ÉRASE UNA VEZ UN PRÍNCIPE AZUL…
Érase una vez un príncipe azul que estaba más que harto, o sea, hasta los mismísimos morros de tener que despertar a la belladurmiente de turno. ¡Vamos, que los tenía azules de tan harto que estaba! Eso de ir besando por ahí damiselas que nunca se despertaban de su letargo ni lo harían, era cansino, cansado, cansoso y cansante.
Se pasaba la vida en un ‘muá muá requetemuá’ que no surtía efecto.
¿Por qué no?
Lo del ‘beso de amor verdadero’, que tanto se ha insistido en los cuentos de hadas –esas si que son abobadas, y sin la h de hadas-, es todo un fiasco. O sea, una invención redilera.
¿Estás segura?
Te lo juro por mi varita que así era.
Ahora bien, ¿cómo es que estaba tan harto?
¡Vaya pregunta más redundante!, te oigo protestar.
Pues no creas. Puesto que, lo de estar harto, era decisión propia.
¡No me vengas con esas!
Pues, si. Cada uno decidimos qué actitud tener frente a las situaciones que se nos presentan a lo largo de la vida. Y, el Príncipe Azul había optado por enfadarse y hartarse, en lugar de largarse…
¿Por qué?
Más bien, te preguntarás: ¿Cómo es que se había decantado por esa opción en particular y en detrimento de las otras?
Muy sencillo, era la que tenía más a mano, que viene a ser algo así como decantarse por la costumbre, por el hábito de lo cercano y por la conducta que observan los de nuestro alrededor. En el entorno del Príncipe Azul, la gente optaba por ningunearse a sí misma, esto es, por quejarse, lamentarse y victimizarse en lugar de rebelarse.
¡Caramba!
¡Cáspitas!
¡Córcholis!
Su historia es ciertamente vulgar, por lo de habitual y extendida. No por otra cosa, no me vayas a pensar.
Él, como todos los jóvenes casaderos de cualquier reino, soñaba con desposar a una damisela de bellos ojos azules —que perfectamente hubiesen podido ser negros, castaños, verdes… A alguien debió ocurrírsele, en un muy lejano pasado, (ya vaya usted a saber por qué y en base a qué, memeces a parte), que el ‘azul’ era más ‘principesco’— cautivadora sonrisa y suaves rizos de oro. Desde pequeño, le habían inculcado que ésta, y no otra, era la tarea vital que los hombres debían acometer cuando llegasen a la frontera de la madurez.
¡Recórcholis!
Además de buscar ocupación en la que desplegar sus talentos, o para simplemente ganarse la vida –lo cual era menos prosaico y poético-, los hombres tenían ante sí una suerte de maldición de Adán: buscar mujer rescatable y desposarla. Con lo de ‘rescatable’ me refiero a que anduviese lastimosa cual acelga por la vida anhelando el beso de amor verdadero que la despertase de su letargo y le diese una razón -que no una nueva. Ya que nueva no podía serlo puesto que ni tan siquiera tenía una vieja-, o un propósito vital que la animase a abrir cada mañana los ojos y a saltar de la cama de la desidia existencial. Las damiselas ciertamente anhelaban la llegada de ‘su’ príncipe azul entreteniendo la espera ocupadas ora en hacerse los ajuares ora cotilleando acerca de los líos amorosos del matador de caracoles que estuviese de moda. O sea, todo un aburrimiento. Parecían ‘maripijas’ sin nada mejor que hacer que pijear por acá y por allá.
¿Eran todas las damiselas igual de memas?
¡Ni hablar!
Algunas eran muy listas, y estaban hasta las mismísimas -al igual que lo estaba el Príncipe azul-, de que les hubiesen adjudicado semejante destino que no era sino un desatino. Obviamente, las díscolas eran mujeres reinas, las cuales se habían ganado a golpe de corona el rango de madurez y llevaban las riendas de su vida. Con todo, lo que más abundaba no eran las reinas sino las damiselas con severa flojera diademeril.
Si se me permite, volvamos pues al Príncipe azul. Me gustaría resumirte su historia pues me gustaría que aprehendieses tanto a él como a su hada madrina que, por supuesto, soy yo.
Príncipe Azul era hijo de una pareja bien avenida en los principios de su matrimonio, época en la que él aún era un infante. Por supuesto, con el devenir delo tiempos, hubo su más y sus menos, si bien ‘más que menos’, tú ya me entiendes… Toda historia de amor acaba por tambalearse ya que nadie permanece exactamente igual como en el inicio. Me explico: ambos integrantes de la pareja, cuando se conocen poseen una esencia y valores. En esos inicios, ambos son ‘diamantes en bruto, por pulir’, si se me permite este símil. Va pasando el tiempo, y las experiencias vitales actúan como ‘papel de pulir’. Consecuentemente, cada uno le va dando su peculiar brillo, al igual que sale a relucir a la superficie la calidad de la que uno está hecho. Ergo, el resultado es único en cada persona. Dicha calidad de singularidad o ‘unicidad’ provoca que ‘piezas’ que en su día encajaban, una vez pasadas por el pulido de las diversas crisis existenciales y espirituales, no tengan nada que ver, es decir, ‘el parecido será pura coincidencia’. Muchas parejas, a pesar de las diferencias, deciden hacerse compatibles usando su amor, creatividad y voluntad para hacer de las diferencias una oportunidad de crear ‘una nueva versión’ genial. No obstante, la mayoría de parejas no suele resistir la fricción de las ‘múltiples crisis personales’ al no haberse unido desde el alma si no desde las diversas ‘necesidades’ de la personalidad o de las variopintas carencias existenciales.
Volvamos a los padres de nuestro Príncipe Azul. Durante su infancia y adolescencia, ambos le inculcaron amor y buenos valores. A pesar de lo cual, era de esperar que lejos de la protección y supervisión de sus padres se viese seducido por las, digámoslo así, veleidades del Club del Redil. Cuando se trasladó a la capital del reino para asistir a la Universidad, se relacionó con los ‘mendigos emocionales, o sea, caballeros y damiselas. En esos ambientes, le convencieron de que lo mejor para él sería convertirse en caballero, lo cual consistía en besar damiselas ‘stand by’ —mujeres cuyas vidas estaban inmóviles en espera del ósculo del despertar—. Ya que ello era tarea de obligado cumplimiento por todo hombre que de ello se preciase. Dicho de otro modo, ser caballero rescatador de damiselas en apuros era de los más ‘in’, todo un trending topic…
Todo sea dicho de paso, a él, aquello se le antojó fabuloso: ¡podría besar a tutiplén a cuanta damisela se le pusiese a tiro del morro real!
Incauto de él, ignoraba que la tarea no era tan divina como la pintaban: tenía un lado oscuro que no era otro que el potencial enganche. Que no era otra cosa que él le cogiese gusto a eso de besar damiselas, o sea, que se hiciese adicto y por más que se le hinchasen los morros no lograse desprenderse de la armadura oxidada.
Consecuentemente, existían los centros de desintoxicación besatílica. Si bien, mejor era no tener que ir…
Ah, lo olvidaba, estaba también el posible cuelgue de las damiselas.
¿¡Cuelgue!?
¿Qué cuelgue?
En Román paladino significa que corrían el riesgo de quedarse atrapadas en la ensoñación activa (de eso saben mucho las damiselas de aflojada diadema). Por consiguiente, le rogarían encarecidamente con lágrimas en los ojos y la promesa de empeñar la diadema (forma eufemística de decir que le ‘impondrían’), que se comportase como si fuese el príncipe azul que ellas esperaban y alelaban -que no ‘anhelaban’. Puesto que estamos hablando de ‘alelar’ y no de ‘anhelar’-. Eso sin contar que lo de interpretar un papel es sumamente cansado y fatal para el corazón del intérprete. Mira tú por donde, eso fue, precisamente, lo que le sucedió a Príncipe azul. Andaba él tan contento al tener, por vez primera, ante sí la oportunidad de plantarle un ósculo despertador a una damisela que no se percató de que ésta era hija de la fantasía animada de ayer y hoy, que viene a ser lo mismo que estar más mareada que un pulpo en una coctelera. La damisela consideró que él debería comprometerse en un abrir y cerrar de pestañas.
¿Cuál era su argumento de peso?
Muy simple: el hecho de estar enamorada de su propia idea del ‘príncipe azul’, que vendría a rescatarla de su tedio y alelamiento, no sólo le concedía el derecho, sino que se lo reforzaba.
Por aquel entonces, él aun desconocía que el hambre emocional juega muy malas pasadas.
No obstante, pronto lo averiguó.
Debido a que, ésta primera experiencia le salió mal —¡requeté mal!—, concluyó que el resultado seguro que se debía a algún defecto que en él existía, sin lugar a dudas. O, como mucho, a su desconocimiento del género femenino o su inexperiencia en esto del ‘ars besandis’. Consecuentemente, aprendió a echarse las culpas a sí mismo, obligándose con ello a cargar con el error o ‘resultado no deseado’. Al proceder de ésta manera, no se dio cuenta de que él había sido víctima de su error, como ella lo había sido del suyo. Aclarémoslo, ninguno de los dos era malo ni tenía mala intención. Simplemente, eran inexpertos y estaban en los albores de su despertar emocional. Ambos se habían prendado genuinamente el uno del otro, si bien lo habían hecho envueltos en ese tipo de fantasía–la impuesta e inculcada por el CdR- que congela los sentidos y desconecta el alma.
Obviamente, fantasía y realidad suelen hacer pocas migas, y la cosa no resultó, como suelen pasar con tantas ‘primeras historias de alelamor’ (alelamiento amoroso como sucedáneo del amor).
A pesar de ello, al Príncipe Azul le entró un afán desmedido por besar damiselas así como por despertar sentires ajenos y damiseriles. Obviamente, todas las damiselas con las que se liaba a besos, se ajustaban al guión rederil de ‘damisela ansiosa de ser besada por un supuesto príncipe azul’.
Al principio todo eran ‘muás’, suspiros y achuchones en cualquier sitio. Al poco, algo así como a las cuatro o seis o nueve semanas y media, ella empezaba a echarle en cara que no sabía besar, y a exigirle que “todo volviese a ser como al principio”.
¿Hay quién de más incongruencia?
Me refiero al insistir en seguir con alguien de quien sólo tenemos quejas.
¿Es eso incongruente, si o no?
Con estos mimbres, el final de la pasión se aceleraba y la ruptura no se hacía esperar. Visto lo visto, y con semejante panorama, Príncipe Azul decidió partir en busca de nuevas aventuras en lugares allende “los lares de los besares”. Sin embargo, por donde quiera que fuese, sólo hallaba la repetición de la primera vez, esto es, damiselas que se prendaban fogosa e ineludiblemente de él con… ¡un simple beso! A raíz del mismo, presuponían que él se haría cargo de su felicidad. Más aún, estaban convencidas de que así, y no de otra manera, sería la historia. No obstante, ello no impedía que ellas se dedicasen a tejer reproches en tela de palabras y silencios de miedo con los que helarle el corazón. Las damiselas querían ser amadas y conocer la felicidad. ¡Vaya contradicción!
Él, también, por supuesto, quería ser feliz.
Sin embargo, aparte de no tener ni idea de en qué consistía amar o ser feliz, todos cometían el error de encandilarse, que no enamorarse, de su propio sueño basado en falsas premisas. O sea, practicaban el ‘auto alelamiento consciente’, conducta muy habitual en las damiselerías del CdR. Lo cual, por cierto, no era de extrañar puesto que en el Club del Redil, había muchos expertos que enseñaban a la gente a atontarse las neuronas, confeccionar diademas de estupidez y forjar espadas de insentido descomún. Mucho estiramiento del músculo pero poca vitamina para la neurona.
Pondré un ejemplo de lo que era considerado lo más ‘in’ en el CdR: “ser periodista”, para lo cual no hacía falta titulación alguna sino ligarse a un futbolista ‘celebritie’. El modelo relacional era de lo más hipócrita, falso y artificioso. Su funcionamiento estandarizado se debía a que muchas eran las que copiaban a la ‘periodista churri de moda’ en un vano intento por alejarse de sí mismas y parecerse a la que, sin mayores méritos que la delantera recauchutada, había logrado ligarse a un exitoso hombre de pelotas, por lo del fútbol claro…
¡Por pelotas, que no fuese!
Eso era un príncipe azul con posibles, y lo demás eran fruslerías de tres al cuarto. Lo que convertía en príncipe a un hombre era su cartera de valores financieros, no nos confundamos. En cuanto a lo de ‘azul’, eso quizá se debería a que se ponía ‘morado’ el día que caía en la cuenta de cómo su churri le sacaba humo a la tarjeta de crédito y hundía los recibos en su cuenta corriente mientras le besaba para alelarle las ‘azuleras’.
Pero, dejémonos de chanzas, y volvamos a nuestro Príncipe Azul que andaba en busca de alguien a quién propinarle el beso milagroso.
Pasó el tiempo. Olvidados los primeros, y los segundos y los terceros…, morrazos, Príncipe Azul conoció a una dama (que no, damisela), cuyo primer beso le recordó la inocencia y pureza que existían en su niñez.
Él se prendó de ella, y ella de él.
Ambos se prendaron el uno del otro.
¡Mira que es difícil que se de esto!
Esta vez si parecía que ellos estuvieran hechos el uno para el otro.
(¡Música de violines!, por favor).
Los besos se sucedían entre acordes de suspiros y palabras de amor proferidas al amparo de la luz de las estrellas. Ambos eran jóvenes y estaban llenos de ilusión. Tal era la pasión que sentían el uno por el otro, que nadie en su entorno dudaba de que acabarían casados y bien casados a pesar de su juventud.
¡Qué romántico!
¡Auspiciados por Cupido!
El amor siempre se antoja cursi a los ojos de los extraños.
Empero, es algo maravilloso y sin parangón.
Quien no se haya enamorado ni haya sido amado jamás con el ímpetu y la determinación de un corazón ajeno al miedo que aún no ha sido herido, debería atreverse a arriesgarse, al menos una vez en su vida, y adentrarse en los territorios ignotos e impredecibles del amor antes de irse de este mundo, sólo así se llevaría consigo el ‘grial del alma’ que da sentido a la existencia humana.
El amor, no deja de ser una suerte de tobogán en una pendiente abrupta, de caída casi vertical, por la que uno se lanza cerrando los ojos para poder sentir mejor el vértigo que se genera en el alma cuando se le abren las puertas a otra para entrelazar los latidos y las ansias, dejando volar su fe. Los corazones vírgenes de desilusiones y de plantones son los mejores amantes, puesto que aún no conocen la hiel del engaño ni la desesperación del ‘adiós sin adiós’. La tristeza de un amor perdido es algo así como si la esperanza se hubiese tirado al vacío por la boca de un agujero que se hallase en medio de cualquier campo. De seguro que se rompería la crisma. Siendo esa crisma metafórica la que se rompe cuando alguien nos deja con razón o sin razón. El amor no entiende de razones, pues su naturaleza es el sentimiento. Y, a éste, sólo se le entiende con más sentimiento.