El Pueblo de Siracusa
La esclavitud es como la energía, se transforma.
Yordanis Domínguez
(La saga de Yorgo Heine)
(I)
¡Pienso, luego…! —comenzó a decir el filósofo.
La multitud escupió una granizada de piedras sobre él. La frase quedó inconclusa para siempre.
(II)
Melia fue expulsada de su grupo de amigas. El color del hilo con que se cosió la boca ya no estaba de moda.
(III)
Cuando el rey Dionisio va a dirigirse al Ágora, todos lucen sobre sus rostros las mejores sonrisas. Los ministros y los nobles más acaudalados tratan de estrenar siempre sonrisas de oro puro con dientes de diamante. Los comerciantes, militares y escribas se contentan con las mismas sonrisas de plata y rubíes. Sonrisas desechables de bronce y hojalata son vendidas al populacho justo a la entrada del Ágora por buhoneros aprovechados. Los más desposeídos tienen que sonreír con sus verdaderas bocas.
(IV)
La primera Gran Rebelión comenzó cuando el filósofo Aquilonte demostró cómo, por una misteriosa razón sólo revelada a los dioses, todo objeto, fruto o persona, por mucho que ascendiera, caía irremediablemente al suelo.
(VIII)
Los barrenderos ya no tenían fuerzas para quejarse del exceso de trabajo, apilando y botando tantas máscaras cotidianas.
(XVI)
El campesino avanzó más allá de las murallas. Murió asfixiado. Olvidó que fuera de Siracusa, no hay nada.
(XVII)
¡Todo está muy bien, no podría estar mejor!, voceaban y voceaban los heraldos reales por todos los recovecos de Siracusa. Todos los ciudadanos se detenían un momento, aplaudían y retomaban sus obligaciones cotidianas: los escribas reales continuaban vendiendo el pergamino al cocinero de palacio para envolver los trozos de carnero que sustraía en la noche para venderlos al posadero, quien lo servía a escondidas a los soldados encubiertos que entraban en su salón para espiar a los escribas reales mientras hacían negocios con el cocinero de palacio.
(XVIII)
Últimamente, los habitantes de Siracusa caminan interponiendo un dedo entre sus ojos y el Sol. No dejan de sonreír.
(XXI)
La gran multitud siguió a los trece ascetas hasta el monte. Los soldados avanzaron a distancia prudencial, agazapados.
El gran grupo se detuvo bajo el amplio árbol de olivo, y los ascetas se aprestaron a dar el sermón del día, alegres por la inusitada concurrencia. Uno de ellos, el autoproclamado Hijo del Hombre se adelantó. La muchedumbre se lanzó al unísono sobre él, a besarlo.
Con grandes esfuerzos, los soldados lograron deshacer el caótico tumulto para llegar hasta el profeta y arrestarlo. Pero ya estaba muerto, asfixiado, los carrillos tumefactos.
El jefe miró aturdido a los miles de ojos que aguardaban. Sólo tenía treinta monedas de plata para recompensar la delación.
(XXII)
La huelga de hambre de los rebeldes apresados duró hasta la muerte por inanición del último de los cautivos. Las cifras que demostraban cuánto alimento fue ahorrado en esos días a las despensas de palacio hicieron sonreír al Rey.
(XXIII)
El pescador capturó una sirena. Iba a matarla pero la bella monstruosidad entonó un canto tan hermoso que el pescador olvidó el hambre, olvidó la reciente muerte de dos de sus hijos, olvidó su asistencia esa noche al círculo conspirador, olvidó que era pescador.
Desde entonces, todos los habitantes de Siracusa se empeñan en tener sirenas en estanques privados, sean de tosca terracota o de fino mármol. Las alimentan a cambio de su canto ininterrumpido.
(XXIV)
Cuando su lengua fue extraída por el verdugo, el dolor no dejó razonar al sabio Tarcio que todo era por su bien.
(XXVIII)
Al huir en caótica estampida de los soldados acorazados, nadie reparó en el cadáver, que no tardó en disolverse entre las pisadas y el empedrado.
(XXX)
Dos soldados decidieron hacer el amor antes que la guerra. Desertaron y se dedicaron, hasta su muerte, a la cría de palomas blancas.
(XXXI)
Tres traidores fueron decapitados. Los gritos y llantos de sus madres, esposas, hijos, fueron silenciados inmediatamente por los címbalos, caramillos y flautas de la festividad decretada por el Rey.
Un mes después, la pequeña rebelión de los picapedreros terminó con la ejecución pública de los prisioneros, seguida por cinco días de orgías báquicas.
La masiva cremación de los agricultores sublevados en Primavera concluyó con ininterrumpidas libaciones alcohólicas, peleas de gladiadores y banquetes multitudinarios.
Durante todo el siguiente año, ninguna mano se levantó contra el poder real, ni una gota de sangre humedeció los patíbulos. Ninguna fiesta alteró la rutina de los habitantes de Siracusa.
Decididos a todo, el bando de borrachos masacró a los recaudadores de impuestos, y se pasearon ante los soldados, agitando cabezas y miembros cercenados. Fueron atrapados, juzgados y llevados a las picotas. Mientras eran desmembrados, los beodos sonrieron beatíficamente al oír los primeros acordes de la fiesta pública que venía a continuación.
(XXXIII)
Actalión se lanzó contra el muro de la ciudadela. Rebotó más rápidamente de lo que se había impulsado, pero logró no caer. El segundo choque dejó flores rojas sobre las piedras y su frente. Amortiguó la caída con las manos y corrió de nuevo, apartando la sangre de los ojos. Tres embestidas más y sobre el muro había más sangre de Actalión que en sus propias venas. Arrastrándose un tramo, saltando el resto del trayecto, su cabeza atacó el muro con un ruido de cascajos rotos. La masa encefálica derramada le supo agridulce en los labios.
Al arremeter por última vez, Actalión murió a mitad de la trayectoria. Su cráneo se desmigajó finalmente. Cuando limpiaron la superficie de la sangre de Actalión, descubrieron la grieta. Esa noche, pocos lograron conciliar el sueño en la ciudadela real.
(XXXVI)
El mar decidió entrar en el pequeño bote de pesca con ínfulas de galera. El pescador, improvisado marinero, le dio la bienvenida. Miró hacia su familia, apilada en la popa. Todo va a estar bien, les dijo. A lo lejos, apenas se divisaban ya las luces de Siracusa.
(XXXVII)
La muerte de Dionisio fue celebrada en Siracusa con tres días de libertad total. Al cuarto amanecer, el pueblo aún permanecía mirándose a los ojos.
(XXXVIII)
¡Libertad!, exclamaron los nuevos líderes. Al pueblo reunido bajo las almenas del palacio llegó: ¡Libertinaje!
¡Igualdad!, prorrumpieron luego desde las alturas. El pueblo escuchó ¡Igualitarismo!
¡Fraternidad!, clamaron emocionados, alzando los brazos. Entre el pueblo se extendió con regocijo el grito de ¡Favoritismo!
Antonio Enrique González Rojas. Rojas, Cienfuegos, 1981. Narrador y crítico de arte
Licenciado en Periodismo. Es presidente de la Asociación Hermanos Saíz en la provincia de Cienfuegos. Colabora frecuentemente en publicaciones culturales como El Caimán Barbudo. Tiene publicado el volumen de cuentos breves El tirano de Siracusa.