Freeze this moment a little bit longer
Make each sensation a little bit stronger
Experience slips away
Experience slips away
The innocence slips away”
“Time stand still”, Rush.
Con tan solo una oración, estoy a punto de arruinarle la vida a mi esposa. Mientras, la niña juega con ella. Corren por el patio debido a una extraña partida de escondite. La nena, a sus tres años, cuenta hasta diez, pero aún no ha comprendido que debe cerrar los ojos en lo que su mamá se esconde. Tal vez sí sabe las reglas y se hace la ignorante. Gozan. Las reglas no importan. Las miro desde un banco de madera y hierro pintado de verde, con una copa de albariño que refleja la luz de la tarde perfectamente. Quería que el momento durara por siempre, que el tiempo se detuviera como en aquella canción de Rush.
El celular rompió la armonía del momento. No reconocí el número y pensaba dejarlo sonar, pero contesté, curioso. Los cobradores nunca llaman domingo, de todas formas.
La voz preguntó por mi esposa, luego por mí. Decidió que era mejor o más fácil hablar conmigo. Lanzó un ataque de información. Malas noticias. Las peores.
Termino la llamada y me quedo con el teléfono en la mano. Lo miro, como si el aparato fuese el culpable. Luego alzo la mirada hacia mi esposa. El juego ha cambiado; ya no es el escondite, sino una sesión exploratoria por el patio. Por qué la hoja está descompuesta; cómo murió el coquí; qué tipo de flor es esa, mamá; ¿vamos al columpio? Y ella ríe, sin pensar en la semana que ha pasado ni el lunes que acecha con el trabajo y la rutina, las cuentas, el cuido, el gimnasio. La vida nos pasa a las millas, la niña ya tiene tres años y, ¿adónde se fueron?
Pero hoy el tiempo parecía haberse detenido. La niña quería jugar y la complacimos; parece que han pasado horas y aún no llevamos ni sesenta minutos aquí. La copa de albariño apenas suda y el sol está en el mejor punto de la tarde. Tiene la combinación perfecta de luz y calor en una tarde fresca. El carbón en la barbacoa se deja oler por todo el barrio y los vecinos miran a ver qué se cocina aquí.
Mi esposa irradia felicidad ahora mismo. De vez en cuando me mira con una sonrisa que jamás sabría disimular. Ambos sabemos que el momento es pasajero, aunque yo sé un poco más. Lo que se aproxima es todo lo contrario. Llanto, angustia, lágrimas, pésames… sabrá Dios qué más. Y hablando de Él: qué injusto es el hijo de puta. Llevamos semanas dentro de una rutina agobiante y ahora, cuando encontramos una pizca de felicidad, va a arrebatárnosla. Buen cabrón que es.
¿Quién diablos pinta su casa un día como hoy? Mi suegro. El que no ve bien, cuya rodilla le falla a cada rato, que jamás debería subirse al techo. Que no logró sobrevivir una caída de seis metros.
Esa fue la llamada. Primero llamaron a mi esposa, pero no contestó porque su teléfono está cargándose en el cuarto. Tampoco lo necesitaba hoy. Carecía de razones para ver Facebook o Twitter. La risa de la niña era lo único que le hacía falta hoy, esta tarde. Quizá una copita de albariño y otra de malbec acompañadas de un churrasco a la parrilla. Nadie necesitaría más que eso en una tarde como esta.
Ahora mismo, aún está feliz. Para ella, su padre sigue vivo. No se ha desangrado en el patio de la casa que la vio criarse. Su mamá no está sedada por el trauma sicológico de ver morir a su marido. Para ella, el mundo es sublime, la perfección.
Me mira y pregunta:
—¿Todo bien?
Y, por el amor de Dios, no sé qué decir. No quiero ser el verdugo de su padre ni dañarle este instante.
Tomo un sorbo del vino blanco.
—Número equivocado.
—¿Y por qué esa cara?
Siempre he sido torpe para disimular.
—Muy grosero. Ni que fuera culpa mía que marcara mal.
—No dejes que te dañe el día, mi amor.
—Tienes razón.
Se vira hacia la niña y cambian a tirarse por la chorrera. Su padre está vivo en su cerebro, muerto en el mío. Continúan las risas mientras trato de convencerme de que estos últimos momentos de felicidad valdrán la pena.