El orador constante
En el principio era el Verbo
Juan 1: 1
Yo nací pa’ meter muela, como dice el vulgo. En eso de hablar y hablar, no hay mortal en esta tierra que me gane. Mi abuela cuenta que, de chiquito, cuando todavía no cumplía los tres, ya hablaba hasta por los codos. Entre los dos y los cuatro, los niños viven eso que los psicólogos llaman la edad de los porqués. Preguntan tanto que agotan la paciencia del más paciente. Yo estoy seguro de que la paciencia le vino a Job de haber tenido siete hijos y tres hijas muy preguntones. Eso no aparece en el relato bíblico, pero tantos años respondiendo las preguntas de diez críos lo habrán preparado para soportar con ejemplar estoicismo las calamidades que le cayeron encima. Eso, y tener siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, quinientas asnas y muchísimos criados. Nadie calcula la paciencia que se necesita para bregar con los variables humores de semejante hato de bestias, familia y criados incluidos.
A los cuatro no solo preguntaba, también discutía y volvía preguntar si la respuesta no me convencía. Los adultos creen que a esa edad uno tiene el cerebro de un mosquito, y por ello dan respuestas tontas a preguntas inteligentes. Si yo preguntaba, por ejemplo, por qué maúlla el gato, no era lógico que me respondieran que maullar es una costumbre de los gatos, o que todos los gatos maúllan. El infeliz gato Micifuz maullaba porque yo le había halado el rabo. Así de simple. ¿Por qué se llama Micifuz?, pregunté alguna vez. Mi abuelo, arrugando la frente y mirándome con abierta antipatía, dijo: «Porque es un nombre de gato».
Lo del encono es comprensible, porque el abuelo era el blanco principal de mis preguntas. Era el adulto más disponible de la casa familiar. Bien podría haberme dicho que Micifuz era amigo de otro gato, un tal Zapirón, y que entre los dos se comieron un capón (que no es alguien que ha sufrido la extirpación de sus genitales, sino un pollo pequeño bien cebado). Eso el abuelo no lo sabía, porque sus lecturas no pasaban del periódico, algo que, como todo el mundo sabe, no beneficia al intelecto. Me enteré después, cumplidos los siete, buscando el origen del nombre en una enciclopedia. El nombrecito lo inventó un tal Félix María Samaniego, autor de la fábula de los gatos escrupulosos. Samaniego también recreó dos fábulas de Esopo que todos los niños de mi generación escucharon alguna vez: La cigarra y la hormiga y La zorra y las uvas. Desde entonces tengo la duda de por qué la hormiga fue tan egoísta, desconociendo que la cigarra la había alegrado con sus cantos todo el verano. Meditando sobre esa fábula descubrí el significado de «mal agradecido».
A los cuatro no paraba de hablar y me surtían de caramelos, galletas y helados para mantener mi boca ocupada en otra cosa. Esa fue la razón de que me convirtiera en un chico un tanto obeso, carente del estado físico y la agilidad que requieren algunos juegos y deportes infantiles. Eso sí, era bastante bueno con las bolas, que no exigen más esfuerzos que afinada puntería y buen pulso.
Me zampaba esas golosinas con prisa por recuperar la capacidad del habla. «Un día este muchacho se va a atragantar de tan rápido que come, casi ni respira», advertía mi abuela. Me atragantaba más bien de palabras. Bajaban como un chorro desde mi cabeza y pugnaban por brotar todas a la vez, atropellándose y poniendo a prueba la tenacidad de mis cuerdas vocales.
A los cinco me llevaron a un psicólogo por recomendación de Ágata, mi maestra de preescolar. No culpo a la sufrida profesora. No paraba de hablar con otros niños y, si no me hacían caso, alzaba la voz para llamar la atención. Era el más rápido en entender el contenido de una historia y le añadía elementos que brotaban de mi imaginación.
«Tiene el vocabulario de un niño de siete u ocho años, pero me hace las clases muy difíciles… ¡porque no para de hablar!»
Nicolás Verdugo me impresionó como un viejo gruñón, aunque probablemente no pasaba de cincuenta. A esa edad es difícil establecer categorías etarias, incluso para un niño tan adelantado como yo. Viejo o no, era uno de esos individuos que se enojan fácilmente, algo contradictorio con la imagen tradicional del psicoanalista. Era obvio que había escogido la profesión equivocada, pero entonces no tuve la oportunidad de decírselo.
Pensarán que me lo estoy inventando, pero ese era su apellido: Verdugo. Su segundo apellido era Callado. Curioso, ¿no es cierto? Apropiado, diría yo. Los verdugos son gente callada, encerrados en el macabro mutismo de su profesión. Y los psicólogos deben escuchar, permanecer callados mientras sus pacientes les cuentan sus tonterías sobre lo mal que los trataban sus padres, y sueños y pesadillas inventadas.
Ya por esas fechas había escuchado a mi tío Bonifacio la historia del verdugo Wang Lung, un tipo diestro que a veces decapitaba a quince o veinte personas en una sola sesión. Así que supe qué era y que hacía un verdugo, y aquel discípulo de Freud, o quizá de Pavlov, corroboró mis temores. Verdugo me sentó frente a él en una silla tan alta que mis pies no tocaban el suelo. Se encorvaba hacia adelante en su sillón y acercaba el rostro afligido para escupirme sus preguntas y su aliento nicotínico. Si luego no fumé en toda mi vida, probablemente se lo debo a la repugnancia que me produjo su aliento.
Estoy seguro de que su frustración le vino de mi aparente distracción, de mis movimientos inquietos en la silla, pero sobre todo de mis inteligentes respuestas a sus insípidas preguntas. Felizmente, no fueron necesarias más que dos sesiones para que emitiera su diagnóstico: Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad. Verdugo Callado se lo soltó a mis atolondrados padres en una sesión de la que fui convenientemente descartado. Lo del enrevesado diagnóstico lo supe después, tras una indiscreción del tío Bonifacio.
Bonifacio, hermano menor de mi madre, estaba casado con Alicia Chiu, una simpática descendiente de cantoneses, que escribía para el Kwong Wah Po1. Supongo que Alicia lo inició en la literatura china. Bonifacio, el único pariente cercano que parecía entretenerse con mis parrafadas, aprovechaba alguna que otra pausa mía, normalmente involuntaria, para llenar el silencio con toda suerte de historias, algunas de oriental prosapia.
De hecho, la tarde de marras la pasé en el apartamento de Bonifacio y Alicia, en un alicaído edificio en la esquina de Cuchillo con Campanario. Bonifacio preparó limonada, nos sentamos en el balcón y me narró la historia del pescador que se zambulló en el agua y sacó una perla de debajo de la barbilla de un dragón negro. No recuerdo más de esa historia, pero sí que desde el estrecho balcón veíamos el campanario de la iglesia de nuestra señora de la Caridad.
*
Limitarme a hablar menos me costó un huevo. ¿Hay cosas más naturales para los humanos que hablar? Quienes no tienen, como yo, esa natural pero acaso exagerada disposición a llenar con palabras los oídos propios y ajenos, difícilmente entenderán el sacrificio que significa quedarse callado unos pocos minutos. El silencio exige autocontrol, férrea voluntad y estricta disciplina. Una manera de aliviar la angustia es hablar en voz baja, con el riesgo de que te tomen por orate. O hablar mentalmente, asunto por demás aburrido.
Lo logré en la primaria, pagando el precio correspondiente. Las cosas que uno reprime se entierran en el subconsciente, y eso termina produciendo cambios de humor, tristezas inexplicables y hasta una ligera depresión. Gracias a Dios tenía al tío Bonifacio. Él me escuchaba sin interrumpirme, fumando sus vitolas de Fonseca de tripa corta y asintiendo para confirmarme que no perdía una sílaba de mi cháchara. Bonifacio, tabaquero en la fábrica Partagás, fue el primero que pensó en un oficio adecuado para mi incesante verborrea: lector de tabaquería. «Así puedes hablar horas y horas sin que nadie de interrumpa». Eso sí, antes tendría que terminar el preuniversitario, y ¡me faltaban siete años!
Pero no tuve que esperar tanto tiempo. Un año después, en el ochenta y nueve, comencé la secundaria y descubrí el oficio que necesitaba para dar rienda suelta a mi verborrea: dirigente estudiantil.
Una de las principales tareas de un dirigente estudiantil es dar charlas, adoctrinar, aunque algunos suelen llamarlas teque. Del teque hay varias definiciones, coincidentes en su esencia: conversación larga en la que uno apela sin complejos a la retórica oficial. Repito: conversación larga. Hay definiciones negativas que la califican de tediosa. Ahora, que sea o no tediosa es algo subjetivo.
En esos años, las charlas, o los teques, no eran tan bienvenidos. Se había acabado la generosa y desinteresada ayuda de los soviets y se estaba pasando una penuria del carajo. «La cosa está color de hormiga», decía Bonifacio, que dejó de fumar sus puros. «Con el estómago vacío, fumar me da mareo.» Debemos a las habilidades culinarias de Alicia Chiu que no la pasásemos tan mal. Ella preparaba platos a base de coliflor, brócoli, col y ajíes. Y mi preferido: berenjena en salsa de ajo.
Colmado con semejantes nutrientes, me plantaba delante de los compañeros y les decía: No se preocupen, no les voy a dar un teque, pero hay que resaltar algunos asuntos. Y les soltaba el rollo. No es cierto que mis discursos fueran aburridos e inoportunos, como se quejó una compañera de mi grupo, ni que empleara artimañas verbales para confundir al auditorio. Mi tarea era persuadir, aunque yo mismo no siempre estuviera persuadido. Tampoco es cierto que yo hablara sobre cualquier cosa y a cualquier hora, o a deshora. Mis intervenciones estaban determinadas por las necesidades objetivas de la difícil situación que atravesaba el país. Incluso introduje algunas consignas de sabor juvenil al final de mis discursos, como aquella de «¡el que no salta es yanqui!».
Eso de las consignas tenía sus riesgos, porque en esta isla a todo le sacamos punta. Una noche, en uno de los plenos estudiantiles, se me ocurrió cerrar mi discurso con otra consigna de moda que aparecía en muchos sitios de la ciudad: «Somos felices aquí». Coincidió que en ese momento se fue la luz y alguien, ocultando su cobardía en el anonimato de las tinieblas, gritó: «¡Imagínate allá!» Fue el acabose. En otra ocasión, decidí hacer gala de mis conocimientos del ideario martiano. «Quien se levanta hoy con Cuba, se levanta para todos los tiempos», exclamé, y una joven, que tenía fama de recatada, ladró: «Quien se levanta hoy con Cuba, se levanta, pero no desayuna». Otro acabose.
Cuando llegó la fecha de los Juegos Panamericanos del 91, me encariñé con la mascota Tocopan que representaba al tocororo, el ave nacional, ataviado con un sombrero campesino y zapatillas deportivas. En un discurso de apenas quince minutos, arengando a mis condiscípulos a seguir de cerca las incidencias de los juegos, hablé de la feliz coincidencia del plumaje blanco, rojo y azul del ave con los colores de nuestra bandera. «¿Es Tocopan o Pocopan? Porque a mí, pan hace rato que no me toca», preguntó alguien cuando terminé la charla. Ahí se desataron las risas y las burlas.
Por esos días nos llamaron a una reunión del núcleo (ya era miembro de la Juventud Comunista) y nos alertaron de posibles acciones contrarrevolucionarias. En una pared habanera, alguien había escrito: «No queremos panamericanos, queremos pan y americanos». En eso del humor no hay quien nos gane.
Esos pequeños contratiempos no me desanimaron. A veces uno reconoce que su locuacidad molesta a algunos, pero sabe que vale la pena pagar ese precio, porque de otra forma no se enterarían de cosas trascendentales. Además, en una audiencia siempre hay quienes aprecian tu locuacidad, es hermoso verlos atentos piadosamente a tus palabras.
Quien tiene el don de la palabra debe aprender a interpretar el lenguaje corporal de sus oyentes. Algunos —los que no aprecian tu discurso— lo manifiestan moviendo los pies o las manos, o dejando escapar sonoros suspiros. Otros afirman con la cabeza cada dos minutos, que es su manera de decirte que están de acuerdo, pero que ya han oído el mismo discurso muchas veces. Los hay maleducados, los que te interrumpen a mitad de la frase o desvían su mirada hacia cualquier punto invisible del escenario, como buscando la puerta de escape, si no física, al menos mental. También están los abiertamente hostiles, que te miran con rabia mal disimulada y uno se alegra de que sus miradas no sean puñales. Un orador calificado, de innata vocación, no se amilana ante tales irrelevancias. Un orador virtuoso debe ser capaz de ignorar los comentarios audibles o silenciosos de la audiencia. Su deber, su imperativo categórico, es transmitir un mensaje.
Lo que sí me afectó fue el creciente vacío que se forjó a mi alrededor. Se contaban con la mitad de los dedos de una mano los compañeros que empezaban una conversación conmigo. En los pasillos, o en el patio, rehuían mi contacto visual. Contestaban mis amables saludos con monosílabos y se alejaban con prisa digna de mejores causas. Ni siquiera me gritaban en los partidos de baloncesto, donde una mínima comunicación verbal es necesaria para coordinar las jugadas. No me pasaban la pelota a menos que fuera el único capaz de encestar. Y eso sin advertencia previa, por lo que, no pocas veces, se me escapaba el balón, o me golpeaba en la boca del estómago. «Mierda, este solo sirve pa’ meter teques», rezongaban. Pero como tenían la obligación de asistir a las reuniones y plenos estudiantiles, yo me vengaba alargando mis arengas y discursos.
Lo peor era que las féminas también me sacaban el cuerpo. Ni siquiera las menos agraciadas se me ponían a tiro.
En el tercer año del preuniversitario, rodeado por un muro de hostiles silencios, decidí plantearle mi situación a Raimundo Cosío, el profesor de Geografía.
Cosío era delgado y demacrado, tenía la dentadura dispareja y el aspecto de alguien que lamentaba, tardíamente, una juventud sin diversión. Sus camisas y pantalones le resultaban demasiado cortos, como si se hubiera estirado o vistiera la ropa de un pariente dos tallas más pequeño. Los bromistas del grupo le llamaban “El Mundo Descosío”. La pasión de enseñar estaba ausente de su mirada, quizá como consecuencia de haber impartido durante treinta años una materia que cambiaba muy poco. Solo después de la Caída hubo que rediseñar algunos mapas que parecían inmutables: alemanes del este y del oeste se reunificaron el mismo año en que Ucrania le dijo sayonara a la URSS; eslovenos y croatas dejaron de ser yugoeslavos en esas fechas cuando Estonia, Letonia y Lituania alcanzaron su independencia; checos y eslovacos se divorciaron… «Las fronteras cambian, pero la geografía es la misma», se empeñaba Cosío.
Esa tarde, después de las clases, caminamos por Diez de Octubre hasta la avenida Acosta y nos acomodamos en una mesa mugrienta del bar Heredia, que había sufrido los embates de la crisis. Del sanitario al fondo del pasillo brotaba un hedor a orines rancios y mierda fermentada que ni les cuento.
—Miguel, todo el mundo dice que tienes una capacidad increíble para meter un teque, que ni siquiera pareces respirar cuando sueltas tus discursos. Al principio, pensé que lo tuyo podría ser una forma de narcisismo. Hay personas que hablan de sí mismas porque realmente creen que son más interesantes que cualquiera. Pero no es tu caso. Tú piensas que lo que tienes que decir es muy importante, y hasta entretenido. En eso te equivocas, compañerito. ¿De verdad tú crees que a tus compañeros les interesan esos discursos tuyos sobre resistir, luchar y vencer? ¿Sabes qué dice la gente de esa otra consigna, son tiempos de unir? Pues, cambian unir por huir. Son tiempos de huir. Métete esto en la cabeza: la gente que está comiendo bistec de cáscaras de toronjas y picadillo de gofio, no está para teques. Y no olvides que escuchar es una parte importante de comunicarse y de conectar con otras personas. Así que, ¡aprende a cerrar la boca!
*
Eso fue a finales de junio, el comienzo de aquel verano caliente de 1994. Me pasé el mes siguiente cavilando las palabras de Cosío y leyendo Los Miserables. Leía durante las mañanas, hasta que el calor me expulsaba del apartamento, y caminaba entonces hasta el parque El Curita. No importaba qué hora del día fuera, siempre había muchachones demostrando su habilidad en la cancha de baloncesto. Jugadores de buen nivel. Los fanáticos y curiosos se acomodaban en las gradas de hormigón, bajo un sol que licuaba las ideas más concretas. Me quedaba media hora y seguía rumbo al parque de la Fraternidad, donde podía disfrutar de alguna sombra y echarle una mirada al Árbol de la Fraternidad Americana, una ceiba que se acercaba a su centenario. Si encontraba un oído receptivo, le contaba la historia del parque y de la ceiba. Hablar me aliviaba del bochorno del mediodía.
Entonces llegó aquel primer viernes de agosto. Que yo sepa, no ha pasado a la historia como otro «viernes negro» más, pero se merece el adjetivo, racismos aparte. Yo estaba acomodado en un banco del paseo del Prado, a la altura de la calle Capdevila. No había encontrado a quien descargarle y me aburría contemplando la espalda del poeta Zenea cuando escuché un bullicio creciente. El público tiene una curiosidad insaciable por saberlo todo, excepto lo que vale la pena conocer, sentenció Oscar Wilde. Pero el aburrimiento se cura con curiosidad, dijo otra persona importante cuyo nombre no recuerdo. Así que me sumé a los curiosos que corrían en dirección al Malecón.
¿Cuál era la razón del tumulto? Ni más ni menos que centenares de indignados compatriotas gritando libertad y consignas no oficiales, o más bien opuestas a las oficiales. No podía creer lo que estaba viendo. ¡Un motín! Son las escaseces, y el calor, pensé. Hasta el mismo Job habría salido a protestar después de cuatro años de penurias alimenticias y apagones sempiternos. No pude evitar la comparación con el argumento de Los Miserables: mis amotinados conciudadanos eran como esos hijos decepcionados de la revolución francesa que se rebelaban cuarenta años después, ya que, a pesar de tantos sacrificios, las cosas no habían cambiado para mejor.
Consideré adelantarme al ruidoso molote para dirigirles la palabra. Iba a gritarles la consigna de 1789 —¡Libertad, igualdad, fraternidad! — para atraer su atención y soltarles un discurso, pero la multitud me sobrepasó como un torrente y prosiguió su algarabía hacia Galiano, donde la emprendieron a palos y pedradas contra el Deauville y algunas tiendas de esa calle que antes fue elegante. El vandalismo me entristeció y me escapé del tumulto por la calle Trocadero.
Eran tiempos de huir. Eso dijo Cosío. Más de treinta mil compatriotas huyeron en las semanas que siguieron al motín.
*
Lo del maleconazo fue un mazazo. La entrada al Partido de gente con creencias religiosas, un latigazo. La desaparición de aquello del estado ateo de la Constitución, un golpazo. Y lo de Marlene, que se hizo Testigo de Jehová escuchando las monsergas de una vecina, un flechazo. Sumen esos factores y mi irrefrenable necesidad de hablar, y entenderán por qué me convertí en discípulo de esa secta.
Si ya nadie aceptaba los teques políticos, como Testigo podría ir de puerta en puerta y hablar a la gente de cosas etéreas y sublimes, decidí. A estas alturas ya habrán entendido que, para una persona como yo, el silencio y la meditación son simplemente inaceptables.
Es falso que no fui a la universidad porque uno de los ancianos de la congregación testificara que el sistema mundial terminaría en unos pocos años. Hubo tantas predicciones fallidas sobre el fin de los tiempos, que ya nadie sabe a ciencia cierta de qué se trata el asunto. Ahora las llamamos revelaciones progresivas. Mi decisión de abandonar los estudios tuvo otra razón: dedicarme a lo que quería hacer: hablar. Proselitismo puro y duro.
Gracias a esa memoria privilegiada que tengo, no tuve dificultades en asimilar ese fárrago doctrinal que mezcla escogidos versículos bíblicos con las interpretaciones que hacen nuestros sabios de esos textos, bien alimentados y acomodados y pagados en la sede mundial en Brooklyn. Me dijo un Anciano que el letrero encima del edificio, además del nombre Watch Tower, torre del vigía, muestra la temperatura y la hora en grandes letras de neón. Eso de tener la sede mundial en Nueva York me pareció excelente. Porque Nueva York es la capital del mundo. El Vaticano, donde van los católicos a rendirle pleitesía al Papa de turno, además de ser apenas una barriada, está enclavado en una ciudad decadente. Un sitio apropiado para el catolicismo, religión pagana y babilónica.
En tres meses me convertí en el predicador estrella de mi circunscripción. Me sorprendió cuánto había cambiado mi vocabulario, una vez que superé mi anterior vida pecaminosa de asociación con las cosas de este mundo. Ahora incluyo en mi habla cotidiana términos y frases nuevas y persuasivas. Es cierto que mis teques de puerta en puerta se apartan un tanto del lenguaje oficial. Porque no me satisfacen del todo esas frases hechas que debemos repetir como papagayos ante cualquier inconverso desprevenido: eso de que el fin está cerca, que estamos en el camino, que se viene el Armagedón
Es verdad que no siempre encontraba oídos receptivos. «No sé si te das cuenta de la sarta de sandeces que dices», me endosaban, sin el mínimo respeto. También: «Tienes que ser un completo ignorante o un imbécil para creer en esas cosas». Un negro de Pogolotti se rio en mi cara: «Blanco, a ti te lavaron el cerebro». Eso es algo que niego rotundamente, probablemente porque es cierto. Otras personas fueron menos hostiles: «Desmaya esa talla, asere». Y otras me respondían con frases inescrutables: «Socio, hoy me da lo mismo planchar un huevo que freír una camisa».
Decirles a mis oyentes que solo ciento cuarenta y cuatro mil van a resucitar en el cielo para gobernar con Jesús, es problemático. A todo el mundo le gusta estar cerca del poder, ser de los favoritos del rey. Tampoco es fácil convencer a la gente de que no deben adorar a Jesucristo, porque Jesús es el arcángel Gabriel, no el hijo de Dios. Perdón, de Jehová, el verdadero nombre de Dios, del cual nosotros somos sus fieles testigos. Uno de esos tipos que estudian teología y saben griego y demás, me dijo que nosotros hemos cambiado y seguimos cambiando la Biblia para que apoye nuestras ideas.
—Amigo, los apóstoles jamás emplearon el nombre Jehová en sus escritos, usaron la palabra Señor y Dios, las dos en griego, para referirse tanto al Padre como al Hijo. Incluso cuando citaban versículos del Antiguo Testamento, que contienen la palabra Yahvé en hebreo, lo tradujeron con los nombres de Señor y Dios. Pero ustedes se cagaron en los originales griegos y tradujeron Jehová donde debe ser Señor y Dios.
No niego que esa crítica me moviera un poco el piso, pero no tengo por qué creer lo que dijo el sesudo ese. El problema con esos que se llaman cristianos es que no se rigen por una sola y sabia autoridad, les da por escudriñar la Biblia y sacar sus propias conclusiones. Por eso son hijos del error. Nosotros, en cambio, tenemos un cuerpo gobernante que dice la última palaba sobre cualquier pasaje de las Escrituras.
Mi peor experiencia fue en una casa en la calle Armas, en Lawton, detrás del parque Butari. La propietaria, que pasaba de los setenta, me invitó a pasar. Una señora enjuta y canosa con una nariz ganchuda, ojos pequeños y la boca pintada con un rojo chillón. Cuando me acomodé en una butaca tan decrépita como su dueña, se excusó y desapareció para hacerme café. Al rato regresó con una taza y una caja de zapatos que colocó encima de la mesa de centro.
Bebí el café sin demora para no darle la oportunidad de interrumpirme. Me había ocurrido en otras ocasiones y me sabía el truco. «No deje que se le enfríe el café», me decían con aparente amabilidad, con la aviesa intención de sofocar mi discurso.
Le devolví la taza y le solté mi rollo en veintidós minutos, sin la menor interrupción. Me sentía en las nubes. No todo el mundo te deja hablar tan libremente. Ella me miraba con una mezcla de conmiseración y simpatía. Cuando dije que adorar a Jesucristo es idolatría, como enseña nuestra sana doctrina, levantó su enclenque brazo para detener mi discurso.
—Dígame, jovencito, ¿usted ha leído alguna vez la constitución de la Sociedad Bíblica del Atalaya, la de 1945?
Joder, pensé, y eso a qué viene. Claro que de esa constitución no tenía ni idea. Sacó un librito de la caja, lo abrió y me lo acercó.
—¿Qué dice aquí? —preguntó, indicando un párrafo con su artrítico dedo.
Lo leí en voz baja. Decía que los Testigos debían adorar a Jesús. Sorprendente, pensé. Cerré el librito para ver si era un documento de la Sociedad Bíblica del Atalaya y no una venenosa falsificación. Era literatura oficial. Me sacó el libro de las manos y me mostró otro. Le eché una ojeada a la carátula. También era de la Sociedad Bíblica del Atalaya.
—Este documento es de 1954, nueve años después.
Lo abrió, me mostró un párrafo que había subrayado y me pasó el librito. Decía que, como Jesucristo no era una persona trinitaria, no se le debía dirigir adoración alguna. Bajé la cabeza y miré la taza vacía, una manera de ganar tiempo para reorganizar mi discurso. Iba a objetarle que no hay que ser dogmático, explicarle la importancia de la negación de la negación y cosas por el estilo, pero antes de que pudiera hablar, ella volvió a la carga con su voz atiplada.
—Ahora escuche algunas de las sandeces que han dicho nuestros sabios maestros.
Lo de sabios le salió como un escupitajo.
—En 1891 dijeron que Dios gobierna el universo desde una estrella llamada Alcyone, la estrella más brillante de las Pléyades. Me imagino que todavía hay astrónomos dirigiendo sus telescopios a esa estrella para ver si descubren qué aspecto tiene Dios.
Me pasó el documento, titulado Studies in the Scriptures.
«Alcyone, the central one of the renowned Pleiadic stars… Alcyone, then, as far as science has been able to perceive, would seem to be ‘the midnight throne’ in which the whole system of gravitation has its seat, and from which the Almighty governs his universe.»2
— Fui maestra de inglés, si quiere se lo traduzco.
Hizo la traducción sin mirar el texto.
Soy un ignorante en astrofísica, pero afirmar que todo el sistema de gravitación tiene su sede en una estrella, me pareció exagerado. Ahora, era lógico que Dios hubiera instalado su trono en algún astro del Universo. ¿Por qué no en esa tal Alcyone? A menos que fuera un trono itinerante que saltase de una galaxia a la otra para que nada escapara a su amorosa atención.
—Seguro sabe que en el Antiguo Testamento hay una bestia marina llamada Leviatán, que con frecuencia se asocia a Satanás, prosiguió la vieja.
Había leído que Leviatán es esa ballena que se tragó al infeliz de Jonás y lo tuvo tres días en su vientre antes de vomitarlo en una playa. La misma suerte que le tocó al simpático Pinocho.
—En 1917, uno de nuestros ilustres maestros dijo que el Leviatán era una profecía de la locomotora de vapor. Para morirse de risa, ¿no le parece?
Reconocí que la cosa tenía su lado gracioso y mostré mi buena voluntad con una media sonrisa. Entonces sacó otro ejemplar de la caja de zapatos. Leí el título: The Golden Age.
—Esta revista después cambió el nombre a Atalaya —dijo.
Me pasó el cuaderno, muy maltratado. Era de octubre de 1921. Tenía ese olor a madera y tierra de los libros viejos. Lo sacó de mis manos y buscó otra cita, que leyó en alta voz.
—La vacunación nunca impidió nada y nunca lo hará, y es la práctica más bárbara… Estamos en los últimos días, y el diablo está perdiendo lentamente su control, haciendo un esfuerzo extenuante para hacer todo el daño que pueda, y para que en sus créditos se puedan poner tales males. Usen sus derechos como ciudadanos estadounidenses para abolir para siempre la práctica diabólica de las vacunas.
Al final de la lectura parecía extenuada, pero encontró resuello para increparme.
—¿Qué le parece, jovencito? Felizmente, los norteamericanos no hicieron caso de esa patraña. ¿Se imagina cuántas personas habrían muerto si no fuera por las vacunas? Y, claro, hace mucho que nuestros sabios gobernantes dijeron que estamos en los últimos días.
La puñetera anciana estaba enterada de cosas que no yo sabía. Entonces caí en cuenta de que era una apóstata. No hay peor astilla que la del mismo palo. Decidí que había escuchado demasiado. No iba a permitir que esa vieja renegada hiciera trizas mi lindo oficio de predicador itinerante. Le agradecí el café, le deseé muy buenas tardes y regresé al sol generoso de la calle Armas.
No he desmayado en mis esfuerzos. Sigo pateando las calles de esta ciudad, tocando las puertas y ofreciendo mis teques a la gente. A los que me cierran la puerta en las narices, negándome el sagrado derecho de hablarles, les grito que en el principio fue la Palabra, y que los Testigos seremos los únicos que sobreviviremos al Armagedón.
NOTAS
1. Diario Popular Chino. Se publica desde marzo de 1928.
2. Alcyone, la central de las famosas estrellas Pléyades… Alcyone, entonces, hasta donde la ciencia ha podido percibir, parecería ser ‘el trono de medianoche’ en el que todo el sistema de gravitación tiene su asiento, y desde el cual el Todopoderoso gobierna su universo.
Manuel Quintero Pérez. Santa Clara, 1951
Manuel Quintero Pérez es ingeniero y periodista, y desde 1979 ha sido funcionario de organismos internacionales, residiendo en México, Ecuador y Suiza. Además de numerosos artículos de prensa ha publicado, entre otros, los ensayos El Papa en Cuba: la lectura (des)interesada de la prensa (Ediciones CLAI, Quito, 1998) y ¿Tribunas de la verdad? El Telégrafo en la crisis bancaria de 1999 (Oveja Perdida, Quito, 2005); es coautor de dos biografías de personalidades ecuménicas latinoamericanas; y de los libros de relatos La casa del pozo sagrado (Círculo Rojo,2017) y Tarde de Suerte (Círculo Rojo, 2018). Su novela La chica del lunar ganó el premio nacional de novela negra Fantoche 2018.