¡Deja de maullar, compadre! Yo sé que tú pasas hambre, pero coño, sale y mira a ver si cazas, aunque sea una lagartija o un gorrión… Te la pasas el día entero aquí tirado, lamiéndote los huevos… ¡Qué buena vida! Hasta que llego yo a inventar. Déjame ver qué te hago, porque también eres fino y no te gusta la tortilla ni el arroz con frijoles. ¡Tú eres un gato equivocado! Voy a tener que llevarte conmigo para la Unidad, a ver si te cuadran los ratones de allí.
Mira, lo que hay es esto: congrí; ya sé que es por gusto, huevo en cualquiera de sus variantes: hervido, frito o en tortilla; tampoco. Paso la página. A ver, en el congelador hay… ¡Te pusiste de suerte! Un perrito distrófico del mes pasado. Te lo voy a poner a ablandar y te lo pico, para que te parezca más. Y, si no te cuadra, te vas para el Cohíba. Lo otro que hay es un pan, ¡ja! Un pan de Haller…
Vaya, que me has hecho recordar un cuento más bueno, de cuando en Cuba-Italia sacaron el dichoso «pan de Haller». Qué cosa más rara, ¿verdad? Un nuevo tipo de pan, seguro que estaba hecho a la italiana o con alguna harina extraña, traída de allá. ¿Con pasitas? ¡Tú te imaginas! No, qué va, tal vez había venido un nuevo maestro panadero. Me hice la boca agua y me quedé en la cola, a la espera y con el oído fino, porque si los demás se daban cuenta y comenzaban a pedirlo, se iba a acabar antes de que yo pudiera… No, no me iba a quedar en esa y con las ganas. Cada vez que alguien lo pedía, yo descontaba uno más.
Ahí estaban los pocos que quedaban. Se veían en el expendedor. Parecían normales. Un pan como otro cualquiera. Sin brillo, sin esa presentación que hace que uno quiera comérselo enseguida. ¿Por qué decir otra cosa? A simple vista parecía el típico pan de a medio, ese que nos dan todos los días por la libreta. Bueno, casi todos los días, cuando la panadería no está rota o no le falta algo. Claro, la distancia hacía que yo no pudiera verlo bien. La dependienta, que pasaba constantemente por delante, no me dejaba concentrarme en él para descubrir su misterio. Seguro que por fuera se ve como los demás, para que no se sienta la diferencia contra los de producción nacional. ¡Esto es una rareza; nunca antes lo han sacado aquí! La esencia, el verdadero secreto de este soberbio pan está por dentro. Debe ser de un sabor espectacular, único, inconfundible. Un verdadero pan italiano, en toda la extensión de la palabra.
Ya me quedaban dos personas por delante y los anaqueles comenzaban a vaciarse. Pasé la vista para hacer, rápido, el inventario: unas cuantas marquesitas, algunas torticas de Morón, de esas que se desmoronan de solo tocarlas, una cuña de Tatianoff; sí, con dos efes al final, algo que parecía un brazo gitano y, desde luego, los inconfundibles, mágicos y anhelados panes de Haller.
Y con qué displicencia, con qué desgano la dependienta los agarraba entre sus dedos desnudos, que habían tocado el mostrador, los dulces amelcochados de una bandeja infecta de moscas, que se había pasado varias veces por su delantal, con la intención de «limpiarlos», como si no le importara nada, sin rendirle el honor que se merecía ese pan extranjero, esa sublime maravilla de la gastronomía y la dulcería mediterránea.
La señora delante de mí, le extendió una jabita de nailon, de las que no hay en las tiendas pero que todo el mundo revende afuera de cualquier mercado. Uno, solo uno iba a pedir la desdichada compañera que, estoy más que seguro, iba a tener que hacer la cola nuevamente una vez que lo probara y comprobara el excelso sabor de esta joya de harina y…
A ver, muchachón, ¿qué tú quieres? Yo, deme diez panes de jaler… ¿De dónde? De Haller, compañera, de esos de ahí… ¿De haller…? De AYER mijo, de ayer…
Así que eso es lo que te toca, gato hambriento: perrito y pan de Haller.