos. ¿Quién no abre la boca cuando ve salir el sol de noche? Los caballos se detuvieron. Un anciano quiso guardar mis atavíos y le gruñí. Quiero ver a la matrona, dije. Me condujo por un pasillo solitario a través del cual escuché la variedad de gemidos que pueden salir de un lupanar.
Se abrió una puerta, surgió una escalera sucia y volvió a abrirse otra puerta, esta vez un poco más glamurosa. Ah, la parte baja de la ciudad, allí podía usar zapatos cómodos. Un par de caras se cruzaron con la mía. La matrona me llamó, hizo una mueca horrible para que nos dejaran solos y una peor para que me echara a sus pies como un perrito. No pude aguantarme, en mi conducta se notaba demasiado mi adoración por ese tipo de ambientes. Me comenzó a pasar la mano por el pelo y ladré. Me tiró un hueso de felpa hacia lo profundo y fui a buscarlo en cuatro paticas. A ella debió parecerle que yo regresaba moviendo la cola, porque lanzó un gruñido de satisfacción. Aproveché para hacerle mis preguntas, pero no logré que cantara. Insistí. Le dije que estaba muy solo, cada día más solo. La única respuesta fue su garra repasando mi cabeza. Sé de buena tinta que los ambiciosos caen en todas las trampas, así que no tuve opción, puse en sus manos el camafeo. Su lengua no me sorprendió. Reprodujo nombres, direcciones, habló de algunas muchachas de la ciudad que se acercaban bastante a mi descripción, todas de buena familia, por supuesto. Habla más despacio, recomendé, no te atragantes, estoy tomando nota. Después hice cuanto debía hacer a una zorra y salí casi al alba, del brazo de una botella. Antes de hacer otras visitas tenía que percatarme sobre la veracidad de los comentarios del príncipe.
El palacio estuvo de nuevo en perspectiva. Volví a ver la noche recortada en las cúpulas como si la hubiera rasgado un mequetrefe. Esta vez el paisaje de los jardines se duplicaba y los balcones se movían sobre la niebla como si tuvieran frío. La bebida comenzaba a cometer atrocidades en mi cabeza. Subí la escalinata, sentí bramar a mi estómago. Era una suerte que ninguno de los guardias me diera una golpiza al confundirme con un ladrón. Cuando ya me encontraba en el ala derecha, entre geranios y lianas, dispuesto a colgarme de los aleros en dirección a la recámara del príncipe, me tumbó un muchacho endeble que cayó del cielo. De más está decir que traté de maniatarlo, aunque era bello. La luna recuperó su luz y en el escote del furtivo alcancé a ver dos cardenales. Lo interrogué con varias bofetadas hasta que su boca fue una mueca, luego dejé que se largara.
Volví al carruaje. Enseñé la lista de direcciones al cochero y pedí que se detuviera solo si en el jardín crecía un avellano. Siguió al pie de la letra los movimientos de mi boca. Me apeé en un barrio marginal, a varios kilómetros de los sitios más decentes. Hice señas al caballo para que me esperara en cualquier recoveco y el que me respondió fue el conductor, ¿qué le vamos a hacer? El sol metía rayos por donde le daba la gana. Mi resaca y yo sufrimos todo eso. La casucha aburría a la sombra de una cubierta de dos aguas que no le daba un aspecto más pobre al ladrillo porque no tengo mucha imaginación. Me dispuse a sacar a los dueños de sus catres. Toqué a la puerta con la cabeza de serpiente de mi bastón. Me atendió la criada. Comenzaba a preparar el fuego cuando sintió toques inoportunos, según dijo, en tanto buscaba esconder el rostro. La rocé con un arrumaco bastante putañero.
—Tráeme a tus benefactores, muchachita —sugerí.
Hizo el gesto que tenía sembrado en el instinto para demostrar repugnancia.
—¿Me has dicho repugnante con los ojos? —tenía las manos pintadas con ceniza.
—No, no, señor, eso no es posible —toda ella estaba llena de cenizas.
—Y si lo fuera, ¿me lo dirías igual? —había algo en su cara que me hacía buscar una luz al fondo del túnel.
—Mejor busco a…
—He tenido mucha suerte, preciosura —la tomé del brazo y la atraje con un tirón. Su respiración era pesadita, como la de un corcel. Su aliento era ácido—. Aunque te hayas empolvado con ceniza, te reconozco, ¡alevosa!
Quedó lívida entre mis brazos, lo cual llegaba a ser lo más grande que podía pedírsele a mi visita. Poco me restaba, pero un pobretón en traje de dormir bajó las escaleras dando tumbos para mayor desdicha. Tenía un bigote tan tupido como el rabo de una mofeta. Lo acompañaba una mujer menos joven, de aspecto más autoritario.
—¿Qué desea, caballero? —preguntó.
—¿Tiene usted hijo varón o algún criado bajo su techo? —mis palabras retumbaron escaleras arriba. Un par de muchachas espantosas se asomaron a través de una cortina, en lo alto.
—Es una equivocación —aclaró con voz suave y cansada. Era obvio que hubiera dormido un poco más si no fuera por los golpes de mi bastón—. En esta casa solo viven mi esposa y mis dos hijastras. No tenemos ningún joven.
—¿Y esto? —señalé a la criada cenicienta.
—Me ofende usted, señor. Es mi criada.
—Ya lo sé —dije—. ¿Está seguro de que no tiene… un hijo? Han robado un collar de perlas en otro barrio y han visto a un joven con las señas de un hijo suyo —me entretuve mirando las caras lentamente, por turno.
La que yo había creído una criada salió corriendo en dirección a la cocina. El hombre comenzó a abrir un poco las ventanas, parecía ofuscado, pero supongo que no le di demasiado tiempo para envalentonarse.
—Sin embargo, señor, me voy complacido —dije, y me escabullí por la abertura de la puerta.
Afuera comenzaba a clarear en serio. Es una lástima que no sea más paciente en mis averiguaciones. Presté atención. No escuché ningún ruido anormal en el sector de los comerciantes. Solo quedaba obtener una explicación sensata de un vecino rencoroso. Busqué un frontis digno de albergar a alguien con estas señas. Nadie es más rencoroso en cualquier barrio del Reino que aquel con la casa más adornada. Siguiendo mi mano derecha, después del puesto de frutas de unos viejos madrugadores, encontré lo esperado. Había que atravesar un jardín, unas piedras pulidas dibujaban un camino hacia la puerta. El sol comenzaba a caer sobre las lajas y daba a las paredes cierto aspecto de cueva milagrosa. Leí un cartel bajo la risible divisa de una cabeza de zorro: El Señor me protege. Bien, pensé, parece decir que es el sitio más sorprendente de la ciudad para encontrar vecinos venenosos. Hice que mi serpiente rechinara. Me contestaron unos pasos cortos, una pausa, otra vez pasos cortos, alguien quería sacar pestillos a toda prisa.
—Buenos días —dijo una boca pequeña, sin colores.
—¿La señora de la casa, por favor?
—Soy yo —sostuvo.
—No lo había notado. Pues bien, los habitantes de esta “mansión” han sido invitados esta noche a la fiesta del príncipe —entretuve—. No sé qué habrán hecho para conseguirlo, pero deben caerle muy bien a un peje gordo. Apuesto veinte monedas a que su marido es un héroe de la guerra.
La boca pequeña y sin colores se volvió a abrir y a cerrar.
—Apuesta aceptada —sonrió. Era una pena, el esposo jamás había estado en el frente.
—Disfrute de su vida entonces, señora. ¡El príncipe la estima!
La boca me enseñó encías sin colores y una sonrisa impresionantemente estúpida. Sé de buena tinta que los insatisfechos caen en todas las trampas. Hice como si me fuera, pero regresé.
—A propósito, ¿puede decirme por qué estuve tan equivocado? Entre las direcciones que me diera el chambelán se encuentra un alcatraz bigotudo que vive en la casa del avellano, a mediaciones. ¿Lo conoce?
—No quisiera usted meterse con su esposa —contestó la criatura.
—La invitación habla de un joven en esa casa y el bigotudo dice que no tiene hijo varón ni nadie de su sexo bajo tutela. ¿Dice la verdad?
—Ya ve, gente sin pudor —la boca quiso decirlo todo—. El bigotudo tiene un hijo con su primera esposa, una mujer corriente que murió el año pasado. Un hijo de muy bellas facciones, si fuera posible. No se enteró por mí, pero tal vez quieran librarlo del reclutamiento. Hace unos meses el joven se fue a otro Reino, lo he oído decir de pasada, no me crea.
La boca se cerró. Me bastaba con eso para hacerme una idea de la gente por aquellos parajes. Miré mis zapatos antes de dar la espalda. Estaban asquerosos. Pensé en exigir una comisión para comprarme babuchas y me largué.
2
Estrené zapatos menos lujosos, pero más cómodos. El Rey y yo estábamos sentados en un balcón. Veíamos bailar a la parejita feliz. Dan asco, dije con otra frase, por supuesto, pero el Rey me entendió de todas formas como si hubiera dicho exactamente así: ¡¡Dan asco!! Me preguntó qué información había conseguido sobre la muchacha. Lo dijo cerca de mi rostro. Cogí mi rectángulo de seda y me sequé las gotas de saliva:
—He averiguado muy poca cosa.
—Solo tienes que averiguar y averiguar. ¿Qué parte no entiendes?
—En este momento debería darte un buen motivo, pero no se me ocurre ninguno.
—Deja las respuestas ingeniosas. Escarba. Siempre seré tu amigo más generoso.
Quedé mirando a la joven y recibí también sus exámenes de soslayo. El vals se detuvo y las parejas, como conejitos lechosos, se portaron bien, elevaron sus cabezas y eclipsaron el salón con ovaciones consecutivas. Daba repugnancia un detalle en sus conductas. Sin bailar parecían una masa opaca, pero en cuanto la orquesta comenzaba a enviciarse en su lenta ejecución y en su pésima manera de sugerir ¡zapateen!, todos se encendían de repente.
El chambelán se acercó a mi oído y dijo unas cuantas palabras mágicas.
—¿Qué le has dicho? —preguntó el Rey con su autoridad de costumbre.
—No he sentido las campanadas y me lo ha recordado —respondí en lugar del pobre tipo—. Falta un cuarto de hora para las doce. Observa, la parejita feliz se separará en unos minutos.
El Rey abrió los ojos y apuntó al centro del baile. En efecto, el príncipe y la belleza se separaban. Ella iba al frente, empinando el culito, trataba de separar la multitud olvidando un brazo a su espalda, brazo que nuestro príncipe iba sosteniendo a duras penas, como un loco, como si le suplicara no abandonar el salón. A punto de llegar a la puerta vimos que ella logró desprenderse y salir. El Rey me tocó con el codo, el príncipe también se lanzaba puertas afuera. Muy bien, dije, los impertinentes funcionan de maravilla.
Un cuarto de hora después vimos regresar al príncipe con un objeto entre sus ropas.
—¿Qué es eso? —pregunté para que se sintiera más inteligente que yo.
—Un zapato de mujer —dijo llanamente.
—Lástima que no sea mi horma.
El chambelán sonrió.
—Déjame adivinar —continué—. Ella tuvo que irse antes de las doce y en la brea de la escalinata dejó incrustado uno de sus recuerdos.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el Rey, pero el príncipe se interpuso.
—¿Qué debo hacer ahora? —se dirigió a mí—. ¿Qué se supone que siga después de esto?
—Escuche bien, príncipe —antes de decir lo siguiente miré al pobre Rey en un gesto cínicamente dramático. Por un instante me pareció estar jugando mi partida, no la de ellos. Estaba otra vez a gusto conmigo mismo—. Hay una sola cosa que puede hacerse en este instante. Si fuera usted, me aparecía en su casa con la evidencia del zapato. Allí encontrará a una vieja gruñona, a un bigotudo y tres muchachas. Recuerda, son tres. Recuérdalo aunque alguien te lo oculte. Una de ellas será la suya. Pregunte especialmente por la más joven, pero pruébale el zapato a cada quien, según su gusto —bebí de mi copa hasta saciarme. Pocas veces he podido reunir semejante cantidad de palabras—. Cásese con aquella en la cual el zapato quede perfecto —volví a toser después de un buche de vino—. ¿No es exactamente eso lo que quería oír, príncipe?
—Sí, claro —lo sentí aturdido.
Tomé más vino y miré otra vez mi par de zapatos. Podía limpiarme los dientes en su brillo, la matrona del burdel había obtenido muy buen precio por los otros en la mañana. Estos también comenzaban a ser insoportables en la curvatura del dedo gordo.
Hice un aparte con el Rey.
—¿Cuántas mujeres ha tenido el príncipe?
El Rey me miró sin salir del asombro. El chambelán hizo un gesto y se aproximó.
—¿Qué le has dicho ahora? —el Rey seguía curioseando.
—Me ha dicho que aquella dama de aspecto mandón dice que se sentiría muy a gusto si nos reunimos para tomar el desayuno.
El Rey hizo una mueca:
—No te envidio.
—No sirve preocuparse —dije—. Le he respondido que iré antes de la visita del príncipe. Mire, ya podemos reírnos de ella. Lo tengo todo calculado. Mire qué proporciones tienen sus fauces. Hay peces más discretos en sus facciones, ¿no cree?
El Rey miró a la dama, quien se mantenía con la boca abierta, y comenzamos a reír casi al unísono. La gente del salón lo notó y todos los conejitos lechosos comenzaron a reír también como en un circo con animales amaestrados.
3
Estuve nuevamente en la casa del avellano. Ahora encontré otros detalles ridículos. Tenía enfrente a la vieja anodina, quien era pésima madrastra y se hacía pasar por buena anfitriona. Supuse que su invitación reunía muchas intenciones. Su nariz tenía algo que ver con la copa de los árboles. En su boca había una taberna con cuatro borrachos en el segundo piso y tres en el primero. Una sola cosa pasó por mi cabeza al mirarla de frente: con los trapos que trae y encaramada a una cruz bien puede proteger un huerto de cincuenta yardas. El oficio de espantapájaros no le vendría mal.
—¿En qué piensa? —preguntó.
—Nada. Estoy imaginando un huerto de cincuenta yardas.
—Mire —estábamos sentados a una mesa íntima, junto a la ventana—, usted es el investigador del Reino. Debe imaginarse para qué lo he invitado.
—Escúcheme —me acerqué lo suficiente—, no tengo tiempo para derrocharlo en un té de agua sucia y unos biscochos envenenados. Me dice, le muevo la cabeza, me paro y me voy, ¿está todo bien?
—Cínico —dijo, instilándome su aliento sulfuroso—. Me gusta. Juega con mis fichas.
La miré por espacio de un minuto. Puse una antorcha en cada uno de mis ojos para poder alumbrar su expresión, pero allí no había nada, más bien, no había nadie. La miraba en vano. Aparté la vista. Afuera, en el jardín, había un gato obeso y un perro roñoso. Eran más interesantes.
—No me gusta desayunar solo —dije.
—Puede parecerle que no estoy, pero ya lo estremeceré con mi propuesta.
Puse un puñal con veneno en cada uno de mis ojos. Se los lancé lentamente con una mirada de soslayo, pero no obtuve respuestas. Allí no había nada, más bien, no había nadie. El perro y el gato eran más piadosos.
Me puse de pie.
—Escuche —sonrió—. Tengo algo importante que decirle.
Su letanía me comenzaba a cansar.
—Ya sé que usted ha notado nuestro secreto —sostuvo finalmente, sin alterarse—, lo supe desde que estuvo ayer aquí, pero le suplico que no se inmiscuya demasiado. El hijo de mi esposo ha sido escondido para no ser reclutado. A cambio de librarnos de nuestra criada, una muchacha respondona, sucia, ¡una vergüenza!, puedo ofrecerle la ubicación del cobarde.
—¿Por qué no la despide usted misma?
—Porque mi esposo se ha encariñado con ella. Si la toma usted no sufrirá mucho. Ella puede hacer lo que le pidan, se lo aseguro.
Esa insinuación era de las peores. Había un brillo malévolo en su mirada, algo que pretendía hacerme girar a las tinieblas. La agarré por los hombros para tragármela, pero me di cuenta que no podía digerir cuerpos en estado de putrefacción.
—Mira, estúpida —dije—, no eres siquiera de mi tamaño. La tal criada no existe, solo es una mala jugada tuya y de tu esposo. El viejo a quien has otorgado ese título pensó desesperadamente que vistiendo a su hijo de criada y haciendo correr el rumor de que había abandonado el Reino escaparía fácilmente a ser reclutado. Luego me ves, tienes un destello de confianza en ti misma y me invitas a desayunar. Quieres mover tus fichas en dos sentidos: buscas deshacerte de tu hijastro y andas tras la corona del príncipe; pero con una bestia de esas que has parido no entrarás a la familia real. Mejor será que te vistas como una dama. En unos minutos estará aquí el príncipe en persona, le probará un zapato dorado a tus dos hijas y a ninguna de ellas le servirá. Anda, déjame tranquilo.
La anodina se veía agitada, por la boca le salía aliento de pantano. Noté que el vestido se le quedaba en el aire y el cuerpo, en su interior, rotaba. Se le había descompuesto la maquinaria o algo así.
—Deje de hacer esos extraños movimientos nerviosos —recomendé—. Acaba de llegar el príncipe. Tenemos cinco minutos para sellar el acuerdo en lo que se detienen los caballos, colocan el pedestal, lanzan la alfombra y tocan a la puerta.
—¿Cómo el príncipe dio con nuestra casa? —preguntó penosamente.
—Cállate y escucha. No me gusta repetir lo mismo. Todo lo que va a suceder aquí es una farsa para la cual me he prestado en parte. El príncipe se casará con tu hijastro, quiero decir, con tu criada, para ello se necesita solamente que le pruebe el dichoso zapato y eso es un hecho. Faltaría que tu marido y tú sigan jugando. ¿Qué crees? —no le di tiempo a responderme—. No crees nada. No tienes opinión. Si sacas la lengua para decir algo en contra serán condenados todos a muerte por pretensión de librar a terceros de la guerra, ¿debo repetir?
Tocaron. El perro no ladró.
—No, no se moleste —dijo, ahora parecía domesticada con un látigo.
—Muy bien —añadí—, abra la puerta y trate de comportarse. La estoy observando y de mi mano derecha pende una orden de ahorcamiento.
Era el chambelán con el protocolo. Una vez concluidas las estupideces del manual, entró el príncipe. Su Alteza se sorprendió al verme tras la puerta, peor, casi se desmaya. Si aguantó más fue por amor, al menos eso supongo. En unos segundos presencié la pieza teatral más infame de mi vida. Lo peor es que tuve que poner cara de marmota.
4
En el carruaje se podía vivir un invierno. Los vi acercarse a través de la cortina y empiné el codo. El mundo volvió a su lugar. No escondí la botella de vino en la trampa del asiento.
—Debe saberlo todo —supuso el príncipe una vez que estuvo instalado frente a mí con su amiguito, la criada.
Dejé que el cochero nos alejara más del avellano.
—Seguramente una tenía el pie muy gordo y la otra usaba un número más.
Sentí risas tontas. Esperé a que se calmaran. No podía mirarlos de frente. Presentí sus manos juntas en la intimidad. Creo que sentí el beso o fueron mis oídos, o la bebida, no sé. Aire helado.
—¿Puedo levantar la cortina?
El príncipe asintió. Él mismo me hizo los honores y el calor se transformó en una calle fría, una feria, unos niños. No pude explicar mi soledad pasando por sitios tan poblados. Quizás en otro tiempo había sido un cobarde, no ahora, no había remedio. Los miré. ¡Dios, estaban juntos! Las lágrimas habían arruinado el maquillaje con cenizas. Seguía siendo bello.
—Si cree que me tragué su historia hace dos noches, está equivocado —me recuperé enseguida—. Había algo raro en ella. Algo muy triste y raro. Lo hice contarla dos veces y repitió usted palabra por palabra, no equivocó ni una frase. Parecía como si la hubiera aprendido de memoria. Después visité a mi amiga de la infancia. Por el camino me iba preguntando las razones que tendría Su Alteza para preparar una historia así tan detalladamente. De regreso al palacio las circunstancias resplandecieron tanto que casi logran cegarme. Este muchacho, sin maquillaje ni transformaciones, me cayó encima y le sugerí a mi manera que debía hablar. Pues bien, habló.
Quedé callado. El carruaje dio un salto y volvió a estabilizar su curso. La gente gritaba cosas al príncipe, hacían peticiones que se perdían en el viento.
—Habló tanto que casi me ensordece —continué con frialdad—. No me preocuparon todas las mentiras que dijo entre mis manos. He vivido entre gente que miente de verdad. Conozco a los diletantes de solo respirar su aroma. Son como ratas asustadas, no paladean la mentira. Es simple, tratan de soltarla y ya.
—Discúlpeme —intervino el joven vestido de encaje. Llevaba un camafeo en el escote.
—Escuche atentamente —me dirigí al príncipe como si no existiera otro pasajero—, si cree que hablando frente a su padre puede intimidarme, entra más atrasado que los músicos del Reino. Usted estaba tan seguro de que nadie descubriría algo extraño en esa pasión repentina, que decidió incluirme en la farsa para trasmitir seguridad al Rey. Me necesitaba. Quería formalizar su compromiso gracias a mis erradas averiguaciones, no se podía esperar mucho de un degenerado borracho de dudosa reputación, ¿verdad? El plan concebía que encontrara yo mismo la casa del avellano y que, delante del Rey, lo alentara a casarse con la muchacha misteriosa. El detalle del zapato fue probablemente resultado de un chiste mío. Aquella noche estaba tan hastiado de las falsedades de su historia que bromeé con embrear la escalinata. Usted improvisó, mejor era dejar el zapato pegado allí, de esa manera yo encontraría mucho más fácil a la muchacha, ¿no es eso? Pero tuve más suerte de la habitual, me tropecé con un joven bajo su balcón. Más tarde pensé que no podía estar equivocado si lo veía dos veces, aunque lo viera vestido de hombre o de mujer. No sé quién demonios lo empolva, pero es un artista, hace magia. Comprendo que toda esta función no debe tener otro público que ese pobre Rey. ¡A él quieren impresionar! ¡Es él quien lo apura a casarse, ¿no es eso?! Le dará su corona y morirá pensando que usted se ha casado con la mujer más bella del mundo —dije y enseguida tuve una revelación sobre mí mismo—. No soy un hombre cruel. Está claro.
—¿Cómo supo lo demás? —preguntó el príncipe. Se le veía la palidez a través de los polvos.
—Bah, mi amiga de la infancia me dio la dirección de varias jóvenes no muy populares. Estudié las referencias y las comparé con los datos de su propia historia. Sugerí al cochero mover su armatoste hasta que viera un avellano. En cuanto esta muchacha, o lo que sea, me abrió la puerta, la reconocí con cenizas y todo. Hice algunas averiguaciones por la barriada, trabajé medianamente fuerte, tomé poco vino y eso fue lo peor. Acabé el día en temblores, cierto, con los zapatos envueltos en una capa de polvo, pero con un terrible chisme en la punta de la lengua: el hijo del bigotudo en apariencias había dejado el Reino y casi al unísono una doméstica había llegado. Una casa muy pobre para darse esos lujos, ¿verdad?
—¿Y mi padre? —el príncipe seguía muy pálido—. ¿Qué pasará con el Rey?
Dejé que se impacientara un poco más.
—Dios sabe cuánto tiempo llevan viéndose a escondidas y cuán desesperados están para tejer esta telaraña —señalé el falso busto del muchacho—. Necesito el camafeo de su amiguita.
—¿Qué pasará con el Rey? —insistió el príncipe, colocándome el camafeo en las manos.
—Los casará seguramente, unirá sus manos como marido y mujer. ¿Qué duda cabe? Lo bendecirá. Yo no abriré la boca —el príncipe se alegró, ambos se alegraron—. Seguiremos el juego, y ella se seguirá maquillando como hasta el día de hoy.
La carroza se detuvo frente a palacio. Novio y novia descendieron. Casi no los noté.
—Hace apenas una hora hice un trato con la madrastra —quizás fue el vino, pero estuve hablando un buen tiempo a solas—, pero debemos silenciarla de otra manera. No aguantará el secreto. En verdad, poca gente aguantaría ese secreto.
Miré a mi alrededor. Estaba solo y el cochero preguntaba qué debía hacer. Al prostíbulo, dije. Por el camino comencé a olfatear el camafeo y me lo puse en la entrepierna, bajo el pantalón. Después le destiné un bolsillo, me sequé las lágrimas y extraje la botella de la trampa del coche. Quería que fueran felices en nombre de los que no pueden serlo. Son unos tontos, ella no tenía razones para dejar el baile quince minutos antes de las doce.
En el prostíbulo la matrona me sobó y no sentí nada. Debe ser el vino, argumenté para ocultar mi falta de vigor. Me preguntó si el príncipe se casaría alguna vez. Dije que ya estaba comprometido con una belleza. Quedé lelo por unos segundos. Luego pagué a la zorra y antes de salir añadí que el Rey se sentiría muy agradecido por mantenerlo bien informado, me lloverían botellas, camafeos y polainas. El príncipe vivirá feliz por siempre, grité desde el umbral. Mis pies dolían, di un golpe de puerta y me dirigí a la casa del avellano. No tenía nada más importante que hacer.