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El Quijote, ese popular desconocido

El Quijote

He olvidado casi todo. Alguien dirá que es a causa de la edad, otro que por efecto natural de los muchos años transcurridos y, quisiera agregar yo, acaso por el golpeteo de un estrés constante que amedranta a mis neuronas y no les permite organizarse de la manera adecuada para rescatar, desde mi época de estudiante adolescente, la frase que me garantizó, en múltiples ocasiones, la respuesta correcta a una pregunta de literatura. ¿Por qué Don Quijote de la Mancha es considerada una obra universal?

El título de la obra, lo confieso, podía variar. Quizás, también, el período escolar. ¿Secundaria? ¿Preuniversitario? Repito, he olvidado casi todo, empero la médula argumental de mi contestación era más o menos así: porque sus valores no se pierden con el tiempo y son afines a todos los hombres. En aquella época, eso sí lo rememoro, no era necesario decir “hombres y mujeres”. El término no excluía un género determinado y nadie —especialmente, en el gremio de las féminas— se sentía ofendido.

¿Cuántas veces desde entonces he leído la obra máxima de Cervantes? No diré que muchas, pero sí más de un par. En distintas ediciones y bajo disímiles circunstancias. Sin duda, mi acercamiento al Quijote, hoy, es mucho más sincero y placentero que durante mi juventud. Es agradable hacerlo sin la presión de un docente que te obliga a cumplir con la lectura (como el esclavo que ha de finiquitar una tarea)o de un examen que acecha al doblar de la esquina.

Sin embargo, retomo la respuesta que me salvó infinidad de veces en esos mismos exámenes y sospecho que, a pesar de las buenas calificaciones con que me premiaron los profesores en turno, la frase, bien vista, resulta, al menos, y por no decir errada, sí bastante vaga. El motivo de mi escepticismo es sencillo. Igual que un mago cuando oculta en su mano izquierda el prodigio que ha de asombrarnos desde su derecha franca y abierta, el maestro insistió en el portento que representa la inmortalidad de los valores de una novela, pero escamoteó justamente cuáles eran esos valores.

Si nos quedamos con la primera acepción que nos brinda el Diccionario de la lengua española (la cifra total supera la docena) y aceptamos que valor es el “grado de utilidad o aptitud de las cosas para satisfacer las necesidades o proporcionar bienestar o deleite”, en El Quijote encontramos muchos de estos. Comenzando por la satisfacción que brinda la lectura misma. Aborrezco la aureola con que algunos académicos insisten en adornar a los exponentes de la literatura clásica. Su efecto, en el mejor de los escenarios, suele ser aún más espantador que espantoso. Los jóvenes huyen despavoridos ante una obra que, sin conocer siquiera la primera de sus líneas, la imaginan densa, aburrida, enrevesada, incognoscible incluso. Todo ello a causa de la notoriedad mal justificada que le adjudican y gracias a la cual algunos lectores pedantes buscan encumbrarse a sí mismos, como si leer La guerra y la paz o Adiós a las armas significara la culminación de un esfuerzo sobrehumano en lugar de un placer tibio y sencillo. En el caso de El Quijote tal deleite viene aderezado con mucho humor, a veces refinado, a veces burdo (que Sancho se cague literalmente a los pies del Quijote debe haber espantado a más de un puritano). Tampoco escasean las ínfulas libidinosas que suelen despertarse en el interior de las tabernas para toparse, la mayoría de las veces, con algún desacierto que les impiden quedar satisfechas. ¡Ni qué decir de los momentos de suspenso, al más puro estilo de una novela negra! Ahí está para ratificarlo la azarosa historia del cautivo, capaz de mantenernos en vilo mientras fatigamos página tras página. Un pasaje, justo es decirlo, que cobra mayor notoriedad cuando lo emparentamos con la vida del propio Miguel de Cervantes, reo en varias ocasiones y protagonista de otras tantos intentos de escapadas que no tuvieron un final feliz. Este conjunto de atributos, mucho más vasto si se analiza el texto cervantino en profundidad, bastaría para hacernos pasar una excelente velada, al estilo de los bestsellers modernos.

Si de utilidad se trata, El Quijote ilustra y justifica entuertos del lenguaje que hoy a muchos nos parecen comunes, y a otros, no tanto. Intentaré explicarme con dos ejemplos básicos. El primero de ellos, el uso de “luego luego” para denotar rapidez, prisa. Se trata de una frase, harto empleada en México, mas totalmente desconocida en otras latitudes donde el idioma castellano también se comparte. Causa regocijo advertir que,hace más de cuatrocientos años, este juego de palabras era conocido y utilizado con idéntico propósito. Lo mismo podría decirse de “cuadrar” en términos de acordar. En Cuba, sin ir más lejos, se puede escuchar en las calles que algo “cuadra” para referirnos a que “conviene”. Así aparece en el prólogo a la segunda parte de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (“Y si este cuento no le cuadrare…”), lo cual no deja de parecerme irónico,a la par que gracioso, pues formando parte de tan encumbrado documento a inicios del siglo XVII, en la actualidad, para muchos representa sino una vulgaridad, al menos un vocablo que debe evitarse. Se trata, apenas, de un par de muestras que en el dinámico universo del lenguaje, esta novela nos ayuda a comprender de dónde venimos y por qué así hablamos.

Preceptos morales y astucia popular se entrelazan gracias a los diálogos y acucias de sus dos personajes principales, el caballero y su escudero. Si bien soy reacio a dividirlos en locura y cordura pues en más de una ocasión el Quijote y Sancho (con)funden sus personalidades, es innegable que el equilibrio entre ambos enriquece la lectura y, de camino con la lectura, también al lector.

Ahora, con El Quijote sucede algo realmente asombroso y que lo eleva a estratos de leyenda, a pesar de contar con la obra en miles de bibliotecas, otras tantas librerías y, por si no bastara, es fácilmente accesible desde la red de redes. Y es que se trata de una novela que ha alcanzado suma popularidad no sólo por los valores que posee sino también por los que nunca ha tenido y muchos le atribuyen. Recordemos que la ajada frase “ladran Sancho, señal que avanzamos”, de la cual sobreviven mil y una mutaciones, no pertenece a la obra de Cervantes. Explicaciones para este fenómeno se han emitido muchas. Algunas incluyen cierta defensa personal del nicaragüense Rubén Darío; otros, un proyecto inacabado del cineasta Orson Welles; y no se debe desechar un poema de Johann Wolfgang von Goethe, titulado “Ladran” (Kläffer). Adivinar la verdadera causa no pasaría, en este caso, de un aporte dato curioso y nada más. Para el imaginario colectivo, la sentencia pertenece al ingenioso hidalgo. De igual manera, diferentes medios de comunicación —especialmente, el cine y la televisión— han insistido en avejentar al Quijote para hacer más palmaria su triste figura. Basta salir a la calle y preguntar qué edad le calculan al insigne personaje. Pocos lo bajarán de los sesenta años. Buena parte de los encuestados lo ubicarán en los setenta y no faltará quien lo extreme hasta los ochenta cuando, en realidad, y usando las palabras textuales de Cervantes, “frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años”… es decir, cuarenta y tantos. Aunque, a favor de esta proclive tendencia, vale advertir que, medio siglo en época de Cervantes ya era considerada una edad avanzada.

Por último, quisiera detenerme en una premisa que, a los escritores nos llega siempre en forma de consejo. Hay que leerse a los clásicos. Hay que leerse El Quijote. Coincido con la imperiosa necesidad de acudir a los libros para desarrollarnos dentro del ámbito escritural. Rechazar este argumento se me antoja absurdo, además de ridículo. Pero, al mismo tiempo, no considero que existan “títulos claves”. Esos libros imprescindibles para muchos colegas y, sin los cuales, a opinión de sus paladines, nuestro bagaje cultural quedará tan diezmado que no podremos considerarnos jamás escritores. Me aúno a Plinio el Viejo cuando asegura que no hay libro tan malo que no encierre algo bueno. Sin embargo, añadiría que no existe libro tan bueno que nos salve de todo lo malo. Leer El Quijote no le garantizará a nadie dominar el uso de las palabras y, de facto, no leerlo tampoco impedirá que alguien se convierta en un buen escritor (Cervantes, por antonomasia, personifica la demostración fehaciente de la segunda parte de este axioma).

Abundan los escritores que jamás han abierto El Quijote y son excelentes escritores. Asimismo, pululan los fanáticos de esta obra que no logran hilvanar dos oraciones con buen tino. De uno y otro bando quisiera recitar nombres y apellidos, pero, realmente, los he olvidado casi a todos. Tal vez, por la edad, que si bien no frisa los cincuenta, sí pasa de los cuarenta, o por mis desequilibradas neuronas, insisto, que me acercan más al Quijote que mi barriga a Sancho Panza. Como sea, desocupado lector, si tiene oportunidad acérquese a esta obra cumbre de la literatura universal. Es divertida y, para más inri, sus valores no se pierden con el tiempo y son afines a todos los hombres.

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