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El menú del día

Colinas azules

Foto por Tobias Tullius en Unsplash

Jarl se asomó por la puerta del Strattosfeel. Se giró, hizo una seña y el grupo entró. Jarl pasaba el brazo sobre un hombro de Ximenez y le hacía una broma sin gracia que el otro reía con toda su fuerza de voluntad. Olena los sobrepasó. Ella siempre disfrutaba caminar al frente, el ritmo del grupo marcado por la punta de aguja de sus tacones. Robin los seguía, sin llamar tanto la atención, y la marcha la cerraba Müller, un contable de Recursos Humanos conocido de Ximenez. 

Tomaron sus puestos en los asientos de cuero traslúcido. El local estaba casi lleno y las personas mostraban una alegría muy común en ese tipo de establecimientos, al mirarlo de forma panorámica parecía una postal de Navidad y poseía un show de luces que estimulaba los sentidos sin alterarlos demasiado, con un complejo cableado que llenaba las paredes y el techo. Los robots de servicio, de un metro de altura, se deslizaban sin ruido entre las mesas, con las bandejas sobre la superficie plana que remataba la parte superior de sus cuerpos.

Al instante de sentarse —Jarl en una esquina, Olena en el medio y Robin a su lado, con Ximenez y Müller frente a ellos—, llegó un autómata camarero con varios Tablets que contenían los menús digitales. Jarl fue el primero en tomar uno.

—Vamos a ver, ¿qué hay en el menú del día? Esto es nuevo —sus gruesos dedos se hundían en la pantalla, la piel enrojecida sudaba a pesar del otoño y formaba una capa de grasa sobre su rostro y manos—. Yo quiero un sándwich de tiburón blanco que tenga mucha energía y motivación, capacidad de concentrarse en el pan, y con un toque de picante —le hizo un guiño a Olena, pero esta no le prestó atención, agregó: —Un cortado con doble de alegría, para tener un rato agradable. 

—Café con leche, sensación de comodidad, tolerancia a los jefes, con vainilla —dijo con voz baja Ximenez. Todavía no dominaba el británico y su acento lo delataba.

—Para mí solo un té de orquídeas, sensación de belleza, orgullo propio y miel para dormir bien esta noche, con satisfacción para conmigo misma —Olena se ajustó un mechón de pelo sobre la frente con gesto de coquetería. 

—¿Más orgullo? —preguntó Jarl socarrón, le hizo una caricia al brazo extendido de la mujer y ella respondió con un estremecimiento— Un día de estos vas a reventar y sería una lástima.

—Lo mismo —alzó la voz Robin—, el té de orquídeas, con la sensación de belleza, pero sin miel. Con calma, tolerancia a los jefes, y azúcar.

—Un latte, por favor. Bienestar. Sin azúcar —dijo Müller.

La unidad terminó de grabar el audio con los pedidos y lo reprodujo con su voz femenina estándar para comprobar que no hubiera errores. Escucharon gritos desde el centro de la cafetería.

—Mira —Para llamar su atención, Jarl dio un puñetazo suave a Ximenez que respondió al roce encogiéndose—, empieza el espectáculo, seguro que en Indigenolandia no pasa esto, aquí tienes una de las más grandes medidas de la civilización.

El hombre y la mujer discutían. Un robot intentó separarlos, pero él dio un puntapié que lo dejó en el suelo y sin capacidad de incorporarse, luego agarró a la mujer por los hombros y comenzó a zarandearla y a gritarle incoherencias. Ella utilizó las uñas para llegar a la piel de su cara. Él aulló de dolor por los arañazos y la empujó al suelo. Una vez abajo comenzó a patearla. Los policías irrumpieron en ese momento y lo sujetaron: él tuvo tiempo de una última patada. Un policía intentó levantarla con cuidado, pero ella lo arrastró hacia el suelo y comenzó a revolverse en un intento hacerle daño. El policía logró desasirse y la alzó en vilo. Los arrestaron a ambos. 

—Es horrible —Robin revolvía el líquido en su taza para que se disolviera por completo el azúcar. Les habían servido en mitad del espectáculo.

—Demasiado café, me imagino. La gente no sabe medirse —Jarl se encogió de hombros—. Linda —dijo en dirección a Olena—, tengo entradas hoy para el torneo de lucha libre, ¿quieres venir? La última vez nos divertimos, ¿verdad? 

Esta vez la mano del jefe fue más lejos y le acarició un seno con las yemas de dos dedos, en movimientos circulares. Ella cerró los ojos, complacida.

—Por favor, estamos en un lugar público —recriminó Müller. El comentario salió casi como un ladrido por culpa de su acento y Jarl se alteró. 

—Métete en tus propios asuntos —Las venas de la frente se hincharon—. Si no te gusta, puedes irte al país de indeseables de donde viniste.

Müller lo miró sin inmutarse. Hizo ademán de recoger su portafolio, pero Robin lo detuvo.

—Por favor, quédate con nosotros. —Desconcertado, hizo tal y como ella quería. Robin se dirigió a Jarl: —Nuestro amigo aquí es germano, su cultura es distinta y no está acostumbrado a este tipo de relaciones —cambió el tono de voz para remarcar la palabra—. Como Jefe del Departamento de Producción deberías saberlo mejor que nadie y respetar a tus subordinados. 

Jarl bufaba, rabioso, pero la mención a su cargo y al hecho de tener subordinados lo hizo serenarse. Luego de una pausa, soltó varias carcajadas. No quedaban restos de su ira:

—Verdad que sí, todos somos distintos y ustedes vienen de otros lugares y hay que respetarlos y no me acuerdo qué otra mierda decía en los videos de capacitación.

Müller, visiblemente incómodo, miraba a Robin y ella devolvía una sonrisa amable que lo clavaba en su asiento. En realidad, la miraba porque le gustaba la muchacha. Por eso salía con el resto del grupo cuando Ximenez lo buscaba para conversar con otro hombre aparte de Jarl. El escuálido Ximenez no podía hablar a las mujeres de forma directa, ni mirarlas a los ojos. Cargaba, además, con el estigma de inmigrante tercermundista que Jarl se aseguraba de reafirmarle cada vez que encontraba oportunidad.

Verlos en esa relación de boxeador con su saco personal resultaba desagradable, pero Müller podía pasar tiempo con Robin y eso compensaba. La muchacha no era tan bonita como Olena, pero sí más natural. El pelo de Olena le caía sobre los hombros, el color dorado la hacía brillante y cada hebra parecía cuidadosamente peinada. Su aura de belleza inalcanzable hacía babear a los hombres, en especial a los que comían platos picantes con aditivos de libido. En cambio, Robin recogía su pelo oscuro en un moño y mantenía rasgos infantiles por no maquillarse demasiado. 

A Müller solo le molestaba algo sobre ella: era la secretaria que más le había durado a Jarl, algo de lo que difícilmente podía enorgullecerse. Él escuchó en los pasillos de la empresa que este se encaprichó con ella desde el momento en que le hizo la entrevista de trabajo. La contrató sin pedirle demasiadas referencias. Ella se le resistió unos meses, para luego ceder y que el romance durara par de semanas. 

Seguía el mismo modus operandi con cada secretaria: las seducía, se acostaba con ellas y al cansarse les mostraba su verdadero carácter y ellas abandonaban el trabajo. Pero Robin no. Con una paciencia que rayaba en el servilismo, se volvió famosa por aguantar incontables humillaciones. Una mujer menos confiada no hubiera recomendado a su amiga al quedar vacante otro puesto. Robin lo hizo, y Olena terminó de segunda secretaria del CEO al poco tiempo de entrar a la empresa. Además, Jarl se mostraba encantado y llevaba meses sin cansarse de ella.

Müller, sumergido en sus propios pensamientos, las miraba a ambas e imaginaba que las personas las comparaban como él ahora, y Robin salía malparada en casi todas las ocasiones. Jarl se percató de que el germano examinaba a las mujeres.

—¿Sabes qué? Miula, me parece que empezamos mal. Eres un hombre como yo, de buen gusto. ¿Verdad que ellas son hermosas? Lena es solo mía, pero puedes tener a Robin si quieres. 

Lo dijo en voz alta. Müller detuvo el vaso alto de café que volvía a llevarse a los labios y miró a Robin. Ella palideció más que de costumbre, con la vista enfocada hacia un punto inexistente entre los pies de la mesa. Jarl continuó:

—Sin resentimientos… La muchacha se hace la difícil, pero finalmente cede, todas lo hacen.

Antes de que el germano pudiera responderle entró una mujer al Strattosfeel gritando que había un suicida en la cornisa del edificio del frente. Los que estaban en la cafetería corrieron hacia afuera, entre ellos los cinco, que se levantaron casi al unísono. Era el edificio de la empresa en la que trabajaban. Müller corrió con la taza de café todavía en las manos, listo como estaba para arrojárselo en la cara a Jarl antes que los interrumpieran. 

Había varias filas de personas amontonadas, varios policías evitaban que la gente se acercara y hacían espacio para los bomberos. Un policía gritaba por un megáfono. Al mirar hacia los pisos superiores del rascacielos, era visible la figurita que se mantuvo inmóvil un rato, para luego oscilar como un péndulo de carne y hueso. Alguien gritó y la multitud lo secundó con alaridos en un momento de exaltación colectiva. El cuerpo estaba suspendido en el vacío, aferrado a una cornisa, sin decidir a soltarse.

El hombre cayó de espaldas. La multitud se estremeció, alborotada ante la novedad, orgiástica, con gritos de miedo y de satisfacción en un momento culmen de histeria grupal. Müller se disponía a regresar al Strattosfeel cuando escuchó los gritos de los que estaban delante, le pareció entender la palabra japonés

El contable se abrió paso a empujones hasta llegar al cuerpo, guiado por un impulso. Lo frenó la mano de un policía al llegar a la primera hilera. Desde allí podía ver el cadáver con la cabeza destrozada, manchas de sangre y fragmentos de materia rosada y gris sobre el asfalto, pero con la cara intacta y los ojos abiertos por el miedo. Reconoció al hombre. Müller no tenía amigos, sino compañeros de trabajo de la empresa, entre ellos, el más cercano a la categoría de amigo era Takahashi. Solo el japonés sabía de las razones que lo llevaron a expatriarse y de su atracción sin esperanzas hacia Robin. Parecía comprenderlo más que cualquier europeo o latino, más incluso que cualquier otro germano emigrado. 

Andaban juntos en los coffee break, en ese mismo Strattosfeel, hasta que Takahashi dejó la comida modificada, en una campaña particular que le ganó no pocos enemigos dentro de la oficina. Era un hombre temperamental pese al refrenamiento de su cultura de origen. En los últimos tiempos casi ni se dirigían la palabra. Müller no quería escuchar los mismos sermones sobre el daño que hacían estos alimentos y cómo alteraba la psiquis de la gente, por eso se excusaba con tener mucho trabajo para no acercársele. Buscó si sentía remordimientos por dejarlo solo y no encontró ni rastro.

—Pobre idiota. Seguro no bebió ni comió nada hoy. Estas cosas pueden evitarse —dijo un extraño a su lado.

Müller pensó que se enojaría ante un comentario tan insensible y lo sorprendió su propia tranquilidad. El efecto de los primeros sorbos de café invadía su sistema con una sensación de calidez y hasta de placer. Esto fue un choque directo a su lógica. No debería sentirse bien cuando lo más cercano a un amigo acababa de morir frente a él. Quería gritar, llorar, o al menos acongojarse. Le parecía irrespetuoso y poco natural estar tan tranquilo, aunque su satisfacción interna no se parecía a la alegría explosiva de Jarl. 

Pensó que tal vez el japonés estaba en lo correcto y los aditivos cambiaban a la gente. Luego de pensárselo un momento, volcó los restos de su bebida en la calle, mientras no lo miraban. Era lo menos que le debía a aquellos pedazos de hombre por quien nadie parecía sentir nada. 

Una presión en el brazo derecho lo sacó de la madeja de pensamientos. Para su sorpresa era Robin, con el rostro pálido y espantado. Müller se alegró de que al menos ella mantenía emociones más naturales, y lo agradeció en silencio. Robin no dijo una palabra, señalaba con la cabeza la puerta del Strattosfeel. Lo agarró con una mano que a él se le antojó suave, aunque no podía sentirla a través de la gruesa tela del saco de oficinista. 

Él la siguió como en un sueño. A punto de empujar la puerta, ella lo soltó para entrar primero. Los demás ya estaban en sus asientos. Esta vez ella no se sentó con su jefe y su amiga, sino que ocupó el asiento entre Ximenez y él. Una vez con el grupo, el latino señaló que faltaba la bebida de Müller y llamó a la unidad camarera al apretar un botón sobre la mesa. Al instante el pequeño autómata apareció frente a ellos. Müller miraba el menú, sin encontrar lo que buscaba, al final se rindió:

—Un expreso. Dolor, sensación de pérdida, compasión.

—No computable. Revisar menú del día para ver ofertas.

Müller repitió una vez más la orden.

—No computable. No se encuentra esa orden en el menú. 

—¿Eres estúpido? —le espetó Olena. Era la primera vez que se dirigía a él— La comida modificada solo tiene emociones positivas. Nadie quiere sentirse mal.

—Tranquila, nena, cálmate —Jarl se interrumpió al darse una palmada en la frente—. ¡Ya sé de donde conozco al chino…! Es Taki, el de Inversiones. ¿Seguro lo recuerdas, preciosa? —le preguntó a Olena, pero está negó con la cabeza. Miró a Robin, que mantenía un aire ausente— ¿Lo recuerdas tú? —No esperó que respondiera— Taki era un tipo muy chistoso, se la pasaba criticando el sistema de la comida modificada. Ayer mismo Pável y yo le hicimos una broma genial, cambiamos ese horrible café regular de importación que el chino se trajo de su país por uno de los nuestros, de esta misma cafetería. Le pusimos uno de triple-y-extra-alegría, con lo máximo que permite la ley. Casi nos orinamos encima de la gracia que nos hizo aquello. El chino comenzó a reírse como loco. Cuando se dio cuenta de lo que había tomado, se puso rojo y comenzó a decir palabrotas sin dejar de reírse. Luego comenzó a llorar, las lágrimas y mocos le corrían por la nariz y le entraban en la boca que reía y reía. Un sonido único, a medio camino entre risotada y lloriqueo. Fue todo un espectáculo.

Nadie en la mesa prestó atención a lo que decía, como si se hubieran puesto de acuerdo. Esta vez Jarl reía su chiste solo y no era algo que disfrutara. Se dirigió a la unidad automática que esperaba el pedido y le ordenó varios muffins y porciones de cheesecake con alegría, una dosis doble para animar el ambiente, dijo, aunque el Strattosfeel parecía de nuevo una postal navideña y solo la mesa de ellos mostraba una diferencia de antes y después del suicidio. 

Müller había enrojecido visiblemente. Los ojos de Robin estaban sobre él, con una especie de melancolía que se le antojó dulce, como si supiera que Takahashi y él eran amigos, como si estuviera preocupada y quisiera consolarlo. El germano no sabía que creer respecto a ella. El maldito café le afectaba demasiado y podía ser una ilusión de su mente. Aquellos ojos podían estar cansados o serios, y él sacaba conclusiones incorrectas solo porque quería que ella lo mirara con una muestra de simpatía humana. Ni siquiera verla lo calmaba. 

Dejó de prestarle atención y posó la vista sobre Ximenez, pegado al cristal de la ventana, que no dejaba de observar al punto salpicado de sangre donde estuvo el cadáver del japonés. Pude ser yo era la frase escrita en el rostro del subordinado. Müller se preguntó si esto también era real o solo parte de su imaginación. 

No aguantaba más. La cabeza le daba vueltas y el asco le subía a la garganta en forma de buches ácidos mientras pasaba la vista sobre las personas que comían y bebían café; que se reían, sonrojaban y hacían chistes; las mismas personas que recién presenciaron un suicidio y que regresarían a sus cubículos de trabajador de empresa con jornadas de trece horas como si el día hubiera transcurrido sin ningún suceso destacable. Los últimos restos de la sensación de bienestar lo abandonaban para dejar paso a unos deseos difíciles de suprimir, deseos de golpear al prepotente Jefe de producción, y de llorar a Takahashi. Se sorprendió al no poder producir una sola lágrima. No recordaba la última vez que llorara, incluso, no podía recordar si lo hizo alguna vez. A lo mejor en la infancia. Se consideraba a sí mismo un hombre sobrio, de emociones calmadas, pero ahora dudaba de si era por sí mismo o por la comida. Antes analizaba los propios sentimientos con la calma e imparcialidad de un cirujano, ahora no sabía si sus propios análisis eran confiables. 

Para colmo, su interés por Robin se desmoronaba bajo los efectos de la decepción. El tema de Jarl entregándosela como un objeto de segunda mano quedó colgado, igual que el japonés que una vez fuera su amigo, pero podía caer en cualquier momento. No pensaba estar ahí cuando pasara. Recogió su maletín, pagó su parte de la cuenta e improvisó una despedida rápida.

Al llegar a la puerta del Strattosfeel se volvió. Müller en verdad quería sentarse con ella y con Ximenez, hablar como verdaderos amigos en un coffee break, pero pensó que nadie los obligaba a sentarse con Jarl y Olena. Ellos podían elegir, ¿o no? Se merecían estar allí. 

Aun así, se preocupaba por los dos. Lo que vio al voltearse lo dejó perplejo: Robin y Ximenez mordían cada uno un dulce, un muffin redondo color frambuesa. El latino estallaba en risas, probablemente ante un nuevo comentario de Jarl, y se atragantaba por masticar y reírse a la vez. La cara de la muchacha lucía ruborizada, los ojos brillantes, sin rastros de la anterior tristeza. 

Una vez más Müller sintió asco. De ellos; de sí mismo; de todas y cada una de las personas dentro del Strattosfeel; y afuera en las calles, y arriba en las oficinas de los rascacielos. La persistencia de la náusea era algo olvidado en un mundo de sensaciones fáciles. No quiso prestarles más atención. “No valen la pena”, “no valen la pena”, se repetía una y otra vez. Un rápido vistazo a la mesa lo empujó finalmente a marcharse. Al cerrar la puerta tras de sí, Ximenez y Robin sonreían como si fuera el mejor día de sus vidas, Olena era más que nunca una diosa brillante y ajena, y todavía se escuchaban las carcajadas de Jarl.

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