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El niño de cristal

La muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo.

F. Mauriac

La vida es muy bella cuando a uno se la cuentan o cuando la lee en los libros; pero tiene un inconveniente; hay que vivirla.

J. Annouilch

A Ulises Pardias Hernández y a su familia, a quienes pertenece este cuento.

I

Repiquetea el despertador y de entre las sábanas surge la mano de Néstor; sus seis dedos tantean la superficie de la comodita junto a la cama hasta dar con el reloj y silenciar los pitidos de la alarma. Tampoco es que la necesite; lleva más de tres horas sin pegar ojo. A las dos de la mañana vino a dormirse y a las cuatro ya su mente lo desalojó del letargo y forzó en él todo un bombardeo de divagaciones sobre lo que ocurrirá en unas horas.

Respira hondo y echa la sábana a un lado. Quiere tomar asiento en la cama. Apoya ambas manos en el colchón y las usa de resortes para que sus brazos temblorosos alcen su cuerpo. Tanto esfuerzo no es a causa de la mala noche, sino a que su cuerpo le obliga a subyugarse a la lentitud.

Encima de la comodita, junto al reloj despertador y el San Lázaro, hay un collar con una cruz. Todo de oro, pequeño y sencillo. Un obsequio de su hermano, mucho tiempo atrás. Néstor lo usa casi todo el día, excepto cuando duerme, pues más de una vez despertó sangrando. El pendiente lo lastima durante la revoltosa inconciencia del sueño. Ahora la prenda, durante horas separada del calor de su cuerpo, lo hace estremecerse una vez se la pone. Fría y por varios segundos hiriente, la cruz de oro encuentra su pecho y golpetea las llagas en la piel antes de quedar inmóvil. La toca un momento, pensativo.

Ya él no cree en Dios, pero todavía enarbola su insignia en honor a Nikolái.

Alguien entra de súbito al cuarto. Es su madre y trae un semblante de preocupación que se disipa al verlo despierto.

—¿Cómo te sientes hoy, mi niño? —le dice.

Néstor, sin enseñar los dientes, finge una expresión de alegría. Odia que ella le diga ‘’mi niño’’, pues no lo es; nunca tuvo la oportunidad.

—Bien —contesta.

Su madre se acerca y lo besa en la frente mientras le pasa la mano por el pelo.

—El desayuno está casi listo, vete preparando.

Él asiente y la observa salir del cuarto. A su madre, cada día más confinada en los aposentos de una vejez precoz, evidente en su leve curvatura de espalda, las arrugas que se expanden otro poco cada día; esa voz, aun dulce, comienza a volverse anfitriona de una tristeza que lleva escondiendo durante largo tiempo. Tantas cosas: divorcio, muerte, fracaso en el amor, deficiencias genéticas. Todo se cernió sobre los treinta y cuatro años de su madre, hasta transformarlos en unos aparentes cincuenta; exilió de sus cabellos el hermoso tono castaño, del que ahora apenas dos o tres mechones sirven como recordatorio de lo que las canas engulleron sin piedad. Pobre de ella, que, a diferencia de otros, no aprendió a amarlo. Ella lo adora, resguarda y consiente. Viva, perece a cada aliento, quizás no a sabiendas, quizás sí. Lo que sí consume su mirada, igual a un fuego fatuo, es la determinación a seguir en la pelea. Por eso, Néstor no conoce otro sendero excepto el de amarla.

Cuando ella deja la habitación, él se desplaza al borde de la cama y coloca los pies en el suelo. Sus dedos rozan las chancletas, justo delante. Las enfunda y tras recoger aliento, se incorpora. Hacerlo no le roba mucho esfuerzo. Ya libre de las secuelas del reposo, su cuerpo empieza a recobrar esa frágil cuota de vigor, que Néstor raciona a lo largo del día, para no desfallecer a mitad de camino.

Rodea la cama lentamente. Su pierna derecha, más flácida que la izquierda, fuerza en él un leve cojeo. Pasa de lado los numerosos posters que colorean las paredes de su habitación y llega al gavetero en la esquina. A la derecha del mismo, hay un espejo de tamaño completo. Tras agarrar el spray de salbutamol de la primera gaveta, Néstor se ladea y examina la criatura que le devuelve la mirada desde el espejo. Una figura cuyas facciones, en especial los ojos, le conceden cierta humanidad que va palideciendo mientras observa el resto de su cuerpo.

Lleva solo un calzoncillo de pata que le queda holgado, pues si usara una talla más ceñida, le maltrataría las lesiones en la cintura. Estudia su fisionomía, del cuello a los pies; esas postillas que dejan pequeños tajos de su verdadera piel a la vista. Nadie, al verlo sin camisa, presta atención a las porciones de tejido todavía intactas. Son muy pocas para merecer atención. No, todos buscan las manchas de tonalidad rosa oscuro, que se las han ingeniado para reclamar prácticamente cada resquicio de su físico. A veces pierden coloración y parecen a punto de desaparecer, pero nunca lo hacen. Al contrario, retornan y arden más que nunca, hasta sueltan sangre, tal vez a modo de castigo, para reprocharle a Néstor por nutrir la esperanza de que se le iban a remediar.

Se ladea, sin apartar la vista del espejo. Ahora se fija en sus brazos: de perfil, semejan huesos salpicados de carne. Acerca una mano a las costillas, que, a flor de piel, lo erizan cuando las toca, a ellas y a las postillas encima. Al concluir su examen y darle la espalda al espejo, Néstor, de un pestañazo, aplasta las lágrimas que le empañan la vista.

Sale de su cuarto, en dirección al baño. En el trayecto, se limpia la humedad de la cara. Debe dejar todo ese llanto y prepararse, que hoy tiene escuela.

II

Las miradas y muecas. Está tan acostumbrado que las ve surgir en las caras antes de que de las personas siquiera las concreten. Un adivinador. Es hora de receso. Él acaba de tomar asiento en uno de los bancos, a las afueras del edificio de Contabilidad, el cual, en esos precisos instantes, deja escapar toda una avalancha de estudiantes. Centenares de pasos, voces, gritos, sonrisas.

Néstor piensa en su niñez, aquella época de ingenuidad, cuando recorría junto a su hermano el barrio y lo asustaba la reacción de la gente ante su presencia. Hoy, doce años después, sonríe al decirse que la única cosa que podría cogerlo desprevenido es que una expresión neutral le devuelva la mirada, o que alguien le dirija la palabra sin sufrir la necesidad de alejar la vista.

Lo único productivo de llevar casi un año allí es que Néstor ya maneja al dedillo esa inmensa autocompasión que solía embargarlo cuando la gente, en especial las muchachitas, le pasaban de lado haciendo muecas de asqueo o simplemente elegían mirar a otro lado. Ya eso apenas lo incomoda, aunque nunca puede evitar que su corazón se acelere al notar las caras de algunos transformarse nada más lo divisan. También el tiempo fue mellando el asombro de los otros alumnos y profesores de la escuela. Semanas y meses los adaptaron a Néstor. Lentamente, pasó de moda hasta dejar de ser inusual para hoy en día, recibir la etiqueta de habitual. Feo, pero habitual.

—Dime, chama, ¿qué hay?

Él alza la vista al oír la voz. Sonríe a Frank, quien, delante suyo, le estira la mano. Un gesto natural, sin que lo ralentice o frene el miedo a que, por tocarle esa piel cubierta de postillas, vaya a pegársele lo mismo.

Frank lo conoce, sabe que lo único que Néstor puede pegarle es el miedo.

Tras intercambiar un apretón de manos, el otro se une a él en el banco.

En ocasiones, Frank le recuerda a su hermano Nikolái, que ahora tuviese dieciocho años, en vez de andar esclavizado en fotografías, pañuelos húmedos y pesadillas con bellos comienzos y finales abruptos que sirven de justificación para las lágrimas en los pañuelos.

—¿Quieres uno? —Néstor ladea la vista. Frank, tras formular la pregunta, sacude la caja de cigarros que recién extrajo del bolsillo de la camisa.

—Tú sabes que no puedo.

—¿Pero te gustaría?

—Es malo, Frank.

—Y bueno también —el otro enciende el cigarro.

—Casi todo lo bueno es malo.

Frank, que recién aspira, abre mucho los ojos y tose varias veces mientras que de sus fosas nasales y boca salen escupitajos de humo.

—¿Cómo fue?

—Piénsalo para que veas. El cigarro dará mucho placer, pero también cáncer de pulmón.

—¿El lagger?

—Cirrosis hepática.

—¿Los dulces?

—Diabetes.

—¿Las jevas? —Frank cruza los brazos; su rostro adquiere una expresión de enojo.

—Una barbaridad de enfermedades.

—Asere, ¿las pajas?

—Darán gusto, pero el efecto dura muy poco. Y ni hablemos de lo que le hace a la reputación de uno si te agarran en eso.

Frank niega con la cabeza y baja la vista un instante; su exhalación de hastío señala que se ha dado por vencido.

—Mi socio, usted piensa demasiado —sentencia.

—¿Qué más puede hacer alguien como yo?

—Podemos empezar por un cigarro —Una expresión jovial suaviza las facciones de Frank—. Y después hacemos una cosita que tengo planeada para hoy.

Néstor, intrigado, aunque algo inseguro sobre si quiere o no escuchar lo que dirá su amigo, tarda un momento en preguntarle:

—¿Qué plan es ese?

Como si no lo hubiese oído, el otro engancha el cigarro a sus labios y hurga en el bolsillo de su pantalón. Extrae el celular y oprime un botón. La pantalla se enciende:

—Son las nueve y treinta y cuatro —notifica, entonces desvía la vista hacia Néstor—. En diez minutos nos fugamos.

—¿Quiénes? —Él intenta mantener la concentración, pero le cuesta trabajo sobreponerse a los saltos que le da el corazón y a los repentinos temblores de sus manos.

—El Zurdo y yo… Y tú, si quieres.

Una presión arremete el pecho de Néstor, tan potente que silencia los estruendos de su corazón para luego darles voz nuevamente, ahora con todavía más ímpetu.

—Frank… —empieza y de inmediato se detiene, en busca de una excusa distinta a las anteriores. No es la primera vez que le ofrecen una escapada antes de hora de la escuela, y lo abochorna el elevado número que alcanzan sus negativas a cada petición. A cada no, lo respaldan motivos de salud. No, que si el Sol; No, porque si la caminata y mis piernas; Que si el asma, que si esto, que si lo otro.

Lo peor de todo es que quiere ir.

Ya encontró una excusa, un nuevo certificado médico oral:

—Mira…

—Antes de que metas el cuento, déjame hacer una llamadita.

Frank marca un número en su móvil y lo acerca al oído. A los pocos segundos, frunce el ceño:

—Oye, estoy al lado del edificio de Contabilidad. Vengan para acabar de irnos —hace una pausa y agrega, mirando de soslayo a Néstor—. Dile a Maya que se apure, que vamos tarde. Dale, dale.

Néstor ni siquiera espera a que su amigo baje el celular, nada más ve que toca la pantalla para finalizar la llamada, ataca:

—¿Maya va a ir?

—Sí —Frank lo mira y frunce el ceño—. Te lo dije ahorita mismo, ¿no?

—No, no me dijiste nada.

—Ah, mala mía —La sutil mueca de goce que aparece en el rostro de Frank indica que se había reservado el dato con él único propósito de provocar una reacción en Néstor.

Y tiene éxito.

—¿Maya va? —repite el otro, sus ojos al frente, la boca entreabierta.

—¿También tienes problemas de sordera? ¿Por eso es que no vas a ir?

—¿Quién dijo que no voy a ir?

—¿Cómo fue?

Néstor abre mucho los ojos, parpadea varias veces y algo confundido, baja la vista. ¿En qué momento dijo eso? El arrepentimiento y la tentación de ir se baten en un duelo interno que mantiene sellados sus labios.

—¿Vas con nosotros? —Frank sonríe—. Ese es mi chama…

—Eh, Frank, déjame…

—Maya se va a alegrar.

Asaltado por una súbita corriente de dicha, pronto Néstor reflexiona y siente la corriente estrellarse contra el muro de la realidad. Esa realidad que sus propios ojos le muestran cuando se mira los antebrazos desnudos. Lleva una mano a la mejilla y tropieza con las leves protuberancias en la piel; ahora le parecen gigantescas, a sabiendas de que, en cuestión de minutos, Maya las tendrá delante.

Por alguna razón, lo muerde a quemarropa el recuerdo de la primera vez que se atrevió a interactuar con una muchacha. Su nombre era Yisel y, como él, tenía once años. Inclusive en aquel entonces, atrapado en la inocencia de la niñez, Néstor comprendió que los separaban miles de kilómetros, traducidos principalmente en el pelo rubio de ella y en lo linda que era. Sin embargo, el niño se atrevió y cierto atardecer, mientras salían de la Iglesia, la invitó a sentarse en la escalera de entrada para charlar. Ella accedió, probablemente movida por la advertencia de sus padres de que a ese niño raro, el pobre, había que tenerle lástima. Yisel, todo el tiempo muy amable, le sostuvo la plática hasta que se impusieron esos arrebatos de indiscreción típicos de la infancia.

—¿Por qué tú eres así? —preguntó de repente y, sin darle oportunidad a contestar, añadió—. ¿Eso te pasó en un incendio?

Y de nuevo, rápida, inconsciente de cuan fuerte hundía la daga:

—¿Qué te pasa en los pies? ¿Por qué andas cojo? ¿Si todos tienen cinco dedos, por qué a ti te dieron seis?

Por fortuna, los padres de la niña terminaron de hablar con el cura y salieron. Al encontrarla junto a Néstor, a él le dedicaron una sonrisa formal y a ella le dijeron que se apurara, pues los iba a coger la noche. Inmerso en una vorágine de confusión y miedos, Néstor acudió a su hermano, en aquel entonces de trece años, quien tras envolverle los hombros con el brazo y dejarlo llorar, le dijo:

—Compadre, tu amiguita todavía no ha tenido tiempo de aprender una cosa que tú, por cómo eres, ya es hora de que vayas metiéndote en la cabeza.

—¿Qué? —musitó él, cabizbajo. La respuesta de Nikolái lo hizo alzar la cabeza y mirarlo extrañado.

—Que una buena parte de la gente en este mundo están ciegas… Se fían mucho de lo que ven, compadre. Los ojos más bien registran, no ven.

—¿De qué tú hablas, Niko?

—Coño, de que lo lindo y lo feo el ojo humano no lo capta. Nunca.

—¿Y cómo se ven entonces?

—Dale tiempo, ya te darás cuenta cómo —Nikolái le apretó suavemente el hombro y añadió—. Pero si quieres un modelo de belleza, entonces párate delante de ese espejo.

Las palabras tiernas de su hermano llegaban demasiado tarde. Las que le dijo Yisel a la entrada de aquella Iglesia calaron más hondo en Néstor, crearon una herida incapaz de cicatrizar, a través de la cual aún hoy puede sentir escapársele poco a poco la vida. Yisel y sus interrogantes arrancaron de cuajo los frágiles restos de infancia que todavía persistían en Néstor a sus once años. A partir de ese día, nunca fue el mismo. No pudo, no mientras albergase la humana y maltratadora capacidad de recordar.

La voz de Frank lo saca de sus cavilaciones:

—Ahí vienen esta gente.

Néstor desvía la vista hacia la derecha. Un muchacho y una muchacha recién pasan de lado las escaleras que conducen al edificio de Contabilidad. Resaltan entre los alumnos. Él lleva los pantalones marrones, pero en clara violación de las directrices escolares, reemplazó la camisa con un pulóver negro que tiene estampadas las letras Nirvana en el pecho. Ese joven, dueño de una sombra de barba que incrementa sus legítimos dieciocho años, es Ryan, de segundo año igual que Frank, aunque distinto en muchos aspectos. Él trata a Néstor solo porque su compañero lo hace; en su rostro sí moran las expresiones de disgusto cada vez que lo tiene delante. Una de ellas aparece cuando se coloca frente a ambos y tras saludar a Frank mediante un apretón de manos, mira de soslayo a Néstor y le ofrece un cabeceo acompañado de un forzado ¿qué bolá?

Pero a Néstor le importa poco la indiferencia de Ryan; sus ojos buscan a la joven que llegó junto a él y que ahora mismo besa a Frank en la mejilla. Ella se echa atrás, mira a Néstor directo a los ojos, esboza una sonrisa y destruye los nervios del joven al inclinarse hacia su rostro y dejarle un beso. Después de hacerlo, no muestra repugnancia o le da la espalda para escupir, no vaya a ser que una de esas postillas tuviera infección.

Perplejo y al mismo tiempo víctima de una grata sorpresa, Néstor oye a Frank decirle:

—Bueno, por fin, ¿vienes con nosotros?

Él echa un vistazo a Maya: mediana, mulatica, de una piel lisa, limpia, su cuerpo sencillo, pero hermoso en aquel uniforme apretado, y ese rostro que alcanza su máximo esplendor cuando ella sonríe.

Desde donde está, puede oler su perfume. El aroma se traga de un bocado sus temores:

—Sí, voy.

III

La guagua los dejó cerca del mercado de 3era y 70. Momentos antes, el grupo de muchachos logró llegar a la última puerta y se parapetaron los cuatro bien cerca. Una vez el chofer abrió, el primero en salir fue Ryan, quien siguió de largo en dirección a la acera, donde prendió un cigarro y miró inclemente a Néstor, aun en la guagua, cubierto de sudores y respirando agitado.

Frank enseguida se bajó y ayudó a Néstor. Maya, detrás del muchacho, le colocó ambas manos por debajo de los hombros, para suavizar su descenso.

Una vez se va la guagua, Frank deja a Néstor con Maya y camina hacia Ryan. De un manotazo, le tumba el cigarro de la boca y con la otra mano, le propina un empujón.

—Me avisas desde ya si vas a comer esa pinga —le advierte, casi a gritos. La gente, en la parada, deja de buscar el transporte en el horizonte y les dedica su entera atención.

—Yo no lo invité aquí —replica Ryan.

—¿Estás bien? —pregunta Maya a Néstor, le pasa la mano por la espalda. Él, medio encorvado, tiene la boca abierta, aspira y tose varias veces mientras hurga en los bolsillos de su pantalón. ¿Dónde dejó el salbutamol, en el izquierdo o el derecho? Lo halla en el izquierdo y se da tres fotutazos. Lentamente, comienza a enderezarse. Ahora solo le queda la vergüenza de haber hecho aún más obvia su debilidad ante Maya. Necesita de unos segundos para sobrepasar la pena que le impide mirarla a los ojos.

Finalmente lo logra:

—Ya estoy mejor —dice.

—¿Seguro? —Ella arquea las cejas. Preocupada, sigue pasándole la mano por la espalda. La caricia lo reconforta y sirve de aliada al salbutamol en su misión de descomprimirle los pulmones.

—Sí, sí.

Ambos desvían la vista hacia Frank y Ryan.

—¡Lo invité yo y se queda! —exclama el primero— Además, Maya lo quiere aquí también, así que te jodiste, papa.

—Yo no tengo culpa que ustedes le tengan lástima.

—Yo no le tengo lástima ni cojones. Es mi socio y punto.

—Oye, caballero, dejen eso —Maya se acerca e interpone su cuerpo entre los dos muchachos. Los tres guardan silencio al ver aproximarse a Néstor, quien, tras alcanzarlos, apoya su mano sobre el hombro de Frank.

—Oye, tranquilo, que eso a mí no me arde —entonces mira a Ryan, quien, tras unos segundos de firmeza, no logra soportar el peso de su mirada—. Hace mucho tiempo que estoy anestesiado.

—Sí, pero a mí… —intenta agregar Frank, pero Néstor lo corta.

—Ya, tranquilo. Vamos a dejar las cosas ahí —Y al tiempo que cambia su expresión a una de broma, añade: — ¿Para esto tú me trajiste?

El otro baja la vista un instante y sonríe:

—Mira, vamos.

Frank encara a Maya y a Ryan, aunque al mirar a éste último, Néstor nota que en los ojos de su amigo persisten las ansias de darle otro fin a la discusión.

—Caballero, ustedes vayan alante.

Empiezan a caminar y cuando Maya y Ryan alargan un poco el tramo que los separa de los otros dos, Frank le murmura a Néstor.

—¿Tú sabes cuál es la saña de Ryan contigo?

—La misma de una pila de gente —contesta el joven, sin apurar el paso; no quiere sofocar mucho a sus pulmones—. Ya te dije que a esas cosas me adapté.

Frank cabecea.

—A lo mejor eso influya, pero la verdadera razón es que a él le cuadra un mundo Maya. Y él sabe que tú le descargas a la muchachona.

—¿Tú no le explicaste que no tiene nada de qué preocuparse?

—No te creas… Ella te ve interesante.

Néstor sigue caminando, aunque ahora mira a Frank de reojo, con el ceño fruncido.

—En serio, asere —insiste su amigo, una vez repara en la mueca.

—No hables mierda, Frank.

—Coño, ¿para qué te voy a decir una cosa por otra? Maya está interesada en ti, mi hermano.

—Que esté interesada no significa que le guste.

—¿Quién sabe? Además, que una jeva tenga interés por uno es algo que se agradece, ¿no?

—Sí —Néstor mantiene su postura de neutralidad, pese a que la frágil sospecha de que su amigo diga la verdad ha despejado parte de la incomodidad que lo embargara cuando decidió emprender el viaje.

Acostumbrado al rutinario tramo que sus pies surcan, de la casa a la escuela y quizás un rato que pase afuera en el barrio, ahora estas nuevas zonas lo sorprenden y al mismo tiempo lo encrespan. Ha oído de todos los sitios que se despliegan ante sus ojos, descripciones verbales de conocidos que le permiten reconocerlos. El mercado de tercera y 70, un poco más adelante y a la izquierda el Hotel Tritón y, al frente, inmenso, fresco y especialmente provocativo para él, el mar.

Hasta hoy, nunca en su vida Néstor había cogido una guagua. Cuando le tocaba un turno médico, su madre siempre prefirió montarlo en un taxi, ya fuera botero o algún vecino que le hiciera el favor, sin importar el costo. Un gasto en el que hoy ella sigue incurriendo, pues a pesar de las altas y bajas del precio de los taxistas, la enfermedad de su hijo siempre ha mantenido una férrea consistencia que lo empuja, al menos dos veces al mes, a visitar el hospital.

De las guaguas Néstor ha oído numerosos relatos, y a casi todos los consideró exageraciones. Ya no más. Incluso podría decir que la gente, por no revolverse en un tema espinoso, evita ser más gráfica al narrar sus historias. O tal vez sean él y su cuerpo, que no están hechos para soportar las apretazones y el lento avance a través del intestino saturado de una guagua. Vio de todo en aquel vehículo, olió de todo y escuchó más de lo que le gustaría. Estaban los complejistas, lo mismo mujeres que hombres, alérgicos al roce ajeno, inevitable cuando tras cuatro o cinco paradas, muchos entran por las puertas y nadie sale. Hombres que no abandonan las sillas, sin importar que una viejita esté de pie a su lado; el chofer que no para o se pone bravo si alguien demanda el vuelto después de pagar con un peso el pasaje de cuarenta kilos, la música alta y en ocasiones pedante.

Todo en una sola vez, piensa Néstor, incapaz de concebir qué le haría a su espíritu tener que soportar semejante martirio día tras día.

Cruzan la calle y recorren la acera de enfrente hasta que el terreno a su izquierda va pasando lentamente de hierba a dientes de perro. El andar de sus tres compañeros se torna irregular, cuidadoso, y el de Néstor empeora más todavía. Nota, al mirar de soslayo, que Frank aminora la velocidad para no dejarlo atrás. Aborrece que la gente muestre esa excesiva insistencia en cuidarlo. Le parece una forma silenciosa de recordarle que sigue siendo un lisiado.

—Frank, estoy bien, ¿oíste?

No miente, el aire de mar libera sus pulmones de la sobrecarga de oxígeno y la brisa tiene manos frescas que masajean las lesiones en su piel.

Van en dirección a una pequeña plataforma que parece surgir de las rocas y desemboca en el mar. A su derecha, los altos muros del hotel Chateau le impiden echar un vistazo al otro lado.

Llegan a la plataforma. Los otros giran a la derecha, en dirección a la pequeña escalerita pegada al muro; Néstor toma rumbo opuesto, hacia el mar. Se detiene en el borde de la plataforma, allí donde vienen a morir las olas, que golpetean el concreto y le salpican los pies. Con las manos en los bolsillos, en silencio, cierra los ojos, gustoso ante el roce del agua tibia. Lo asaltan unas ganas tremendas de llorar cuando de súbito, se da cuenta que su determinación de cumplir sus planes está flaqueando.

—¿Pasa algo? —la voz tierna de Maya invita a los ojos de Néstor a buscarla. Está un poco detrás de él, a su derecha. Más allá, de cuclillas frente a la escalerita, Frank y Ryan acomodan las mochilas. El último se incorpora y comienza a quitarse el pulóver, inconsciente de la envidia que suscita en Néstor, quien no puede bañarse, aunque al menos en esto la salud no juega el rol de excusa. El motivo es más simple: no sabe nadar.

—¿Oye, tú me oíste?

—Sí, sí, no pasa nada —Néstor la encara, pero constantemente baja la vista. Podría pasarse las veinticuatro horas del día mirando a Maya; lo que no quiere es que ella deba verlo. Algo en su interior guía su cuerpo, lo incita a no consentir que esa joven tan hermosa deba soportar su extraño aspecto.

—¿Nos sentamos? —dice ella, señalando la escalerita detrás. Por encima del hombro de Maya, Néstor ve a Frank y Ryan acercarse. Vienen descalzos, con el torso descubierto y los pantalones recogidos por encima de la rodilla. El primero lo mira y en sus ojos Néstor cree reconocer esa mirada de ánimo y ternura que Nikolái solía brindarle cuando él, presa de la incertidumbre, buscaba su opinión en cualquier asunto.

Néstor mira de nuevo a Maya.

—Vamos —dice.

IV

Tras tomar asiento en la escalerita, Néstor busca apoyo en la pared del muro. Maya, a su lado, lo imita. Durante varios minutos, él se dedica a observar el mar, mientras que para sus adentros, trata de hallar algo digno de decir. ¿De qué hablarle a una muchacha tan hermosa, tan lejana de mi radio de acción?, piensa. ¿Se hace el macho? ¿O mejor el comprensivo? Quizás si usa la pose de silencioso y serio, eso sugerirá que es una persona madura, misteriosa ¿O adopta la postura de farandulero, el rey de la selva? Enseguida ladea la cabeza y se ríe de sí mismo, al caer en la cuenta de que en su selva hay pocos ejemplares igual a él y ninguno codiciaría el puesto de monarca.

—¿No quieres bañarte? —pregunta Maya.

—No, pero si quieres ve tú —Néstor usa un tono casual, a ver si logra desviarla de la interrogante que casi siempre acompaña su negativa de hacer algo.

—No, si no tengo ganas —y tras una breve pausa, añade—. ¿Y eso que tú no quieres bañarte?

Fracaso total, se dice Néstor. Debe trabajar en su tono embustero. ¿Cuál razón ofrecerá? Puede intentar con la salud o atenerse a la sinceridad y admitir lo cierto: la natación y él nunca se han llevado bien. Al final, elige la sencilla y desnuda:

—No sé nadar.

La réplica de Maya anestesia enseguida su miedo al rechazo.

—Yo menos —con una sonrisa, ella se inclina hacia él y le propina un leve empujón—. Ya tenemos un detallito en común.

Delante, en la plataforma, Ryan y Frank salen del agua; llevan solo los pantalones de la escuela, ahora ennegrecidos por la humedad.

Frank se acuclilla frente a Néstor y Maya:

—¿Y qué, mi gente? —dice.

Pero Néstor casi ni lo mira, sus ojos siguen a Ryan, quien está hurgando en las mochilas. Un momento después, saca las manos y las alza en un gesto de frustración.

—Asere, ¿dónde tú metiste eso? —dice a Frank.

—Busca la javita amarilla, adentro hay una cajita de spray de salbutamol. Las pastillas están ahí.

—¿Pastillas? —Néstor abre mucho los ojos y al notar la forma en que lo miran los otros, se reprocha su asombro. Le miran como si hubiera anunciado que vio una jirafa jugueteando con el semáforo de la calle 23.

Pronto Frank lo salva de esas miradas que destruyen su imagen de adolescente despierto.

—Sí, pastillas, mi hermanito… Si alguien sabe de eso eres tú.

—Sí, pero las que yo tomo…

Frank lo corta a media frase con un cabeceo negativo.

—¿Quién dijo algo de tomar?

Néstor no puede experimentar más asombro; sin embargo, el recuerdo todavía muy vívido de su previo accidente de ingenuidad le insta a no romper su semblante sereno. Su mente le arroja una sugerencia y él no titubea en expresarla:

—La aspiran, ¿no?

—La mayoría.

—¿Metil o paco blanco? —interviene Ryan, su mano aun hundida en la mochila.

—Metil —dice Frank, sin apartar los ojos de Néstor, en cuyas facciones asoma la tristeza—. ¿Qué pasa?

—Nada.

—¿Decepcionado? —insiste el otro— Te dije que de vez en cuando usaba drogas.

—Sí, pero pensé que era marihuana.

—Él dijo drogas —Se mete de nuevo Ryan y ya su voz rechina en los oídos de Néstor igual al chillido que produce la tiza si alguien raspa la pizarra—, no un cigarrito que da risa y hambre.

Frank ladea la cabeza hacia Ryan.

—Asere, cállate un ratico, anda. Y acaba de preparar esa mierda.

Entre refunfuños, el entrometido obedece. Néstor se fija en el blíster de pastillas que lleva en la mano, solo queda un par. En la otra mano, Ryan sujeta un nylon pequeño, de esos que revisten las cajas de cigarros. Saca una de las pastillas, la envuelve en el nylon, luego la lleva a la boca y de un mordisco, la tritura. Finalmente vierte el polvillo en un espejito que Maya le estira.

—Apúrate, que te quedas atrás —dice Ryan a Frank antes de sacar su carné de identidad y usarlo para separar el polvillo en tres líneas.

—Hermano —al oír la voz de Frank convocarle, Néstor ladea la cabeza hacia él y el rostro de Nikolái lo coge de improviso; el fogonazo empuja su cuerpo atrás. Su espalda golpea la pared y el impacto cierra sus ojos un momento. Al abrirlos otra vez, ve a Frank. Solo a Frank.

—¿Qué pasa? —le dice el otro. Maya también frunce el ceño, intrigada.

—Nada, nada.

—No me has respondido la pregunta —continua Frank—. No te cuadra que le meta a las pastillas, ¿verdad?

—Sabes que no.

—¿Te atreves a probarlas?

El semblante de Néstor se oscurece. Frank ríe sin enseñar los dientes.

—¿Entonces por qué las ves como el enemigo?

—Porque lo son.

—Tú mismo lo dijiste: todo lo bueno trae sus consecuencias.

Momentáneamente desarmado, Néstor tarda varios segundos en ofrecer una réplica:

—Frank, yo no te juzgo, pero no me pidas que te siga en esto.

—Eso nunca, mi chama —el otro se incorpora, con expresión jovial—. Al que no se las da de tribunal conmigo, yo le correspondo. ¿Qué pasa, no me conoces?

—Claro —afirma Néstor, pensando para sus adentros que desde hace tres años renunció a juzgar conocer a nadie a plenitud. Pues creyó conocer a Nikolái, y su hermano le demostró lo contrario.

La brisa del mar desvía el rumbo de sus pensamientos. Néstor cierra los ojos, respira hondo y, durante una leve fracción de segundo, siente que hoy la vida decidió concederle unas breves horas libres del maltrato diario al que lo sometía.

V

Frank y Ryan han vuelto a la plataforma y, sentados en el borde, platican con los pies metidos en el agua. El sol de mediodía muerde con fuerza la playa, pero el viento sopla suave y brinda un toque fresco que contrarresta los efectos del calor. A cada rato, Ryan mira por encima del hombro, hacia la escalerita donde están Maya y Néstor, en una vigilia que despierta gracia a su presunto rival.

—¿Tú nunca has estado con nadie?

—¿Cómo fue? —él mira de soslayo al artífice del malestar que comienza a formarse en su vientre.

Maya repite, muy despiadada:

—Que si nunca has estado con nadie.

—Ven acá, ¿tú me estás cogiendo pa’ eso?

—¿Por qué? —su voz de incomprensión no persuade a Néstor.

—Entonces tienes que revisarte la vista, o el metil ese le hizo algo a tus ojos —y al ver las cejas de Maya arquearse en señal de que captó la seña, él agrega de inmediato—.  ¿Cómo piensas que alguien va a tener ganas de llevarse esto a la cama?

—¿Y un beso?

Néstor deja de mirarla. ¿Por qué le hace eso? ¿Por qué lo empuja a platicar sobre sensaciones que su aspecto lo empuja a dejar en manos de la imaginación?

—Dicen por ahí que lo que no entra por los ojos, la boca no se lo come —comenta él—. Y hasta ahora, toda muchacha que me ha visto, cerró la boca y botó la llave por si las moscas.

—Ahí tienes la solución —dice ella y sonriente, se encoge de hombros—. Empátate con una ciega y ya, muchacho.

Él también deja escapar una sonrisa; disfrutó la broma, pero más que nada, le trajo recuerdos de tiempos mejores.

—Mi hermano decía eso a veces —dice, mirando hacia el mar, apenas consciente de sus palabras.

—¿Hermano?

—Sí… —Néstor, tras una breve pausa, determina debilitar el cerco que erigió años atrás y que lo disuade de tratar ese tema con otra persona aparte de sí mismo, pues su madre no tolera que se mencione a su primer hijo en la casa.

—No me dijiste que tienes un hermano —Maya se acomoda en la escalera; su tono anuncia una expectativa que su interlocutor aniquilará en cuestión de minutos—. ¿Cómo se llama?

—Nikolái —contesta Néstor, incapaz por el momento de corregir el obvio error de tiempos verbales en la pregunta de su amiga. No le molesta, hasta lo conforta el hecho de que hablen de su hermano en presente.

—¿Nikolái?

—Sí, en esos tiempos mi mamá tenía delirio con los nombres rusos —Él extrae de su billetera una foto de su hermano y la deja en manos de Maya, quien la examina un rato antes de ofrecer su dictamen:

—Bonito —asiente mientras una sonrisa le ilumina el rostro. Disfruta de lo que ve. A Néstor no le extraña. Su hermano siempre tuvo un efecto agradable en las mujeres—. Y tiene cara de malo.

—Sí.

—¿Le da a las pastillas?

—Les dio una vez —Néstor cabecea—, aunque no las usó para lo mismo que ustedes.

Maya no dice nada durante unos segundos. Su silencio despierta en Néstor la certeza de que ha captado la indirecta.

—¿Qué tú me estás queriendo decir?

—¿Quieres más pullas? Pensaba que ya te habías llevado el pase.

La muchacha mira de nuevo la foto de Nikolái y, sin apartar la vista del joven hermoso que sonreía a la cámara en el momento que sacaron la instantánea, dice en un murmullo:

—Lo hizo con pastillas, ¿no?

—Anjá.

—¿Lo viste… después?

—Fui el primero en verlo.

—Entonces lo encontraste tú —deduce Maya.

—Sí.

—Si quieres paramos.

—No, quiero seguir —Néstor sabe que es muy tarde. Ya volvió a ese día, cuando entró al cuarto de baño y quedó petrificado ante la imagen que le mostraban sus ojos. Una imagen que bajo ningún concepto podía ser cierta. Aquel brazo fuera de la bañera, privado del color cálido que brinda la sangre ardiente de la juventud. La cabeza estaba ladeada hacia la puerta y unos ojos abiertos dirigían una mirada pétrea a Néstor. Ese que estaba ahí no era su hermano, recuerda Néstor que pensó, enfrentado a semejantes ojos. Nikolái nunca lo miraría de esa forma.

—¿Cómo estaba? —pregunta Maya. Él no se ofende por su curiosidad. A raíz de la muerte de su hermano aprendió que a muchísima gente, para no decir todos, los horroriza y a la vez cautiva el tópico de la muerte. De lo contrario, no hubiese tantas preguntas en torno a la noticia de un deceso, ni existiera esa rara tentación de acercarse al ataúd en el velorio.

—Estaba amarillo —dice él, todavía prisionero del recuerdo de los ojos de su hermano, que siguieron verdes, pero de un tono mucho más claro, inexpresivos. Su mente recuenta los segundos que pasó mirándolos fijo, a la espera de que en cualquier momento, un pestañazo destrozara la ilusión de muerte y al mismo tiempo invitara las carcajadas de su hermano, quien le tranquilizaría explicándolo todo como una broma—. Los labios de un color extraño, gris, y resecos… Y su cara no era la de alguien que se fue tranquilo. Mi mamá no quiso contármelo, pero yo oí cuando los forenses le dijeron que por todas las pastillas que se metió, mi hermano sufrió fuertes convulsiones antes de morir.

—¿Y por qué lo hizo?

Néstor ríe sin enseñar los dientes; piensa en el número de ocasiones que dicho enigma arremetió contra su raciocinio y le atormentó el sueño. Aun lo logra de vez en cuando. 

—No sé, nadie sabe. Creo que esa es una de las cosas por las que mi mamá evita tratar el tema de mi hermano en la casa. No lo hace con nadie, ni siquiera con sus mejores amigos. El no haberlo visto venir la consume, siembra en su interior la sospecha de que no fue una buena madre con Nikolái.

—¿Ni una carta dejó? —Maya le hace las mismas preguntas que él arrojaba a su madre los primeros días después de la muerte de su hermano.

—Nada… Para todo el que lo conociera, Nikolái no tenía motivos que lo llevaran a ese punto. Era bonitillo, se le daban fácil las mujeres, inteligente, y como hermano y persona no existe nadie que se le compare. ¿Por qué alguien así elige irse antes de tiempo? Nunca lo voy a entender.

Maya asiente y ninguno de los dos dice nada por largo rato, hasta que ella finalmente interrumpe la tregua.

—Lo de tu hermano me recuerda un artículo que leí el otro día en una de las revistas esas que salen en el paquete. Decía que las mujeres tienden más a darle propaganda a sus ganas de matarse; ya sabes, salen a la calle y lo gritan, o llaman a un familiar o amigo y le confiesan sus intenciones. Pero los hombres no, ellos ni hablan, casi todos cuando quieren suicidarse, van y lo hacen.

—Por lo menos en algo les ganamos.

Maya le coloca una mano sobre el hombro.

—Sí, pero con eso te quiero decir que a veces, por muy cercanos que seamos a una persona, no nos imaginamos qué los araña por dentro. No es tu culpa, ni de tu mamá, ni siquiera del mismo Nikolái lo que le pasó. A veces el mundo puede ser muy injusto, y a nosotros no nos queda otra que soportarlo.

Néstor quiere decirle que se equivoca, que sí existe otra opción; la que él tiene en mente concretar, ¿o tenía? ¿Sigue teniéndola? No, no sabe y por ahora no quiere seguir pensando en eso.

—¿Tú crees en Dios, Maya? —suelta él de repente.

—Tú dime primero —la sonrisa en el rostro de su interlocutora lo obliga a tomar el primer lugar sin regateos.

—Nikolái y yo creíamos. Pero mi hermano siempre tuvo una idea bastante liberal de Dios. No se dejó atar por ninguna de las versiones que ves en las distintas religiones. Recuerdo que me dijo una vez que nunca podría arrodillarse frente a un Dios que denigrara a los maricones, lo privara de donarme sangre o le negara a dos jóvenes quitarse la picazón a menos que hubiera un anillo por medio.

La carcajada de Maya lo corta un momento.

—Ay, ojalá hubiera conocido a tu hermano, chico.

—Ojalá —Néstor la mira de arriba abajo y añade—. Él no te hubiera perdonado.

—¿Y eso?

—A Nikolái lo volvían loco las mulatas, así como tú.

—¿Cómo yo?

—Sí, perfectas.

—Por lo que veo, se te pegó algo de su satería.

—Sí, aunque me faltan otros ingredientes.

—Y los tuyos le faltan a una pila de gente —rebate ella—. Ya ves que, a la hora de repartir, nunca es equitativo.

—Aunque algunos salen mejor parados.

—Oye, deja ese pesimismo y acaba de responderme la pregunta, que llevas tremendo rato dándome curvas… ¿Crees o no en Dios?

—Le perdí cariño por lo de mi hermano, y más después de que la gente de mi Iglesia empezara a murmurar a espaldas de mi madre que los suicidas no tienen derecho al Paraíso… No, si hay un Dios para mí, ya dejó de vivir en templos.

—¿Tú sabes? Yo nunca he tenido uno. Los respeto a todos, pero nunca quise entrar en compromisos con ninguno. Eso de la veneración nunca me gustó, se da mucho aire a la esclavitud, ¿no crees?

—Supongo —Inconsciente del rumbo que toma su mano, Néstor repara en ella al sentir sus dedos acariciar la cruz en su pecho, que solía pertenecer a Nikolái.

—¡Y nosotros tenemos derechos a ser libres, ¿no?! —agrega Maya— Al final eso es la juventud: hacer lo que se pueda hasta que la edad nos empuje a ser más y más responsables y menos divertidos.

—Ya veo, ¿y lo de las pastillas también es parte del fuego juvenil?

—¿Por qué no? Es algo distinto, raro y a la vez atractivo. Si lo probaras, entendieras.

—Eso nunca.

En la plataforma siguen sentados Frank y Ryan. El metil que ambos ingirieron, al parecer, jugó el rol de mediador y ahora los otrora rivales que morían por irse a los puños, desfallecen de la risa, intercambiando saludos y anécdotas.

—¿Por qué no? —pregunta Maya—. ¿Por lo de tu hermano?

—Por eso y también porque no le veo sentido. Si eres feliz en esta vida, ¿qué te lleva a meterte pastillas para inventarte una dicha? Si debes recurrir a ese método, entonces no estás tan satisfecho con tu existencia, ¿no?

—Pero no se trata de felicidad o tristeza, mi niño —Maya se corre un poco a la derecha y queda muy cerca de Néstor. El aire que viene del mar trae un fuerte olor a salitre, que acapara el olfato del muchacho, no obstante, el perfume de Maya la gana la pelea a las fragancias marinas—. Es sobre la experiencia, la búsqueda de sensaciones nuevas, interesantes. A veces la felicidad puede ser monótona.

—Ahí estamos de acuerdo —Néstor ladea la cabeza hacia Maya; pretende mirarla solo un momento, pero lo invade un escalofrío al notar que ella le devuelve la mirada, se la mantiene varios segundos, luego frunce el ceño y dice:

—¿Tú sabes que no me había fijado bien en tus ojos?

—¿Qué tienen? —pregunta él, sin emitir el mínimo parpadeo. Se prepara, seguro de que Maya ha detectado algún nuevo defecto en ese mapa de aberraciones que es su físico.

—Cuando les da el sol cogen un tono raro, de fuego.

Él no replica, indeciso sobre si tomar eso como un insulto o no. El noventa por ciento de sí mismo, quizás el equivocado, lo juzga un elogio, aunque no está seguro. Entonces oye a Maya añadir:

—Me gusta.

Y no deja de mirarlo; bajo sus ojos acechantes florece una sonrisa que, pese a no enseñar los dientes, contiene una belleza natural, pura, que transmite a Néstor el ansia de besarla. Sabe que debe reprimir esas ganas, pues consumarlas sería idea de locos. Intenta frenarse, sin éxito. Nunca lo lograría, no con ese rostro hermoso devolviéndole la mirada. Su cuerpo le exige inclinarse hacia ella, perseguir el beso. Por una vez, atreverse. Y él quiere ceder. Va a ceder, cuando la expresión de Maya desaparece de pronto, hecha trizas por las carcajadas de Ryan, que se acaba de sentar estrepitosamente junto a la muchacha. Los arrancó sin contemplaciones de la burbuja en la cual los dos levitaban. Néstor toca retreta y tras reclinar el cuerpo, siente la furia recorrer sus venas y transformar su semblante.

—¡Coño, viejo! —dice Maya a Ryan, y le propina un codazo de regaño. Néstor cree haber captado en su tono una frustración similar a la que él sufre—. Tú siempre en el jueguito de mano.

Ryan, con una sonrisa y voz que el metil exagera, replica:

—Si a ti al final te gusta to’ eso, vieja —entonces señala a Néstor, quien a pesar de hallarse lejos de Ryan, siente el dedo con el que lo señala hundírsele en el pecho como la punta de una daga—. Lo que no entiendo es qué haces hablando con el anormal éste.

—Oye, deja la gracia —Maya le propina un empujón, que en lugar de silenciar a Ryan, multiplica su ensañamiento.

—Oye, chama —dice, sonriendo a Néstor—. Dime, ¿esas postillitas que tienes por todos lados también llegan a la pinga? ¿Se te para por lo menos? —y se da un manotazo en la frente, a modo de reproche, antes de añadir—. ¡Claro que se te para, si mira lo flaco que estás de rayarte tantas pajas!

Las carcajadas que acompañan las palabras de Ryan las hacen acometer más fuerte contra el espíritu de Néstor. Él baja la vista; lo enmudece este repentino bombardeo de insultos.

—¡Métete pal agua, niño de cristal! ¿O si no qué pasa? ¿Si te mojas, te rajas?

Y risas, más risas, irrefrenables, estridentes. Un martillo. Y debajo, apenas un susurro, la voz de Nikolái: Usted no sabe lo que es feo, mi hermanito.

—¿Qué pinga te pasa, asere? —Nada más proferir el grito, Frank no le da tiempo a Ryan, cuya mejilla derecha recibe el bofetón de zurda que, súbito y potente, lo tumba de lado. Maya se corre al extremo opuesto y enseguida repara en algo.

Néstor no está junto a ella. 

Lo busca con la mirada y no tarda en verlo.

—¡Caballero! —exclama, agitando el brazo en dirección a sus amigos, inmersos aun en un duelo verbal— ¡Paren a ese chiquito, por Dios!

Frank y Ryan se voltean y vislumbran a Néstor, de espaldas a ellos y de pie en el borde de la plataforma. Su camisa yace en el suelo detrás suyo, y él, desnudo hasta la cintura, las llagas descubiertas, ladea la cabeza, los mira de soslayo.

Y se tira al agua.

—¡Pinga! —corean Frank y Ryan mientras emprenden la carrera hacia la plataforma. Maya los sigue presurosa, sin quitar los ojos del mar, de esa parte que succionó el cuerpo de Néstor.

—¡Él no sabe nadar! —exclama ella.

Frank llega al borde de la plataforma y se tira al agua. Ryan frena y aguanta a Maya, dispuesta también a lanzarse. Al cabo de unos segundos, una figura irrumpe a través de las aguas.

Maya rompe a llorar al notar que es Frank.

—¿Dónde está? —inquiere ella.

—No lo veo —dice el otro, a quien los cabellos empapados que le caen sobre el rostro fallan en esconder su desespero. Vuelve a desaparecer bajo el agua.

Y vuelve a aparecer, de nuevo solo.

—¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío! —Maya se cubre la boca para contener el grito.

—¡Ahí está! —es Ryan el que lanza la exclamación; señala hacia un punto a la derecha, un poco más atrás de Frank—. Sacó medio cuerpo ahora mismo. ¡Apúrate!

Frank nada a todo tren hacia el sitio indicado por su compañero y se hunde. Tras varios segundos, dos cuerpos surgen de las aguas. Uno de ellos, mientras patalea de regreso a la plataforma, tiene el brazo metido bajo la axila del otro y con la mano, le sujeta la quijada para evitar que le entre agua por la boca.

Llegan los dos al borde de la plataforma y Ryan se arrodilla, coge a Néstor por debajo de los brazos y lo sube.

—¿Está vivo? —pregunta Maya, de rodillas junto a Ryan, quien, con el pánico vivo en su rostro, no alcanza a decir palabra.

—Tiene que estarlo —afirma Frank, que se les une y comienza darle los primeros auxilios a Néstor.

—¿Y cómo tú sabes hacer eso, asere? —pregunta Ryan. Frank alza la vista y tras examinar los rostros de sus compañeros, nota que también Maya alberga curiosidad al respecto. Aunque la respuesta que da es solo para oídos de Ryan.

—Mi papá es médico, comepinga.

Y sigue. Sigue.

Un frágil chorro de agua emerge de súbito y la boca abierta de Néstor comienza a invitar el aire a sus pulmones. Instantes después, abre los ojos.

Frank, igual que si hubiese levantado un millón de kilos, cae sentado en el suelo y deja escapar una exhalación. Ryan, inmóvil, perplejo, observa a Néstor, quien ladea el cuerpo y escupe otro poco más de agua. Maya, su rostro humedecido por las lágrimas, pasa las manos por la cara del muchacho, en un intento de apartarle los pelos de los ojos.

—¿Estás bien? —repite una y otra vez.

Néstor tose varias veces y gira la cabeza hacia ella:

—Nadie me dio boca a boca, ¿no?

 Los cuatro ríen por un breve momento. Frank brinda unos aplausos al chiste, las lágrimas que surcan las mejillas de Maya son ahora de alegría; pero las palabras de Ryan logran sembrar el silencio en el grupo.

—Tiene cojones el chamaco.

Frank asiente y mira con orgullo a Néstor.

—Él lo que está es loco —repone Maya y cuando Néstor la encara, solo ve su rostro, muy cerca, antes de cerrar los ojos y sentir una humedad suave, viva, en sus labios, humedad que, a pesar de ajena, se vuelve cálida. Cual meros heraldos de placer y delicia, los labios de Maya se separan y dan libertad a su lengua. Néstor experimenta algo similar al alivio que sobreviene tras un frenético dolor de muelas. Paz, reposo. Chupa su lengua y le entrega la suya, que ella igual devora. Lento. Comienzan a separarse, y cuando él abre los ojos, siente el picante mordisco que le da Maya a su labio inferior.

—¿Qué tú crees, nos vamos por hoy? —dice ella.

—Sí.

—¿Puedes levantarte? —Frank, ya de pie, le tiende la mano. Junto a él está Ryan, quien lo imita. Néstor entrega una mano a cada joven y siente que vuela mientras lo ayudan a incorporarse.

—Bueno, definitivamente sí se te para, mi hermanito —dice Ryan y arquea las cejas, señalando la protuberancia en el pantalón de Néstor, a la izquierda de la cremallera.

Los cuatro ríen mientras el Sol afloja su maltrato sobre el mar y las olas dejan de roer la plataforma.

VI

Entra a la casa en silencio, cuidando inclusive que el llavero no emita susurros cuando lo devuelve al bolsillo del pantalón. Tiene los cabellos resecos por el agua salada y el gusto a salitre todavía vivo en su paladar. El sol, durante el viaje de vuelta, le ha secado las ropas y la piel, pero su olor y aspecto delatan una visita extracurricular a la costa detrás del acuario.

Siente sus tensiones decrecer al encontrar la sala de la casa vacía. Tampoco hay nadie en el pasillo. ¿Habrá salido su madre? Le extraña. A esta hora ella está viendo televisor, o durmiendo en su habitación. Allí la descubre, ladeada sobre la cama, de espaldas a la puerta. Él retrocede. No quiere despertarla.

Entra a su cuarto, el sitio donde pretende cumplir el plan que le robó el sueño la noche anterior y que lo ha acechado todo el día de hoy, a pesar de las numerosas distracciones que encumbraron sus pensamientos respecto al tema. Pero las distracciones ya se marcharon y él, a solas consigo mismo, no sabe qué hacer. Se quita el jolongo y lo deja caer; los libros dentro emiten un quejido sordo al golpear el suelo. Néstor va hacia la comodita junto a la cama y abre la gaveta donde guarda los medicamentos. Su farmacia particular.

Levanta la vista y repara en el cuadrito que tiene encima del mueble. Exhibe una fotografía de su hermano y él durante una visita al parque Lenin. Nikolái sonríe y lo abraza. Qué sonrisa la de su hermano. Sincera y al mismo tiempo engañosa: una máscara que escondía tantas cosas. Néstor piensa en la muerte, en como eligió imaginársela al decidirse a darle un uso distinto a sus pastillas. Entrar a un sitio cálido después de pasar medio día afuera en pleno invierno. Ese calor que de pronto te agarra, reconforta y hasta te excita. Para un moribundo la muerte debía antojarse así. Con tanto dolor y sufrimiento que la preceden, al menos ese momento final debía traer una pizca de consuelo.

Maya y el beso arrollan sus reflexiones. La playa y las sonrisas, la incertidumbre del viaje, lo cautivador y peligroso de todo lo que vivió hoy.

Es el momento: una decisión aguarda impaciente por su voto. Su madre duerme, las pastillas están ahí, solo resta coger un buen puñado y tomar de aliado un vaso de agua. Luego ir a la cama y esperar a que el calor lentamente reemplace al frío. Pero Néstor no se mueve, tan solo sus párpados bajan y suben mientras sus ojos, fijos en la foto de Nikolái, comienzan a derramar lágrimas.

Él acerca dos dedos a la imagen y acaricia el rostro de ese muchacho que sonreía, a solo un año de quitarse la vida. 

Néstor, aun entre lágrimas, dice:

—Hoy no, mi hermanito.

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